En el Neutral y en la barbería de Raimundo reinaba cierto nerviosismo. Había ocurrido algo que había aumentado la tensión de la gente. En Madrid, el Tribunal de Garantías Constitucionales había declarado ilegal la Ley de Contratos de Cultivo redactada por la Generalidad, ley que los campesinos de la región consideraban de absoluta equidad, inteligente y justa. Todo el mundo estaba de acuerdo en que de seguir aquello así, era la propia existencia de Cataluña la que estaba en peligro.
Y luego. El Demócrata publicó una noticia inesperada, escalofriante, cuyo único atenuante consistía en que no había de ella confirmación oficial: En Valladolid, unos afiliados a Falange Española, de la que había hablado el hermano de Matías, habían asesinado a un muchacho de las juventudes socialistas, que voceaba Claridad en una esquina. Pasaron en coche y le ametrallaron bonitamente.
El comandante Martínez de Soria, cuyos dos hijos varones estudiaban en Valladolid, arrugó el entrecejo y le dijo a «La Voz de Alerta» en el café de los militares: «Eso no puede ser verdad». «La Voz de Alerta», aunque el nombre de Falange Española no le hacía ninguna gracia, contestó: «Pues yo he de enterarme y en cuanto saquemos El Tradicionalista pondremos las cosas en claro».
En el Neutral, Ramón el camarero presentía que pronto todos vivirían aventuras sin cuento. Julio era quien alimentaba más sutilmente su imaginación.
—¿No te gustaría —le decía— recibir un aviso que pusiera: «Ramón, váyase usted a Valladolid y encárguese de descubrir los culpables»?
Luego Julio le contaba que, a causa de la pasividad del Gobierno, fa agitación se extendía a toda España.
—Lo que ocurre en Zaragoza, por ejemplo, es célebre —decía.
—¿En Zaragoza…?
—Sí. En Zaragoza hay huelga. Pero una huelga general, que al prolongarse crea curiosísimos problemas. Por ejemplo el de los niños… Los huelguistas zaragozanos carecen de reservas. Por ello gran número de familias se encuentran en la más absoluta miseria. Las Organizaciones Sindicales acaban de preguntar a los Sindicatos de las cuatro provincias catalanas si están dispuestos a recoger quinientos hijos de huelguistas, y repartirlos entre afiliados mientras dure el conflicto.
El camarero abrió los ojos.
—¿Y qué han respondido los Sindicatos?
—¡Ah! Ahí está la cosa. En Barcelona han salido trescientos voluntarios. Pero otros han alegado que Cataluña está harta de hacer de nodriza, y han recordado que en Aragón se los llama con más que excesiva frecuencia «perros catalanes».
El camarero estaba impaciente.
—Así, pues… ¿los doscientos niños que faltan…?
—Pues… ya te lo puedes figurar. Habrá que repartirlos entre Lérida, Tarragona y Gerona.
—¿Gerona…? ¿Van a venir aquí niños de Zaragoza?
—Si salen voluntarios. No sé… —De repente le preguntó—: ¿Quieres adoptar un niño?
Ramón se rascó la cabeza.
—¡Apúnteme para uno!
—¿Rubio o moreno?
Matías le reprochaba a Julio que le tomara el pelo a Ramón. Pero el reproche parecía un poco injustificado. Porque, además de que en todo aquello había gran parte de verdad, lo cierto era que el policía quería verdaderamente al camarero y le había prestado infinidad de pequeños servicios. Ramón sabía que podía contar con él.
En la ciudad todo el mundo, al parecer, tenía una persona en la que verter su capacidad de ternura, incluso los secos de corazón como Julio. «La Voz de Alerta» no era excepción. El hombre, de quien mosén Alberto decía que su peor enemigo era él mismo y que sin su manía «antiproletaria» hubiera podido arrancar muchas muelas gratuitamente, también tenía una válvula sentimental de escape: su criada Dolores. La trataba con gran corrección y ayudaba eficazmente a su familia. «Señorito, ha venido mi hermana del pueblo y me ha pedido…» «La Voz de Alerta» cogía el teléfono o echaba mano a la cartera. Toda la familia de la criada le consideraba un santo, y a través de ella todo el pueblo.
Y lo mismo podía decirse de mosén Alberto. A quien sinceramente quería mosén Alberto era a sus dos sirvientas. Lo disimulaba un tanto, para que no se volvieran locas de contento; pero si una de ellas tenía que permanecer en cama por enfermedad, el sacerdote no vivía hasta que todo había pasado.
Otro tanto podía decirse del Responsable. El Responsable tenía también una debilidad: el dueño de la fábrica de alpargatas en que trabajaba, el señor Corbera. Quería a su patrono, no lo podía remediar. A pesar de que pertenecía a Liga Catalana. El señor Corbera era un vejete de mal genio que por menos de un real soltaba los peores insultos. El Responsable los soportaba con un estoicismo que dejaba perplejos a los demás obreros.
El día en que el Responsable salió del calabozo y se presentó al trabajo, el señor Corbera le echó un sermón en que las palabras cretino y salvaje fueron las más suaves. ¡La imprenta del Hospicio! ¡La imprenta del Hospicio! El Responsable aguantó, sonriendo por dentro. Le hacía gracia ver los pelos del señor Corbera saliéndole como lanzas del fondo de las orejas.
Ni siquiera sintió rencor hacia él cuando dijo:
—Bueno, mira. He hablado con el Inspector de Trabajo y me ha dicho que tengo derecho a despedirte. Entre unas cosas y otras, en tres meses has faltado al trabajo cuarenta y dos días. De modo que aquí están las cuentas y a otra cosa. ¡Que te diviertas! —Y le entregó un sobre.
El Responsable lo tomó sin rechistar. ¿Qué importaba? Aquello encajaba con sus planes. Imposible trabajar y cuidar de la revolución. Pensó que también su padre, un buen día, había dejado de hacer alpargatas.
La válvula de escape sentimental de otro personaje, Cosme Vila, era su novia. Por fin había encontrado novia. La hija del guardabarrera en el paso a nivel del tren que iba a Barcelona. Una mujer guapilla, tímida, que era evidente que le contemplaba como a un dios. Los anchos hombros de Cosme Vila la sepultaban cuando éste la tomaba del brazo.
A menudo la llevaba de paseo hacia el paso a nivel, donde trabajaban los padres de la chica. Los cuales, al verlos llegar por la carretera, salían de la garita y agitaban sonriendo la banderita roja.
Desde que tenía novia, Cosme Vila llevaba el pelo mejor cortado. Antes se pasaba semanas enteras sin ir a la barbería: ahora era puntual. Y según La Torre de Babel, había elegido la barbería de Víctor, lo cual era lógico. Y sus comentarios al ver las fotografías de la luna resbalando por la catedral, habían levantado en vilo la célula comunista. Al parecer dijo: «Parecéis monaguillos y no obreros revolucionarios».
En cuanto a David y Olga, tenían varios seres en quienes verter su capacidad de ternura. En primer lugar, se querían mutuamente. Continuaban inseparables, como los campanarios y como la esposa y la hija del comandante Martínez de Soria. Luego, Ignacio… Le querían de veras. Los altibajos del muchacho, su hambre de verdad y su vigor emocional habían ganado por entero el corazón de los dos maestros. Siempre le decían: «Deberías contenerte un poco, de otro modo en pocos años agotarás las posibilidades de rectificación que da la vida». Después de aprobar, le invitaron a una solemne merienda en la que hubo hasta discursos, y en la que se habló principalmente de Carmen Elgazu, del miedo que ésta sentía cuando le aseguraba que en el cielo le bastaría la contemplación de Dios, que no vería ni a Matías Alvear, ni a Ignacio, ni a César ni a Pilar.
El otro ser por el que los maestros sentían afecto era uno de sus alumnos, el mayor y más desgarbado de la clase, al que llamaban Santi. Un muchacho del barrio, desamparado de la familia. De orejas tan grandes como las de César y píes enormes. De temperamento violentísimo, fogoso, siempre dispuesto a cruzar el primero la pasarela del río, a hincar la azada más hondo que nadie. Con escalofriantes detalles de crueldad para con los animales. Pero los maestros procuraban enderezar su carácter.
La pasión de los Costa… eran de otra índole. Eran las ranas. En un merendero situado junto al puente largo del Ter había un vivero de ranas. Los Costa cuidaban de este vivero con mucho mayor cariño, aún que de sus obreros. Estaban al corriente, día por día, de su estado y evolución. Y cuando llegaban allí con los dirigentes de la Peña Ciclista, algunos solistas del Orfeón u otros camaradas se dirigían inmediatamente al vivero y señalando una por una las ranas que con más brío se chapuzaban en el agua, decían al patrón: «Ésta… Y ésta…» Y minutos después mordían en las ancas y patas de los animalitos, con unos ojos de ternura que emocionaban a los demás comensales.
Era gran fortuna para la ciudad que la gente tuviera tales detalles. Porque el clima de nerviosismo se iba apoderando de todos, y sin la resistencia que oponían las virtudes de cada cual la cosa iría de mal en peor. Suerte también que el sentimiento de familia estaba muy arraigado en muchas casas, y que daba miedo quebrar aquellos lazos que habían costado tantos años y que habían procurado goces tan simples y duraderos.
La inminencia del verano, con lo que suponía de vacaciones y de Oxígeno, ponía en los corazones, de un lado una predisposición a conceder una tregua al adversario, de otro una necesidad de apurar los días antes de que esta tregua llegara, de consolidar posiciones. Don Santiago Estrada decía: «Antes de irnos a Mallorca, deberíamos organizar un desfile de nuestras juventudes en la Dehesa». Cosme Vila decía en la barbería: «Antes de salir de vacaciones, deberíamos legalizar la constitución del Partido Comunista local, extender los carnets, fijar una cuota».
También en las conversaciones se notaba cierta prisa para pasar revista a los acontecimientos. Y quedaba claro que lo que más había molestado y dividido a la gente era lo de la Ley de Contratos de Cultivo y la noticia de la acción de Falange Española en Valladolid.
Los campesinos, rabassaires, continuaban desesperados por la denegación de esta Ley. Los propios David y Olga, que en cierto modo se consideraban agricultores por el cultivo de la huerta con los alumnos, aseguraban que la propuesta de la Generalidad era un alto ejemplo de sentido progresista. En cambio, los propietarios la consideraban pura demagogia. Habían mandado telegramas de felicitación a Madrid. Acusaban al gobierno de la Generalidad de insensatez, de subordinar la solidez de la economía y la seguridad de la región a las exigencias de los partidos políticos, despechados por haber perdido las elecciones. Don Jorge le decía a su heredero: «Para ganar adeptos, serían capaces de repartir la tierra a los limpiabotas».
Los propietarios del Instituto Agrícola de San Isidro denunciaban otro hecho: lo que ocurría con las licencias de armas a los cazadores. Aseguraban que las Comisarías, incluida la de Gerona, retiraban la licencia a unos cazadores y a otros no. De forma que cazadores de tradición se veían privados de ella, en tanto que gran número de personas que jamás habían pensado en matar un pájaro, de repente se inscribían y se presentaban en la Armería Casabó por una escopeta de dos cañones.
El subdirector tenía listas; era hombre ordenado. Y aseguraba que se había retirado la licencia a personas como don Pedro Oriol, y que se habían concedido a otras como el tipógrafo Antonio Casal, ahora el más destacado redactor de El Demócrata.
No obstante, la indignación producida por lo ocurrido en Valladolid sepultaba aquellos balbuceos de protesta derechista. La palabra «fascista» se había incorporado al léxico corriente de las tertulias. Y dado que el muchacho «asesinado» —el comandante Martínez de Soria continuaba desmintiendo la noticia— era un voceador de Claridad, la noticia había afectado particularmente a los tres compañeros de curso de Ignacio, empedernidos lectores de este periódico.
Hasta tal punto, que en una visita que hicieron a David y Olga, y habiéndose puesto este tema sobre el tapete, uno de los muchachos aseguró que los obreros españoles «no permitirían de ningún modo que el fascismo arraigase en España». Y añadió, periódico en mano, «que ya los diputados socialistas habían advertido en el Parlamento que lo vigilarían con atención especial».
David, oyéndole, se puso serio. Ignacio no recordaba haberle visto tan serio jamás. El maestro contestó a su alumno que era una gran estupidez decir que se vigilaría al fascismo. Lo mismo daba decir que se vigilaría la Geometría o la concepción materialista de la Historia. Quisiérase o no, el fascismo era toda una doctrina, no un sombrero que se pudiera tirar. Lo máximo que podía hacerse era vigilar a los militantes de esta doctrina, aunque a su entender la cosa era más seria de lo que a simple vista podía parecer. Por ejemplo, era preciso reconocer que en Italia el Partido hacía progresos y que Mussolini era muy hábil; lo cual, junto con el auge de Hitler en Alemania, constituían dos sutiles amenazas, que atacarían los puntos débiles de cada país.
—Ya es significativo —concluyó— que en España el movimiento haya nacido en Castilla. En Cataluña, desde luego, no tendrán nada que hacer, porque Cataluña vive mucho más abierta a las grandes corrientes democráticas.
Olga añadió que la doctrina era peligrosa porque disimulaba su despotismo bajo un programa social amplio, de grandes realizaciones y fundamentalmente anticapitalista, lo cual podía encandilar a un sector de buena fe. Sin embargo, era lo contrario de los derechos del hombre, e implicaba un retorno a un tipo de esclavitud, que no por ser moderna perdía un ápice de su terrible significado.
Ignacio se quedó muy preocupado después de aquella conversación. Menos mal que al salir de la escuela vio los campos verdes, vio la cumbre de Montilivi, desde la que se divisaba el valle de la Crehueta, tranquilo. Menos mal que al llegar a su casa se encontró con que César había mandado un telegrama diciendo: «Llego mañana».