Capítulo XLIII

El terror de Ignacio al descubrir la mancha de pus en la sábana fue tal que creyó que estaba perdido. ¡Enfermedad venérea! La imagen de Canela se le clavó en la mente como un impacto.

Fue tanta su vergüenza que, alelado, apagó la luz; pero entonces sintió aún más claramente el roer del mal.

Retardó el instante de volver a iluminar la habitación. «Señor, si todo esto fuera una pesadilla…» Prometió mil cosas a la vez, subir a pie en penitencia, a la cercana ermita de los Ángeles…

Dio la luz de nuevo y con cuidado sacó las piernas de la cama y se puso de pie sobre la alfombra. Sintió una fuerte punzada. Intentó andar. Lo conseguía con dificultad. Y era evidente que a cada minuto iría empeorando.

Entonces, yerto en el centro de la habitación, levantó la vista. El espejo le devolvió su imagen, despeinada, en pijama, y al fondo los ojos de San Ignacio fijos en él.

Repentinamente decidido, se examinó el mal. Recordó ilustraciones entrevistas en folletos higiénicos. Luego examinó la sábana. ¿Cómo borrar aquello, para que su madre y Pilar no se enteraran? Su madre y Pilar, lo primero que hacían cada mañana, era entrar en su cuarto y hacer la cama.

Volvió a acostarse, volvió a pensar en Canela, y recordó la advertencia de su padre. Sollozó, agarrado a la almohada.

De pronto llamaron a la puerta. ¡Santo Dios! Daban las ocho, tenía que levantarse. La puerta se entreabrió y entró Carmen Elgazu.

—Mamá… —balbuceó.

Carmen Elgazu se acercó a la cama.

—¿Qué tienes, hijo?

Ignacio la miró con desacostumbrada intensidad. Carmen Elgazu, con temor, extendió su brazo y le tocó la frente.

—¡Tienes fiebre!

—Creo que sí.

—Pero ¿qué te duele? ¿Cuándo empezaste a sentirte mal?

—Esta noche.

El termómetro fue elocuente. Matías Alvear acudió. Y Pilar. El desfile comenzaba. Todos rodearon su cama, sin saber lo que las mantas ocultaban. Todos le querían. «No te preocupes, iremos al Banco a avisar». «¡Vamos a traerte otra manta!» «Un poco de gripe».

La nueva manta cubrió definitivamente su secreto. Los postigos fueron entornados y quedó solo con su oscuridad. Oía los pasos cuidadosos de los suyos, en el pasillo. Reconocía los ruidos familiares en el comedor. Un absoluto abatimiento le invadió.

* * *

Al despertar sintió en el acto que el mal avanzaba implacable. Era preciso tomar una determinación. Algo que evitar a toda costa: la visita del médico. Por desgracia él era sumamente inexperto: necesitaba actuar con rapidez, que alguien le aconsejara.

Ignacio pensó: «Lo mejor será que le confiese la verdad a mi padre». Pero no se sentía capaz. ¡Qué humillación, y qué disgusto tan grande le iba a dar! Pasó revista a cuantas personas podían ayudarle: Julio, David, La Torre de Babel… Cualquiera de los del Banco debía de conocer la manera de… ¡Ah, si su primo José, de Madrid, estuviera allí! Recordó que José le había dicho: «A mí me han pillado tres o cuatro veces. Pero ahora eso se cura en un santiamén».

Es… Pero ¿y si tenía algo grave?

Luego pensó en Mateo. Sí, el chico era apropiado. Serio, y guardaría el secreto. Pero… ¿y si era tan inexperto como él? Mateo siempre le había dicho: «Yo procuro contenerme. La castidad es muy importante».

El reloj del Ayuntamiento iba dando las horas. Su madre entró a verle. «¿Cómo te sientes? ¿Te falta algo?» El termómetro subió aún más. Carmen Elgazu se sentó un momento al lado de la cama. Ignacio vio su silueta recortarse contra el postigo semiabierto. «No será nada. Un poco de gripe».

Hacia el mediodía tomó una determinación. Se lo diría a su padre. La mancha de la sábana era imborrable y acabaría por saberse. Su padre tal vez encontrara el medio de ocultarlo al resto de la familia.

Escuchando con atención, descubrió que su madre se había sentado en el comedor y que separaba en la mesa las buenas alubias de las malas. Las buenas resonaban al caer dentro del plato. Era un ruido familiar, inimitable.

Matías Alvear llegó de Telégrafos más temprano que de ordinario. Estaba impaciente por Ignacio. Colgó el sombrero en el perchero, se quitó el abrigo, le dijo a su mujer que hacía un frío insoportable. Luego entró en el cuarto de Ignacio.

—¿Qué hay? ¿Cómo estás, hijo?

—Lo mismo.

Matías se le acercó y le puso la mano en la frente. Ignacio pensó: «Ahora». Pero un miedo irreprimible le atenazaba la garganta.

De pronto, estalló en un sollozo. No pudo reprimirlo. La silueta de su padre en la semioscuridad, la tibia y entrañable silueta de su padre le había desarmado.

—Pero ¿qué te pasa, Ignacio? ¿Por qué lloras?

Ignacio sintió deseos de encender la luz, de tirar de las sábanas y gritar:

—¡Mira!

Pero se contuvo. Lloró, lloró incansablemente.

—Pero ¿qué te pasa? Habla. Cuidado, que tu madre te va a oír.

Ignacio se decidió.

—Papá… Tengo que darte una mala noticia. Lo siento.

—¿Qué mala noticia?

—No te hice caso y… tengo algo.

Matías se incorporó y dio la luz.

—¿Cómo que tienes algo?

—Sí. —Ignacio añadió—: Canela…

Matías quedó desconcertado. De pronto comprendió. Apretó los puños y los dientes. Miró a su hijo. «¡Vaya!» De pronto, sin acertar a dominarse, levantó el brazo y le pegó a Ignacio un terrible bofetón.

El muchacho estalló en un llanto sin consuelo y en aquel momento Carmen Elgazu apareció en la puerta. Ignacio se ocultó tras el embozo.

—Pero… ¿qué ocurre?

Matías dijo:

—Nada, mujer. Nada de particular.

* * *

Luego Matías se lo contó todo a su mujer. Imposible ocultar aquello, por duro que fuera. Era preciso llamar al médico, curarle.

Como un rayo había caído sobre la cabeza de Carmen Elgazu. No supo qué decir. Se quitó el delantal, se fue a la cocina.

Matías Alvear la siguió, diciendo:

—Yo se lo perdono todo, menos que haya sido un hipócrita.

Carmen Elgazu no comprendía. Se acercó a Matías. Le miró a los ojos. «Algo grave habremos hecho tú y yo, que merezcamos tal castigo». No pensaba entrar a ver a su hijo Y sería la primera vez que ocultaría algo a mosén Alberto.

El médico dijo: «No es nada grave».

* * *

Una de las más grandes preocupaciones era Pilar. Era preciso impedir a toda costa que Pilar se enterara. Ello los obligaba a medias palabras, a repentinos silencios. Y aun así Pilar preguntaba: «¿Qué os pasa? ¿Es que Ignacio tiene algo grave?»

Ignacio había encontrado un consuelo: Pilar. Nunca la quiso como en aquellos días. En su ausencia, cuando la chica se iba al taller, se quedaba absolutamente solo. Sus padres no entraban a verle jamás; sólo cuando llegaba el médico o cuando cumplían sus instrucciones; pero no le dirigían la palabra. En cambio, Pilar había hallado la ocasión de demostrarle su cariño. No se movía de su lado. Le contaba cosas, le arreglaba la cama, le llevaba tazones de leche haciendo tintinear la cucharilla en el camino. Ignacio, para no llorar de agradecimiento, simulaba quedarse dormido. Entonces Pilar suspiraba y con frecuencia se sentaba en la cama de César y permanecía inmóvil.

En cuanto al muchacho, soportaba difícilmente su situación. Una sensación de miedo le invadía. Las visitas del médico eran una tortura, la vergüenza le mataba. Y cualquier gesto de sus padres, cualquier palabra, le parecía una alusión. A veces pensaba que no le perdonarían nunca. El médico estaba serio. Ignacio hubiera preferido el doctor Rosselló…

A veces pensaba que nunca más podría dar sangre para el Hospital… Sus libros de Derecho, quietos encima del armario.

Una cosa deseaba y le molestaba a un tiempo: las visitas. Del Banco habían acudido la Torre de Babel, el cajero y el de Impagados. «Una gripe. No será nada». Al de Impagados le dijo. «Lo siento por el trabajo». «No te apures —le contestó éste—. Nos arreglaremos entre todos. Aunque trabajo no falta». El cajero llevaba una franja negra en el antebrazo, y siempre hablaba de Paco, su hijo adoptivo.

Julio García le ofreció: «¿Quieres algún libro? ¿Quieres la gramola?» Mosén Alberto bromeó. Viéndole la barba le dijo: «¡Te advierto que yo también manejo la navaja!» Pero Ignacio, ante la expresión de su madre, sentía tanta vergüenza que no acertó a contestar.

Don Emilio Santos le visitó el primer día. Y luego no dejaba de telefonear a Matías todas las mañanas, a Telégrafos, preguntándole por Ignacio.

En cuanto a Mateo, le dijo:

—He visto al profesor Civil. No reanudaremos las clases hasta que estés restablecido.

No pasaba día sin que Mateo le hiciera una visita, antes de cenar. Si le parecía que Ignacio no se fatigaba, se quedaba una hora a su lado; si no, se iba en seguida.

El peso de Ignacio era tan fuerte —el de su soledad—, el corazón le daba tal vuelco cada vez que Matías Alvear, después de abrir la puerta del piso, pasaba frente a su habitación sin detenerse, que un día, el día de Reyes, al ver entrar a Mateo sonriente, con un pliego de revistas debajo del brazo le dijo:

—Tú crees que tengo la gripe, ¿verdad?

—Claro…

—Pues… No es cierto. Tengo una enfermedad venérea.

Mateo quedó estupefacto. Sacó el pañuelo azul.

—Pero… ¿cómo ha sido? No comprendo. ¿Algo grave?

—No. Hace unos años lo hubiera sido. Ahora se cura.

—Pero… ¿quedarás bien…?

—Completamente.

Mateo no sabía qué decir.

—No me sermonees —cortó Ignacio—. Sé que es culpa mía. Soy un imbécil.

Mateo estaba afectado. Después de un silencio preguntó:

—¿Conocías a la mujer…?

—Sí. Hacía medio año que duraba la broma.

—Eso es peor.

—Ya lo sé.

Luego Ignacio añadió:

—Mis padres están desesperados.

Mateo había reaccionado.

—¡Bah! —dijo—. Tu madre te perdonará pronto. —Luego añadió—; A tu padre, claro está… le costará un poco más.

Ignacio dijo:

—Menos mal que Pilar…

—¿Qué?

—Siempre está aquí, acompañándome y contándome cosas.

Luego añadió que lo que más difícil veía de todo aquello era perdonarse a sí mismo.

Mateo le contestó:

—Yo, en cuanto estuviera curado, iría a confesarme.

* * *

Mateo le había adivinado el pensamiento. ¡Confesar! ¡Cuánto tiempo llevaba sin hacerlo! Cuando estuviera curado, cuando dejara definitivamente el lecho y pudiera andar como los demás hombres, iría a tomarse un baño, que se llevara todo su sudor y sus impurezas; luego iría a confesar. Como en los tiempos en que correteaba con César por las murallas y Montjuich. Entrar en cualquier iglesia y arrodillarse ante un hombre que hiciera sobre él la señal de la cruz. En realidad, aquélla había sido su primera idea en los instantes del gran miedo, cuando prometió subir a pie a la ermita de los Ángeles si se curaba; ahora Mateo se lo recordaba, y tenía razón. La idea de un templo silencioso, semioscuro, con una mano comprensiva puesta en su hombro, le reconfortaba.

Aquel día era el de Reyes. Mateo había traído, además de las revistas, una caja de bombones para Pilar. Pilar apenas si había osado tocar el papel celofana que la envolvía; tanta fue su emoción. Era la primera caja de bombones que recibía en su vida. Pilar ignoraba totalmente que Marta, hija del comandante Martínez de Soria, había recibido de Mateo una caja similar.

Matías y Carmen Elgazu agradecían a Mateo sus visitas y aquellas muestras de delicadeza. Y al verle tan sano y con tanta expresión de juventud en el rostro, no podían menos de compararle a Ignacio, hundido y sudoroso en la cama.

Lo que ocurría era que cinco eran pocos días para perdonar… Porque, en cuanto a pensar, no cesaba de pensar en su hijo, solo en la habitación, con la luz apagada. Pero Ignacio tampoco hacía nada para precipitar los acontecimientos, como no fuera su silencio y su postración.

Al octavo día ocurrió algo inesperado. Carmen Elgazu se había quedado sola en el comedor, repasando la ropa. Era media tarde y de pronto la puerta de la habitación de Ignacio se abrió. De reojo le vio salir en pijama, con una bufanda al cuello, los hombros caídos. Ignacio avanzó hacia el comedor, arrastrando sus zapatillas. Agotado, pero sin dificultad. Carmen Elgazu no levantó la cabeza; sin embargo, sintió que su hijo se había detenido y que se había quedado mirándola. Aquella bufanda al cuello y aquellos hombros caídos la habían impresionado. Le vio solo, absolutamente solo. Algo en su corazón estaba a punto de romperse. Entre ella —sentada junto a la ventana— y él —en el pasillo— se interponían la estufa, la mesa. ¿Cómo hacer para no levantar la cabeza? De repente, sintió que Ignacio había reanudado su marcha. Las zapatillas habían cruzado el umbral del comedor, era evidente que daban la vuelta a la mesa. Tal vez fuera a la cocina, a beber agua… El olor de su hijo —olor a enfermo, a fiebre, a habitación cerrada— le llegó. Y súbitamente, las zapatillas se detuvieron. Comprendió que su hijo se había detenido detrás de ella. Tal vez mirara al río… Pero no. Sintió que una mano se posaba en su cuello, inclinado. Y que luego otra mano, inhábil, se posaba sobre su cabeza. Carmen Elgazu no se movió, la respiración de Ignacio le llegaba. De pronto Ignacio la abrazó decididamente, aplicando su mejilla a su cabellera; y entonces los ojos de Carmen Elgazu se llenaron de lágrimas y soportó sin protestar la lluvia de besos. Pronto se encontraron las húmedas mejillas de uno y otro. Y no se sabía cuál de los dos lloraba más. Y no se sabía cuál de los dos acertaría a articular la primera palabra.

Ninguno de los dos. Ignacio dio media vuelta y se volvió, arrastrando las zapatillas. Cruzó el umbral del pasillo, agotado. Carmen Elgazu no le miraba, pero le veía. Hubiera podido describir con exactitud cada pliegue del pijama, la caída de cada mechón de pelo. Llevaba la silueta de su hijo clavada en las entrañas.

Ignacio volvió a encerrarse en su cuarto. No había salido con aquella intención, pero así ocurrió. Tampoco Carmen Elgazu se había puesto a coser pensando en aquello; sin embargo, ahora se daba cuenta de que zurcía unos calcetines de Ignacio. Ya todo tenía otro color, otra dulzura con la tarde cayendo. Se oía la vida secreta, monótona y crujiente de la estufa encendida. Un gran silencio reinaba en la casa. El rostro de Carmen Elgazu había quedado inmóvil como una talla de madera; pero tenía la sensación de que acababa de separar las buenas alubias de las malas.

Un solo deseo: que llegara Matías Alvear. ¿Cómo le contaría aquello? Matías era duro, no quería oír hablar de Ignacio. Radio de galena, periódico, dominó. Pero Carmen Elgazu sabía que desde primeros de enero perdía en el Neutral todas las partidas.

Al día siguiente, Matías Alvear, sentado a la mesa del comedor, se desayunaba, preparándose para ir a Telégrafos. Y de pronto vio frente a sí, afeitado y vestido, a Ignacio. Las canosas sienes de Matías temblaron, lo mismo que la mano que sostenía la taza. Pero continuó bebiendo, como si tal cosa.

Por la noche le había dicho a Carmen Elgazu: «No le hagas caso. Es un hipócrita». Sin embargo ahora, al intentar levantarse por el lado opuesto al que se encontraba Ignacio, las piernas se le enredaron en la silla y no podía. Entonces oyó la voz de su hijo:

—Padre, te pido perdón.

Las pequeñas arrugas que Matías tenía entre los ojos y las sienes se le acusaron como nunca. Se detuvo. Consiguió ponerse en pie y miró a Ignacio. Pilar se había asomado a la puerta de su habitación. Ignacio repitió: «Padre, te pido perdón», al tiempo que leía en los ojos de Matías Alvear indicios de lucha. Entonces inclinando la cabeza se le echó al cuello y le abrazó; y su padre se halló dándole golpes en la espalda.

Carmen Elgazu había salido de compras. Pilar no sabía si unirse al dúo. Se le ocurrió gritar, al ver que los dos hombres se separaban: «¿Catarros…?» Pero en vano esperó que uno de los dos le contestara: «Neumáticos Michelin». Matías Alvear e Ignacio tenían un nudo en la garganta que les impedía hablar.

Y en medio de todo aquello. Pilar continuaba preguntándose qué pecado había cometido su hermano.