Capítulo XXIX

Ignacio:

Sólo unas líneas para saber si no te ha ocurrido nada, pues aquí dicen que en Gerona, las cárceles están llenas. No debería escribirte pues no te dignaste contestar a mi carta de San Feliu; pero ha podido más el buen concepto en que te tengo.

¿Qué tal tu familia? ¿Tienes novia…? ¿Defiendes ya pleitos perdidos? ¿Eres feliz?

Yo, sin novedad (si es que te interesa, saberlo). Me he cambiado el peinado, he empezado el quinto curso de piano… ¿Qué quieres que haga una chica como yo, en medio de estas revoluciones? Creo que cumplo con mi deber siguiendo mi vida… Además, la verdad es que casi no salgo, y que prefiero San Feliu a Barcelona.

Loli me da recuerdos, es mi única amiga. Vive en Muntaner, 182; yo en el 180.

Nada más. Adiós, Ignacio. Tu novia de vacaciones.

Ana María.

Posdata: Anda, escribe, hombre, que yo no soy separatista.

* * *

César se marchó al Collell. Llegó una postal urgente diciendo que, vuelta la normalidad, las clases se reanudaban. ¿Quién llevaría el cesto al decorador? ¿Quién velaría para que la Andaluza y el patrón del Cocodrilo fueran constantes? ¿Quién diría a Canela: «Deja en paz a mi hermano…»?

Las separadas y rojas orejas de César se fueron al Collell, auscultando el otoño que había invadido la provincia. Rumores de hojas caídas, de arroyos que crecían. El lago de Bañolas en paz, sin revoluciones.

César tuvo el tiempo justo para ser presentado al hijo del Director de la Tabacalera, Mateo, que acababa de llegar de Madrid.

Le pareció un muchacho extrañamente seguro de sí mismo, que hablaba poco y con aplomo, como si nada pudiera sorprenderle. Algo mayor que Ignacio, de la misma estatura. Explicó muchas cosas sobre la revolución en la capital de España, en el Sur, y en todas partes. Tenía el arte de elegir lo preciso para dar una visión de conjunto. La verdad es que Pilar se llenó de admiración oyéndole. El Director de la Tabacalera le miraba con orgullo de padre, que conmovía. César observó que llevaba camisa azul, y oyó muy bien cuando preguntaba a Ignacio: «¿De verdad crees en el Socialismo?» Ignacio le había contestado: «Aún no se ha hecho la prueba».

En realidad, al decir eso Ignacio pensaba en lo que ocurría en Asturias. ¡Qué extraordinaria batalla, qué curioso que las mujeres se entretuvieran cambiando de peinado… mientras los mineros hacían frente a un Ejército cien veces más fuerte! Las primeras columnas de que había hablado El Tradicionalista, organizadas por el Gobierno de Madrid, fueron diezmadas por los mineros, que combatían con verdadero fanatismo. Sin embargo, ¿qué hacer? El Gobierno había llamado a las fuerzas de Marruecos… Y éstas habían dado la vuelta a la situación en un santiamén.

Mateo traía noticias frescas sobre el particular. Según él, la operación militar fue planeada con extraordinaria pericia y las fuerzas marroquíes —de Regulares y La Legión al mando del teniente coronel Yagüe— habían hecho gala de una preparación de primera línea. Los mineros habían sido ya cercados en Oviedo, la capital.

Ignacio seguía atento a cuanto ocurría. Ya no podía acusársele de espectador. Se diría que las interminables horas que Carmen Elgazu pasaba en la cocina cuidando de la familia y de los detenidos, el amor y entereza de ánimo con que cumplía esta misión, le habían reconciliado con ciertos valores.

Una cosa se resistía a creer: lo relativo al salvajismo de los mineros, ya anunciado por el subdirector. Mateo insistía en que había llegado a extremos inconcebibles, pero Ignacio continuaba atribuyéndolo a propaganda.

Y sin embargo ¿hasta cuándo persistiría en su actitud? El Debate daba toda clase de detalles. Contaba horrendos asesinatos de mujeres, de frailes, de sacerdotes, citando nombres, circunstancias, hora y lugar. Con las consabidas fotografías… Una sobre todo, en primera página —El Tradicionalista la reprodujo, ¡cómo se les iba a olvidar!— era algo pavoroso y conmovió a España entera, sin exceptuar a Ignacio: en ella se veía a un cura abierto en canal y colgando en una carnicería de Oviedo, con un letrero que ponía: «Se vende carne de cerdo».

Ignacio se quedó aterrado. Y su desconcierto aumentó más aún cuando por fin se recibió la carta de Bilbao. ¡Válgame Dios! Al parecer cuanto informaba El Debate era la pura realidad. A la carta de la abuela seguía una posdata del tío de Trubia, quien por fin había podido refugiarse en Bilbao. El hermano de Carmen Elgazu explicaba que los mineros, al asaltar la fábrica, quisieron disparar contra él, simplemente porque era capataz, lo cual no llevaron a cabo gracias a que dos obreros que le estaban agradecidos tomaron su defensa. Sin embargo, estos obreros no pudieron impedir que, de pronto, un tipo extranjero, yugoslavo o algo así, que parecía tener mando, se adelantara hacia él y con un hacha le cortara cuatro dedos de la mano izquierda.

Carmen Elgazu se había llevado las manos a la cabeza horrorizada, y lo mismo Pilar. Ignacio quedó mudo. «¿Qué diablos hacía aquel yugoslavo entre mineros de Asturias? Y el fuego destrozando la Biblioteca de 300.000 volúmenes y hundiendo la nave de la Catedral. ¡Y el cementerio destruido!»

Su combate fue de pronto más terrible aún porque los acontecimientos se sucedían vertiginosamente, con aportaciones que volvían a inclinar la balanza sentimental. Estos acontecimientos eran precisos: los mineros acababan de capitular, diezmados por los moros y legionarios al mando del general López Ochoa. Y entonces comenzó a conocerse el reverso de la medalla.

Este reverso de la medalla llegó a oídos de Ignacio gracias a Matías, su padre, siempre ecuánime e intentando ver las cosas con equilibrio y perspectiva. También en el Banco se supieron detalles, por una carta que el Director recibió de un apoderado de un Banco de Gijón. Al parecer, la arenga hecha a las fuerzas marroquíes antes del asalto consistió en contarles la ferocidad de los defensores de Oviedo, y en darles libertad de acción y de botín…

¡Qué más podían desear! Entraron a sangre y fuego. Los legionarios fueron controlados en parte por la oficialidad; pero los regulares…

Sólo Franco, con su prestigio, impidió que la acción de estas tropas igualara en ferocidad la de los mineros; pero fue lo suficiente para que Matías le dijera a Ignacio: «Hijo mío, ya ves qué extraño es todo esto, qué doloroso. De qué cosas es capaz el hombre».

¿Y el socialismo, doctrina de David y Olga, motivo de la capciosa pregunta de Mateo, doctrina motriz de la revolución…?

El Director de la Tabacalera, que desde la llegada de su hijo se había vuelto sorprendentemente locuaz y teorizante, creía saber que en Asturias los socialistas habían sido absorbidos inmediatamente por cabecillas anarquistas y comunistas, lo cual estimaba lógico, pues opinaba que en un país extremista como España el socialismo, en el mejor de los casos, no podía servir sino de trampolín.

Mosén Alberto rubricó la declaración del Director de la Tabacalera.

—¡Qué se va a hacer! —dijo—. Los españoles somos así, unos místicos. En caso de enfermedad, preferimos un rato de conversación, amistosa a un invento mecánico que levante por sí la cabecera del lecho.

Aquélla pareció ser, también, la teoría de Mateo, quien tuvo una intervención que a Matías le pareció original. Dijo que, precisamente por las razones que exponía mosén Alberto, era un error creer que los mineros se habían levantado en armas para pedir dos pesetas más de jornal. Las causas eran más profundas; eran espirituales, aun cuando los propios mineros no se dieran cuenta. Por ello el Gobierno no había conseguido nada definitivo mandando los moros a Oviedo, y los que cantaban victoria, como El Debate, eran unos ingenuos. Era preciso estudiar los motivos humanos del descontento de los mineros y de España entera. Y remediar las causas originales si no se quería volver a empezar unos meses o unos años más tarde.

Ignacio le dijo a mosén Alberto:

—No comprendo cómo usted, con las teorías que tiene, deseaba que en Cataluña tuviera éxito la revolución. También aquí el catalanismo hubiera servido de trampolín.

El sacerdote negó con la cabeza.

—Cataluña es distinta —le contestó—. Aquí la gente es menos extremista, porque es más culta y tiene un nivel de vida más elevado.

—Sí, sí. Hábleme de la cultura de los rabassaires y de la de las mujeres con que mi madre se encuentra en la pescadería.

—No son tan brutos como crees. Es cuestión de lenguaje. Desgraciadamente, aquí se blasfema mucho. Pero lo que importa es la minoría. Aquí hay una considerable minoría, aunque no lo quieras admitir. En Cataluña hay gran cantidad de personas con sentido común y muchas familias sólidas. En Barcelona y en todas partes hay gentes aptas para gobernar y sostener las riendas.

—Pues no lo han demostrado. El Gobierno de la Generalidad fue el primero en excitar los ánimos, y en el momento de la verdad se deja absorber con la misma facilidad que los socialistas en Asturias. Además, me parece que aquí los revolucionarios han sido unos cobardes.