Capítulo XLIX

La doble boda de los Costa fue, en efecto, sensacional, y se celebró aunque la casa en construcción no estaba terminada todavía; de momento ocuparían dos pisos alquilados.

El obispo no los casó, como había profetizado Raimundo; ahora bien, la ceremonia fue espectacular. Se celebró en la parroquia del Carmen, tan espléndidamente adornada que parecía el local de la CEDA.

Se comentaba mucho que los Costa hubieran elegido novias tan ricas. Algunos lo consideraban poco democrático, otros opinaban que aquello no tenía nada que ver. En todo caso ellos hicieron las cosas como era debido. No se limitaron a invitar a su hermana Laura, al Comisario don Julián Cervera, a la Junta de Izquierda Republicana en pleno, a los directores de Banco, a muchos amigos hechos en la cárcel —Julio, David y Olga, etc.—, sino también a todos sus obreros; los canteros, los fundidores, los de los hornos de cal, los marmolistas. A alguno de éstos entrar en la iglesia les vino a contrapelo; pero en el fondo se sintieron halagados.

Las novias habían sido más austeras. Se habían traído sus padres —propietarios con empaque— y media docena de parientes con cuello duro. Testigos, por su parte, un notario de Figueras y un arrocero de País.

Después de la ceremonia religiosa, hubo banquete en el Hotel Peninsular, con música a cargo de la orquesta del Rubio. Los ciento cuarenta y cuatro obreros de los Costa fueron acomodados en la sala contigua a la de los protagonistas de la boda. Los suegros de los dos industriales miraban asustados a aquellos hombres que no sabían coger el tenedor, y que libaban como soldados carlistas. Cuando el baile empezó temblaron ante la idea de que, por democracia, sus yernos entregaran sus esposas a aquel populacho. La mujer decía: «Esto es demasiado». La sonrisa de las hijas los consolaba, recordándoles que aquello pasaría pronto y que luego nadie les quitaría un apellido cuyo solo eco movilizaba los Bancos de la ciudad. Sin embargo, presentían luchas desagradables por culpa de la política.

Los Costa fueron prudentes. Un nuevo y oportuno reparto de habanos fue la señal de democrática despedida. «Hasta el lunes, fiesta», fueron diciendo a los obreros; y los obreros, endomingados, rojos de champaña y con cara de tarde de toros, fueron saliendo del hotel dándose palmadas y cuidando no tropezar con los dos tiestos de flores instalados afuera.

El Comisario —don Julián Cervera— fue de los que se quedaron. Y bailó con las dos novias. También se quedó Julio García, que fue de los que hablaron después del banquete. Los directores de los Bancos aguantaron firme, copa en alto, el del Arús bailando dale que dale con doña Amparo Campo, ésta feliz. El comandante Campos intentó templar los nervios de su esposa, a la que nadie sacaba a bailar. David y Olga se habían ido. Casal y Cosme Vila, tal como estaba previsto, habían declinado la invitación personal.

Poco antes de las seis, las dos parejas desaparecieron. Partieron en dirección desconocida. Apenas si Laura había tenido tiempo de hablar con sus cuñadas. Le parecieron más tratables de lo que había supuesto. Al quedarse sola con los suegros, miró a los invitados, uno por uno, y descubrió a Julio.

Laura tenía un pésimo concepto de Julio, por lo que había oído de él. Y, sin embargo, el policía la conquistó. Le pareció inteligentísimo. Le contó la vida de las tortugas —no toda, porque no daba tiempo— y detalles curiosísimos sobre música africana. Le recitó unos versos de Hafiz. «Nunca hubiera creído que fuera usted así. Yo le tenía a usted por un bárbaro». Julio, que había bebido lo suyo, sonrió. «La bárbara es mi esposa». Laura soltó una gran carcajada. «Estoy muy alegre», dijo la muchacha. Tal vez influyera el hecho de que todos los obreros de sus hermanos, uno por uno, habían acudido a saludarla y despedirse de ella. «¡Pobres, pobres!», comentó, para animarlos.

Don Julián Cervera, el Comisario, había reflexionado mucho antes de aceptar la invitación. Julio le había dicho: «No se preocupe. Pronto se casará “La Voz de Alerta” y haremos que también le inviten a usted. Entonces todo el mundo comprenderá que el Comisario es imparcial».

Muchas chicas pegaron sus narices en los cristales del Hotel, desde fuera, para contemplar el banquete; una de ellas, Pilar. Si Mateo la hubiese visto, se hubiera indignado. Pero ya estaba hecho. El taller en pleno lo acordó; imposible rehusar. Todas, incluso Pilar, quedaron desilusionadísimas al enterarse de que los novios ya se habían ido.

¿Dos coches…? ¿Por separado…? ¡Mira qué tal! Todas admitieron que Laura estaba muy bien y que la esposa del comandante Campos era verdaderamente espantosa. Pilar, al ver bailar a Julio, pensó en unos años antes, cuando el policía le preguntó: «¿Qué…? ¿Te gusta la primavera?» Aquel día enrojeció pensándolo.