Capítulo XLIV

Gran júbilo en la familia. Júbilo que devolvió a Ignacio las fuerzas, que le permitió salir al balcón aprovechando los tenues rayos de sol del mediodía. Al día siguiente, bajó las escaleras. Las piernas le flaqueaban, se paseaba como un viejo. Al otro le dijo a su madre:

—Hoy, si me acompañas, iremos a confesar.

Poco a poco la savia de la juventud le iba penetrando.

En la tarde del domingo habían acudido a verle David y Olga. Le encontraron excesivamente desmejorado. «Tendremos que volver a San Feliu». Los maestros le contaron que habían conseguido recuperar casi todos sus alumnos. Iban a reanudar las clases. Se acordaban mucho de la cárcel… pero ya todo había pasado.

—Todo pasa. Ya lo ves. La reclusión, las enfermedades.

Matías Alvear, en Telégrafos, había vuelto a hablar de su hijo. «Ya sale al balcón a tomar el sol». Y en el Neutral dijo, ante las fichas de dominó: «Me parece que se ha acabado la mala racha». En efecto, emparejado con don Emilio Santos, su lápiz no cesaba de anotar tantos a su favor, en el mármol de la mesa. Julio García y el doctor Rosselló tenían que pagar las consumiciones de los cuatro.

Y en cuanto a Ignacio, cumplió lo prometido. Del brazo de Carmen Elgazu salió a media tarde, para ir a confesar.

—¿Dónde quieres ir?

—Con mosén Francisco.

Carmen Elgazu se alegró de la elección. Y tomaron la dirección de la parroquia de San Félix, cruzando la calle de las Ballesterías.

La elección de sacerdote había sido un acto consciente. Ignacio quería alguien que le comprendiera y le consolara, que le diera ánimos para empezar una nueva vida. César le había hablado tantas veces del vicario, que no vaciló.

Entraron en el templo y no había nadie. Ignacio se arrodilló y Carmen Elgazu fue ella misma a la sacristía. Allá estaba mosén Francisco, que llegaba de un entierro. Dos hombres le esperaban, no se sabía para qué. «Soy la madre de César. Mi hijo mayor, Ignacio, está ahí. Quiere confesar con usted». Mosén Francisco abrió sus grandes ojos con entusiasmo. «¡Es usted la madre de César!» Le estrechó la mano con las dos suyas. La miraba con gran curiosidad y afecto. «Voy enseguida. Déjeme despachar a ese par de granujas». Los dos hombres sonrieron. Cada vez que le veían salir para un entierro le esperaban luego en la sacristía y le pedían un par de pesetas.

Ignacio se preparaba como mejor podía, el rostro entre las manos. Estaba dispuesto a hacer una confesión general. Su madre le dijo: «En seguida te atenderá». Cuando el muchacho vio que el vicario salía de la sacristía y se arrodillaba un instante para rezar y luego se encerraba en el confesionario, el corazón le dio un vuelco. Se levantó y echó a andar. Entonces fue Carmen Elgazu quien se llevó las manos al rostro.

¡Qué confesión! Fue algo perfecto. Cierto que el vicario le facilitó mucho la tarea: parecía que le iba leyendo el espíritu. Era su gran «experiencia de confesor». Le arrancó hasta la última verdad, sin que Ignacio se diera cuenta. Insistiendo sobre las circunstancias. El confesionario estaba en un rincón, una cortina morada caía sobre la espalda de Ignacio, ocultándole la cabeza.

En cuanto el muchacho hubo hablado y dijo: «Eso es todo», el sacerdote hizo un gesto de familiaridad, que estableció una corriente de optimismo.

—Bien, ya lo ves. Eres un poco rebelde. Pero no te desanimes. Todos cometemos barbaridades: ahora yo acabo de escatimar una peseta a un par de pordioseros. Te costará mucho vencerte; te costará tanto como me cuesta a mí. Pero no te desanimes. Se trata de que pongas un poco de orden en tu vida, que no te des por vencido. Lo terrible es el hábito de pecar. Se adquiere el hábito de pecar como se toma el hábito de cualquier otra cosa.

»Soy muy joven para darte consejos. Sin embargo, voy a decirte lo que pienso, ya que has tenido la amabilidad de venir, ya que Cristo te ha tocado el corazón. Primero, basta de mujeres. Trata de resistir un mes, dos. Te costará mucho y algún día dirás: “¡No puedo más!” Cuando eso ocurra procura resistir unas horas, unos minutos aún. A lo mejor en ese último minuto llega el milagro. Y si no llega, pues… lo dicho: a confesarte cuanto antes, conmigo o con otro. El recuerdo de la enfermedad puede ayudarte; pero no mucho, no creas. Los hombres escarmentamos muy poco. Yo creo poco en el miedo, creo más en la hombría.

»Y luego, procura ordenar tu vida. No estaría de más, creo —y no te sorprendas por lo que voy a decirte—, que hicieras algún ejercicio-violento. Jugar a algo, o hacer gimnasia. Y desde luego, ducharte con frecuencia. La higiene me parece esencial. Para ordenar tu vida creo que dispones de todo lo necesario, según me has contado. Trabajas mañana y tarde, luego clase; después de cenar, estudio. ¿Qué más quieres? Ya verás que es sólo cuestión de sacar provecho de esas obligaciones. Yo te aconsejaría una cosa, que a lo mejor te parecerá que no tiene nada que ver: una cura de silencio. Prueba, ya me dirás el resultado. Procura pasar unos días, unas semanas, hablando lo menos posible. Trabaja en silencio en el Banco, estudia en silencio, economiza cuantas palabras puedas. Ya verás los efectos. En seguida te sentirás más sereno. Verás que prestas atención, que ves las cosas mucho más claras. Las palabras distraen mucho, no puedes imaginar. Hay hombres que, oyéndolos hablar, creerías que son enemigos. Y en el fondo están de acuerdo, sin que ellos mismos lo sepan. Otros, en cambio, hablan creyendo que se comprenden, y en el fondo continúan siendo irreconciliables.

»Sobre todo, esto que te digo: la atención. Pon atención a cuanto hagas, a cuanto oigas. También descubrirás mundos nuevos. Los trabajos más humildes te enseñarán algo. Atención a los objetos de tu casa, a los sucesos del Banco, a lo que ves por la calle, a cuanto te rodea. No hay nada ni nadie que no pueda enseñarnos algo. Ahora te ocurre como a la mayoría: no fijas tu atención. Nos movemos como autómatas. Y no es eso. Hay que reflexionar. Cuando oigas una teoría no digas: ¡Mentira! Piensa que hay miles de cerebros que han pensado sobre ella antes que tú. Y tampoco digas: ¡El Evangelio! Evangelio no hay más que uno: amar a Dios y al prójimo.

»Si prestas atención —y no creas que todas estas teorías son mías: son de San Agustín—, descubrirás matemáticamente algo muy importante: la armonía. Te darás cuenta de que todo tiene armonía, de que todo forma parte de un conjunto armonioso. Los mismos sucesos que a primera vista sorprenden, comprenderás que son lógicos, que contribuyen a algo armonioso y grande. Descubrirás la armonía en los más pequeños detalles. Y esto te ayudará mucho a ordenar tu vida cotidiana. Tu espíritu se sentirá fortalecido, formando parte de ese conjunto armónico.

»En cuanto a otros consejos prácticos… no sé qué decirte. Creo que ya falta poca cosa. En realidad, tal vez debieras hacer honor a la familia que Dios te ha dado. Quiero decir… ¡qué sé yo!, unirte a ella, sin que ello signifique que tengas que hipotecar tu libertad. Pero en fin, no cuesta nada jugar alguna partida de dominó con el padre: e incluso salir algún día de paseo con la madre. Acompañarla alguna vez.

No sabes la alegría que les proporcionarás. Es algo de lo que no tenemos idea. Luego da buenos ejemplos a tu hermana. No la conozco, pero tengo la impresión de que haces como la mayoría de los chicos: no la tomas muy en serio. Y en realidad no hay ninguna razón para ello. Muchas veces las hermanas, en momento de dificultad, nos producen grandes sorpresas. Esto lo sé por experiencia.

»Me has hablado de los amigos… Chico, en eso yo no soy quién para meterme. Tú los conoces y sabrás escoger, o saber qué hacer con ellos. Sólo te aconsejaría que por lo menos eligieras, entre tantos, uno con ideas cristianas. Eso de apartarse de las malas compañías tiene un aspecto antipático, cobarde. En realidad ¿qué quiere decir? Porque, si todo el mundo cumpliera este consejo muchos nos encontraríamos solos, abandonados. Lo que hay que hacer es dar ejemplo a cuantos nos rodean. Tú tienes ocasión de hacerlo; fuerza no te faltará, si quieres.

»En cuanto a las ideas políticas, ni hablar. En eso aún puedo meterme menos. Entiendo muy poco de política. Sólo te aconsejaría volver a lo dicho: ante cualquier doctrina, hay un método infalible para aquilatar su valor: la armonía. Conocerás el valor de las doctrinas por su armonía.

»Bien, creo que ya basta. Si quieres, ven a verme otras veces. Siempre me encontrarás. Cuando quieras. Y reza cada noche por lo menos tres avemarías. No te olvides de eso: es esencial.

»Ahora, en penitencia… rezarás… Una, una sola avemaría. Pero… empezando a cumplir con lo dicho: procura rezarla con atención. Y verás como en este simple acto descubrirás que te sientes mucho mejor.

Hora y media. Exactamente hora y media le costó confesarse. Al levantarse del confesionario, las piernas le temblaban mucho más que antes y las rodillas le dolían como si le hubieran incrustado granos de arena.

Se arrodilló ante el altar del Santísimo, oscuro, y rezó el avemaría, inclinada la cabeza. Y luego buscó a su madre con la mirada. Carmen Elgazu disimulaba su felicidad. Durante la hora y media iba pensando: «¡Gracias, Señor!» A cada minuto que transcurría pensaba: «Que dure, que dure…»

Salieron los dos: él la cogió del brazo. Al echar a andar, se sintieron protegidos por un gozo mutuo y solemne. Empezaba a oscurecer y hacía frío. Ignacio, con su mano derecha, apretaba el antebrazo de su madre: los altos tacones de ésta resonaban sobre el empedrado crac-crac, crac-crac.