Ignacio, liberado de la preocupación del Bachillerato, se sentía libre y fuerte. Su pensamiento volaba… También él acariciaba un proyecto: pasar las vacaciones en el mar, con David y Olga…
Los maestros iban a partir de un momento a otro, con dieciocho alumnos, chicos y chicas, a San Feliu de Guíxols, cuyo Ayuntamiento les había cedido generosamente un edificio situado en un promontorio al oeste de la bahía, junto a la Torre del Salvamento de Náufragos. Una especie de hotel deshabitado, entre pinos.
Le habían propuesto a Ignacio: «¿Por qué no te vienes con nosotros? Si tus vacaciones coincidieran…» Aquello tenía una ventaja: le saldría muy barato, entraría en el presupuesto colectivo. Muy importante teniendo en cuenta que la incorporación de César desequilibraba todos los veranos la economía familiar.
Ignacio habló de su proyecto con César. Porque, de repente, al ver a su hermano tan servicial y atento, le entraba una ráfaga de cariño por él, y entonces le hacía confidencias de todas clases, a veces innecesarias. César, en estos casos, se sentía poseído de una gran responsabilidad y medía mucho sus palabras. En realidad, a él le resultaba más cómodo rezar y dar ejemplo.
El día en que Ignacio le comunicó que buscaba novia, César se aturdió. Sonrió y se tocó las gafas. «En eso, ¿sabes…? Yo…» Ignacio se echó a reír. Le tiró de la oreja. «¡Ah, tunante! ¿Estás seguro de que no has pensado nunca en eso?» Luego se arrepintió de esta insolencia.
Otras veces le hablaba de los acontecimientos políticos y sociales, para ver hasta qué punto llegaba su incapacidad de adaptación en este terreno.
—Ya sabes que hay gran agitación, ¿no?
—Sí, eso decían en el Collell.
—¿Sabes lo de Andalucía, la huelga…?
—Concretamente eso… no, no sabía.
—Pues… ya llevan varias semanas. Se están pudriendo hasta las azadas. Incluso en las ganaderías de reses bravas se hace huelga.
César parpadeaba.
—Así, pues, si dura mucho no habrá ni siquiera corridas de toros.
—¡No digas eso, que Raimundo el barbero se desmayará!
Luego Ignacio continuaba:
—¿Y lo de Cataluña, te das cuenta de lo que puede significar?
—Pues… algo de la autonomía.
—¡Sí, sí! Quieren la independencia completa antes de fin de año. Verás cuando la gente regrese de las vacaciones.
—¿Y por qué la independencia?
—Mira. Son así. Ahora piden el traspaso de las contribuciones territoriales a la Generalidad y que la policía sea de la Generalidad.
César movía la cabeza. ¿Qué diferencia había en que las contribuciones fueran de un lugar o de otro?
A veces a Ignacio le entraba un sentimiento de superioridad y se complacía anonadándole con datos y asustándole. Le decía que en Asturias y Madrid las organizaciones obreras repartían armas a todos sus afiliados.
—Sí, César. Se habla de revolución…
Entonces César miraba a Ignacio con fijeza, a la estrella del belén que pendía de los barrotes de la cama, y como quien hace un descubrimiento decía:
—Todo esto es lógico, ¿no te parece? Mira, mira aquí. Vas a ver. —Y tomaba la Biblia de la mesilla de noche, hojeándola con familiaridad. Finalmente la abría en las Lamentaciones de Jeremías o en el Apocalipsis de San Juan—. Escucha, fíjate:
«Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, y en el reino de los cielos, y en la tolerancia de Cristo Jesús; estaba en la isla llamada Patmos por causa de la palabra de Dios, y del testimonio que daba de Jesús. Un día de domingo fui arrebatado en espíritu, y oí detrás de mí una gran voz, como de trompeta, que decía: “Lo que ves, escríbelo en un libro, y remítelo a las siete iglesias de Asia… Diles que se verán en gran aflicción si no hicieran penitencia de sus obras”. Y a la iglesia de Sardis: “Sé vigilante, porque yo no encuentro tus obras cabales en la presencia de Dios”. Vi, pues, cómo salía otro caballo bermejo; y al que lo montaba, se le concedió el poder de desterrar la paz de la tierra y de hacer que los hombres se matasen unos a otros, y así se le dio una grande espada».
Ignacio se sentía algo molesto. ¿Por qué aquel lenguaje? Caballos bermejos, espadas… César entonces abría en las páginas de los Salmos o en la Carta Católica de Santiago el Menor:
«Bienaventurado aquel hombre que sufre la tentación, o tribulación, porque después que fuere probado, recibirá la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman».
* * *
David, Olga y sus alumnos se marcharon el 20 de julio. Un mes en la playa, en San Feliu de Guíxols.
El notario Noguer se fue a Camallera, don Santiago Estrada a Mallorca con la familia. «La Voz de Alerta» a Puigcerdá, donde junto con unos amigos quería fundar un club de golf. Don Jorge, esposa, hijos y criadas se instalaron en una propiedad a los pies de Nuestra Señora del Mont, desde la que se divisaba la inmensa llanura del Ampurdán, los Pirineos a la izquierda, al fondo el mar. Los Costa cerraron sus establecimientos industriales, pusieron autocares a la disposición de sus obreros y ellos se fueron al Norte, a comprar hierro. Mosén Alberto aceptó la invitación del notario Noguer y esposa y se fue también a Camallera, donde pensaba, junto al ciprés del jardín, escribir un nuevo catecismo, ilustrado, en el que quedara muy claro el ejemplo dado para explicar la Trinidad: «Así como un árbol que tiene tres ramas…»
Ignacio se reuniría con David y Olga en San Feliu de Guíxols, en el edificio entre pinos, el primero de agosto, fecha en que comenzaría las dos semanas de vacaciones que le correspondían.
En Gerona quedaría poca gente: Carmen Elgazu, Matías Alvear, César, Pilar, los locos de Salí, los enfermos del Hospital, los chicos del Hospicio. Y todo el barrio de la Barca en pleno, sin recursos para viajar.
También por este motivo Pilar empleaba la palabra revolución. La muchacha quería armar una revolución en casa, porque Ignacio se iba quince días al mar y ella no; pero Ignacio le paró los pies. «¿De qué te quejas? El año pasado estuviste tú, con el pretexto de los granos y demás».
Otra de las personas que se quejaban era doña Amparo Campo. Julio tampoco quería llevarla a ningún sitio. Julio le dijo: «No puedo abandonar Jefatura. Destituirán al Comisario de un momento a otro y he de permanecer aquí». Doña Amparo Campo, que en la playa hubiera podido exhibir la redondez de sus brazos, se llevó un berrinche.
—¿Qué haré, pues, todo el verano? ¿Salir con la tortuga?
Encontró a Carmen Elgazu en la pescadería y le dijo:
—¿Qué hace Ignacio…? No le veo casi nunca. Dígale que me aburro. Que venga a verme alguna vez.
Y, sin embargo, doña Amparo Campo y todos los que se quedaran en Gerona y quisieran exhibir sus brazos, podrían hacerlo: el 30 de julio se inauguraría la Piscina Municipal.
Gran acontecimiento. Había gente que consideraba aquello una profanación y la pérdida definitiva del silencio en la Dehesa. Porque la piscina, situada al norte, en el llamado Campo de Marte, además de agua corriente, trampolín y duchas… ¡dispondrían de pista de baile, con altavoz!
El Tradicionalista preveía un alud de escenas indecorosas; por el contrario, los centros deportivos de la localidad lo consideraban un gran adelanto. En el Banco se sabía que los Costa eran accionistas de la Piscina, y que Julio había intervenido de algún modo en su realización. Carmen Elgazu, al saber que el policía se hallaba vinculado a aquel asunto comentó: «Claro, la cuestión es pervertir la ciudad. Si pudiera, pondría piscinas en cada iglesia». Por su parte el subdirector la llamaba la piscina masónica. No sólo porque sus autores eran los arquitectos Ribas y Massana, de quienes aseguraba que formaban parte de la Logia de Gerona, sino porque, a su entender, la propia arquitectura, cubista, lo revelaba, sin dejar lugar a dudas. «Sus líneas recuerdan perfectamente los símbolos geométricos de la masonería».
Y no obstante, a Ignacio todo esto le tenía sin cuidado. Lo que ocurriera en la Piscina no le interesaba para nada. El uno de agosto tomó el tren pequeño, después de despedirse de todos y de oír mil consejos de Carmen Elgazu. Matías, en la estación, le dio una pequeña suma de dinero diciéndole: «Tú mismo, hijo. Sin hacer el ridículo, devuelve lo que puedas». Ya se encontraba en San Feliu, en el edificio cedido por el Ayuntamiento a David y Olga, junto a la torre del Salvamento de Náufragos.
Los halló a todos muy bien instalados. Los niños en un ala del edificio, las niñas en la otra, los maestros arriba. El hotel era blanco, con una terraza que dominaba la bahía entera, pues por aquel lado el bosque de pinos clareaba.
El orden interno de la Colonia —la colectividad había adoptado este nombre—, era perfecto. Al toque de diana eran levantadas las camas y en su lugar se instalaban las mesas que luego servirían de comedor. Todo por turno riguroso: ayudar a la cocinera, limpieza, bajar al pueblo a comprar. Los propios alumnos cuidaban de todo, excepto de la administración y la cocina. Para servir la mesa, las niñas reclamaron la exclusiva.
Lo primero que hizo Ignacio fue esperar a que llegara la noche para irse solo al rompeolas y contemplar el mar, que apenas había visto desde que se marchó de Málaga, y escucharlo hasta que su corazón se sintiera satisfecho. Así lo hizo. Y apenas llegado a él, reclinado en la barandilla, bajo el faro que giraba silencioso, le pareció tan hermosa el agua que le rodeaba por todas partes, y la quietud, y el cielo que se extendía de punta a punta sobre su cabeza, que tuvo la impresión de que rompía con su pasado, con el Banco, con Gerona, casi casi con su Bachillerato. Se dijo que ya nunca más tendría preocupaciones de sociedad, de dinero, de trabajo, de conciencia. Su vida iba a ser, ya para siempre, aquel rompeolas, aquella quietud, aquel faro que giraba silenciosamente. Con la espuma que le llegaba se mojó la frente y las sienes. Y respiró hondo. Y allá quedó al paso de las horas, isla humana, pensamiento, volviendo de vez en cuando la mirada hacia el pueblo, cuya bahía, a lo lejos, resplandecía de luces porque era la Fiesta Mayor. Una de estas luces titilaba al viento junto a la Torre del Salvamento de Náufragos. Era el faro del edificio en que él viviría aquellas dos semanas, en compañía de los alumnos y sus maestros.
David le había dicho:
—Llévate el slip. Un baño a medianoche es incomparable.
Olga había replicado:
—¿Para qué? Mejor aún bañarse desnudo, sobre todo hoy que hay luna.
Siguió este último consejo. A las doce en punto regresó del puerto, descendió a la playa y se echó al agua. La primera sensación al subir a la superficie y hallarse solo fue la de vivir un momento absoluto, de entera plenitud. El agua en la noche le producía un inédito placer en la piel, un ritmo jubiloso en la sangre, una rara claridad intelectual que le capacitaba para recibir cualquier mensaje que viniera del mar. Pero, de repente, advirtió hasta qué punto era total su soledad. Entonces le pareció que la marea subía, que las sombras de las barcas ancladas a su alrededor cobraban vida. Un miedo inexplicable le invadió. Por dignidad dio unas brazadas aún, pero sin dejar de mirar la mancha que el montoncito de su ropa hacía en la arena de la playa. Esta mancha era el único cordón que le enlazaba con el mundo, su única seguridad. A pesar de lo cual oyó, bajo sus pies, extraños chasquidos emergentes de ignotas lenguas submarinas. Y al mismo tiempo un escalofrío en las piernas, como un calambre. Sin dejar de sentirse feliz por todo ello resopló un instante y, deslizándose sin hacer ruido, se dirigió a tierra. Luego marchó con lentitud a la Colonia.
* * *
Al día siguiente entró en tromba en la vida de la Colonia y en la vida de San Feliu. Por la mañana la comitiva, niños y niñas, bajaban a la playa, precedidos en lo alto por constelaciones de cometas. Ejercicios gimnásticos, y luego el baño. Olga llevaba un maillot blanco y nadaba a la perfección, escoltada por los mayores de la clase. A veces desaparecía bajo el agua y surgía al cabo de un rato mucho más lejos, no sin que David se hubiera llevado un buen susto. Algunas de las niñas se tendían en la playa y los chicos las iban cubriendo de arena.
Por la tarde, excursión, bordeando la costa, por entre los pinos, salpicándola de comentarios sobre la vida de los veraneantes en sus residencias. Hacia el atardecer, lección de tema vario y luego trabajo manual. Cuadritos tallados en madera y, sobre todo, en corcho, que era lo peculiar del país. Olga enseñaba a las niñas a hacer muñecas. Unas muñecas de trapo muy expresivas, con el esqueleto de alambre. Un amigo de David, compañero de promoción, que ejercía en el pueblo, había ido a visitarlos. Tocaba la guitarra y aportaba un fondo sentimental al corcho y a las muñecas. Cuando el sol se ponía, todo el mundo, sentado, asistía a su muerte con la mirada, sobrecogido el ánimo ante la grandeza de la hora y el tono violento —morado y escarlata— en que se resolvía la inmensidad del cielo. Luego se encendía una hoguera y se cantaba.
Ignacio no perdía detalle de las reacciones de los alumnos. Quería aquilatar de cerca los resultados del Manual. Todavía era temprano para emitir un juicio sobre ellos. Por de pronto, llevaban once días allí, a todos les había tostado el sol. Tal vez sus ademanes y su mirar revelaran cierto sensualismo. «¿Por qué cubrían de arena las piernas y el vientre de las chicas? ¿Por qué empleaban un vocabulario superior al que les correspondía por la edad?» Debía de ser la distensión que creaban las vacaciones. Santi, el chico de los enormes pies, era muy grosero. Era incomprensible que David y Olga le prefirieran. «¿Qué virtudes tendría ocultas? O tal vez le prefirieran por caridad…»
De todos modos, se dijo que no se encontraba allí para escarceos psicológicos. Lo mejor era salir él solo a la buena de Dios, bajar por su cuenta al pueblo de San Feliu, centro veraniego de la región. Ninguna idea preconcebida, ningún plan concreto. Mirar y gozar de la alegría del mar, del cromatismo de la Fiesta Mayor.
¡Válgame Dios, pronto comprendió la expresión de los ojos de los chicos! Toda la playa, y especialmente la zona acotada por una valla —donde iba la gente de pago—, era un milagro de muchachas hermosas. Le habían dicho muchas veces que las mujeres en el mar no hacen ninguna impresión, que la excesiva desnudez atenúa el misterio. Ignacio pensó que en San Feliu no ocurría nada de eso, todo lo contrario. Las chicas tenían, o bien aire de languidez que atraía irresistiblemente, o bien daban una sensación de plenitud, de belleza y fuerza que encandilaba los ojos. Aparte las consabidas deformidades y raquitiqueces, que por lo demás cuidaban muy bien de no exhibirse demasiado, de esconderse entre las barcas.
Pronto comprobó un hecho: el nivel de belleza era muy superior entre la gente que se bañaba en la zona de pago. Sería absurdo negar aquella evidencia. ¡Qué se le iba a hacer! Como reconocía Julio, la elegancia era un hecho humano anterior a las teorías democráticas.
Ignacio se dijo: «He de bañarme en la zona de pago». Pero tenía presente la advertencia de su padre: «Gasta lo menos posible». Así que se decidió a usar de un ardid corriente para cruzar la valla sin pasar por la taquilla: la vía marítima.
Esperó a que se bajaran a la playa los niños de la Colonia, se desnudó, dejó la ropa al cuidado de uno de ellos, se internó en el mar y luego, nadando, cortó en diagonal hacia el terreno acotado. Una vez allí nadie le pidió explicaciones y usó de todos los privilegios como los demás.
A media mañana, de una de las casetas, pintarrajeada de líneas blancas y verdes, salió un hombre con un inmenso balón azul, balón que en seguida revoloteó por entre los bañistas levantando gran algazara. Era un hombre que se movía con sorprendente naturalidad. Cuerpo atlético, aunque ya de hombre maduro. Fumaba en un larga boquilla. Se hizo el amo, sin que nadie se preguntara por qué. Ignacio movió la cabeza varias veces consecutivas, pues reconoció en él al comandante Martínez de Soria.
Minutos después, una muchacha de extraordinarios ojos verdes, con gorro de goma que le minimizaba la cabeza, se dirigió hacia Ignacio con ademanes coquetos y, viéndole algo apartado, le mandó el inmenso balón azul. Ignacio quedó en suspenso. Temió que el balón, resbaladizo, le jugara una mala pasada, lo cual sería grave, pues todo el mundo le estaba contemplando. Concentrando todas sus fuerzas, dio un enorme salto, emergiendo del agua hasta medio cuerpo. Luego pegó un puñetazo. Su proeza debió de ser algo verdaderamente fuera de serie, pues todo el mundo aplaudió; a la muchacha no la veía porque había quedado tras la masa azul del balón.
Pasó todo el resto de la mañana en estado febril, dándose cuenta de que hacía teatro, en honor a aquellos ojos verdes que no se apartaban de su piel. La muchacha era de una belleza que barría todo cuanto había conocido antes. Entonces le asaltó un pensamiento cómico: si se marchaba nadando, ella descubriría que había entrado fraudulentamente en las zonas de la elegancia. Alguna amiga le diría: «¡Ya ves! Debe de ser un pescador».
Tenía plena conciencia de lo mezquino que era aquello. Pero algo superior a él le retenía en la arena. Hasta que, muy tarde, la muchacha entró en una caseta y salió vestida. Al pasar a su lado dijo: «Adiós». Él se levantó y correspondió al saludo. Minutos después volvía a sumergirse en el mar para cruzar la zona acotada.
En realidad no tenía idea del tiempo transcurrido. A medida que se acercaba al lugar iba mirando la playa, casi desierta. ¿Y los alumnos? ¿Y su ropa…? No veía a nadie. Por fin descubrió, sentado en una barca, solo, inmensamente solo y aburrido, al chico al que había confiado sus pantalones, su camisa, sus alpargatas.
Ignacio se sintió avergonzado. Salió del mar empapado de agua y Chorreando de vergüenza.
—Pero… ¿qué hora es?
—No sé. Las tres y media, creo.
—¡Oh, pobre chico! Lo siento de veras.
Miró al niño. Tenía expresión inteligente, tal vez un poco de soberbia.
—No habrás comido, claro…
—Empezaba a comerme las alpargatas, pero sabían mal.
* * *
A media tarde los chicos le rodeaban, no querían soltarle. Pero él se moría de ganas de bajar a San Feliu. La cordialidad de los alumnos le halagaba; sin embargo, un impulso más fuerte que él se le hacía irresistible. Se peinó en su cuarto, arriba, se mojó la cara, se secó, salió de la Colonia y, saludando a todos, se lanzó cuesta abajo. Eran las cuatro y media en punto.
Temprano, pero no importaba. Ya se oían las sardanas… En un santiamén se encontró en el llano. El Paseo del Mar estaba abarrotado. Autobuses, entoldado, cafés rebosantes, un Circo. «¡Helao, al rico helao…!» Los veraneantes de plantilla, refugiados en la terraza de su Casino habitual, contemplaban el bullicio con irónico agradecimiento.
En la orilla, una gran multitud. Se acercó: las regatas. Uno, dos, tres, ocho balandros doblaban la curva del rompeolas, tan inclinados que parecía que de un momento a otro se decidirían a tenderse horizontalmente en el agua. Sin embargo, de repente se erguían, avanzaban como flechas en dirección a la meta, situada en zona de pago. Cada balandro llevaba un experto y una venus, ambos destacándose contra los macizos acantilados de Garbí, enormes, a la derecha de la bahía.
Ignacio se dejó ganar por el espectáculo. ¡Hermoso combate! Y los acantilados… Se prolongaban durante kilómetros y kilómetros, hasta Tossa de Mar. Crines rocosas de tono amarillento o rojizo, miles de pinos descendiendo en cabalgata hasta el agua, ante un mar a la vez neto y profundo. ¡Qué grandiosidad!
Reconoció a muchas personas de Gerona, que en el Paseo del Mar adoptaban aires de venir de mucho más lejos. Mujeres de color de rosa que cambiaban tranquilamente su piel. Al muchacho le parecía extraordinario que una cosa tan importante como cambiar la piel ocurriera de tan sencilla manera. Por lo demás, el Paseo de San Feliu tenía aspecto de parque familiar.
Dio media vuelta y pasó frente a los cafés. ¡Al vuelo las campanas! La muchacha de ojos verdes estaba sentada con una amiga en el Casino llamado «de los señores», en uno de los sillones de la calzada. Ignacio, sin reflexionar un segundo, se le acercó. No sabía lo que le diría, pero no importaba. Se detuvo ante ella y renunció a todo preámbulo: puso una mano sobre la mesa y le preguntó si le había hecho daño con el balón azul. Ella le contestó que sí, e inclinándose ligeramente le mostró un exquisito corte que tenía sobre una ceja. Ignacio, entusiasmado, le pidió permiso para quedarse a su lado hasta que la herida hubiera cicatrizado. Ella hizo un mohín inteligente y gracioso, y señaló un sillón a su izquierda. Luego presentó.
—Mi amiga «Loli». Yo me llamo Ana María.
—Yo me llamo Ignacio.
Al tiempo de sentarse, Ignacio leyó mensajes totalmente distintos en los ojos de las dos muchachas. En los de Ana María, algo espontáneo, claro como la vela de un balandro; en los de Loli una terrible sospecha: la sospecha de que él era pescador.
La muchacha le miraba con desconcertante insolencia las alpargatas —de trenzas, no de crep—, el pantalón —azul marino, no blanco—, la camisa no de seda, la muñeca sin reloj. Luego el pecho, la frente morena, el pelo negro y rizado. Acodada en el sillón, sin quitarse el meñique de los labios, remató el examen:
—¿Qué estudias?
—Ahora empezaré abogado.
Loli sonrió. Al cabo de poco rato suspiró con absoluto aburrimiento.
—¡Bien chicos! —dijo, levantándose—. Os dejo. —Se pegó una absurda palmada en la cabeza. Y ya de espaldas levantó la mano y la agitó—: Au revoir! —Y se alejó.
Ignacio enarcó las cejas con asombro. Ana María se quitaba algo de la solapa del vestido.
—Me parece que no le he gustado —dijo Ignacio.
—Me parece que no —rubricó ella sonriendo—. Está loca, pero es muy simpática, de veras.
Ignacio se sentía molesto. Quería poner aquello en claro, pero Ana María cortó sus pensamientos.
—Tú no eres catalán, ¿verdad?
Ignacio se volvió. La muchacha tenía una barbilla diminuta, nariz chata, pómulos salientes. Se peinaba con un moño a cada lado. Era un encanto. Llevaba un traje de hilo, muy correcto. Cuando se reía, avanzaba la cabeza en actitud de gran cordialidad.
Ignacio pensaba: todo esto es un milagro. Hablaron de cosas neutras. Dos o tres comentarios de la chica le llamaron la atención. Primero, cuando los altavoces dieron el resultado de las regatas. Ana María le dijo: «¡A ver, perdona un momento! —Y escuchó. Al oír el nombre del ganador exclamó—: ¡Ah, ja! ¡Papá rabiará!» Luego, un momento en que el sol se rodeó de rayos blancos observó: «¿A ti no te parece que el sol es poco humilde?»
Se levantaron. Entraron en el teatro guignol —un real cada uno— y se rieron como benditos con el intercambio de garrotazos entre la mujer buena y Lucifer. Luego escucharon un charlatán —limeño— que vendía relojes de pulsera por dos duros. «¡El único defecto que tienen —decía— es que cuando marcan las doce no se sabe si es mediodía o medianoche!»
La tarde se encendía. Era un momento hermosísimo, propicio a la amistad.
Un pensamiento divirtió a Ignacio. ¿Qué demonios hacía allá, al lado de una muchacha cuyos pendientes bastarían para pagar su carrera y aun sobraría para que Carmen Elgazu y Matías Alvear hicieran su tan suspirado viaje a Mallorca? «¡Qué los débiles no vayan al mar…!» Ahí andaba él, por el Paseo central, opinando sobre marcas de automóvil, ajeno a los suyos, que eran aquellos magníficos gerundenses que se volvían a la estación con la bolsa de la merienda vacía y la piel de la espalda arrancada a jirones.
Y, no obstante, se sentía satisfecho. Le parecía que todo el mundo le miraba. Ana María debía de llamar la atención, con sus dos moños, uno a cada lado, y las cintas de las alpargatas perfectamente entrecruzadas hasta media pierna. ¡Al diablo los escrúpulos! Tomaron asiento sobre una barca muerta en la arena, riendo sin saber de qué.
¿No quería ambiente nuevo? Ahí lo tenía.
Ana María balanceaba sus piernas. Suspiró y dijo:
—Cuéntame cosas…
Un pescador que pasaba oyó la frase.
—¡Anda, hombre, cuéntaselas!
Y la hora avanzaba. El crepúsculo era grandioso.
—Tienes una voz muy serena. Me gusta oírte.
—¿De qué quieres que te hable?
—De lo que quieras.
Ignacio se irguió y quedó frente a la muchacha. La barca era muy pequeña, él se sintió mucho más alto.
Nunca había hallado un ser tan expectante. Nunca a nadie tan dispuesto a escuchar. ¿Dónde había aprendido que de repente se encuentra uno con una alma gemela, solitaria, para la cual vale la pena volcar todo cuanto se lleva en el pecho?
Se entusiasmó.
—¿Ahora…? ¿Va…?
—Va.
Salió todo. Toda la ciencia acumulada en seis años de Bachillerato, en conversaciones con Julio, con David y Olga, con el subdirector y La Torre de Babel. Toda la experiencia de hombre nacido en Málaga, que ha llevado medias negras. De un tema al otro, sin más ilación que su voz. ¡Al diablo el pescador si es que rondaba por allá y le oía!
Habló de la Masonería. Del sistema planetario y del Apocalipsis de San Juan. De que el mundo, mientras ella estaba sentada en aquella barca, ocurrían transformaciones: el comunismo, Hitler… En cuanto al fascismo, no se podía vigilar, como no se podría vigilar la Geometría o la concepción materialista de la Historia. Habló de la línea de los balandros, de la calidad de las piedras de Gerona, de César y del mar. ¡El mar! El milagro que más impresión le causaba —aparte el de la autorresurrección— era el de Jesús caminando sobre el agua. ¡Qué maravilla! Ana María debía de imaginar aquello: un hombre con túnica hasta los pies, cabellera venerable, deslizándose desde el rompeolas en dirección a donde ellos estaban… Sí, en el fondo todo era milagroso. Incluso Gerona. ¡Qué bien se sentía en Gerona! ¿Por qué una gran ciudad? En una gran ciudad la población aumentaba sin que se supiera cómo, los seres venían al mundo ignorándose de dónde ni de quién; en Gerona, en cambio, se tocaba la vida con la mano… Él conocía… ¡En fin! «Prefería la intensidad a la dispersión». ¿Dónde estaba la victoria? No se sabía. En cuanto a él, cuando fuera abogado, no defendería sino pleitos perdidos. ¡De veras! Pero los ganaría. Y luego, a viajar… Le gustaría mucho Italia, luego Grecia, Egipto y, naturalmente, Rusia. ¡Los rusos se parecían tanto a la gente que ha nacido en Málaga y, luego, tomando la vida en serio! ¿No le parecía que la guitarra era más profunda que…? Olvidó decir que le gustaría ir a Palestina, aunque al parecer en el Santo Sepulcro ocurrían escenas deplorables con las parejas. Pero lo que más miedo le daba era la ciencia… La ciencia avanzaba implacable y si no se hacía buen uso de ella… Tenía un amigo que decía que llegaría un momento en que las inyecciones… Pero no. ¿Había oído hablar de Fontilles? ¿Conocía algún donador de sangre en los Hospitales? Y, sin embargo, peor aún que la ciencia era el maquinismo, el trabajo en serie… ¿Cómo amar el trabajo en tales condiciones? Un tornillo, otro, otro, todos iguales… Ningún obrero ejecutaba una obra entera, sino piezas sueltas. Como si las madres parieran a los hijos una un brazo, otra la pierna, otra la cabeza. Aunque luego todas las piezas casaran, ¿qué? Ya no sería el hijo. ¡En fin! Todo aquello no importaba. Lo importante era ser hombre, avanzar. Avanzar era lo que él hacía. Adelante en la carrera. Ahora pasaría quince días soñando… Luego, otra vez la realidad. Y en cuanto al amor… la verdad es que entendía muy poco… Un cuello de cisne, una Dama de Honor… Si bien ahora, de repente, no sabía lo que le había ocurrido. Llegó un balón azul, por vía marítima, y ¡zas! parecía que le había hinchado el corazón.
Ana María apenas podía respirar. Sus piernas habían quedado inmóviles. Además, acababa de darse cuenta de que la barca se llamaba también Ana María, que Ignacio la había elegido sin que ella se diera cuenta.
—¿Quién eres tú? ¿Quién eres? Nunca nadie me había hablado así. A Ignacio le parecía que se deslizaba sobre el agua…
—Y, sin embargo…
Oscurecía. A la chica le entró una especie de temor. Abandonó su asiento y rogó:
—Vámonos.
Él la siguió, sin oponer resistencia. Cruzaron el paseo en diagonal sin hablar. De repente, Ana María se detuvo. Le miró con fijeza. Iba a decir algo y no podía. Por fin musitó:
—Tengo que dejarte.
—¿Ya…? ¿Por qué?
—Es tarde. Pero te veré esta noche en el baile, espero…
—¿Baile…?
—Sí. ¿No quieres? Ahí en el Casino…
Ignacio preguntó:
—¿Al aire libre?
—No. ¡Bueno! Creo que habrá estrellas… en el techo.
—¿A qué hora empieza?
—A las once.
—Muy bien. Allá estaré.
Se estrecharon las manos. No podían separarse.
—Estoy muy contenta de haberte conocido.
—Yo más que tú.
La vio alejarse. ¡Era cierto! El corazón pedía paso, tenía ganas de chillar y de dar saltos.
Las barcas de pesca se hacían a la mar. Una tras otra eran botadas espectacularmente. Sus pequeños motores estremecían al agua. El gran ojo del faro se encendió.
* * *
Al llegar a la Escuela, contó todo lo ocurrido. David comentó:
—Todo eso está muy bien, pero… ¿sabes que para entrar en el Casino es obligatorio llevar smoking?