Capítulo XVI

El malestar crecía como una oleada. Ya no eran las tímidas protestas de los primeros días, los encogimientos de hombros. Ya no se trataba solamente del problema regional; los vencedores en las elecciones demostraban no tener ninguna prisa. Componendas ministeriales, despliegue de fuerzas, banquetes. Por ahí estaba el paro obrero aumentando, las zonas misérrimas en el campo, los proyectos de reforma de la enseñanza detenidos, los trenes marchando a la pata coja. Entendían que nada de lo proyectado por el Gobierno anterior era aceptable; pero nada surgía, práctico, en substitución.

Un frente común izquierdista se delineaba para hacer frente a aquel período. Había estallado una cadena de huelgas en todo el territorio nacional. Y muchos disturbios. En Barcelona habían soltado, sin frenos, un tranvía que bajó por la calle Muntaner como un fantasma, sembrando el espanto entre los transeúntes, hasta que se precipitó contra un coche en la Gran Vía reduciéndolo a chatarra y envolviéndolo en llamas. En Jaén se había declarado una tremenda huelga de campesinos, y los huelguistas, armados con hondas, lanzaban piedras contra los que se negaban a abandonar su azada. ¡Extraña muerte la de un agricultor encorvado sobre los surcos recibiendo una piedra en plena frente!

En Gerona, los ánimos se exaltaban con todo ello. Y el tono de El Tradicionalista no servía para atenuar las cosas. El Demócrata consideraba a todos los dirigentes derechistas de Gerona —Liga Catalana, CEDA, monárquicos— igualmente ineficaces y responsables.

En todo caso, el mecanismo interno de estos dirigentes difería mucho uno de otro, por lo cual parecía extraño que no se diferenciaran sus actos.

En primer lugar, don Jorge. Don Jorge poseía aproximadamente cuarenta fincas, era verdad. Pero estimaba que el sistema patrimonial que ello implicaba era necesario para la conservación de la tierra.

Estaba absolutamente convencido de que la multitud lo echa todo a perder y que los repartos no sirven para nada, pues a los pocos años el que lleva algo en las venas ha vuelto a subir unos peldaños. Era un hombre bajito, de mentón enérgico, que no se creía en la necesidad de mirar enteramente a las personas para reconocerlas. Al andar por la calle, algo instintivo —por el ruido de los pasos, por la manera de entrar en una escalera— le iba diciendo: «Ése es un pequeño comerciante, ésa es una criada». No los despreciaba. Al contrario, siempre decía que todo el mundo tenía derecho a ser respetado; pero opinaba que las personas de distinta clase social no debían mezclarse unas con otras. Creía que, al mezclarse, cada una perdía lo mejor de sí misma sin adquirir nada en cambio. A su heredero, Jorge, le decía siempre: «¿Qué le vas a enseñar tú a un obrero? Y un obrero, ¿qué va a enseñarte a ti? Respétale, si un día tienes que hablar con él, y procura que tus colonos tengan para vivir; pero cada uno en su mundo». Estaba convencido de que en sus propiedades una huelga como la de los campesinos de Jaén era imposible. «Los propietarios andaluces debían de haber dado a sus colonos demasiada confianza…»

El notario Noguer era una persona distinta. Hombre más bien raquítico, con párpados caídos y esquinados que daban a sus ojos un aire cansado, triangular. Al no tener hijos se había ido introvertiendo. Le gustaba todo cuanto era sólido y los muebles de su piso parecían una prolongación de los de Liga Catalana: vetustos, de roble, con libracos. Nunca quiso tener grandes propiedades porque estaba convencido de que los campesinos, lo mismo si se mezclaba con ellos como si no, y fuera cual fuera el tono de El Tradicionalista, no le respetarían jamás. Por ello quería vivir independiente y se atrincheraba tras su profesión. Su signo notarial era algo extrañísimo; un palo que descendía y luego una serpiente que se le iba enroscando. El palo debía de ser él y la serpiente los obreros en paro y el malestar reinante. Le molestaba que don Jorge fuera Presidente de Liga Catalana a título prácticamente honorífico, que no actuara. «Ahora la responsabilidad cae enteramente sobre mí». Pero hacía honor a ella, porque entendía que había llegado la hora de no dormirse. «Si nosotros no aguantáramos —decía…—. Hay que ver cómo se van cayendo las grandes familias…» Su despacho era el gran puesto de observación. Consideraba su propiedad de Arbucias como su isla. No tenía sentido productor del campo, como don Jorge. Le interesaba la tapia amurallada, un ciprés plantado desde muchos años y observar como iba creciendo; tener gruesas llaves cuyo destino sólo conocieran él y su mujer. La gente que le trataba veía en seguida que tras sus párpados caídos se ocultaba una gran energía.

Don Santiago Estrada era un poco el revés de la medalla. Alto y elegante, uno de los personajes decorativos de la ciudad. Todo lo hacía con la sonrisa en los labios. Dirigía la CEDA como jugaba al tenis. Por eso había elegido un partido político joven. Por eso en la procesión se exhibió llevando un pendón alto y dorado, mientras el notario Noguer se escondía bajo un catafalco. Tenía una mujer hermosa, y sus hijos rebosaban ingenio. Su coche no traqueteaba como el de don Pedro Oriol. De un optimismo desconcertante, ni los petardos en el Palacio Episcopal ni los tranvías le imprimían la menor huella. Antes de las elecciones estaba seguro de ganar, y ganó. Ahora estaba seguro de que la CEDA conduciría a España a buen puerto.

Su elegancia era reconocida por todas las mujeres, incluso por las hijas del Responsable. Tenía una dentadura maravillosa, que «La Voz de Alerta», bromeando, le había propuesto comprar para guardarla en una urna como modelo. Pelo brillante, ojos algo aniñados, piel en la que se notaba la diaria fricción de colonia. Consideraba sus propiedades como un regalo que agradecer a su buena estrella y como un medio que le permitía dedicarse a la política y al tenis, que constituían su pasión. Consideraba que don Jorge era demasiado unilateral y que el notario Noguer carecía de sentido del humor. En el fondo se encontraba a gusto entre señoras. El comandante Martínez de Soria le tenía por frívolo; en cambio, el subdirector del Banco Arús le adoraba. Siempre decía de él: «Es un hombre al que todo le sale bien».

El Demócrata, en la sección «Dime con quién vas y te diré quién eres» escribió un día: «A don Jorge el miedo a la palabra revolución le ha impelido a tener siete hijos, al notario Noguer le ha incapacitado para tener ninguno; don Santiago Estrada no cree en ella». Julio García comentó: «Aquí el que demuestra más instinto es don Jorge. Y no sería extraño que un día el notario Noguer y don Santiago Estrada tuvieran que pedir ayuda a los siete hijos de don Jorge para defender sus propiedades».

Estas diferencias, añadidas a las que separaban entre sí a «La Voz de Alerta» y don Pedro Oriol, monárquicos —el dentista se mantenía fiel a Alfonso XIII; el comerciante en maderas era carlista— imposibilitaban que la acusación de El Demócrata fuera cierta, que todos los dirigentes derechistas tuvieran idéntica responsabilidad.

En realidad, si en Gerona las reivindicaciones obreras se habían visto paralizadas; si la subvención al Hospital, al Manicomio y al Hospicio no había sido aumentada, a pesar de haber aumentado los gastos de estos establecimientos; si en el campo faltaban abonos y la industria pesquera no recibía el apoyo necesario, en opinión de Matías ello se debía, en parte, a la desunión de la propia gente, a la cobardía de algunos en el momento de plantar cara, a las envidias y, desde luego, a la frivolidad de don Santiago Estrada. Porque la CEDA era el único partido en situación de privilegio para arrancar de Madrid soluciones globales. La responsabilidad de don Jorge, del notario Noguer, del alcalde y demás autoridades, era, a su entender, más limitada.

En cambio los Costa, en Izquierda Republicana, los radicales en el café en que jugaban al «chapó» y los socialistas hacían tabla rasa y repetían sin cesar: «Habrá que ir a una huelga general». Lo único que los contenía era la evidencia de que el Gobierno de la Generalidad había empezado a tomar posiciones y a enfrentarse enérgicamente con el Gobierno de Madrid. «Vamos a ver, vamos a ver. No nos precipitemos».

Los Costa eran bien vistos a pesar de su posición social, de ser dueños de las canteras, de la fundición más importante de la ciudad y de unos hornos de cal que acababan de adquirir. Hermanos gemelos, eran demócratas por naturaleza. Se hacían perdonar los enormes puros que fumaban porque repartían otros igualmente enormes a todo el mundo. Macizos, siempre perfumados y con la punta del pañuelo saliéndoles del bolsillo, por sus maneras, por preferir temperamentalmente hablar con futbolistas que con personas distinguidas, daban la impresión de que deseaban que los demás vivieran como ellos vivían. En el fondo simbolizaban el triunfo posible. Tenían autoridad moral para decir: «Sí, señor. Seguidnos y un día vosotros también poseeréis canteras, fundiciones y hornos de cal». Y si había alegría popular —fiestas de barrio, excursiones, Peña Ciclista y fútbol—, era gracias a sus cheques. Los empleados del Banco Arús, especialmente Padrosa y el cajero, les decían a Ignacio y al subdirector: «A ver, a ver cuando don Jorge o don Santiago Estrada pagan una orquesta para que se diviertan los chóferes o las criadas».

Del Banco, sólo Cosme Vila consideraba a los Costa unos burgueses más peligrosos que los demás. Decía que hacían lo mismo que el sacristán del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que contentaba a los chicos ingenuos dándoles un poco de regaliz. Pero el barbero de Ignacio, con su cicatriz en el labio, barbotaba: «¡Bah! Eso es buscar tres pies al gato. Si todo el mundo fuera como ellos, mis dependientes tendrían una casa suya y un huerto».

Todo aquello era complejo y la mentalidad general estaba un poco desconcertada. Se salvaban las inteligencias rectilíneas, obsesionadas: por ejemplo, el Responsable, el Cojo, el Grandullón.

Ellos no habían variado un ápice porque los verdes fueran más intensos o porque hubiera cantado el Orfeón Catalán. Para ellos el principal enemigo, el que era preciso aniquilar inmediatamente, continuaba siendo el mismo: El Tradicionalista. Por eso una noche más estrellada que las demás decidieron llevar a la práctica su proyecto, y armados de martillos y otros extraños instrumentos de golpear, irrumpieron en la imprenta del Hospicio por la pequeña puerta indicada por el Rubio, la que daba a la calle del Pavo, y destruyeron la linotipia, la gran rotativa, arrasaron los caracteres de letras, los mordieron, los pisotearon, inundaron hasta deshacerlas las balas de papel. Y luego, pensando en Víctor —jefe comunista, enemigo de los anarquistas, más odioso que los accionistas del periódico— destrozaron todos los utensilios del taller de encuadernación, y el material allí preparado.

Fue un acto decisivo, llevado a cabo por pocos hombres, con eficacia absoluta. El taller daba la impresión de que había pasado por él un huracán.

* * *

La conmoción fue considerable en la ciudad. Cuando el botones llevó la noticia al Banco Arús, a media mañana, todos los empleados dejaron la pluma sobre la mesa y se interrogaron entre sí. Aquél era el primer incidente serio en Gerona, la primera protesta activa.

Ignacio se puso en pie. El Director palideció, porque pocos días antes había llevado al taller de encuadernación las Obras Completas de Pérez Galdós, para que Víctor las encuadernara en pasta española.

Ignacio hasta la hora de la salida se mordió las uñas. ¡De modo que el Responsable se había decidido, a pesar de todo! Le pareció grotesco. Aquello no iba a beneficiar a nadie, y en cambio perjudicaría a muchos.

Todos en comitiva se dirigieron hacia el Hospicio en cuanto terminaron el trabajo. Era difícil acercarse a la puerta, pues, a pesar de los guardias de asalto, la aglomeración era enorme. Sin embargo, se veían dentro hilos eléctricos cortados, astillas. La calle estaba llena de letras de plomo de todos los tamaños. Varios pequeñuelos jugaban con ellas a formar su nombre. Uno buscaba la G por entre los zapatos de los curiosos.

Lo comentarios eran de todas clases. Ignacio quería entrar. ¿Cómo lograrlo? El Jefe de Policía en persona andaba por allí. De repente, salió del local «La Voz de Alerta». Se le veía furioso, desencajado. Sus finos labios le temblaban y su raya a la derecha prolongaba su cráneo. Llevaba entre las manos algo que brillaba: era la cajita de los panes de oro que se empleaban para el dorado en la encuadernación.

—¡Paso, paso!

En medio de la confusión, Ignacio vio que por la calle del Pavo se acercaba Julio García. Adoptó aire decidido y puesto a su lado, y ante la estupefacción de Padrosa y el resto de los empleados, pudo entrar en el taller con pasmosa inmunidad. El cajero comentó: «Ya lo veis, chicos. Tiene cinco años de bachillerato».

Dentro no se podía dar un paso. Pero Ignacio dejó inmediatamente de ver policías, periodistas, astillas. No tuvo ojos sino para el grupo que formaban diez o doce niños del Hospicio, con blusa uniforme, como de presidiario, pelados al rape como él en el Seminario, en un rincón, Junto a las balas de papel inservibles.

En seguida comprendió que eran los aprendices de la imprenta y del taller de encuadernación. Aquellos de los que él había dicho en casa del Responsable: «Por lo menos, que aprendan un oficio». Uno de ellos, alto, espigado, tenía la cara completamente tiznada.

No pudo menos de acercárseles, aunque de momento no se atrevió a decirles nada. Los miró a los rostros. Pensó: desnutrición.

Muy cerca de ellos estaba Julio García. ¡Qué aire de competencia y sentido de la responsabilidad el suyo! Sombrero ladeado, frente combada, escuchaba a unos y otros moviendo la cabeza. En la manera de jugar con la boquilla, Ignacio comprendió que le habían encargado de la investigación.

De pronto el muchacho se decidió a hablar con los aprendices. Se dirigió a todos, en conjunto.

—Es una lástima, ¿verdad? —dijo, señalando el aspecto desolado del taller.

Todos le miraron, sin contestar.

Ante aquel silencio absurdo, Ignacio se dirigió al de la cara tiznada.

—Tú… ¿eres encuadernador? —le preguntó.

—Sí.

Ignacio añadió:

—Bueno… ¿y qué haréis ahora…?

Uno de los chicos, bajito, contestó:

—¿Qué haremos…? ¡Fiesta! —Y el tiznado se rio. Los demás permanecían impasibles, mirándole con hueca curiosidad.

El muchacho quedó perplejo. No supo por qué pensó en la vieja mujer del manicomio que preguntaba: «¿Qué, todavía no?» Dio media vuelta. Avanzó hacia el centro del local pisando un clisé de Alfonso XIII. ¿Dónde estaban los veinticuatro tomos de Pérez Galdós propiedad del Director?

No tenía nada que hacer allí. Don Pedro Oriol había llegado y se había reclinado en el armazón de la linotipia, con aspecto apesadumbrado.

—¡Qué le vamos a hacer!

Ignacio salió. Sin querer adoptó un aire de enterado ante la gente que esperaba fuera. Los empleados ya no estaban. Alguien le pidió detalles. Él no contestó.

Fue a su casa a comer. Carmen Elgazu estaba desconcertada y Matías dijo: «Mal, esto va mal».

Ignacio permanecía callado en la mesa. Reflexionaba, menos concretamente de lo que hubiera deseado. Le pareció un misterio que las cosas fueran como eran, que cinco o seis hombres pudieran reunirse al lado de una estufa y al cabo de unos días destruir una imprenta. ¿Y si se les ocurría hacer lo propio con algo más importante? Pilar lamentaba: «¡Adiós Notas de Sociedad!» Al parecer, las monjas estaban desoladas pues todos los impresos del Colegio se los servían a precios mínimos en la imprenta del Hospicio, Ignacio se preguntaba si los demás sabían como él, con seguridad, quiénes habían sido los autores. Claro que sí. La Torre de Babel no había dudado un momento. Dijo en seguida: «El Responsable».

Comió de prisa. Su intención era ir al Cataluña para saber noticias. Bajó la escalera saltando, como cuando salía a pasear con su primes José.

Cruzó la Rambla. Y nada más entrar en el Cataluña oyó la voz de un limpiabotas que decía:

—Desengañarse. La policía tiene ya sus listas. Lo mismo que en Barcelona. Cuando yo vivía allí, una vez me robaron la cartera. «¿Dónde?», me preguntaron en Comisaría. «En el Metro», contesté. «¿Qué trayecto?» «De Aragón a Urquinaona». «Entonces ha sido la banda de Fulano de Tal», dijo el policía. ¡Y caray si fue verdad! ¡A las dos horas me devolvieron la pasta!

Era raro que aquel limpiabotas hablara así, pues era tan anarquista como Blasco.

Ignacio se dirigió a uno de los camareros:

—¿Qué ha pasado? ¿Hay alguien detenido?

—Todos. El Responsable. Blasco. Todos.

Era lo normal. Julio García —lo había dicho cien veces, a pesar de simular perfecto afecto por el Responsable— tenía a los anarquistas atragantados. Aquello le daría ocasión de pasarles la factura.

Ignacio miró el reloj. Se había entretenido antes de comer y era tarde. Se dirigió al Banco. La Torre de Babel explicaba que la policía había mandado llamar al más joven de todos, al Rubio, y que empleando alguno de los argumentos persuasivos de que disponían le habían hecho cantar en seguida.

Padrosa opinaba que la pandilla lo iba a pasar mal. ¡El Tradicionalista! —comentaba con un matiz de fruición en el tono, comiéndose ya el bocadillo destinado a la merienda—. En realidad, todos opinaban que el Responsable y sus satélites lo iban a pasar mal.

Todos… excepto el subdirector. El subdirector llevaba mucho rato sin decir nada, pero negando con la cabeza. Por fin levantó la calva y dijo:

—Nada. No les harán nada.

—¿Cómo que no?

Todos se dirigieron a él. Su comentario era absurdo. Le gustaba llevar la contraria, como siempre, o tal vez la indignación por haberse quedado sin periódico le hubiera sacado de sus casillas.

Viendo la mirada de todos, repitió:

—No les harán nada, no temáis. —Pronunció el «temáis» con visible ironía—. Julio los protegerá.

—¿Julio…?

Cada vez comprendían menos. No acertaban ni siquiera a reírse. Ignacio se estaba preguntando si el subdirector se habría vuelto loco.

—¿Que Julio los protegerá…? —exclamó, por fin, sentándose en el sillón frente al subdirector.

El subdirector le agradeció que hubiera cambiado de lugar. Ahora podía mirarle mientras exponía su teoría, no se vería obligado a dirigirse en abstracto al grupo que formaban los empleados.

—Sí. ¿Por qué no? —añadió.

Ignacio respetaba al subdirector. Sin embargo, insistió:

—Pero… ¿no sabe usted que Julio no puede ver a los anarquistas ni en pintura?

—Claro que lo sé.

Padrosa intervino, masticando:

—¿Y pues…?

El subdirector ocultaba algo.

—Lo sabemos todos —repetía—. Pero…

—¿Pero qué?

Por fin levantó los hombros.

—Es muy sencillo —dijo—. Julio García es masón, y los masones ahora protegen a los anarquistas.

Todos los empleados, excepto Ignacio, pasado el primer estupor, soltaron una carcajada.

—¡Eh, chicos! ¡Ya tenemos a los masones aquí!

—Sí, sí. ¡Reíos! Es el acuerdo que han tomado. Lo que les interesa es que haya malestar, para desprestigiar al Gobierno.

Todos hacían gran juerga. La Torre de Babel se había colocado un pañuelo en el pecho a modo de mandil. Otros se hacían misteriosos signos:

—¡Rito gerundense! —gritó Cosme Vila. Y ensanchando increíblemente su cara, obtuvo una expresión horrible.

—¡Rito escocés! —rubricó La Torre de Babel. Y encorvándose sobre sus gafas ahumadas recorrió los escritorios haciendo: ¡Uh, uh…!

Cuando el sainete acabó, porque se oyeron los pasos del director, Ignacio, que había permanecido frente al subdirector, simulando que escribía le preguntó:

—Oiga una cosa. No les haga caso a esos palurdos. ¿Usted… cómo sabe que Julio García es masón?

El subdirector le miró con fijeza. Y viendo que la pregunta iba en serio le contestó:

—Si no lo supiera yo, ¿quién lo sabría?

—¿Por qué lo dice?

—¿Por qué? ¡Llevo veinte años estudiando ese asunto de la masonería!

Era cierto. El subdirector era un erudito en la materia y estaba desesperado porque contadas personas le hacían caso, a pesar de que él estaba convencido de que era la masonería la que dirigía completamente la política universal. Opinaba que la propia caída de la Monarquía española se fraguó en las logias de París. En Gerona tenía un competidor: el portero de la Inspección de Trabajo, si bien éste era un simple aficionado, no había leído a Benoit ni a Ragon, ni sabía nada de símbolos, ni de carbonarismo, y se limitaba a culpar también de todo a los masones.

—Pero… ¿exactamente la masonería…?

—¿Qué crees? ¿Que es una institución benéfica?

—En Inglaterra…

—¡Déjate de pamplinas! Hay algunos afiliados de buena fe, ya lo sé. ¡Por el Norte, no aquí! Pero son los iniciados los que cuentan, y la finalidad de éstos es el exterminio del cristianismo.

Ignacio puso cara de decepcionado.

—Todo esto huele a leyenda, ¿no le parece?

—¡Bueno! Ya hablaremos del asunto, si te interesa.

—¡Claro que me interesa!

A la salida del Banco, los empleados todavía hacían: ¡Uh, uh…!