Capítulo XXVI

Los periódicos catalanes se lanzaron a la ofensiva. La Generalidad, en términos solemnes, se dirigió al Gobierno de Madrid exigiendo el reconocimiento inmediato de una serie de privilegios sociales, de orden público, administrativos, que se había abrogado. Y por supuesto, la aceptación de la Ley de Contratos de Cultivo.

La respuesta fue negativa. Y por su parte el Gobierno denunció, por medio de El Debate, que unos misteriosos portugueses habían llegado a Madrid y vendido un arsenal de armas a los socialistas. Armas de procedencia danesa, que en un principio iban destinadas a dar un golpe de Estado en Portugal, golpe que había sido planeado con pleno conocimiento de Azaña, pero que había fracasado antes de empezar. Ahora las armas iban aumentando los depósitos de las Casas del Pueblo y muchas partían vía Asturias.

Ignacio se enteraba de todo aquello en el Banco y por los periódicos, como todo el mundo, pero especialmente por una nueva amistad que había contraído: una muchacha de dieciocho años, a la que llamaban Canela, la discípula predilecta de la Andaluza, la gran adquisición de la patrona cara al invierno…

La muchacha, que recibía en su habitación a gente de todos los estamentos sociales de la ciudad, estaba al corriente de todo; pero le decía a Ignacio: «A nosotros, ¡plin! ¿No te parece? Tanto valen los unos como los otros». Y siguiendo su tradicional costumbre, le hacía cosquillas en los costados. Ignacio entonces pegaba un brinco. «¡Canela, no seas loca!» Pero Canela, muerta de risa, continuaba persiguiéndole, desnuda, por la habitación.

Un día, al salir de casa de la Andaluza, Ignacio se encontró con César a boca de jarro, al doblar la esquina de la Barca. El seminarista disimuló. Le dijo:

—¡Hola! ¡Qué casualidad! ¿Vas hacia casa?

Ignacio, molesto por el encuentro, contestó que sí. Y emprendieron el regreso juntos, sin hablarse. Llegaban del mismo barrio; y, sin embargo…

—Ha refrescado.

—Sí.

En el trayecto vieron gran cantidad de forasteros, hombres de edad, bien vestidos, que descendían de unos autobuses y se dirigían a la estación. Eran propietarios, los afiliados al Instituto de San Isidro, que se concentraban para asistir a la Asamblea de Madrid. Don Jorge y don Santiago Estrada presidían la comitiva. El Responsable y el Cojo habían salido un par de días antes…

Más allá, en la Rambla, que estaba abarrotada, se tocaba la Santa Espina. Banderas con las cuatro barras de sangre. Los militares tomaban vermut, «La Voz de Alerta» estaba con ellos, limpiándose los lentes de oro.

Los dos muchachos subieron a casa y Matías Alvear les comunicó, en tono molesto: «En Telégrafos ya vuelven a las andadas. Un mequetrefe que ingresó el mes pasado me ha dicho sin rodeos que le gustaría que me trasladaran por ahí, a Cuenca o Cáceres». Carmen Elgazu abrió El Diario Vasco que Matías acababa de traerle de Correos. Y mientras leía lo que ocurría en el Norte dijo: «Si el traslado ha de llegar, pide Bilbao».

Los periódicos hablaban sin cesar del fascismo, «de los crímenes que cometían los “fascistas” a las órdenes de José Antonio Primo de Rivera, hijo del Dictador». Se decía que en el mismo Barcelona funcionaban unas escuadras de Falange, «que llevaba camisa azul y unas flechas bordadas en el pecho».

La agitación aumentaba y, entretanto, en el Banco Arús, el subdirector se frotaba las manos. Cuanto más hicieran, mayor sería el triunfo de la CEDA. ¿Quién organizaba la ofensiva? Los masones. Ignacio le decía: «A mí me parece que todo eso es popular, es espontáneo». El subdirector, sin mirarle, movía repetidas veces la cabeza.

Ignacio había terminado por tomar en serio al subdirector. Era un monomaníaco de la masonería, pero tal vez ser monomaníaco fuera el único sistema de enterarse en serio de algo. A Ignacio le parecía que espigar aquí y allá, como se hacía en el Bachillerato, no conducía a nada.

La teoría de que la campaña, por múltiple que pareciera tenía una cabeza directora, acaso no fuera del todo inverosímil, reflexionándolo bien. En realidad, repasando la prensa y oyendo las radios se llegaba a la conclusión de que los puntos básicos del malestar eran los mismos en todos los sectores de la opinión, y que muy bien podían haber sido redactados en un despacho, por una sola mano. ¡Era tan fácil conseguir adeptos! Con decirle al de Impagados: «Los propietarios van a Madrid para impedir que en el Banco te aumenten el sueldo», tenía uno la seguridad de contar con una voz más en el coro.

La insistencia del subdirector en que esa sola mano eran los masones, había conseguido preocupar a Ignacio. Éste no olvidaba que por fin fue el subdirector quien tuvo razón al afirmar que Julio protegería al Responsable. ¿No era inaudito que la destrucción de un periódico, en un país de prensa libre, no trajera consecuencias? ¿No era cierto que la elasticidad de Julio desbordaba los moldes de cualquier Partido, que sus fines parecían más ambiciosos que los de Estat Català o Izquierda Republicana?

Pero Ignacio no conseguía ordenar sus ideas. «¿Qué buscarían, en definitiva, los masones? ¿Por qué tendrían representantes en todas partes, en la Rambla en las audiciones de sardanas; en el consejo de Redacción de El Pueblo Vasco, que leía Carmen Elgazu, entre los que en Madrid esperaban a don Jorge y a don Santiago Estrada para saldar cuentas?»

Un día le dijo al subdirector:

—Me gustaría que me explicara en serio lo que significa la Masonería. Si usted quiere, un día de éstos, cuando los demás se marchen, nos quedamos aquí, pretextando cualquier trabajo, y hablamos.

El subdirector le miró. Y observando que la petición era sincera, contestó: «De acuerdo. No perdamos tiempo. Hoy nos quedamos».

Fue un gran acontecimiento para Ignacio. Cuando todos los empleados se hubieron marchado, y sólo se oyó la intermitente tosecilla del director en su despacho, el subdirector, sentado en la mesa frente a Ignacio, con la luz de la lámpara iluminando su calvicie y su cajita de rapé, se explicó. Le dijo que «lo mejor era que le hiciera las preguntas que quisiera y él le iría contestando. ¿Quería saberlo todo? ¿Desde lo pequeño a lo grande? Mejor. ¿Desde lo que significaba la Logia de Gerona, la de la calle del Pavo, hasta esas palabras tan sonoras como Gran Oriente…? De acuerdo. Quedaría satisfecho».

«Pues sí… en Gerona los masones, tal como ya sabía, tenían la Logia en la calle del Pavo. El mayor iniciado era aquel coronel esquelético que había visto, que tenía el grado de maestro, el coronel Muñoz. Julio García tenía el grado de compañero, pero ascendería a maestro pronto, de ello no cabía dudar… Su objetivo local era detener el auge de los partidos derechistas, unir en un solo bloque todas las fuerzas izquierdistas, para extirpar de Gerona su sentido religioso y tradicional, y disminuir el poder del Ejército. Ya conocía a Julio… Creían en el progreso, en la ciencia, en lo funcional… Por eso se captaron a los arquitectos Ribas y Massana, que ahora soñaban en construir un rascacielos en el centro de la ciudad, que eclipsara la sombra maléfica de la Catedral. Por eso formaba parte de la Logia el doctor Rosselló, porque quería revolucionar el sentido paternal de la medicina que siempre hubo en el país, substituyéndolo por las frías vitaminas y los fríos instrumentos de cirugía. El doctor Rosselló era partidario del aborto, de la eutanasia, y no le gustaba que las enfermeras del Hospital fueran monjas… Pero tenía un hijo que había descubierto sus andanzas y le trataba continuamente de inmoral, lo cual impedía al doctor Rosselló ser feliz. ¿Más datos…? Antonio Casal, tipógrafo de El Demócrata, era personaje clave y acababa de ingresar en la Logia. Pronto le señalarían su puesto… Los Costa, en cambio, que eran muy sinceros y muy buenas personas, no habían querido nunca nada con la Logia, a pesar de los esfuerzos de Julio. El coronel Muñoz, que tenía dinero, era en realidad el empresario de todos los cines de la ciudad, aunque no había conseguido serlo del Teatro Municipal. Los espectáculos eran también muy importantes y con sólo prestar atención a los títulos de las películas y revistas presentadas en la última temporada la trayectoria quedaba clara…»

«¿Que cuántos grados había en la Masonería? Actualmente, en la mayoría de Grandes Logias, tres: Aprendiz —lo eran Casal y el doctor Rosselló—, Compañero —lo eran Julio y los arquitectos— y Maestro —lo eran el coronel Muñoz—. Todos a las órdenes de un Gran Maestro, de un Caballero de Malta, de un Caballero Rosa-Cruz… etc… Según los ritos. El Gran Maestro de los masones de Gerona era Pérez Farras, de Barcelona. En cuanto a los ritos, los principales eran, ahora, seis: el inglés, el escocés, el… ¡Bien, fuera listas, si no le gustaban!»

«¿Origen de la Masonería? Los masones no se andaban con chiquitas. Lo remontaban a la construcción del Templo de Salomón y algunos retrocedían más aún, hasta el levantamiento de la Torre de Babel… ¡Tenía gracia el nombre, pensando en su compañero de oficina! En fin, en cualquier caso, se trataba de la construcción de un Templo. De ahí que el dios masónico se llamara Gran Arquitecto del Universo —lo cual encantaba a Ribas y Massana—, que sus sesiones se llamaran Trabajos y los símbolos de sus rituales lo fueran de material de construcción o de albañilería: la escuadra, la paleta, el martillo, el compás, la plomada… Y que Hiram, su mito principal, fuera un obrero fundidor del Templo de Salomón, citado en la Biblia. Si un día iba al Hospital, vería que en todos los instrumentos del doctor Rosselló figuraba un pequeño triángulo… Aquello no era muy ortodoxo, pero así lo había hecho».

«¿Si la antigüedad que se atribuían era verídica…? En absoluto. Se la atribuían, esa era la palabra, para no flotar sobre la nada. El propio Julio se lo confesó al coronel Muñoz… En realidad, los llamados masones antiguamente eran simplemente teósofos, alquimistas, iluminados, etc. —el padre del Responsable hubiera sido uno de ellos—, que trabajaban cada uno por su lado o en grupos dispersos. Más tarde fueron Corporaciones sueltas, nacidas para protestar contra la disciplina social que imponía la Iglesia. Pero en realidad no hubo Logias disciplinadas, obedeciendo a Constituciones, hasta… 1717 exactamente. La cosa empezó en Inglaterra, Desde entonces se constituyeron en otra Iglesia, con jerarquía, liturgia, dogmas e incluso premios y castigos ¿Que dónde había mayor número de masones; si en Inglaterra o en… Gerona? ¡Bueno, si bromeaba, le iba a dejar plantado! El número de masones en el mundo se calculaba en tres millones y medio, de los cuales tres millones se reclutaban en las Islas Británicas y en América del Norte. En Gerona no eran más que once… Un equipo de fútbol».

«Ah, ya le demostraría que no era un fanático, que sabía distinguir y no veía lobos de mar en la montaña. Respecto de la religión, el comportamiento de los masones variaba. Los masones anglosajones habían conservado siempre cierto tono espiritual, con sus obras filantrópicas, la práctica de la asistencia mutua, su culto a la prudencia. Claro que acaso fueran los peores, pues siempre actuaron sin escrúpulos y apoyándose en el Imperio habían pretendido ser los amos de la tierra. Pero, en fin, aun cuando sus ataques contra la Iglesia Romana hubieran sido feroces, por lo menos no excluían la idea de Dios, aunque fuera un dios a su manera, un dios inglés, albañil o jugador de cricket. En cambio, los franceses… Julio sabía algo de ello… El Gran Oriente de Francia se había declarado oficialmente ateo, Contra-Iglesia seglar, en su Constitución. Había jurado el exterminio del cielo, declarado la guerra a toda idea mística o simplemente espiritual. El obrero fundidor, Hiram, en su ritual representaba el buen Republicano asesinado por la Reacción. El Hombre era libre, con mayúscula, el Absoluto no existía porque contradecía las ventajas de la evolución. ¿No le sonaba este tipo de literatura? El Demócrata andaba lleno de ella. ¡En Gerona todo el mundo quería ser libre, con mayúscula! Y la moral natural bastaba: David y Olga, Cosme Vila llamando a la esposa compañera. ¡Todos los acontecimientos de España tenían su origen en aquel vocabulario! Los gobernantes españoles se habían aliado a la Masonería francesa. Prieto, Martínez Barrios y demás formaban parte del Gran Oriente, con el grado 33…»

«¿Qué significaba este grado? La explicación era poética, iba a ver. ¡Incomprensible la pobreza de imaginación de la Masonería francesa! La misión de los grados 33 —Martínez Barrios, Prieto— era, sobre todo, social y política. En Inglaterra durante mucho tiempo, buscaron el apoyo de la nobleza. En Francia, fieles a la divisa Igualdad por abajo y queriendo emanciparse de la Gran Logia inglesa, persiguieron la destrucción del Papa y del Rey. ¿Qué cómo lo sabía…? ¡Bah, no había más que estudiar su ritual! En las reuniones daban tres golpes, luego uno, luego dos: 3-1-2, en alusión a la fecha 1312 después de Jesucristo, año en que el Papa y el Rey destruyeron la Orden de los Templarios. Podría dar mil detalles demostrando que ésta era la finalidad de la Logia Francesa. Los Grandes Maestros prepararon la Revolución francesa. La divisa Libertad, Igualdad, Fraternidad era la de su ceremonial. ¡La redacción de los Derechos del Hombre! ¡La edición de la Enciclopedia! Todos los amigos de Diderot eran masones».

«Por lo demás, ya la Revolución americana había sido obra masónica. Washington y Franklin fueron también Grandes Maestros. Y la inglesa… Todas las revoluciones las preparaban ellos, para imponer su concepción del mundo basada en la Inteligencia sobre la Moral, en la Ciencia y en la Felicidad gracias al Progreso. Donde estallara una revolución, grande o pequeña, allí estaban los masones. ¡La hoja de la guillotina tenía forma de triángulo! Ellos prepararon la caída del Imperio ruso; el culto a Caín había sido muy popular en las Logias. España era para ellos una espina clavada, por la expulsión de los judíos, por la creencia en la Virginidad de María, ¡por tantas cosas! Sobre todo por haber rechazado la Reforma. Ahora veían la ocasión, pues la República obedecía sus órdenes. Y preparaban el levantamiento en Cataluña y la revolución en el resto del país».

«De acuerdo, de acuerdo, debía de haber masones idealistas, de buena fe. Pero la mayor parte operaban por ansia de poder temporal, por resentimiento contra el Dios Todopoderoso, por odio contra el triunfo de la Iglesia. No podían soportar aquello de Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré, etc… De ahí que su obra llevara una especie de estigma diabólico. Cada paso que daban era una desgracia para la humanidad, a veces sin que ellos lo advirtieran».

«Por ejemplo, no hacían más que allanar el terreno al comunismo. En fin, conducirían el mundo al desastre, utilizando desde el cine y la prensa, hasta la asfixia de pequeños Bancos como el Anís. El elemento judío influía en ello, pues no perseguía sino el provecho económico, a costa de lo que fuera. No, nada de teorías. Sentencias contra Reyes habían sido decretadas en las Logias, como la de Luis XVI. Caídas de regímenes se habían decretado en las Logias, como la de la Monarquía española. ¿Quería más datos? En la Logia de Gerona se había decretado la destitución del alcalde y en el Hotel Oriente de Barcelona la implantación del separatismo en Cataluña».

«Y para demostrar que no tenían prisa, en Gerona habían elegido como mascota la tortuga… Julio era el personaje clave. Ese doctor Relken del que siempre hablaba era un agitador profesional, con lentes de sabio. Le conoció en París, ya estaba en Barcelona, algún día se lo traería a Gerona. Mimaría mucho a Casal y no cejaría hasta que éste se hiciera cargo del partido socialista y de la UGT… ¿Quién si no Julio había mandado a Madrid al Responsable y al Cojo? Podía cobrarse el haber enterrado su expediente por lo de la imprenta, ¿no era eso? Y el día que se diera cuenta de quién era Cosme Vila… le invitaría a su casa a oír unos discos. Pero con Cosme Vila perdería el tiempo. Los comunistas estaban por encima de los masones, los utilizaban como monigotes. En fin, pedía perdón por tanto detalle erudito, pero… valía la pena. Si algún día quería hacer abortar a una chica, ya sabía: el doctor Rosselló. Si quería construir un rascacielos en Gerona, donde diez mil conciudadanos vivieran como hormigas, ya sabía: los arquitectos Ribas y Massana. Si escribía un sainete pornográfico, ahí estaba el coronel Muñoz: lo representaría en el Albéniz. ¿Quería un nuevo dato…? —El subdirector bajó la voz—. El director, su director, el director del Banco Arús, que estaba en el despacho de al lado… era masón. ¡Faltaba un experto en materia financiera, ¿no era cierto? Y un tesorero…!»

* * *

Ignacio se quedó preocupado. Todo aquello tenía visos de realidad. La voz del subdirector, sus ojos de buena persona, no mentían. ¡Veinte años de especialización! Hay que ver las cosas que aquel hombre calvo sabía sobre Masonería. Lo que debía de saber aún. El subdirector acababa de obtener un gran triunfo sobre Ignacio.

Mientras tanto, afuera, en el ambiente ciudadano, el triunfo correspondía, de momento, al Responsable y el Cojo. La Asamblea de propietarios en la capital de España se había celebrado. La CNT de Madrid se había lanzado a la calle en señal de protesta. Hubo muertos, heridos; nadie conocido. Pero el Responsable y el Cojo regresaron triunfalmente contando que un tipo gordo, de Lérida, que en plena Puerta del Sol había encendido un puro con un billete de veinticinco pesetas… ya no encendería ninguno más. ¡Hurra! Blasco, el Grandullón, los dos yogas les dieron la mano. Y todos juntos fueron a la Piscina, donde ya no había nadie, de la que el mal tiempo había barrido los cuerpos desnudos. ¡Gran triunfo! Ellos eran vegetarianos, fuertes, soportaban el frío.

Don Jorge y don Santiago Estrada habían regresado. «Han matado a un propietario de Lérida, un gran conocedor de la Agricultura. Y otros… Esto es una calamidad. Madrid está en manos del populacho. Largo Caballero sigue las órdenes del Komintern. Verdaderamente, se puede esperar cualquier cosa». Mientras tanto David y Olga habían abierto, en el salón anexo a la Biblioteca Municipal, la exposición de trabajos manuales que los alumnos habían ejecutado en San Feliu. Las muñecas y los paisajes de corcho eran una nota de paz en el ambiente.

La violencia con que don Jorge, don Santiago Estrada y los demás propietarios fueron recibidos, sobrepasaba todos los cálculos. El «caiga quien caiga» de Julio se estaba convirtiendo en realidad. Se celebré una reunión de todos los dirigentes izquierdistas y se mandó un mensaje a la Generalidad, pidiendo permiso para destituir a los asistentes a la Asamblea de Madrid, de todos los cargos públicos que ocuparan en la provincia. El diputado de Izquierda Republicana, Joaquín Santaló, cuñado del cajero, recorrió los pueblos para demostrar a los campesinos que no estaban solos, y exhortándoles a organizar en Gerona, sin pérdida de tiempo, una concentración que fuera la contrarréplica a la de Madrid. «Todos vosotros, campesinos de Gerona, tenéis que acudir a la ciudad, con vuestras manos callosas y vuestras alpargatas, a demostrar vuestra voluntad de defenderos y de defender vuestras familias».

La agitación entre los campesinos y la actividad que éstos demostraban tuvieron una repercusión inmediata sobre la atmósfera reinante en las fábricas. En la fábrica Soler, en la de Industrias Químicas, en la fundición de los Costa, en los talleres los obreros decían: «Los campesinos nos dan el ejemplo. Tenemos que hacer algo. Huelga, lo que sea». Y pedían que El Demócrata publicara la lista de los industriales que pagaban salarios de miseria.

Hacia el atardecer, la Rambla era un hormiguero. Ya no eran las pacíficas parejas que Ignacio viera al salir del Seminario. Todo el mundo se concentraba allí, comentando los acontecimientos. La Torre de Babel destacaba siempre un palmo más que los demás. En el bar Cataluña los limpiabotas ponían en marcha la radio y el dueño había instalado un altavoz. Desde la Generalidad se enumeraban los atentados contra Cataluña. Y cuando el clima subía como una ola, y se veía al Cojo pasar corriendo, o a los arquitectos Ribas y Massana entrar y asomarse al balcón de Estat Català, entonces, de repente, el cielo se cubría de octavillas. Los tejados y las azoteas lanzaban centenares de octavillas que iban cayendo lentamente. Anónimas, sin firma, en colores rojo y amarillo, las cuatro barras de sangre. Algunas de estas octavillas se posaban en el balcón de los Alvear y Matías las leía. Reconocía en el estilo la mano de Julio. Ignacio negaba, decía que no. Canela le había asegurado a Ignacio que Julio siempre nadaba y guardaba la ropa, que actuaría sin dejar pruebas de ello.

Los atletas en el Ter hinchaban los pulmones, los timbres de las bicicletas sonaban, César recibió una nota del Collell, de su profesor de latín, anunciándole que no se moviera de Gerona hasta nuevo aviso, doña Amparo Campo estaba indignada porque, con todo aquello «La Voz de Alerta» tenía coche y Julio no.

* * *

—No te asustes, seré muy breve. Sólo desearía que no me interrumpieras. Hablaremos como siempre hemos hablado tú y yo, y como yo entiendo las cosas. Todas las excusas que puedas darme las conozco: que vas allá para conocer el ambiente, para tener experiencia y demás. ¡Bah!, a tu edad se va «para hacer el hombre». Me he informado sobre esa mujer. Sí, comprendo que no es lo corriente. Pero yo quiero advertirte que las de su edad son las más peligrosas… ¿Me comprendes? Pero hay algo más. Tú estás convencido de que no va contigo por dinero, que te quiere. De acuerdo. Pero vas a ver cómo te llevas la gran sorpresa. Cualquier día te enterarás de que le está diciendo lo mismo a cualquier chulo imbécil. Hijo mío… me darás una gran alegría si no vuelves por allí. Eres el mayor y tienes una gran responsabilidad. Además… te esperan cosas más importantes. Yo tengo una gran confianza en ti. Una confianza ciega y eres mi gran orgullo de pobre hombre. A veces, en Telégrafos, pienso que pierdo el tiempo, pero cuando me acuerdo de ti hasta el papel de los telegramas me parece de color de rosa. Y tu madre lo mismo. Si a veces te parece que prefiere a César, te equivocas. Lo que pasa es que, ya sabes… Para ella un hijo cura es lo máximo. Pero te quiere tanto como yo, que ya es decir…

»Por último… créeme, por ahí no aprenderás nada. Al principio parece una gran experiencia y que esas mujeres saben la verdad de todo, pero no lo creas. Cuando los hombres van allí muestran lo peor y de esto ellas no pueden darse cuenta. Y luego… luego verías que siempre es lo mismo.

Antes de levantarse añadió:

—Si no me haces caso, tendré que tomar otra determinación.

Ignacio se afectó. Su padre había hablado con gran dignidad. Se sintió al descubierto, se halló desnudo. Hombre de experiencia su padre. Gran persona, mucho mejor que él.

¿Quién le habría dado la pista? Su madre llevaba varios días mirándole a los ojos… ¡Tomar otra determinación! ¿Por qué aquella amenaza? ¿Y qué sabía su padre de Canela?

«Cualquier día te enterarás de que le está diciendo lo mismo a cualquier chulo imbécil». Un gran desasosiego le invadió. Comprendió que era grave vivir tranquilamente varias vidas a un tiempo. Sin embargo, Canela no era como las demás. Tenía un gran sentido común. No era cierto que a su lado no se aprendiera nada.

Claro que tal vez todo aquello le distrajera de los libros. Éstos estaban sin abrir. Pero… ¡ocurrían tantas cosas! ¿Qué hacer?

«Eres mi gran orgullo de pobre hombre… Cuando me acuerdo de ti, hasta el papel de los telegramas…»

Los ojos de San Ignacio continuaban fijos en él.