Los hermanos Costa reabrieron Izquierda Republicana con todos los honores, y todo el mundo quedó en su puesto. Mateo e Ignacio, a la salida de casa del profesor Civil, veían a los militantes de los distintos Partidos bajar las escaleras, discutir y por fin dispersarse.
Los dos muchachos ya se llevaban bien, y, por tácito acuerdo, muy raramente hablaban de política. Estaban al corriente de todo cuanto ocurría en la ciudad —sobre todo Mateo—, de todas las fuerzas que se movilizaban; pero el curso les absorbía —sobre todo a Ignacio—. Éste estudiaba mucho, de acuerdo con el eficaz plan de vida que se había trazado. Todas las noches se sumergía en los libros de texto hasta quedarse dormido. Desde la mesilla de noche, San Ignacio parecía querer también estudiar, pues miraba por encima de su hombro el libro abierto.
Lo primero que Ignacio había hecho, después de sentirse absolutamente curado, había sido olvidar su promesa de subir a pie a la ermita de los Ángeles. En cambio no olvidó acompañar al Neutral a Matías Alvear, de vez en cuando, y a Carmen Elgazu a hacer alguna visita a la Iglesia del Sagrado Corazón. Tampoco olvidó mandar a Canela un recado que decía: «Muchas gracias».
Sabía por El Demócrata que, a pesar de las consignas de Unión, los anarquistas se negaban a colaborar con los comunistas, y que Cosme Vila y Casal rehusaban hacerlo con los Costa. A unos y otros les faltaba, por lo visto, platicar un rato con mosén Francisco; tal vez descubrieran la fórmula de la armonía. Sabía por el rubio ex anarquista que grandes sesiones de zarzuela popular sucederían a la lucha libre y al boxeo; zarzuelas en que el tenor sería el Bueno y el barítono el Malo o viceversa, para no variar. Había leído el discurso del notario Noguer, pero… pensaba poco en ello. Por de pronto, se preocupaba de Pilar, correspondiendo a la compañía que la chica le hizo durante la enfermedad. Bromeaba con ella sobre el taller de costura, o sobre su Diario íntimo y le hacía contar cosas de las monjas, riéndose a pleno pulmón, lo cual encantaba a su hermana. A veces le pagaba el cine, o castañas, o churros; nunca faltaba una pequeña atención. Luego, además, había escrito a César, agradeciéndole el libro sobre Teresa Neumann. Larga carta, que dejó al seminarista estupefacto. «¿Qué le ha ocurrido a Ignacio?», se preguntó. La carta era la de un muchacho sensato, creyente, magnífico. César la enseñó a su profesor de latín, el cual le contestó, sonriendo, que la había leído antes que él… El seminarista sintió una alegría inmensa. «¡Ignacio convertido, Ignacio convertido!» Sus súplicas habían sido escuchadas. Ello le consoló en parte del disgusto por el cierre del taller Bernat.
Pero, sobre todo, Ignacio había escrito con inesperada emoción a Ana María. Empezó por cortesía y luego se halló reviviendo lo de San Feliu: la espontaneidad de la chica, sus verdes ojos, el balón azul, la conmovedora expresión de disgusto cuando él se puso grosero en la playa. Le escribió: «No, todavía no soy alcalde —lo es un notario— ni abogado; pero lo seré. Y entonces —¡sí, sí, Muntaner, 180, ya me acuerdo!— te nombraré concejal, o tal vez mi primer pasante. Acaso ganemos, juntos, muchos pleitos perdidos. Por de pronto yo acabo de ganar uno; gracias, primero, a una enfermedad y luego a un vicario de sombrero espantoso». Ana María le contestó con sello de urgencia, emocionada. Aquel día se puso sus mejores pendientes.
* * *
Mateo, en edad militar, obtuvo, gracias a Marta, que el comandante Martínez de Soria apoyara su petición de prórroga por estudios. Así que quedó libre, de momento, y respiró; y con él respiró Pilar. No lo hizo por comodidad: servir a la Patria le parecía muy honroso; pero al igual que J. Campistol, jefe de las escuadras de Barcelona, a quien visitó, entendió que su puesto por el momento estaba en Gerona, bajo la camisa azul, y no en cualquier cuartel de la península bajo el uniforme caqui.
Don Emilio Santos se alegró de conservarle a su lado, Carmen Elgazu le hubiera echado de menos; el profesor Civil, más que orgulloso de sus dos discípulos, se hubiera llevado un gran disgusto; para no hablar de Raimundo, quien tenía en Mateo uno de los pocos clientes de recorte de bigote y masaje.
—Cuando tú necesites prórroga —le dijo Mateo a Ignacio—, hablaremos con Marta y el comandante también te lo arreglará.
Una cosa le estaba preocupando a Mateo: el corazón. No acertaba a explicarse lo que le ocurría, pero lo cierto era que al entrar en casa de Ignacio, llena la cabeza de «valores eternos, de mar azul y de yugos y flechas», sin contar con el Derecho Romano y la Economía, la espléndida juventud de Pilar, sus pómulos tersos y rosados, sus alegres vestidos cosidos y cortados por ella misma, su nariz respingada y sus ojos maliciosos le producían una gran sensación de bienestar. Antes de entrar en el cuarto de Ignacio, para estudiar con él cualquier lección difícil, se sentaba en el comedor, junto a la estufa, unos minutos, al lado de Carmen Elgazu, frente a Pilar. Y el júbilo de la muchacha en estos casos, lo hacía suyo, sin querer. Se iba interesando por sus pensamientos. Todo lo de la chica se le iba haciendo familiar y le parecía lógico saber a qué hora fue al taller, a qué hora salió, qué hizo luego, si volvió directamente a casa. Matías Alvear, con los auriculares de la galena en la cabeza, o leyendo el periódico, pensaba: «A ver si una de las flechas de que habla don Emilio Santos cruza este comedor y engarza a esos dos chicos». Carmen Elgazu, haciendo calceta, tenía aire de preparar la venida al mundo de un nuevo ser.
Todo aquello preocupaba a Mateo porque en un principio pensó que, en todo caso, le interesaría Marta. Perfil castellano, montaba a caballo, iba a Bellas Artes, se conmovía cuando alguna gran palabra se introducía en la conversación. Y, sin embargo, lo más que sentía por ella era admiración y estima, la consideraba una magnífica camarada. Podría fundar la Falange femenina en la ciudad; mirando a Pilar, nunca se le ocurrió preguntarle qué opinaba de José Antonio.
—¿Y de qué habláis en el taller?
—Pues… de nada. De chicos.
—¿Y de cine…?
—Naturalmente.
—Y… ¿de qué chicos habláis?
—¡Toma! De ti, si te parece.
—Yo no he dicho eso… Ignacio abría por tercera vez la puerta de su cuarto y decía:
—Mateo, que nos espera el Romano.
* * *
Los discursos de Cosme Vila, Porvenir y Casal habían sido publicados íntegros por El Demócrata. Todo el mundo los leyó. En general se consideró que su tono era de una gran violencia; y sin embargo, el profesor Civil comentó que esta violencia era pálida comparada con lo que verdaderamente pensaban los tres hombres que los habían pronunciado. A su entender los objetivos de Cosme Vila iban mucho más allá de lo que dijo, y Porvenir sólo por ser la primera vez que habló evitó hacerlo de bombas, que en realidad era lo que se había traído de Barcelona. En cuanto a Casal, el profesor aseguró que su cerebro era tal vez el más incendiario de la ciudad. «Ya lo veréis. Es una caja de explosivos».
Ignacio no sabía qué pensar. Intentaba ser justo. Seguía los consejos de mosén Francisco. En vez de calibrar los peligros que todo aquello podía entrañar para la ciudad, pensaba en los tres hombres que se erigían en jefes, y buscaba las causas posibles de su explosividad.
A su antigua teoría de que la infancia influía decisivamente —¿cuál habría sido la de Cosme Vila, cuál la de Casal?, la de Porvenir se la había contado…— ahora añadía otras muchas. Constitución física, temperatura del piso en que habitara, y, sobre todo, más o menos intensa vida familiar. A menos vida familiar —los de la FAI, «La Voz de Alerta»—, más violencia. A más vida familiar —sus padres, el profesor Civil—, más moderación. Había excepciones como el Responsable, viviendo con sus hijas y, sin embargo, hecho dinamita, y como Casal… Pero los ejemplos en favor de su teoría se contarían por centenares. Toda la clase media en bloque. El cajero: desde que había adoptado a Paco era un sentimental. Él mismo, Ignacio. Cuando espiritualmente se halló lejos de los suyos, llegó a encaramarse a un tablado de músicos para destrozar un trombón, y acabó nadando en mares de pus; ahora que, como Mateo, a veces se sentaba al lado de la estufa con sus padres y Pilar, tenía formidables inquietudes, pero sabía esperar.
¿Y Cosme Vila…? ¿Sería también una excepción…? ¿Rebajaría el tono cuando su compañera le diera el hijo que llevaba en las entrañas? Tal vez sí. Tal vez ante la débil carne del hijo deseara menos absolutos los poderes del Estado.
¡Válgame Dios! Ignacio se dio cuenta de que, pensando en aquellas cosas, proyectaba sobre ellas o bien una luz irónica o bien una luz de suficiencia. Esto le desazonó. Le dio miedo incurrir en vanidad, en suficiencia. Demasiado sutil y en paz consigo mismo. ¡Bien estaba la perspectiva en el profesor Civil, encorvado bajo el peso de los años, conocedor del griego y del latín! Él era un mocoso, que ganaba veinticinco duros al mes y estudiaba primer curso de Derecho. He aquí los peligros de la virtud. Imposible saber cómo se las arreglaba César para perseverar sin pecar de vanidoso. Era preciso, no sólo callar, sino hacer que callaran determinadas voces que nacían del silencio. Mosén Francisco habló de ducharse… Tal vez errara no siguiendo, antes que ningún otro, este consejo.
Pero… tampoco tenía que exagerar en este sentido. No, no era tan injusto como todo aquello podía dar a entender. La verdad era que, ahora, amaba al prójimo… También con excepciones: Canela y mosén Alberto. Pero contra esto ya no se podía luchar. Lo importante era que se mantenía sereno. Presentía que todos juntos se acercaban a una gran catástrofe; y por ello amaba al prójimo más aún. Ahora en vez de los rusos, de Rousseau y de Voltaire y de láminas de Crónica, leía las asignaturas de la carrera y el libro sobre Teresa Neumann. ¡Y la Biblia! Válgame Dios. «Aquellos dieciocho sobre los que cayó la Torre de Siloe, y los mató, ¿creéis que eran más culpables que todos los hombres que moraban en Jerusalén? Os digo que no, y que si no hicierais penitencia, todos igualmente pereceréis».
¡Cuántas cosas veía claras! En Gerona bastaba que surgiera un hombre —Porvenir, Cosme Vila, Casal— para que un partido político cobrara auge. ¿Dónde estaba, pues, el valor permanente de la doctrina? Claro que a él le había ocurrido siempre lo propio. Tal vez fuera ésa la nueva Torre, peligrosa, de Siloe. En todo caso, en la ciudad lo permanente era la rebeldía de los solitarios, el instinto de conservación de las familias, la lucha entre los de abajo y los de arriba, las murallas.
Un hecho le aparecía más claro aún que los demás: continuaba clasificando a Mateo entre los exaltados.
También le parecía evidente que Marta, montada en su jaca o a pie y vestida de negro, era la mujer más hermosa de la ciudad.