Capítulo XV

Carmen Elgazu pedía sacar inmediatamente a Ignacio de las garras de David, y sobre todo de las de Olga, de quien todo el barrio de la Rutila decía que parecía un hombre y que en verano se la había visto en el jardín llevando pantalones.

Matías Alvear se negó a ello, porque entendía que podía perjudicar sus estudios. Ahora bien, reconocía que el muchacho había estado insolente con lo de lavar los pies y pensaba castigarle.

—Le obligaré a ir a pedir perdón a mosén Alberto.

—¡Santa palabra! Te advierto que yo tampoco se lo dejo pasar.

La cena transcurrió en silencio. Después del rosario, Ignacio se levantó para irse a la cama. Al dar las buenas noches, Carmen Elgazu le llamó:

—Acércate.

Él obedeció, mirándola con fijeza. Entonces su madre le dio un beso y acto seguido, con premeditada violencia, un terrible bofetón.

—Y ahora espérate, que tu padre quiere hablarte.

Ignacio, fuera de sí, barbotó algo ininteligible y desapareció en su cuarto.

—¡Matías! —llamó Carmen. Pero la mujer vio que su marido había desaparecido de nuevo.

* * *

Ignacio pasó toda la velada del jueves en casa de los maestros. No les contó una palabra de la borrasca que azotaba a la familia; de modo que ellos no tuvieron por qué disimular el buen humor de que disfrutaban. Buen humor por dos motivos. Primero, porque el surtidor del jardín, después de dos meses de mudez, se había decidido a funcionar de nuevo; segundo, porque en aquellas fiestas de Semana Santa habían conseguido terminar su Manual de Pedagogía.

—¿Qué le parecía el surtidor? Chorro puro de agua, que ascendía como una flecha y que al final se curvaba como el puño de un bastón.

—Bastón en el que no se apoya nadie —rio David.

—¡Qué dices! —protestó Olga—. Sostiene todo el jardín.

En cuanto al Manual de Pedagogía, una copia estaría ya en manos del Ponente de Cultura de la Generalidad. Si había suerte Ignacio vería el librito impreso y adoptado por gran número de maestros catalanes.

Era el fruto de su experiencia y de interminables horas de diálogo. Proponían muchas cosas, todas centradas en la idea de la libertad del hombre.

Nada de imprimir en el cerebro de los niños huellas que luego pudieran perturbar su juicio. Antes de los diez años, ni una palabra sobre religión, sobre la maldad de la gente o los grandes problemas de la conciencia. A los diez, presentarles en un tablero todas las concepciones, con absoluta objetividad, ante un mapamundi y unas estadísticas, y que ellos eligieran poco a poco. Y nada de pizarras negras: los ojos necesitan alegría. Y una vez por semana lavarse la cabeza bajo una fuente. Para juzgar las faltas cometidas en clase, un tribunal formado por los propios alumnos. Y cultivar todos juntos un pequeño campo. Y adoptar en colectividad a una persona pobre. El francés, obligatorio. Cantar. ¡Acabar pronto con el misterio del problema sexual! Insistir continuamente en la idea de solidaridad. Estimular la afición para todo cuanto tendiera de un lado a la conquista del espacio: cometas, globos, planeadores, aviación; del otro, al conocimiento del subsuelo: arqueología, geología, pozos petrolíferos, etc… ¡Y sobre todo acuarios! Un gran acuario en la clase. Es decir, en la clase no porque el movimiento de los peces distrae; pero en un cuarto anexo. El mundo submarino es el botón mágico de la poesía, etc…

Ignacio los oía con sumo interés. Hablaban con gran aplomo, uno tras otro, plenamente identificados. Tenían respuesta para todo. ¿Cómo solucionar lo del problema sexual? «Figuras anatómicas». ¿De qué color las pizarras? «Según el paisaje».

Era consolador ver aquella unión, especialmente a la luz del atardecer, con un surtidor murmurando.

Jugaron a Analogías, juego predilecto de Olga.

—Si «La Voz de Alerta» fuera bebida, ¿qué bebida sería?

—¿«La Voz de Alerta»…? Horchata.

—¡Sí, sí!

—¡Agua de Carabaña!

—Eso, eso está mejor.

—Si Julio García fuera animal, ¿qué animal sería?

—¡Araña!

—¡Pulpo!

—¿Estáis seguros de que no es un centauro?

Ignacio regresó a su casa con los nervios bastante templados. Sobre todo porque a última hora, desde el jardín, vieron la puesta del sol. Hubo un momento en que, en opinión de Olga, el astro pareció un ser humano. Los rayos, los brazos en alto; el disco, la cabeza; la montaña, la masa del cuerpo; las piernas, dos lejanísimas chimeneas de fábrica. En otro instante, una nube tenue le puso en la cara un bigote blanco parecido al de Lerroux.

* * *

Pero la cena volvió a ser silenciosa. Carmen Elgazu tenía una manera entera de disgustarse. Cuando se disgustaba sufría todo su cuerpo, enteramente. La frente, sus ojos, la boca, el cuello, su pecho, su cintura e incluso las piernas se le hinchaban un poco. Matías había dicho un día en el Neutral: «En cuestión de saber disgustarse, mi mujer es un hacha».

Ignacio le leía el disgusto en la manera de retirar los platos, en la leve disminución de energía con que abría el grifo de la cocina. En jornadas triunfales, el chorro del grifo salía con fuerza arrolladora, como la ducha el día en que César fue a bañarse; en aquella cena se le oía gotear sobre los platos con un punto de fatiga.

Y, sin embargo, aquello no era todo. Ignacio sabía que la mayor demostración la tendría como siempre al entrar en su cuarto. Era la costumbre de los Alvear. Cualquier acontecimiento bueno o malo en la familia recibía su representación simbólica en algún objeto depositado sobre la cama o dentro de ésta. En el santo de Matías, éste se encontraba al acostarse con una carta de felicitación cosida en el pijama, o al introducirse entre las sábanas sus pies tropezaban con una escalera de puros. A Carmen Elgazu más de una vez le habían cosido los puños de las mangas de su camisón de dormir. Ignacio estaba seguro de que aquella noche tendría una sorpresa.

Y así fue. El crucifijo no estaba en la cabecera; estaba en el centro de la almohada, trágicamente reclinado. Tenía un aspecto obsesionante, como un impacto en la blancura de la ropa. Ignacio supuso en seguida que era obra de Carmen Elgazu; porque la estrella del belén que bailoteaba sonriente entre los barrotes de la cama era evidentemente obra de Pilar…

Ignacio se desnudó desasosegado. ¿Qué hacer? Sentía lo ocurrido. Su madre le quería con toda su alma y él le correspondía. Recordó mil escenas de la niñez, cuando aquélla le subió a la Giralda, cuando estuvo enfermo y ella le cuidó noches enteras sin dormir, hasta que el peligro hubo pasado.

Debía de ser muy importante lo ocurrido, puesto que su propio padre le dio una sorpresa en el cuarto. Se la dio cuando el muchacho estaba a punto de apagar la luz. No fue ningún objeto entre las sábanas; Matías prefirió presentarse allí en persona.

Ignacio, al verle, le miró intentando sonreír con los ojos; pero no le salió porque la expresión de su padre era también de estar muy disgustado.

La escena fue muy breve. Matías se sentó en la cama de César, jugó un momento con la estrella del belén, que Ignacio había arrancado y depositado en la mesilla de noche, y luego le dio la orden —sin excusa ni pretexto— de ir a pedir perdón a mosén Alberto.

—Vas mañana. ¿Me oyes? Le dices: Mosén… estuve un poco grosero. Porque lo estuviste. A pesar de que muchas de las cosas que dijiste me parecen acertadas, te portaste de una manera indigna. Todavía eres jovencito para que un hombre de la edad de mosén Alberto te lave los pies. Y, además —añadió—, era nuestro huésped. —Después de un silencio terminó, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Ni siquiera tu primo de Madrid —que en estas cosas piensa más lejos que tú— se hubiera atrevido a decirle semejantes cosas.

Ya en la puerta se volvió.

—Y cuando lo hayas hecho le das un beso a tu madre, que bien sabes que lo merece.

Esto último le rindió. Ignacio no tuvo ánimos para analizar, sopesar, buscar argumentos. Estaba un poco fatigado en seriedad. A veces pensaba que Julio tenía razón cuando le advertía: «Créeme, búscate una novia». De acuerdo. Pediría perdón a mosén Alberto. Claro que él no habló para nada de si los curas comían pollo o se emborrachaban; pero, en fin, el tono que empleó… Le pediría perdón. Iría al Museo y le diría: «Mosén… estuve algo grosero». En ocasiones parecidas había encontrado un medio fácil para no sentir la punzada de la humillación: ir allí pensando en otra cosa. Hacerlo como un autómata, sonriendo. Como quien dice en la taquilla del cine: «Una entrada. Platea».

Con este propósito se durmió.

Pero al día siguiente, en el Banco, cambió de idea. La figura de mosén Alberto se le apareció con relieve angustioso. Entonces tomó una súbita determinación. Pidió prestada un momento la máquina de escribir a Cosme Vita. Se sentó y escribió:

Distinguido mosén Alberto: Mis padres me han ordenado que le pida perdón por mi grosería. Así lo hago. Ellos creerán que he ido personalmente… Créalo usted también, se lo ruego… y me hará un favor. Su affmo. servidor. Ignacio.

Puso la nota en un sobre y llamó al botones.

—¿Tienes que salir?

—Luego. A buscar los periódicos.

—Pues hazme un favor. Sube al Museo Diocesano —ya sabes, al lado del Ayuntamiento— y entrega esto a la sirvienta que te abra la puerta.

—De acuerdo.

—Muchas gracias, pequeño. ¡Ah, toma! Y cómprate un mantecado.

* * *

Fue, como en otras ocasiones, la reconciliación.

—Mamá, he ido a ver a mosén Alberto. En fin, le he pedido que me perdonara. Ahora yo te perdono a ti el bofetón. —Se le acercó y le dio un beso. Carmen Elgazu se lo devolvió en movimiento reflejo. Todavía no había digerido aquellas palabras.

—¿Qué dices…? ¿Qué has ido a ver…?

Matías desde el balcón intervino:

—Sí, mujer, sí. Yo quería decírtelo luego… pero ya ves, ya está hecho.

La frente de Carmen Elgazu rejuveneció. La mujer se arregló el moño. ¡Bien, no todo estaba perdido! El grifo de la cocina volvería a chorrear con fuerza.

—¡Ah, hijo, hijo! No me des estos disgustos, ¿oyes? No escuches a los demás, créeme. Piensa siempre en lo que te ha enseñado tu madre. Un sacerdote… es el representante de Dios, ¿comprendes? Anda, te daré un plato de crema.

Un plato de crema. Lo mismo que en Málaga, cuando era pequeño. Ignacio respiró hondo. Era difícil vivir cuando la familia sufría por culpa de uno. Le entraron una ganas incontenibles de ordenar sus pensamientos, de hacer cosas. Llegó a pensar que la teoría de las vitaminas de que hablaba Julio debía de tener sus puntos débiles. ¿Por qué un plato de crema podía comunicar tanta fuerza?

* * *

Por fortuna, no sólo había decidido hacer cosas, sino ordenar sus pensamientos. Porque lo primero sin lo segundo…

Y lo primero que admitió fue que debía hacer el gran esfuerzo de todos los años por aquella época: estudiar, porque los exámenes se acercaban. Esfuerzo mucho más intenso que en los años anteriores, dado que era el último del Bachillerato. Si lo aprobaba, ya era un hombre… Y luego, tenía que buscarse la novia. En efecto, ya sobraban tanto futbolista y tanta capucha. Una novia, una chica de diecisiete años. No, de dieciséis. No, de diecisiete. Bueno, de dieciséis, pero que aparentara diecisiete.

¡Ahí sería nada llevarla a la Dehesa —ahora que todo estaba verde y oloroso— y enlazar ¡por fin! su dedo meñique con su dedo meñique…! Al diablo el de Impagados arrastrando aquella mujer de manos redondas, fofas… Unos dedos alargados, finos, de terciopelo. Unos dedos como los de la chica de cuello de cisne… pero que no fuera hija de un abogado tan importante. Abogado, abogado… ¿No sería él abogado, cinco años después de haber terminado el Bachillerato? ¿Y no llegaría a serlo también importante?

Pilar siempre le decía: «Asunción me ha dado recuerdos para ti». ¡Qué tontería! Asunción era una niña. No tenía… nada. Todavía no tenía nada. Ignacio necesitaba una forma de mujer. Como la de la gitana que iba con aquel hombre que era a la vez su hombre y su padre.

¡Válgame Dios, vio la que le convenía en la fiesta de los Juegos Florales, en el Teatro Municipal! Una de las Damas de Honor. La reina, no. La reina fue la hermana del arquitecto Ribas, gorda y de mirada boba. La corona en la cabeza le sentaba como si se la hubieran puesto al patrón del Cocodrilo. Pero entre las Damas de Honor había una muchacha que era la primavera en persona. No recordaba haberla visto nunca. ¿En qué balcón estaría cuando la procesión? En ninguno. Porque de haber estado en uno, la habría visto.

Fue una fiesta magnífica para él. Contempló a la muchacha durante todo el rato. Cuando ésta sonreía, el escenario quedaba iluminado. ¡Suerte de ella! Porque las poesías premiadas…

Suerte tuvo ella de él. Porque el resto del público, al parecer, estaba absolutamente embebido con las poesías y las banderas catalanas; sin acordarse de su sonrisa. ¡Qué aplausos y qué vivas y qué repeticiones! El poeta laureado recitaba como si de cada sílaba dependiera el porvenir de la raza.

¡Pobre Jaime, pobre Jaime empleado de Telégrafos…! Nada, ni un accésit. Escondido en un palco iba siguiendo con el alma fuera de los ojos la apertura de los sobres por el Secretario del Jurado. Ahora dirán: Amor. Nada. Otros poemas que no eran el suyo. Matías ya se lo había advertido. «¿Pero no comprende usted, Jaime, que si le hubieran premiado se lo habrían notificado ya?» Jaime contestaba: «Que no que no. No abren el sobre hasta última hora, en el escenario». ¡Tantas noches de búsqueda, sin resultado! «Pecó usted por demasiada austeridad —le decía Matías—. Por demasiada economía de elementos». Porque en las poesías premiadas las metáforas no faltaban. Las mujeres eran sirenas, aire, humo, luna, frufrú de seda, barcas de vela que se hacían a la mar. Matías decía: «Lo son todo menos mujeres».

Pero no importaba… para los que no eran Jaime. El entusiasmo era extraordinario. En el Teatro Municipal estaba presente Gerona entera. Aquello constituía una implícita protesta contra la política anticatalanista que Lerroux llevaba a cabo desde el Gobierno. Una de las poesías premiadas se titulaba: «El pueblo cautivo».

Y por lo demás, si la sesión de los Juegos Florales pecó tal vez de sentimentaloide, en cambio, el espectáculo de la noche fue de una calidad excepcional; cantó en Gerona el Orfeón Catalán.

Fue un éxito que se apuntó el arquitecto Ribas: consiguió que aquella imponente masa de cantantes de Barcelona se trasladara, bajo la dirección del maestro Millet. Y la perfección armónica que aquel coro había alcanzado, la cantidad de dificultades técnicas resueltas con la maestría con que mosén Alberto resolvía las de la procesión, la increíble matización de cada frase, el borrarse cada uno para servir al conjunto, la belleza de las composiciones, transportaron a todo el mundo. Había momentos en que las voces estallaban como un trueno súbito que rebotaba contra el techo y que luego descendía en modulaciones lentas hasta terminar en un austero lamento. Otras veces la masa arrancaba débil de la base e iba ascendiendo en olas sucesivas construyendo la gran pirámide. Y de pronto, al llegar a la cima se desplegaba en una apoteosis de notas que era un mar, un mar interminable, un mar de gargantas humanas en plena creación de arte, fieles a la batuta del maestro Millet. Las voces eran humanas y, en consecuencia, contenían en sí toda la naturaleza. Podían ser caballos al galope, brisa, campanas, júbilo. Composiciones como La Mort de l’Escolá redujeron a la nada a los oyentes, aplastaron sus almas contra las sillas. Se decía que apenas si había grandes voces, que una por una las voces eran corrientes; todo se debía a la tenacidad, al alma, a los ensayos, al conjunto, al director.

El pobre director del Orfeón Gerunda, al que habían reservado un palco, al final de cada pieza, en vez de aplaudir, se quedaba mirando al escenario como hipnotizado. Y el barbero Raimundo, al fondo de la platea, tenía la boca más abierta que cuando él mismo cantaba. En el entreacto, todo el mundo tenía la sensación de que aquello constituía un golpe mortal para el Orfeón Gerunda. ¿Quién se atrevería a cantar, después de aquello? En varias revistas extranjeras se citaba al Orfeón Catalán como el mejor del mundo. Era difícil substraerse al contagio y no creer, como El Demócrata, que un pueblo que cantaba de aquella manera no podía morir.

Don Emilio Santos, al terminar, le hubiera regalado al maestro Millet no un puro sino toda la Tabacalera. Ignacio se había quedado absolutamente estupefacto, lo mismo que su padre. De pronto Cataluña se le presentaba bajo otro aspecto. Como algo serio, viril, profundo. Con sus defectos como en todas partes, nacidos tal vez del deseo de emulación, excesivo, y de la soberbia que podía dar la superioridad conseguida por propio esfuerzo. Matías salió murmurando: «¡Caray, caray!»

Por desgracia para el arquitecto Ribas y su acompañamiento, todo aquello ocurría en primavera y el concierto no duró más de dos horas. Al día siguiente, era tal el entusiasmo que todo el mundo quería hacer algo, algo grande y digno, a tono con lo que acababan de oír; y entonces los organizadores del acto volvieron a tomar, como todos los años en aquella estación, la paleta y los pinceles.

El arquitecto dio el ejemplo, con su taburete portátil y su visera. Y puesto que el maestro Millet le había dicho: «Yo me inspiro en la melodía popular y virgen», él eligió, para pintarlo, el valle de San Daniel, cuya naturaleza no había sido sujeta aún a la vigilancia del hombre.

¡El valle de San Daniel! Era el valle que el riachuelo, el Galligans, cruzaba al fondo oeste de la vertiente del Calvario. Por aquel valle no pasaba el tren, como por el de la Crehueta. No había plátanos milenarios, como en la Dehesa. En aquel valle lo milenario era sólo eso, el valle. Había olmos. Olmos graciosos, altísimos, que temblaban por cualquier cosa. Y acacias y, sobre todo, muchos prados verdes y muchos ladridos de perros cerca o lejos. Lo abrupto no empezaba sino siguiendo hacia el norte, montaña arriba otra vez. El valle era como un reposo que se daba la tierra. Si la tierra hubiera tenido una mano, aquel valle de San Martín habría sido su palma abierta. Con la línea de la vida surcándola —el Galligans—, con la línea del corazón —los jugosos y fértiles prados—, con el monte de Venus —una colina propicia al sueño de los enamorados, al amor—. Tenía el valle algo escondido y remoto. Con una fuente en su desembocadura, que contenía hierro milagroso. En la palma de aquella mano los enamorados —y el arquitecto Ribas— soñaban en los viajes que harían, estudiaban sus inclinaciones, hacia el arte o las matemáticas, lanzaban profecías sobre el triunfo —combinación Sol-Júpiter— o la derrota de sus vidas. Enfermedades… la mano señalaba pocas. Tal vez gracias al agua ferruginosa.

En opinión de Matías era una lástima que los pintores que habían inundado aquella maravilla no acertaran con los verdaderos colores de aquel valle. No sólo los verdes sino los azules, los amarillos, los rosas de que se cubrían el cielo y la tierra al atardecer. Por desgracia, a su entender la mayor parte no veían en los troncos de los árboles sino las cuatro barras de sangre. Por lo demás la primitiva orientación de la escuela pictórica había evolucionado. Ya no era el paisaje relamido. Eran las líneas duras, recortadas, sin matices, los colores mezclados en torbellinos. Los cuadros se llamaban fauve u otro nombre importante. Era considerada pintura valiente. Ignacio husmeaba entre los caballetes. Matías decía: «Hay que ver, hay que ver… En Málaga no pintaban así…»