Capítulo XLVI

Julio García —en paro forzoso— se pasaba las tardes enteras en el Neutral, dedicando pequeños discursos a los que querían escucharle. Ahora le había dado por la estadística. Generalmente hablaba de memoria; cuando ésta fallaba, sacaba un papelito de la cartera.

—Fijaos bien dónde estamos, después de tantos siglos de excelente administración. ¡Ramón! Otro coñac. España… 8.000 kilómetros de litoral, posee una marina mercante embrionaria; inferior a la que poseía en 1929. ¿Causas? El desastre de la Armada en 1588… Los astilleros a veces construidos lejos del mar… Ahora diréis: ¡pero tenemos muchos trenes! Es un error, 3,3 kilómetros de vía férrea por cada cien kilómetros cuadrados. ¿País montañoso…? Suiza lo es más, y posee 14,6 kilómetros ferroviarios por idéntica superficie. ¡Consolémonos con las carreteras! Imposible: no las hay. Sí, hay algunas; pero con bache obligatorio; lo cual, por otra parte, explica el incremento que toma la tartana, en ciertos lugares. Esto en cuanto al transporte, esencial en una nación.

»En cuanto a la gran industria, parece ser que vamos de mal en peor, a pesar del empuje que le dan los hermanos Costa. Producción de hierro, 5.000 toneladas en 1924, 2.000 toneladas el pasado año. Carbón, 9.000 toneladas en el año 1913, seis mil toneladas el año pasado. Hay mineros en paro —algunos están en la cárcel— ¡qué se le va a hacer! Algunos geólogos extranjeros pretenden que la cifra de extracción podría triplicarse; Gil Robles no es geólogo, tampoco es suya la culpa. Bien, pasemos al acero: 24 veces menos que Alemania, lo cual es lógico; 3 veces menos que Luxemburgo, lo cual ya no lo es tanto… No tenemos petróleo ni gasolina; mucha hulla, pero mal administrada; unos Pirineos llenos —al parecer— de metales preciosos que nadie busca… En cambio —hay que reconocerlo—, este coñac es excelente. Aunque, desde luego, preferiría un Napoleón.

»Pasemos a las cifras agrarias. ¿Dónde he metido yo el papel? Aquí. Sí, el campo… Ya lo dije una vez, no hace mucho: el campo es magnífico. Véase, si no, la Ilíada, final del canto VIII. España, 504.520 kilómetros cuadrados de superficie. De todo esto, sólo es cultivable la cuarta parte. El resto —desierto de Aragón, de la Mancha, de Almería, etcétera…— miseria. Medios de cultivo —y que perdonen si por aquí hay algún campesino—, antediluvianos. Condiciones de trabajo… Esto, por fortuna, está mejor. Por ejemplo, Sevilla. En la provincia de Sevilla hay un pueblo —Valodatosa— en el que las mujeres que recogen garbanzos cobran una peseta de jornal. Claro que a lo mejor se llevan algún garbanzo escondido en la pechera. En la provincia de Álava hay otro pueblo —Narros del Puerto— que pertenece íntegro a una señora: señora bien, desde luego. No es Grande de España, hay que hacer justicia. La señora compró Narros del Puerto —incluidos la iglesia y el cementerio— por 80.000 pesetas. Todo es suyo. Y el contrato pone, entre otras cosas: “La dueña podrá desahuciar a los colonos que fuesen mal hablados”. Aquí, en cambio, tenemos más suerte. Aquí don Jorge les dice: “Avisadme cuando muera alguien de la familia. Uno de nosotros asistirá al entierro”. ¿Os cansa el tema…? ¿No…? Pues adelante. Transportes, industria, campo… ahora hablemos de la organización bancaria. Parece ser que hay una institución que realiza maravillas: el Banco de España. 15.000 accionistas se reparten 125.000 millones de pesetas al año. Claro que hay un consuelo: algunas de esas pesetas vienen a parar a Gerona. Preguntádselo al notario Noguer, y a don Pedro Oriol. Tal vez por eso hayan nombrado alcalde al notario Noguer. ¡Ah, precisemos! El año de la hecatombe de Marruecos —1921— fue el más productivo: el dividendo repartido fue el 54 por ciento del capital. No, no todo es culpa de la República, como algún malicioso está pensando, como a veces yo mismo he pensado. El director del Banco Arús me lo contaba el otro día. Parece ser que la Monarquía dejó una deuda de 20.000 a 22.000 millones de pesetas, no recuerdo bien. Claro, que la culpa la tuvo el incremento de la burocracia… Para no hablar del Ejército, de la guardia civil, de los policías… ¿De qué os reís? Ya veis, expulsado del Cuerpo desde la revolución de octubre. Puedo criticar, ¿no os parece?

Julio se sentaba siempre en el mismo rincón del café, íntimo a pesar de estar lleno de espejos. A causa de éstos siempre creía que el auditorio era numerosísimo. Y a veces lo era, en efecto, pero no siempre. Nadie le llevaba la contraria. La mayoría de oyentes empezaba celebrando sus ironías, pero a medida que los datos sobre la Patria se acumulaban, su sonrisa se iba entristeciendo. Algunos creían que exageraba, pero ¿cómo demostrarlo? Nadie llevaba contraestadísticas en cartera.

De vez en cuando salía algún desconocido que, al final, comentaba:

—Entendido, entendido, somos unos borregos. Pero tenemos mucha gracia, ¿no es eso? —Entonces Julio García se echaba el sombrero para atrás y exclamaba: «¡Bien venido al Neutral, amigo! ¿Puedo invitarle a una copa?»

Don Emilio Santos sufría cuando el policía abordaba estos temas. Por regla general, salía del café. Si se quedaba allá le interrumpía, a su manera.

—De acuerdo, de acuerdo. Las instituciones en España funcionan mal. Antes y ahora. Pero la gente vale mucho.

Julio García miraba, con aire desolado, a su alrededor.

—Ya lo ven ustedes —contestaba—. El señor confiesa que las instituciones funcionan mal. Y el señor es el propio director de la Tabacalera. Matías Alvear se mostraba más incisivo que don Emilio Santos. En Telégrafos también todo el mundo hablaba en aquel tono. Todos decían: «¡Deberíamos entregar el país a Norteamérica!» Matías contestaba a Julio: «Lo que tendríamos que hacer es criticar menos y ser más patriotas. Criticando nos quedamos solos. Todos los que estamos aquí tenemos abrigo y bufanda, ¿no? Y Barcelona está lleno de restaurantes donde aún se come por una peseta. De acuerdo con que faltan barcos y trenes. También faltan escuelas y aviones. Pero hay muchas familias que se quieren y por Reyes no falta a nadie un pequeño regalo… aunque a veces no sea en especie. Y en cuanto a los otros países, supongo que en todas partes cuecen habas. De acuerdo con que Inglaterra vive mejor, y Norteamérica, y Francia. Sin embargo, nuestras mujeres son más guapas que las suyas. Y además, todavía voy más allá: en ninguno de esos países tienen andaluces y madrileños. Mira lo que son las cosas, Julio. Parece ser que tú no puedes vivir sin grandes toneladas de acero. Yo, en cambio —y perdonen los presentes—, no podría Vivir sin andaluces y madrileños».

Julio sonreía e insistía en sus trece. Y la discusión proseguía, pues Matías no cejaba. Ahora Matías, rebosante por su reconciliación con Ignacio, se negaba a verlo todo negro. No obstante, los rostros que los espejos del café devolvían multiplicados, en general se ponían de parte de Julio. Muchos terminaban dominados por un gran abatimiento. Si alguno le llevaba la contraria con Matías pertenecía a la clase media. Algún comerciante o pequeño industrial, decepcionado de tanta inestabilidad y de la revolución de Octubre, y que lo que quería era trabajar.

Julio García acostumbraba a marcharse del café ya tarde, poco antes de cenar. Cenaba de prisa —lo cual ofendía a doña Amparo Campo— y volvía a salir. «No paras un minuto en casa. ¿Qué te ocurre?», protestaba la mujer. Él le daba un beso en el cuello y bajaba las escaleras, sonriendo. «Tengo que hacer». Su quehacer consistía en ir al Hospital, a ver al doctor Rosselló. A veces, a la Logia. Con frecuencia, a la escuela de David y Olga.

En efecto, en la cárcel había hecho gran amistad con el maestro; y Olga le gustaba mucho. Le gustaba enormemente. A veces se preguntaba si no le gustaba más que doña Amparo Campo.

Por lo demás, David oía complacido las estadísticas de Julio. «Es evidente que todo esto es abrumador —comentaba—. ¡Menos acero que Luxemburgo…!»

Luego hablaban de sus situaciones respectivas, con gran familiaridad. Ahora los maestros estaban preocupados porque Santi, el alumno de camisa desabrochada, había robado una bicicleta en la guardería de la fábrica Soler. Tuvo que presentarse ante el Tribunal Tutelar de Menores. ¡Y el presidente del Tribunal era don Santiago Estrada!

En cambio, estaban contentos porque… el acuario en clase era una realidad. Una caja de cristal con más de veinte ejemplares multicolores, que se paseaban entre pedruscos artificiales y burbujas. Los alumnos tenían prohibido volver la cabeza; en cambio, los peces podían contemplar a éstos a placer. Olga, al día siguiente de asistir al documental científico proyectado en el Albéniz por el coronel Muñoz, les dijo a los alumnos: «Pero no creáis que todo el mundo submarino sea tan hermoso como éste. En el fondo del mar hay monstruos de una fealdad indescriptible, voraces y asquerosos». Los maestros habían adquirido el acuario con el producto de los trabajos veraniegos efectuados en San Feliu.

Las conversaciones en el Neutral y con David y Olga se celebraban por la tarde o por la noche: las mañanas, Julio las pasaba leyendo o poniendo a punto su fichero de suicidas. El último suicida en la provincia había sido un médico, tercer varón en la familia que tomaba tal determinación. También recogía datos sobre los intelectuales españoles que se habían suicidado: Ganivet, arrojándose a las aguas del Dwina; Larra, disparándose frente al espejo su pistola, en la sien; Bartrina…

El interés de Julio por este asunto no tenía nada que ver con su carrera policíaca. Era algo psicológico, obedecía a algo temperamental. Julio era un hombre que amaba con pasión la vida, que no comprendía que alguien renunciara a ella voluntariamente. Cuando hojeaba el fichero —370 fotografías de suicidas, ampliadas a tamaño postal— los rostros de éstos le miraban con fijeza y a veces le daban escalofrío, pero aseguraba que le sugerían muchas cosas. Estos rostros tenían algo común, según contaba: «ojos hundidos, o bien lo contrario, casi saliéndoseles de las órbitas». Olga pertenecía a la primera serie, David a la segunda. Julio procuraba cerciorarse de que sus propios ojos eran normales.

Doña Amparo Campo le criticaba que se dedicara a esto. Se sentía molesta. «Valdría más que me llevaras a paseo. Todavía no he estado nunca en La Molina». Julio le contestaba, con gesto desolado: «En primer lugar, tengo prohibido salir de la ciudad. En segundo lugar, en España carecemos de medios de transporte».

* * *

Los derechistas de Gerona dormían tranquilos. Los 343 parados de la ciudad les preocupaban poco, al parecer. «El Gobierno dice que se construirán edificios públicos, que se les dará un subsidio».

El local de la CEDA había sido remozado. Impresionaba por su magnificencia. Conserje con botones dorados, etc…

Atraídos por el local y el auge del Partido, un alud de estudiantes se había afiliado a la CEDA y también muchas señoras. Su contraseña era la honradez; su medio de acción, la espectacularidad; su base, la religión.

En la Liga Catalana era distinto. El problema de los obreros preocupaba. Don Jorge, el notario Noguer y los economistas se habían reunido para hablar de ello. Era preciso hacer algo. Se estimó que la alcaldía en manos de un hombre del Partido podría ayudar eficazmente, y, en consecuencia, en espera de elecciones municipales fue nombrado alcalde el notario Noguer.

No obstante, todos estaban algo asustados. Las calles ofrecían un aspecto poco edificante. La suciedad parecía una consigna. De no poner coto, llegaría un momento en que llevar sombrero sería considerado atentado a la pobreza. Y eso no. Era preciso hacer algo, pero defendiendo el derecho a llevar sombrero.

Por ello el notario Noguer, al tomar posesión de la Alcaldía, preparó el discurso concienzudamente. Primero se dirigió a los necesitados y les garantizó que se haría lo posible para remediar su situación y encontrarles trabajo. Habló en un tono de sinceridad y competencia tales que a muchos les dio cierta esperanza, previendo algún plan importante de obras municipales. Pero luego añadió, dirigiéndose a la población en general:

—Sin embargo, el Ayuntamiento estima que una cosa no tiene que ver con la otra. Nos preocuparemos de todo eso, ciertamente. Y de la conducción de aguas y de las cloacas. Pero al mismo tiempo lucharemos para evitar que un alud de plebeyez asfixie las tradiciones aristocráticas de nuestra querida Gerona. Hay algo que a mí me causa verdadero espanto, más que la cárcel y los tiros: y es ese constante martilleo contra todo lo que significa bienestar, cultura, distinción, minoría. Si alguien escupe en esta acera, me parece que no sólo como alcalde y como notario, sino simplemente como hombre que ama la limpieza, tengo perfecto derecho a cruzar la calle y continuar por el otro lado, sin que por ello me llamen enemigo del pueblo. Así que, mientras yo esté en la alcaldía, los guardias urbanos vestirán con decoro, las basuras serán recogidas, se perseguirá la blasfemia, se multará toda suerte de escándalo público, se retirará de la circulación a los borrachos, lo mismo si son de la Liga Catalana que de la CNT, y se considerará que un abogado o un arquitecto es ciudadano tan respetable como un mecánico o un matarife. Para la buena marcha del Municipio se necesita la colaboración de todos. Cortaremos abusos y orgías; pero también todo intento de convertir la tres veces inmortal Gerona en un popurrí de barrio.

Ésta fue la gran sorpresa. Nadie hubiera imaginado que el notario Noguer, a sus cincuenta y cinco años, guardara tal dosis de energía. Sólo su propia esposa, al parecer, encontraba todo aquello muy natural. «A mí no me ha extrañado nada —dijo—. Le conozco».

Los de la CEDA admitieron que estuvo acertado. «La Voz de Alerta» publicó el discurso en letras de molde. Todo el mundo. Todo el mundo satisfecho, sobre todo mosén Alberto. Mosén Alberto sabía que el Museo Diocesano contaría con el apoyo incondicional del Ayuntamiento de Gerona.

Cuando en el Neutral leyeron: «Se perseguirá la blasfemia», alguien dijo: «Entre este texto y el de la señora de Narros del Puerto hay la diferencia de un papel de fumar».

El comandante Martínez de Soria estaba contento. Se sentía respaldado. Gran cosa tener un alcalde así. El teniente Martín le objetó, bromeando: «Lo que temo por usted son las represalias contra los amantes del alcohol…» El comandante sonrió. Cierto que bebía demasiado; pero esto formaba parte de su ser, como las manchas rojizas de su rostro. El comandante Martínez de Soria, contrariamente a Julio, parecía no dar importancia a la vida. En su existencia cotidiana todo lo llevaba a cabo con desprecio absoluto del peligro, de la posible circunstancia adversa, lo mismo que cuando en África mandó una compañía. Lanzaba su caballo al galope, blandía su florete en la sala de armas, sostenía la copa, jugaba a los dados, miraba a las esposas de sus amigos, siempre con idéntico desparpajo, sonriendo, atusándose el bigote blanquecino y levantando el hombro izquierdo en ademán peculiar. Era un militar hecho y derecho. Ahora bien, de repente, era otro hombre. Cuando suponía una lejana alusión al honor del uniforme, o a la Patria, o a su mujer o a su hija, entonces en vez de atusarse el bigote se hubiera dicho que iba a arrancar a lo vivo el del adversario. Sin embargo, su temperamento inspiraba, en general, una gran simpatía a los que le trataban. Alguien decía que para odiarle era preciso hacerlo a distancia. Acaso algunos soldados en el cuartel opinaran lo contrario. Pero es que el comandante Martínez de Soria no se dejaba sorprender. No se dejaba sorprender ni siquiera por el pulcro Comisario don Julián Cervera.

El comandante Martínez de Soria estaba contento… y en el fondo lo estaban todos los derechistas, pues tenían las riendas en la mano. La única excepción era, en realidad, «La Voz de Alerta».

En efecto, si el profesor Civil entendía que los enemigos de la humanidad eran los judíos y la técnica —y en menor escala los masones—, «La Voz de Alerta» entendía que eran los socialistas y su Sindicato, la UGT; los comunistas y su barbería, y los anarquistas y su Gimnasio. Y entendía que el problema que éstos planteaban no era sólo de basura por las calles, sino mucho más importante. Y que nada había quedado zanjado con la cárcel, sino que, por el contrario, no había hecho más que empezar.

«La Voz de Alerta» juzgaba que el notario Noguer, a pesar de su discurso, que el distinguido jefe de la CEDA, a pesar de su éxito entre las damas; que don Pedro Oriol, con su bondad, y que el comandante Martínez de Soria vivían en el limbo. No se habían dado cuenta de lo que significó el 6 de Octubre. Tampoco se daban cuenta ahora de lo que significaban aquellas veladas de lucha libre, y la tenacísima labor que habían reemprendido todas las fuerzas enemigas.

«Gil Robles se niega a dar el golpe de Estado; un día u otro volverán a darlo ellos, y esta vez de verdad». En realidad, su voz sólo era escuchada por su criada Dolores.

El dentista era más culto de lo que la gente presumía. Y tenía sus teorías, su criterio propio. «Cuando la burguesía deja pasar la oportunidad de hacer su revolución, es que se está descomponiendo. En este caso podrá aún, con la ayuda de un par de generales, rechazar un motín popular mal organizado; pero la fuerza de las ideas populares acabará cortándole la cabeza». «La Voz de Alerta» comprendía que, en el plano nacional, el día en que se unieran los campesinos del sur de España con los obreros industriales de Vascongadas y Cataluña, ambas fuerzas caerían sobre el centro —Madrid— desalojando del Gobierno a todos los Gil Robles hasta la cuarta generación; en el plano provincial y de Gerona, comprendía que los escarceos hasta entonces inhábiles de sindicatos y partidos —lógicamente faltos de madurez— tocaban a su fin, como en muchas otras provincias españolas. Las experiencias de las capitales de tradición revolucionaria, y la de las grandes zonas campesinas y proletarias les habían abierto los ojos, con la ayuda de la Prensa. En ninguna localidad faltaba un Cosme Vila estudiando, un Casal sabiéndose de memoria todas las revoluciones obreras, triunfos y fracasos, un Porvenir —el joven Jefe de la FAI— llegado como enlace, con todo Bakunin a cuestas. Especialmente los comunistas, gracias a los continuos enlaces internacionales, andaban cargados de teoría.

La suerte estaba —según el dentista— en que hasta entonces no se habían puesto de acuerdo. En que los anarquistas —individualismo— eran los enemigos declarados de los socialistas —control— y de los comunistas —colectivización—; por lo cual con astucia siempre podía movilizarse uno de los tres frentes contra los otros dos, como ocurrió cuando las elecciones del 1933, sin que ellos se dieran cuenta. Sin embargo, ciertos indicios revelaban que la unión que prácticamente ya habían conseguido los revolucionarios asturianos —Alianza Obrera en Asturias había sido una realidad—, ahora era la meta perseguida por los dirigentes que en secreto llevaran los hilos rojos de la nación. «La Voz de Alerta» especulaba aún con la tradicional incapacidad indígena para llegar a un acuerdo, y con las disidencias profundas nacidas en el seno del partido comunista, entre los adictos a Moscú y los que creían que Stalin había desvirtuado totalmente la doctrina de Marx y de Lenin. Pero, con todo, en el Casino y en el café de los militares daba la voz de alarma, denunciando especialmente que el tipógrafo Casal había sido nombrado jefe del Partido Socialista y de la UGT —sabia lección— y que el Comisario, muy pronto, iba a permitir la apertura de los locales sellados.

Su criada, Dolores, le decía: «Y para mí, señorito, aún son peores las mujeres que los hombres».