En aquellas vacaciones de Navidad, no quedaron en el Collell más que algunos catedráticos y los criados. César se había pasado la noche del 31 de diciembre prácticamente en vela, arrodillado, y quiso esperar despierto a que en el monasterio sonaran las doce campanadas. Tan intensamente se sumergió en la meditación del momento, que le ocurrió algo extraordinario: no sólo no se acordó de Ignacio —de su cumpleaños—, sino que ni siquiera oyó las campanadas. Cuando volvió en sí, era el alba. Se encontraba en 1935.
Su profesor de latín llevaba unas cuantas noches atento a la vigilia de César, que en aquella ocasión alcanzó el máximo. Este profesor era un experto en problemas de ascetismo y misticismo. Quería escribir una Antología de autores ascético-místicos españoles, ¡y había descubierto que las obras pasaban de tres mil, sólo en la Edad de Oro! Franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas, jesuitas, etc… autores no pertenecientes a Órdenes Religiosas, como Servet. Encabezando a los ascetas, Fray Luis de Granada y Fray Luis de León; encabezando a los místicos, Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
El profesor creía ver en César huellas de misticismo, y se decía que acaso en sus rezos, de intensidad creciente, se acercaba sin saberlo al estado extático. Cualquiera de los fenómenos corporales concernientes a los extáticos —elevación del suelo, aureola luminosa, emisión de perfumes o presencia de estigmas—, lo juzgaba posible en el seminarista. No olvidaba que César, de pequeño, al andar parecía que saltaba.
En todo caso, en aquel 31 de diciembre el profesor se pasó la noche entera vigilándole por el ojo de la cerradura, soportando el frío intensísimo del corredor. Pero César permaneció arrodillado e inmóvil… No se acostó ni un momento, y cuando oyó la campana salió para lavarse.
En la sacristía, después de la misa, el profesor se le acercó y le interrogó sobre el particular. El muchacho abrió los ojos atónito y asustado.
—¿He faltado al reglamento? —preguntó.
El profesor le contestó que eso no importaba.
—Lo que me interesa saber es si te sientes fatigado.
—No… Ciertamente… no.
—¿Qué meditabas?
—Pues… pedía perdón.
—¿Experimentaste… algún consuelo especial?
César se pasó la mano por la rapada cabeza.
—Pues… no sé, padre. Hubo un momento… Una gran paz.
El profesor le tiró de la oreja y le aconsejó que no abusara. «Tienes que dormir. Piensa que no eres fuerte».
Una gran paz. El hombre entendió que César cruzaba las vías del ascetismo, pero que por el momento no había recibido ninguna manifestación mística, de matrimonio espiritual. Pero estaba seguro de que las recibiría un día. Y entonces, dichosos los que hubieran estado a su lado.
César se había turbado mucho con las preguntas: hasta el día de Reyes, estuvo en la enfermería; el día de Reyes, las monjas le pusieron dentro del zapato un libro sobre la estigmatizada Teresa Neumann y una bolsa de caramelos. «Te lo ha dado el Rey negro». Las monjas sabían que César le tenía al Rey negro un cariño especial. Veía en él el símbolo de que el cristianismo no distinguía entre colores y razas. El muchacho se llevó los regalos a la celda, y se pasó el día leyendo el libro, de cabo a rabo, y comiendo caramelos.
A la mañana siguiente mandó a Pilar los que aún quedaban en la bolsa y el libro a Ignacio. «Léelo —le dijo a éste—. Ya verás qué prodigios más grandes. ¡Y Teresa Neumann vive aún, en Konnersreuth! Y uno de mis proyectos es ir un día a verla…»
Las fiestas habían terminado para todo el mundo, en el Collell y en la ciudad.
Los hijos del comandante Martínez de Soria se habían marchado la víspera de Reyes. Mateo había sido su inseparable camarada, además de Marta. Juntos habían visitado a Octavio Sánchez, quién resultó en efecto un simpatizante de Falange. El empleado de Hacienda —andaluz, que ceceaba con mucha gracia— escuchó con atención a los tres muchachos y al final, dirigiéndose a Mateo, le dijo: «Cuenta conmigo», en tono escueto y prometedor.
Luego… la ciudad reemprendió su vida y su muerte. La tregua había terminado.
E inmediatamente apareció con claridad un hecho: el paro forzoso roía como un cáncer la base de muchas familias. Metalurgia, construcción, la gran fábrica Soler —cintas y productos de goma—, Industrias Químicas y tartáricas, las imprentas, en todas partes decían: sólo tres jornales, sólo dos. Muchos obreros recibían una papeleta: «Hasta nuevo aviso». Las fábricas de bebidas veraniegas morían de frío; las de alpargatas, debido al mal tiempo, no vendían nada. Las perfumerías contemplaban intactas sus inmensas garrafas. ¡Hasta las viejas que vendían castañas —en verano mantecados— se quejaban! En la provincia, Portugal daba golpes mortales a la industria del corcho. En el resto de la nación, David y Olga no habían mentido: setecientos mil obreros parados.
El bar Cataluña estaba abarrotado de hombres sombríos lo mismo que el café Gran Vía. Algunos habían invadido el fondo del Neutral. En las barberías nadie tenía prisa. Obreros acostumbrados a madrugar se quedaban en cama hasta las once. Luego entraban en la cocina, dando un empujón a su mujer.
Sólo los Costa hicieron algo para remediar la situación. No sólo no despidieron a nadie, sino que, utilizando las energías acumuladas en la cárcel, inauguraron, contiguo a las canteras, un taller de marmolista para labrar las lápidas del cementerio. Ocuparon a tres hombres: un muchacho llamado Pedro, de una gran timidez, que había ido a pedirles trabajo; un tipo gordo —Salvio de nombre— que resultó ser el novio de Orencia… y Bernat. Bernat, dueño del taller de imágenes.
En efecto, uno de los afectados por la gran crisis había sido Bernat. Imposible continuar. Cuando vio que en la revolución de Octubre las iglesias no ardían se consideró perdido. En los Bancos le retiraron el crédito. «Otra revolución será».
Bernat labraba ahora lápidas de cementerio como simple jornalero, junto a Salvio y Pedro, clientes uno y otro de la barbería comunista. Y si por alguien lamentaba el cierre del taller era por César.
Los Costa tuvieron otro rasgo aún: decidieron construir el inmueble de siete pisos, para aliviar el paro en la construcción. Encargaron el proyecto a los arquitectos Massana y Ribas, que colaboraban habitualmente.
Cuando su hermana Laura fue a pedirles explicaciones, le contestaron:
—Hay una razón que esperamos te convencerá: nos casamos.
—¿Cómo…?
—Como lo oyes. Nos casamos.
Era cierto. No se casaba uno solo, sino los dos. Con dos hermanas, hijas de un importante arrocero del pueblo de País. Laura quedó perpleja. A los muchos amigos que les felicitaban y luego les pedían que les reservaran uno de los pisos del inmueble en construcción, los industriales contestaron: «Los pisos que queráis, excepto entresuelo y principal. Éstos son para nosotros. Y el primero para Laura, si acepta…»
Para redondear su acción benéfica, a los Costa no les faltaba sino que se diera el permiso de reapertura de los locales políticos clausurados. Pensaban dotar a Izquierda Republicana de una serie de comodidades, para reagrupar a los afiliados. Sin embargo, el permiso no llegaba de momento.
La clausura originaba que el paro obrero apareciera más espectacular, que los afectados se sintieran más indefensos. Según estadística, eran 343 los obreros sin trabajo. Muchos hombres para una ciudad como Gerona. ¿Qué hacer en todo el día?
Surgió un hombre, decidido a amenizar la situación: el coronel Muñoz. El coronel Muñoz, al ver a los parados aburridos por calles y cafés, se dijo que era preciso imaginar algo. Algo para distraerlos, y al mismo tiempo para hacerlos aprovechar el tiempo, para instruirlos.
Empresario de espectáculos, dio con la solución. Para instruirlos organizó la proyección gratuita de documentales de cine en el Albéniz; para distraerlos, sesión diaria, a precios populares, de boxeo y lucha libre.
Los obreros acudieron en masa a ambos espectáculos, y su reacción ante uno y otro fue entusiasta. Los documentales les impresionaron mucho. Los tres hombres-anuncio de César pasaban al mediodía por la Rambla llevando los títulos sobre sus cabezas. Todos estos títulos giraban, por regla general, en torno a los arcanos de la naturaleza. El documental que cerró la primera sesión representaba la vida, en el fondo del mar, de un carnívoro de mil bocas y tentáculos devorando sin cesar docenas de indefensos crustáceos. Los obreros llegaron a odiar de tal modo aquel carnívoro que algunos le amenazaron con el puño cerrado.
En cuanto al boxeo y la lucha libre, nunca el coronel Muñoz hubiera podido soñar con un éxito parecido. El Albéniz, convertido en ring, se abarrotaba todas las tardes. Los hombres robaban a sus mujeres los dos reales que costaba la entrada. El boxeo los excitaba en la medida que las cejas de los contendientes manaban sangre; excepto algunos entendidos, atentos al juego de piernas, a la esgrima, a la técnica. Pero, sobre todo, la lucha libre. La lucha libre era prácticamente desconocida en Gerona. Fue una gran revelación. Los rivales subían al ring con albornoces vistosos, que ponían: Pantera, el Ogro, el Pirata. Enormes tanques humanos, que de repente quedaban desnudos y se precipitaban uno contra otro. Todo permitido excepto golpes con el puño cerrado, tirón de pelo, mordisco y asfixia. Lo demás —cabezazos, puntapiés, salto contra el pecho, retorcimiento de miembros, partir al rival por la mitad— no sólo permitido sino aconsejado. El público ululaba porque ocurría algo curioso: en el ring —como en el fondo del mar— se encontraban siempre el Malo y el Bueno, elegidos por el empresario coronel Muñoz. Una Pantera que descuartizaba a su adversario empleando malas artes; un adversario noble, resistente, que luchaba en silencio, con ciencia y sufriendo sin protestar. Inmediatamente los obreros odiaban a la Pantera; muchos le amenazaban también con los puños, lo cual a los espectadores les estaba permitido. Si al final la Pantera doblaba la espalda al Bueno, la gente desfilaba —Blasco en cabeza— inconsolable; si en última instancia el Bueno se llevaba la victoria, el cine amenazaba con venirse abajo.
Con frecuencia Matías Alvear, al salir de Telégrafos, veía la multitud haciendo cola para entrar en el local. Y su sorpresa era grande al advertir que en las filas abundaban las mujeres, y personas de las que nunca se hubiera podido creer que asistirían a tal espectáculo. Por ejemplo, el teniente Martín; por ejemplo, Julio García. A veces, Salvio, el novio de la criada de don Emilio Santos.
Algunas personas acudieron a Comisaría para protestar contra estas sesiones: don Pedro Oriol, mosén Alberto. El Comisario dio a entender que no estaba facultado para impedirlas. Raimundo decía en la barbería: «Por lo menos en los toros hay arte». Mateo, que ahora siempre se afeitaba allí, asentía con la cabeza.
Pero la distracción de aquellos cerebros era ficticia. En el fondo los roía un gran malestar. A lo largo del día se entrecruzaban por las calles asqueados. En las conversaciones citaban a los Estados Unidos, de donde se aseguraba que los obreros parados iban en coche a cobrar el subsidio.
Un lugar había en que la crisis se hacía sentir terriblemente: el Banco de Ignacio. Cuando el muchacho se reintegró a su trabajo, se encontró con que su Sección de Impagados absorbía a dos empleados más que de ordinario. «Nadie paga, todo el mundo devuelve las letras». Firmas solventes pedían: «Guarden las letras cinco días, ocho». El director preguntaba: «¿Dónde iremos a parar?» Cosme Vila leía sin cesar, entre los papeles. Y en el cajón tenía un retrato de Vasiliev. Cada vez que lo abría para escribir una carta a otro Banco o a una empresa burguesa, veía a Vasiliev con su poderosa cabeza. Cosme Vila y su compañera no se perdían una sola sesión de lucha libre.
Ningún empleado pareció sospechar la enfermedad que tuvo Ignacio. Si no ¡menudas bromas! Se le había ocurrido llevar al Banco el libro sobre Teresa Neumann que recibiera de César, y todos se rieron mucho con él.
En la portada se veía a la estigmatizada con los ojos manando gotas de sangre.
—¿Qué pasa? ¿Quién es?
—Es una mujer austriaca que tiene visiones.
—¿Visiones? Los obreros en paro también las tienen.
—No os riáis. Es un hecho científico. Apenas si come desde 1923.
—¡Los obreros no comen desde Felipe II!
—¡Bah! Siempre seréis lo mismo. Docenas de médicos la han visto. Cualquiera puede ir a comprobarlo.
El único que le escuchó en serio fue el subdirector. A Ignacio el libro le había causado enorme impresión. Le dijo al subdirector: «Ahora yo me especializaré en este asunto de los estigmatizados, como usted lo hizo en Masonería. Ya hablaremos de ello, si le interesa». El subdirector le contestó: «Claro que me interesa». Luego añadió, mirándole con fijeza: «¿Qué te ha ocurrido? Me parece que vuelves a ser el de antes».
Ignacio se calló. En realidad, no sabía. Al entrar en el Banco había recibido la impresión de que era la primera vez que pisaba aquel local. Incorporados a su mente, y, sobre todo, a su sangre, los consejos de mosén Francisco, todo lo veía de otro modo. Pensó que había sido imprudente llevando el libro de Teresa Neumann. Y más aún, hablando de ello. Por un momento había olvidado que debía callar.
En todo caso, no reincidió. En los días subsiguientes cumplió a rajatabla su propósito: guardó un silencio estricto. No hablaba sino lo necesario, y se iba habituando a ello. «¡Te has vuelto mudo!» Callaba por convicción. Porque veía que, en efecto, el resultado de la cura era sorprendente. No hablaba sino le preciso en casa, y con el profesor Civil, los días de clase. Y el resultado era el previsto: se encontraba otro hombre, sereno, que trabajaba hacia adentro, que iba viendo las cosas claras. Parecía como si aprendiera a respetar al mundo, a sí mismo. Veía por las calles a los obreros en paro y callaba. Pensaba: «¡Señor, aquí hay un desequilibrio. Ayudadme a descubrir su causa!» Y entonces no pensaba —como hubiese hecho antes— en el fascismo o en «La Voz de Alerta» o en los moros que entraron en Oviedo. Sabía que el problema era más hondo. Pensaba que España no había encontrado su centro, que la gente andaba despavorida por la península buscando remedios parciales, y que desde docenas de años ninguna voz se había levantado a la altura suficiente para indicar: «El cáncer está ahí. Hay que hacer esto y lo de más allá». Entonces se asustaba porque le parecía que estas conclusiones se acercaban a las de Mateo; y callaba más que nunca, para alcanzar la verdad. Y viéndose incapaz, por el momento, de alcanzar la verdad de España, se tornaba humilde y pedía alcanzar por lo menos su verdad personal; lo cual suponía menos difícil porque en el fondo no tenía más que veinte años y su cuerpo no medía más que 1,74 metros.
Su verdad personal era ésta, la experimentada en el Banco: era la primera vez que veía el mundo. No sabía nada de él. Mosén Francisco tenía razón. O San Agustín. Hablando, el mundo engañaba; callando, se prestaba atención. Y con sólo prestar atención, cada minuto, cada segundo, cada mirada o cambio de luz cobraba un valor absolutamente imprevisible. Por ejemplo, acababa de descubrir que, a pesar de haber hecho el trayecto centenares de veces, no tenía idea de las tiendas que se encontraban desde su casa al Banco. Y que jamás había comprendido como entonces hasta qué punto cada voz tenía una honda resonancia espiritual, que podría dar la medida del hombre. No se había fijado ni en la nariz de Pilar, apuntando graciosamente al techo, ni en que el director llevaba tres anillos en un solo dedo, ni en que David y Olga andaban siempre asidos de la cintura, no del brazo, ni en que doña Amparo Campo tenía una cicatriz en la barbilla, ni en la gran diversidad de cielos que se sucedían en Gerona en invierno. Ahora cada segundo le reservaba una sorpresa, como si hubiera vuelto a nacer. Miraba el rostro completo de las personas, la superficie y contorno enteros de los objetos. Y desde luego el cielo. Apenas salía de casa, el cielo. Cielo que, a diario, era distinto, a veces lejano, a veces próximo, siempre inmenso, siempre de azul purísimo, nunca gratuito. Presidiendo la vida de todos. ¡Gran descubrimiento el de fijar la atención! Nuevos colores, nuevas formas, nuevos sonidos se ofrecían a su espíritu, en desfile infinitamente generoso. Las fachadas creaban luces y sombras, las sillas cobraban formas humanas, los árboles conseguían expresar cualquier sentimiento, desde el júbilo hasta la desesperación, en el borde de un plato había mil reflejos, mil rostros en la concavidad de una cuchara, los zapatos no gemían porque sí, sobre el lomo de los libros se detenía el tiempo, de repente los hombres parecían viejos, de repente la naturaleza se ponía a danzar. ¡Y qué colores! Morados, amarillos, rojos. Colores en los cristales de las ventanas, en el fondo de los ojos, en las uñas, en los techos. ¿Cómo era posible que antes no hubiera advertido su multiplicidad? «Cada hierba un milagro», como César entrevió.
Y el mundo de las formas. ¡Qué hermosos los campanarios de la ciudad! Era muy difícil hacer imágenes. Todo el mundo decía: el de San Félix parece una flecha dirigida al cielo, o una plegaria hecha piedra, o qué sé yo. La Catedral asciende poderosa como un báculo gigantesco; craso error. Mosén Francisco tenía razón: la palabra no servía para dar la medida justa. Por ello Ignacio se limitaba a contemplarlos sin descanso. Según donde se situara, el de la Catedral le parecía el más alto de los dos; según donde, le parecía más alto el de San Félix. Pero siempre subían, subían los dos juntos. Tan inseparables como David y Olga, como los cipreses y los huesos, como la revolución y la sangre.
Y luego estaban todos los sonidos. Los sonidos cotidianos y entrañables, que empezaban con el alba, se sucedían unos a otros a lo largo del día y morían con el sueño. A veces todos parecían ahogarse en el río. Pasaba un coche, y su bocinazo ¡paf!, se caía al agua y quedaba detenido, absorbido, empapado. Otras veces era lo contrario, todos los sonidos parecían emerger del agua: latir de motores de fábricas, ¡llantos de niño!
Y luego el tictac de los relojes, y los pasos de la gente, y las campanas.
¡Qué maravilloso mundo! Y qué hombre mosén Francisco, a pesar de cubrirse la cabeza con un espantoso sombrero. Porque si el silencio conducía efectivamente a la atención, también era cierto que ésta desembocaba en la armonía, como el sacerdote predijo. Mejor dicho: se la revelaba —regalo de Reyes— a quien estaba atento. Colores, formas y sonidos formaban un conjunto a la vez uno y múltiple, que estaba siempre en su lugar. Un todo armónico, cuyas partes se completaban unas a otras. Hombres y sillas se completaban, libros y tiempo, manos y uñas, árboles y viento, padres e hijos. Buenos y malos. Las cosas se parecían entre sí, o se parecían sus efectos, o sus divergencias convergían hacia un alarido, o una letanía común. De ahí que las campanas no se entorpecieran unas a otras ni siquiera cuando tocaban simultáneamente; de ahí que ahora el Oñar, al descender enorme a causa de las lluvias, a Ignacio le pareciera que era la imagen de su corazón.
Y todo parecía tender a un mismo fin: la belleza. Y no había nada que fuera exagerado, excesivo, que traspasara los límites. ¡Tal vez el frío! Pero no; gracias al frío la estufa, con Matías Alvear y Carmen Elgazu y Pilar en torno a ella, adquiría una personalidad secreta y honda, de fuente de vida. Incluso las tempestades tenían su ley. Cada relámpago iluminaba la zona precisa para crear grandeza, y los truenos profundizaban en el vientre del mundo recortándole su origen. Un cactus que el vendaval hizo caer en plena Rambla quedó enraizado, verde y reluciente, en un árbol, como anunciándole que la primavera volvería a hacer brotar de él hojas hermosas.