Ignacio, por fin, desistió de ir al baile del Casino, aunque se lo había prometido a Ana María. Imposible resolver lo del smoking.
Al día siguiente volvió a dejar la ropa al cuidado de un chico, volvió a internarse en el mar y a cortar en diagonal hacia la zona de pago. Se había propuesto inventar en el camino la excusa que había de dar a Ana María por no haber asistido al baile. Pero pronto se dio cuenta de lo difícil que es pensar mientras se nada. El agua parecía que le entraba por una oreja y le salía por la otra —como en las casas de Gerona cuando había inundación— barriendo todo orden posible en el pensamiento.
Al llegar a la playa, Ana María no estaba aún. «Claro, claro —pensó—. El baile habrá terminado a las cuatro de la madrugada…» Se divirtió como pudo. El balón azul del comandante Martínez de Soria flotaba entre las cabezas; pero sin Ana María se le hacía odioso. David y Olga le habían dicho que el comandante daba lecciones de esgrima en el Casino.
Por fin la muchacha llegó, llevando el albornoz enrollado, colgado a la espalda. Ignacio prefirió esperar a que saliera en traje de baño. Él en slip y ella vestida, se hubiera sentido inferior.
Se ocultó en el agua y a poco vio a Ana María aparecer en la puerta de su caseta alquilada, con un malliot verde, más ceñido aún que el anterior. Se le acercó sin perder tiempo. Pero era tan grande su emoción que el pecho le latía y no sabía qué le iba a decir. En cuanto ella le vio se detuvo, y quedó mirándole con ojos de infinito reproche. Ignacio llegó a su lado. En el fondo, el silencio creado les satisfacía, tenía algo de complicidad.
Perdona, Ana María…
—No tengo nada que perdonarte. No tenías ninguna obligación.
—La verdad es que… lo que no tenía era smoking.
La muchacha empequeñeció sus verdes ojos. Se tocó los moños. Loli estaba allí y soltó una carcajada.
Ignacio se sentía en ridículo, pero Ana María salvó la situación. Con naturalidad le asió de la mano y se lo llevó aparte.
—Deja a ésa, es una tonta.
Y luego explicó que había sido una lástima, pues ella, para bailar con él, se había puesto un vestido largo, de color de cielo mediterráneo… Y una flor en el pelo.
Luego añadió que se había pasado la velada entera mirando a la puerta, como una tonta… Que a medianoche incluso bebió champaña, «para olvidar».
Ignacio sentía tal odio hacia Loli, que ello le impedía saborear la exquisitez de aquellas palabras. En otras circunstancias se hubiera desmayado de felicidad.
—Déjala, déjala. Es una nueva rica.
Ignacio se quedó mirando a la arena.
Ana María dijo de pronto:
—Anda. Vamos a bañarnos. Dejemos eso. —Se levantó, se puso aquel gorro que le minimizaba la cabeza y echando a correr entró en el agua como un delfín.
Ignacio la siguió. Y al encontrarse en el fondo del mar se sintió otro. Al rozar la arena y mirar hacia arriba y ver las piernas de Ana María pataleando como si estuviera en el aire tuvo ganas de asirle un pie, de tirar de él y ahogarse los dos juntos, o darle un beso de agua que no se terminara nunca.
Surgió inesperadamente a la superficie, frente por frente a la muchacha y entonces fue ella la que desapareció. Y así anduvieron jugando, inundándose de espuma, de sol. También los ojos de Ana María tenían color de cielo mediterráneo.
Era la alegría del mar, de verano, de su juventud desbordante. Era el encuentro con el alma gemela que despertaba las posibilidades latentes de la vida.
Las horas pasaban volando y llegó el momento de separarse. Ignacio desapareció hacia la zona de los pobres después de haber quedado con la muchacha en que se encontrarían «en la barca de siempre», hacia el atardecer.
Y así lo hicieron. Aquel día, y el siguiente y todos los atardeceres. Era un momento inolvidable para Ignacio. Se decía a sí mismo que en San Feliu se había concentrado todo lo que el mundo podía dar de sí. Nada hermoso faltaba ni en la bahía ni en su corazón. Con asir el dedo meñique de Ana María le bastaba para ser feliz.
En realidad, se preguntaban pocas cosas uno a otro. Andaban juntos y les bastaba. Se reían por cualquier tontería. Al tropezarse con alguien de Gerona, Ignacio le decía: «Ése es de Gerona». Y si se encontraban un conocido de Ana María decía ésta: «Es un amigo de casa».
Pero con frecuencia buscaban, sin darse cuenta, la soledad. «A mí llévame al aire libre. Y si puede ser, subir a una montaña».
Era maravillosa la capacidad de Ana María para trepar por las rocas y luego enfrentarse con los grandes espacios sin sentir vértigo. Podía asomarse a un acantilado y ver la caída vertical de la piedra y la lengua de mar al fondo sin sentir vértigo. Podía subirse a la ermita de Sant Elm, desde la que se divisaba un panorama inmenso de agua, desde Francia hasta la costa barcelonesa, con un horizonte lejanísimo, sin sentir vértigo. Ignacio la admiraba. Era una criatura serena. Dondequiera que se encontrase, ella era el centro de sí misma. Hubiérase dicho que los rodetes, uno a cada lado, le defendían las sienes, se las apretaban impidiendo la dispersión.
Recorrían todos los alrededores del pueblo. Y tan pronto descubrían, en lo hondo, playas pequeñas y escondidas como se encaramaban cada uno a un árbol y desde arriba, ocultándose entre el follaje, se llamaban y se hacían señas. A veces se encontraban por la mañana y asistían a la llegada de las barcas de pesca, con los peces plateados y rojos coleando; otras veces, después de cenar, Ana María se zafaba de sus padres y de su grupo de amigos y se iban al rompeolas, que les gustaba porque les daba un poco de miedo.
Ana María en todos sus actos y movimientos era mujer. Desde el de sentarse en el suelo con la falda temblorosa rodeándole, hasta la serie ininterrumpida de mentiras que estaba contando en casa para que todo aquello le fuera permitido. Y si por un lado le gustaba andar, andar en silencio y reírse y mirar con picardía, como ocultando un secreto, por otro lado se detenía de repente y acercándose a Ignacio le decía: «¡Puedo confesarte una cosa! Me gustas». Y echaba a correr. Un día añadió: «Sobre todo tu voz. Tienes una voz —te lo digo en serio— que me vuelve algo loca».
Si el viento los azotaba, hablaban de cosas grandes: cuando hallaban un abrigo, en un recodo o tras unas rocas, hablaban de trivialidades, y con frecuencia de recuerdos infantiles. Lo más lejano que Ana María recordaba era un pulpo. Un pulpo, que siendo ella muy niña vio, en la playa, a punto de salir del agua. Se asustó y huyó en busca de su niñera. Ignacio lo más lejano que recordaba era cuando su madre, Carmen Elgazu, los sábados, en Málaga, le sentaba dentro de una palangana, desnudo, con las piernas fuera, y con una esponja le frotaba todo el cuerpo. Ana María gozaba lo suyo imaginando las gotas resbalando por la diminuta columna vertebral de Ignacio.
—¿Te gustaba, si…?
—Sí, sí. Me gustaba.
Un día Ignacio le preparó una sorpresa. Avisó a las alumnas de la Colonia y le dijo a Ana María: «Hoy vamos a ir por el lado de S’Agaró, bajaremos bordeando el Salvamento de Náufragos». Así lo hicieron y en cuanto las niñas, que estaban a la escucha, los vieron aparecer, se levantaron como un enjambre de pájaros y salieron a su encuentro gritando y saltando. Les rodearon como si fueran dos novios, y una de las alumnas, la mayor, le ofreció a Ana María una muñeca de trapo con dos moños uno a cada lado… Ana María se emocionó y dijo que la guardaría en su corazón. En el momento de despedirse, oyeron que de un matorral brotaban unos rasgueos de guitarra. Era el maestro local, amigo de David y Olga, que se había escondido allí. Luego el sol les dedicó una de las más hermosas agonías del año.
A veces se cruzaban con el grupo de veraneantes pertenecientes a la pandilla de la chica. Eran muchachos vanidosos, que llevaban el jersey anudado al cuello a modo de bufanda, con estudiado desgarbo. Hijos de fabricantes. Miraban a Ignacio con cierta insolente curiosidad, pues les había secuestrado a Ana María. Al chico le ponía nervioso verlos. Ana María le decía: «Déjales. ¿No ves que se aburren?»
Una de las cosas que les gustaba era asistir a las reuniones de los esperantistas, en la plaza de la iglesia… ¡Porque en el pueblo había muchos esperantistas! Era un pueblo de escondidas y escalofriantes imaginaciones, lo cual Julio ya había advertido. Gente que soñaba en sociedades universales. Anarquistas sin saberlo, demasiado sentimentales para ofrecer sus servicios al Responsable.
Ignacio descubrió otra sociedad: «Los amigos de la Atlántida». Un grupo de taponeros que creía en la existencia de la Atlántida, y que consideraba prueba irrefutable de ello el hecho de que todos los años emigraban de las costas de África occidental unas bandadas de pájaros y que al llegar a un punto determinado del océano empezaban a buscar y a dar vueltas sobre sí mismos y chillar con desesperación. Uno de los taponeros le dijo un día a Ana María: «Y si no… ¿cómo Colón habría encontrado habitantes en América?» El hombre escribía un poema inmenso titulado «La Atlántida», y les recitó gratis unas estrofas, que se parecían a las que Jaime recitaba en Telégrafos a Matías Alvear, pero con mucha más sinceridad.
La hora de las confidencias era siempre la misma: el atardecer. Y el lugar siempre el mismo: la barca a la que fueron el primer día. Allí Ana María le rogaba que le contara cosas de su familia.
—Pero cosas ciertas —pedía—. No me inventes nada. A mí siempre me parece más interesante la verdad.
¿Qué tenía aquella mujer que hablaba de esta manera?
Ignacio le decía que tenía un padre de cabellos ya canosos, un as en el dominó, que ahora estaba disgustado porque se le había roto la radio y que probablemente en aquellos momentos se encontraba sentado en un café llamado el Neutral, o en una barbería de un tal Raimundo pensando en cualquiera de sus tres hijos.
La madre… era otro cantar… Un poco trágica. ¡Si los viera andar solos por aquellos acantilados! Si viera a Ana María con aquel maillot verde… Pero era una mujer magnífica. Se encontraría en el fondo del mar rodeada de peces agresivos y pensaría: «¡Dios mío, que la camisa de Ignacio está sin planchar!»
César… era un santo. Precisamente se lo había dicho a los maestros: era un santo. Afeitaba y tal. ¡Tenía unas orejas…! Trabajaba en un taller de imágenes. Había sobornado a uno de los operarios para que le fabricara una imagen de San Ignacio de Loyola. «Él cree que no lo sé; pero mi padre me lo ha escrito».
En fin, sería cura y casaría a la gente…
—¿De veras…?
—Desde luego. Y supongo que a mí me hará un precio especial. O mejor, me dará una bendición especial.
—¿Y Pilar…?
—¡Ah…! Mi hermana… Me gustaría que conociera a una chica como tú. Es un poco… Pero tiene mucha gracia, desde luego. Ha empezado corte. Y se gana para sus gastos jugando a la Bolsa.
—¿A la Bolsa…?
—¡Sí, sí! Ya te he dicho que tiene mucha gracia.
Ana María se sentaba, con las manos en sus piernas entrelazadas por las tirillas de la alpargata.
—¿Y tú, Ignacio…? ¿Cómo eres en realidad?
Ignacio no lo sabía. Eran tan maravillosos aquellos días —y pasaban tan de prisa— que había perdido la conciencia de sí mismo. De noche, en la Colonia, dormía como un bendito, y se despertaba soñando que también buscaba algo, como los pájaros de la Atlántida. Debía de ser un sentimental. Eso es, un sentimental… Pero ¿cómo sabe uno como es cuando es feliz? ¡Por Dios, que no le preguntara detalles! Por desgracia la realidad volvería pronto. De momento allí estaba la barca, la bahía, el agua y el faro. Y Ana María, sentada en la arena con la falda desplegada, temblorosa a su alrededor. «Lo único qué puedo decirte es que quiero ser un hombre».
—¿Y tus padres…? ¿Por qué no me hablas de los tuyos?
Los padres de Ana María… eran un poco absurdos. «Ya ves lo que son las cosas. Mi padre… tiene tres smokings, pero todavía no ha conseguido llevar uno con naturalidad». Su madre, por lo que contó de ella, era exactamente lo que sería doña Amparo Campo de haberse realizado sus ambiciones.
—A mí me gustaría, de verdad, tener un padre que pudiera disgustarse porque se le ha roto la radio de galena.
Era una alegría ascendente, que debía una gran parte de su intensidad a la naturaleza que los circundaba. El pensar que aquellas rocas rojizas llevaban siglos allí, contemplando el mismo mar, bajo el mismo cielo azul, los emborrachaba. Pisoteaban fuerte la tierra y se reían de la impotencia de sus pies. ¡Qué duro aquello, qué granítico y eterno! ¡Qué débiles parecían las piernecillas humanas!
—¿Y el alma…? Tú crees en la existencia del alma, ¿verdad, Ana María?
¡Cómo! ¿Cómo no creer en ella? ¿Qué sería de los pobres cuerpos sin el alma? Pobres ojos, pobres ojos… Pobres labios, ahora rojos y llenos de vida. Pobre frente, ahora noble… Todo se secaría. Todo se iría secando como el pequeño riachuelo que había delante de la iglesia. Sin el alma Ignacio no tendría la voz que tenía, ni ella al abrir por las noches la ventana del cuarto sentiría aquellas oleadas de ternura invadirle el pecho. Suponiendo que sin el alma se pudiera vivir, los cuerpos andarían por el mundo encorvados, decrépitos y horribles. Tal vez se arrastrarían por el suelo, y los hombres y las mujeres se vieran obligados a hablar y comer y trabajar en esta postura. Sin el alma nadie hubiera concebido jamás la vela de un balandro.
—¿Y la inmortalidad…? —¿Creía Ana María en la inmortalidad?
¡Cómo no creer en ella! ¿Cómo no creer que había cosas que durarían siempre, que no podían desaparecer? Ella no había dudado jamás de que llevaba en sí misma algo que sería inmortal. Ya antes de tener uso de razón —cuando de pequeña vio aquel pulpo en la playa— había sentido que la existencia del cielo era una verdad. Por eso quería tener hijos, porque un ser humano era lo único que uno podía crear con la seguridad de que viviría siempre, de que su muerte sería aparente y transitoria. Lo demás… ya era distinto. Por ejemplo, aquella muñeca, aquella malagueña de un moño a cada lado, moriría un día… Aunque, ¡quién sabe! Pero lo que ella quería era casarse un día y tener hijos.
Ignacio no la besó. No la besó nunca. Había cometido una torpeza: el segundo día, en la barca, le hizo un sermón de diecisiete minutos sobre la castidad… Le dijo que cuando un hombre respetaba verdaderamente a una mujer, no la besaba nunca antes de casarse: por lo menos en los labios. Y por eso, a pesar de tener los labios de Ana María muy próximos a los suyos, hablando de hijos y de inmortalidad, tenía que hacer honor a su sermón y aguantarse.
¡Válgame Dios, todo aquello era hermoso! E incluso existían fotógrafos ambulantes dispuestos a inmortalizar la excelente pareja que ellos hacían.
* * *
David y Olga le decían que se llevaría un disgusto, que Ana María no era para él. «Es una mujer rica, no es para ti. Va contigo de buena fe, pero es que a veces gusta cambiar de ambiente. Es una aventurera, ¿comprendes? También sus amigos del jersey en el cuello a modo de bufanda van a veces a beberse un vaso de vino en una taberna».
Ignacio no contestaba. Ignacio tenía una ventaja: todo aquello ya lo sabía. Pero sabía que lo que le ocurría era humano. El propio José, su primo de Madrid, se lo había dicho: «A todos nos ocurre, soñamos con una princesa». Claro que él ya había soñado con tres… Ana María era la tercera.
Pero su divorcio con la realidad no era total, por desgracia. Cualquier detalle le recordaba, en el momento más impensado, que los días pasaban de prisa y que pronto tendría que regresar a Gerona…: una carta de sus padres, un limpiabotas conocido —Blasco, u otro— paseándose por San Feliu dispuesto a limpiar el blanco del calzado que la gente usaba en verano.
Había algo inoportuno en su felicidad: David y Olga no podían compartirla. San Feliu, pueblo de la costa, de imaginaciones esperantistas, había mandado a los maestros una ráfaga de recuerdos violentos y tristes: se había suicidado un artesano del corcho que ellos conocían. Un hombre extraño, que había construido en corcho una prodigiosa miniatura del monumento a Colón erigido en Barcelona. Vivía solo, y una noche, en el momento en que entraba en el puerto un barco japonés, fue al faro y se ahorcó. Al día siguiente le encontraron con los pies balanceándose y una nota en el bolsillo que ponía: «Me voy porque me da la real gana».
Aquel suicidio había impresionado profundamente a los dos maestros, recordándoles que eran hijos de suicida. David pensó en su padre, balazo en la sien; Olga en el suyo, petardo en los labios, encendido a modo de cigarro. Ignacio no podía hablarles de felicidad. Tal vez por eso David y Olga le dijeran: «Te llevarás un disgusto. Esto no es para ti».
¿Era él egoísta habiéndoles de Ana María a pesar de todo, o lo eran ellos escuchándole con una sonrisa de amarga indulgencia? ¿Y por qué no cesaban, por quince días aunque fuera, de hablar de fascismo y revolución? Él no tenía la culpa de que «Gil Robles fuera frívolo», de que ellos creyeran que el socialismo conseguiría incluso pesca más abundante en el mar, ni de que el artesano del corcho se hubiera colgado de un faro. Por otra parte, Ana María hablando de la «revolución» le había dicho que sí, que ella presentía muchas injusticias en el mundo y que muchas veces se había preguntado si su padre en la fábrica no robaba el dinero de los que trabajaban para él. Pero… añadió que el terreno era peligroso… En Barcelona había conocido un chico socialista que la apabulló a discursos. Luego resultó que era un simple resentido. «¿Por qué mucha gente no hace como tú? —concluyó—. Trabajar y estudiar. Y llegar a ser abogado…»
Debía de ser una visión simplista del problema. Pero ¡lo decía con una seguridad!
Las alumnas, en cambio, le estimulaban a que fuera con Ana María. La chica les pareció a todas preciosa y muy simpática. Y a veces, en la playa, hacían una gran correría por el paseo para verlos a los dos, para verlos nadar en la zona de pago, o pasarse uno al otro el balón azul del comandante Martínez de Soria.
El comandante Martínez de Soria… Era cierto que daba clases de esgrima en el Casino. Era otro de los detalles que devolvían a Ignacio a la realidad. Porque la esposa y la hija del comandante estaban también allí, en San Feliu, aunque vestidas de negro. Siempre se sentaban en uno de los bancos del Paseo a leer de cara al mar. Ana María sentía una gran curiosidad por aquellas dos mujeres, de las que decía que tenían una gran personalidad. La madre era alta, y de un perfil sereno y grave; la hija, que se llamaba Marta, llevaba un flequillo hasta las cejas y los cabellos caídos a ambos lados de la cara. Era muy original. Algo menor que Ana María, debía de tener la edad de Pilar.
Un día, Ana María quiso acercárseles disimuladamente para ver lo que leían. Y se enteraron de que la madre leía «El Escándalo», de Alarcón y de que Marta leía el periódico de Falange Española, «Arriba», que salía en Madrid, y en cuya portada se veía el retrato de José Antonio Primo de Rivera.
A Ana María pareció impresionarla mucho el detalle; Ignacio se mordió los labios y no supo qué comentario hacer.
Otra de las personas que se paseaban por San Feliu era Julio…
Julio había acudido en el acto al saberse lo del suicidio. Con su sombrero, su boquilla, su carpeta. ¿Sería verdad que era especialista…? Carmen Elgazu aseguraba que tenía un fichero particular de suicidas. Ignacio se preguntaba por qué su madre terminaba siempre por tener razón.
Julio se había encontrado a Ignacio en el Paseo y le había saludado con su cordialidad de siempre. «¡Hombre! Tu padre me dijo ayer que te diera recuerdos. Hubiera subido a la Colonia a verte, pero así me ahorro la caminata».
Había señalado al barco japonés, embarrancado, y había dicho: «Se está bien aquí… Ya lo ves, ni siquiera los japoneses se quieren marchar…» La hélice del barco decapitaba a los peces, que llegaban a la playa muertos.
Ana María había comentado:
—Es inteligente ese hombre. ¿A qué ha venido aquí?
—No sé. Es experto en suicidios.
Al despedirse, Julio le había dicho a Ignacio:
—Los del Banco te esperan. Les han denegado la paga extraordinaria que habían pedido.
Todo aquello le devolvía un poco a la realidad. Y contar las horas que faltaban para regresar a Gerona le desazonaba. Ahora al llegar la noche se reía de la gente que decía: «Me voy al mar a descansar». Lo cierto era que el mar era agotador, enervaba. Las imágenes que imprimía en la retina, el sol, el aire salitre y el yodo que hacía temblar las ventanas de la nariz.
Ello resultaba evidente no sólo viendo a los maestros, nerviosos, desplegando todos los días El Demócrata con una especial inquietud, sino observando a los alumnos. Los chicos habían avanzado enormemente en insolencia durante aquellos días. Se llamaban unos a otros con frases alusivas, gesticulaban groseramente, sobre todo Santi, y varias veces, después de cenar, Ignacio había sorprendido a algunos de ellos sentados en la misma cama, fumando y escondiendo revistas bajo la almohada al menor ruido. En cuanto a las chicas, Olga tenía que reprenderlas porque no se peinaban. Les gustaba llevar el pelo mojado, pegado al cráneo, y provocar. A veces salían todas con los labios horriblemente pintados o con una raya negra que les prolongaba los ojos. Todo aquello daba un poco de miedo. El escote de Olga, y su cuerpo en la playa era el punto de mira de los muchachos; las chicas miraban a Ignacio con descaro y en la cama éste se encontró varias cartas firmadas colectivamente por medio de garabatos, algunos de ellos parecidos al palo de la firma del notario Noguer.
Por otra parte, David y Olga habían tenido una peregrina idea: llevarlos a todos, en comunidad, al cementerio, a visitar la fosa del suicida. Una suerte de acto de desagravio porque el párroco del pueblo se había negado a darle sepultura cristiana. Compusieron un ramo de flores silvestres y lo depositaron sobre el montón de tierra, en un rectángulo adyacente al cementerio común, abandonado y triste, reservado a los no bautizados y a los suicidas. David les hizo allí un pequeño discurso, y una hermana del suicida, que había acudido a rezar un Padrenuestro, se echó a llorar, tan grande fue su agradecimiento.
Los niños recorrieron luego el cementerio y terminaron por reírse ante las caprichosas inscripciones. «¿Dónde está la sala de autopsias? —preguntaban—. A Santi le hubiera gustado presenciar una autopsia».
Ignacio comprendía que el nerviosismo de los niños tenía un origen idéntico al suyo: el yodo del mar, el sol y la proximidad del regreso a Gerona. Querían exprimir cada instante que pasaba. Les horrorizaba la perspectiva de la Escuela, del nuevo curso, aunque pudieran comprar un acuario.
Ana María le decía que verdaderamente era muy triste tener que separarse. «¿Qué haremos, Ignacio, separados uno del otro? ¿Qué haré yo aquí, con Loli, con esos chicos vanidosos? Cada banco del Paseo me recordará tu persona. Y aunque me maten no miraré esas barcas de la playa. —Luego añadía—: Tendremos que escribirnos, tendremos que escribirnos todos los días».
Un día Ignacio no pudo más y la besó. La besó con una fuerza inaudita. Ella quedó totalmente desconcertada y apenas si pudo recordar los diecisiete minutos de sermón sobre la castidad.
—Pero…
Miraba a Ignacio y le veía unos ojos un poco encendidos, unos ojos que no eran los suyos habituales. ¿Cómo podía un rostro cambiar de expresión de tal suerte, tan bruscamente?
Ana María se levantó y echó a andar… No, aquello no estaba bien, no era bueno. Ignacio hubiera debido de contenerse. Se había roto algo… Tal vez ella fuera exagerada y aquello resultara lo normal. De acuerdo, de acuerdo… pero que no mirara de aquella manera.
Ignacio comprendió que a Ana María no le daban vértigo los acantilados, pero sí el encuentro con la pasión. ¡Pero es que él era un hombre! También el escote de Olga le ponía nervioso. ¡Cuántas veces se había echado al agua para serenarse!
Al llegar a la Colonia encontró a David dando a los alumnos su segundo curso sobre el islamismo. «El islamismo es mucho más intolerante que el cristianismo en lo que se refiere a la idea de un Dios único. De ahí que dos de los misterios católicos horroricen a los mahometanos: el de la Trinidad y el de la Encarnación».
Ignacio apenas le oyó. Al día siguiente, al encontrarse con Ana María, le pidió perdón. Ella estaba seria. Él le dijo: «No seas rencorosa, anda». «No, no lo era. Pero, hablando sinceramente, se había asustado». «¡Bah! También él era, había sido, siempre sincero». Sincero cuando le había dicho que nunca había encontrado una mujer como ella; y que también a la barca de su pecho le pondría el nombre que era su refugio: Ana María.
De todos modos, ¿por qué ella se había puesto aquel mediodía unos pendientes que brillaban como estrellas? No, no tenían que enfadarse. Todo aquello les ocurría porque estaban nerviosos, porque a las seis de la tarde tenía que marcharse.
Ana María acabó por reírse, con sus verdes ojos. Comprendía a Ignacio. Camisa desabrochada… era natural. Con algo de duro animal humano… era lógico.
Ana María se le acercó y le asió las dos manos y se las estrechó. Él notaba una gran sequedad, una rabia insospechada por el hecho de tener que marcharse. No, no quería que ella fuera a la estación… Odiaba las despedidas. Se escribirían, sí. Él le escribiría en tinta verde, como verdes eran sus ojos. Pero ella tenía que prometerle que seguiría una y mil veces los itinerarios que ellos habían seguido. En todas las rocas encontraría sus nombres, el corazón dibujado y una flecha atravesándolo.
Ignacio la besó en la frente y dio media vuelta. Y se alejó. Ésta fue la despedida. Ana María quedóse sentada en la barca con los ojos húmedos. Pasó el pescador. «¿Qué, ya te lo ha contado todo?»
Ignacio subió a la Colonia. Comió, se despidió de todo el mundo y bajó a la playa con la maleta. Y se desnudó, para tomar el último baño. Se emborrachó de mar. Toda la tarde la pasó en el agua. Estaba moreno, casi negro. Su madre se asustaría al verle. Y César aún más, tan pálido él, tras las gafas de montura de plata.
El barco japonés había conseguido salir del puerto. Ningún vestigio en el agua. El agua del mar hacía tabla rasa siempre. Visitó por última vez, sumergiéndose, el vivero de moluscos, con millones de incrustaciones en las cuerdas, en todas partes. El fondo del mar era fino, de arena fina. Cogió un puñado y lo asomó a la superficie. Se lo llevaría y lo dejaría secar. Difícil que alcanzara el grado de sequedad de su espíritu. Olga le había dicho: «¡Cómo has cambiado en quince días! Estás hecho un tigre. A ver, estréchame la mano… ¡Uy, uy, déjame…!»
En el momento de vestirse vio llegar, sudoroso, a David.
—¿Sabes que eres un tunante? Nunca nos habías dicho que diste sangre en el Hospital. Ha venido un hombre diciendo que era un hermano de un tal Dimas… Ha traído esto para ti.