Capítulo XLII

Mateo había elegido el camino más recto para entrar en contacto con los hijos del comandante Martínez de Soria. Se había presentado en casa de éste, fue recibido por los dos muchachos y les dijo: «¡Arriba España! Mateo Santos, de la Falange de Madrid». El carnet dio fe de sus palabras.

Un detalle llenó de gozo a los tres: jamás se habían visto, y a los cinco minutos parecían hermanos. Idénticos puntos de vista, idéntica concepción del mundo. Charlaron durante mucho rato, le presentaron a Marta, luego salieron a visitar la ciudad.

Mateo los puso al corriente de su situación personal. Hijo del director de la Tabacalera, no hablando catalán, su labor sería penosa, sobre todo en una provincia separatista que había metido en la cárcel trescientas personas y sacrificado a un diputado. De momento, no veía a nadie a quien acudir. Únicamente su hermano, desde Cartagena, acababa de mandarle un nombre: Octavio Sánchez, empleado de Hacienda. Al parecer era un chico andaluz, simpatizante, que llevaba tres o cuatro meses en Gerona. Mateo opinaba que Cataluña era un hueso.

Fernando Martínez de Soria, que disponía de un vozarrón desproporcionado a la delgadez de su cuello, dijo que, a pesar de eso, Falange en Barcelona respondía bien. Eran pocos, pero muy inteligentes y eficaces. Y además, muy valientes. «En ciertos aspectos, nos dan lecciones a los castellanos». Los falangistas de Barcelona habían sido los primeros en apoyar la idea de fusionar Falange con las JONS, lo cual constituyó un gran acierto. Ahora, con la incorporación de estos obreros, que por cierto demostraban un entusiasmo sin límites, los cuadros quedaban mucho mejor definidos. «Con eso ya, si quieren continuar aplicando a Falange el mote de señoritos no les queda otro remedio que decir que pagamos una mensualidad a estos camaradas».

Mateo estaba al corriente de aquello, y pensaba desde luego ponerse en contacto con las Escuadras de Barcelona. Tenía las señas del Jefe, J. Campistol; se las habían mandado de Madrid. Pero le preocupaba Gerona. «¡Era una ciudad tan complicada!» De un lado españolísima, arquetipo casi, con su obispo siempre alerta, capacidad emotiva, conventos, chicas guapas, gran riqueza mental, cuarteles insalubres, amor propio; en otros aspectos inabordable. Ya se lo dijo: catalanista, empezando por los curas. Insensible a las grandezas de España: sin darse cuenta, preferían influencias que ellos llamaban europeas y que Dios sabe de dónde habían salido. Comerciantes por naturaleza, no avaros, pero dándoselas de saber administrar. Al oír las palabras peligro, sacrificio, dar la vida, etc… reaccionaban violentamente: «Aquí quijotes, no». Y luego a lo mejor lo eran más que nadie. Imperio, mar azul, flechas y Falange, etc… todo ello era un lenguaje que les sonaba distante tal vez a consecuencia de la vecindad con Francia, de su idioma, menos épico que el castellano, de un sentimiento poco heroico de la tierra. Los obreros decían: «Señoritos de Madrid», aunque se hubieran fusionado con las JONS y fueran de Zamora o de Burgos. Los abogados, propietarios, grandes industriales, etc… sabían vivir. Gran solidez familiar. Difícil que emprendieran una aventura si no la encabezaban señores con barba. La juventud les aterrorizaba, y Falange era juventud. En fin, esto ocurría en todas partes. Su propio padre, con ser de Madrid, le había dicho que tuviese cuidado; y el propio comandante Martínez de Soria, al parecer los tomaba por escapados de una jaula.

Los Martínez de Soria se rieron. ¡Qué se les iba a hacer! Nunca se creyó que la labor fuera fácil. Sin embargo, arriba siempre. De momento ¿qué más quería? Él tenía una formación. Y tal vez, en Hacienda, aquel Octavio Sánchez resultara un gran camarada. El menor de los hermanos añadió:

—Tú verás lo que te conviene. A mí me parece que deberías rodearte de gente de aquí. Y desde luego, pocos militares. Ya sabes: barberías, cafés. Lástima que estés en la Tabacalera. Mejor te valdría trabajar en una fábrica.

Fernando vio una posibilidad entre los decepcionados de la revolución de Octubre.

—Tienes el ejemplo en Oviedo. Más de cien mineros se han incorporado a Falange Asturiana.

—Lástima que nos marchemos el día cinco. Te ayudaríamos muy a gusto.

Llegaron a la plaza de la Catedral. Gerona había conmovido mucho a los Martínez de Soria. San Pedro de Galligans, los Baños Árabes. Iban recorriendo la ciudad de punta a punta. Palpaban los muros, se indignaban ante muestras de abandono. Especialmente les gustó la calle que unía la de la Barca con la Rambla, la de las Ballesterías. Estrecha calle, a los pies de la cuesta de la iglesia de San Félix, taller de artesanos en cada entrada. Pequeños símbolos surgían de las fachadas: un paraguas en miniatura, un cuchillo, una bota. Al anochecer se encendían los farolillos y con el viento éstos y los símbolos se bamboleaban. Pero no importaba; al fondo del taller, la figura del artesano aparecía inconmovible, seguro, sentado ante sus instrumentos, frente a la bombilla. Especialmente les llamaron la atención los herbolarios. Encima de uno de aquellos establecimientos trabajaba Pilar. «Casa fundada en 1769». «Casa fundada en 1800».

Mateo se sentía a gusto entre sus dos camaradas. Le había ocurrido como a un misionero que de repente oye por radio la voz de la Patria.

Marta los acompañaba. También la muchacha estaba enamorada de la parte antigua de la ciudad. Pero, sobre todo, le gustaba la Dehesa, que conocía palmo a palmo, gracias a su jaca, cuyo trap-trap resonaba por sobre los millones de hojas muertas.

La muchacha le había dicho: «¿Mateo Santos…? Me acordaré muy bien. Estoy muy contenta de que en Gerona haya alguien de Falange. Me sentiré más acompañada».

Fernando y José Luis dijeron a Mateo: «Marta es una criatura extraña». Mateo no lo creía así. Mateo observaba que aquellos de sus amigos que tenían hermanas les hacían poco caso. ¡Qué barbaridad! ¿Cómo podía ser extraña una mujer que mira a los ojos abiertamente, que sonríe a tiempo, cuyo rostro se ilumina cuando una palabra grande se introduce en la conversación? Delgada, gran cabellera partida en dos. Cuando se sentaba, unía los brazos a partir del codo. Sabía escuchar. Vestida de negro, uno la imaginaba levantándose, echando a caminar sosteniendo un libro, siempre adelante, hasta llegar a una cima donde se celebraba en la noche la Gran Fiesta de la Discreción. Mateo había estrechado con fuerza la mano de Marta y le había dicho: «Yo también me sentiré más acompañado».

A última hora, cuando oscureció, el falangista invitó a sus camaradas a su casa. Quería que vieran su despacho. «Cuando se conoce la habitación de un amigo, se es más amigo de él». También quería enseñarles el revólver.

Don Emilio Santos, ante Fernando y José Luis, arrugó el entrecejo. «Dime con quién vas y te diré quién eres». El pájaro disecado brincó de gozo en su rincón.

Los Martínez de Soria se sentaron en las sillas preparadas para las reuniones, inaugurándolas simbólicamente. Luego, el menor de los dos, señalando el escritorio, dijo:

—Nosotros, ahí donde el tintero, tenemos una calavera.

Fernando miró el retrato de José Antonio y explicó:

—El día quince estuvo en Valladolid.