Ignacio había entrado en el Banco triunfalmente, blandiendo la pluma estilográfica que había mandado la abuela, ocho días antes de los exámenes. Tan segura estaba la madre de Carmen Elgazu de que Ignacio aprobaría.
Ignacio había entrado eufórico en el Banco porque ya era bachiller. Había recibido felicitaciones de todo el mundo, de los vecinos, de las chicas de la Academia Cervantes, de Julio García, de don Emilio Santos y del propio mosén Alberto.
Suponía que en el Banco le recibirían también triunfalmente, pues lo cierto era que la mayoría le querían mucho. Acertó sólo a medias. Le felicitaron sinceramente el subdirector, La Torre de Babel, Cosme Vila, el cajero; en cambio en otros empleados —Padrosa, el de Cupones, el de Impagados— vio un punto de recelo.
Aquello le hizo daño, pero luego pensó que era natural. ¿Qué significaba para él ser bachiller? Que al cabo de cuatro años sería abogado. Padrosa y los demás lo sabían y sabían que ellos, por el contrario, continuarían hundidos en aquellos sillones, masticando gomillas, cobrando cuarenta duros, levantándose de vez en cuando para estirar las piernas. A esto podía oponer un argumento. ¿Por qué no hicieron, o no hacían, como él? Todos habían soñado en hacerlo, probablemente. Pero la vida era así. Se habían dejado vencer por la rutina.
De todos modos, La Torre de Babel elevó el clima gritando: «¡Nada, nada! Dentro de cuatro años, veo una placa en la Rambla: “Ignacio Alvear, abogado; consultas de 3 a 7”».
Ignacio no dijo nada, para no ofender a Padrosa, al de Cupones, al de Impagados. El cajero comentó:
—Te veo defendiendo nuestras bases, que ya ves que no hay manera.
Aquello le emocionó. Una ola de deseo de ser útil le inundó el corazón. Tal vez estuviera llamado a hacer algo importante.
El verano había llegado. Todo ello ocurría cuatro días antes de recibir el telegrama de César. En el Banco funcionaban dos ventiladores que traían a intervalos soplos de aire fresco. Era hermoso ver volar los papeles, verlos dudar y caerse por fin al suelo. ¡Qué destartalado era el Banco! Paredes negruzcas, ventanillas grasientas. Y ¡qué monótono aquel trabajo! Los cobradores salían a primera hora a reclamar dinero a los comerciantes de la ciudad. Regresaban fatigados. Llevaban una gorra azul con las iniciales del Banco Arús. Millones habían pasado por sus manos. Todos los sábados llenaban unos sacos de monedas de plata y los transportaban a hombros al Banco de España. Luego estas monedas iban regresando lentamente al Arús, a través de mil manos distintas. Las arterias de la vida. Cuando el cajero ya no podía más, y quedaba sepultado bajo las monedas de plata, volvían a llevarlas al Banco de España. Los cobradores se quejaban de que los sacos pesaban demasiado; pero no había presupuesto para alquilar un taxi.
Aquella mañana, las arterias de la vida llegaban a Ignacio coloreadas de júbilo. Se iba repitiendo: «Sí, tal vez llegue a ser útil…»
Y lo fue. Sin esperar a terminar la carrera. Lo fue gracias a su inscripción como donador de sangre en el Hospital Provincial, inscripción que efectuó a raíz de su visita al Manicomio en compañía de La Torre de Babel. Todo ocurrió con sencillez abrumadora, como siempre le ocurrían las grandes cosas. Una llamada telefónica al Director, éste tocó el timbre, el botones avisó a Ignacio, Ignacio se presentó, supuso que el Director le felicitaría por lo del bachillerato, y el Director le dijo:
—Chico, te llaman del Hospital. No sabía que te dedicaras a esas obras.
Apenas si lo sabía él. ¡Dar sangre! ¡Qué curioso! Habían esperado aquel día. Debía de ser alguien que quería sangre de un bachiller… El Director ponía cara de desear que la gente necesitara sangre en horas que no fueran de trabajo, pero le dijo:
—¿Quieres que avise a tu casa?
—¡No, no! No diga nada.
No habló con nadie, sólo con La Torre de Babel mientras se cambiaba el chaleco. La Torre de Babel le animó, diciéndole en voz baja:
—No tengas miedo. Verás que es una sensación… dulce.
En efecto, lo fue. Todo con sencillez. Tendido en una cama, con un hombre cadavérico —un tal Dimas—, del vecino pueblo de Salten otra cama contigua. Pusieron sus venas en comunicación. Sintió que perdía peso, que su fuerza disminuía. Era el lento fluir de lo que a él le sobraba, de lo heredado de Carmen Elgazu, de su salud de hierro, de Matías Alvear. Iba pensando: «Sangre de primera calidad…» Y rezaba.
No sabía si rezaba por él, o por su vecino, por Dimas. ¿Qué tendría él de común, a partir de aquel momento, con aquel hombre? ¿Quién era?
Los asistía el doctor Rosselló. ¡Válgame Dios! El doctor Rosselló. El subdirector le había dicho: «Sí, es un masón de marca mayor». ¿Por qué, si era masón y la masonería era una institución benéfica, no mejoraban las instalaciones del Hospital? Su cama crujía. Él no se movía en absoluto y, a pesar de ello, crujía. El subdirector repetía siempre: «Lo que quieren es que todo funcione mal para desprestigiar al Gobierno».
De repente cortaron la comunicación entre su cuerpo y el de Dimas. Volvía a ser él, solo e independiente. Pensó: «Yo, Ignacio Alvear, abogado, consultas de 3 a 7». Se levantó, le ayudaron. Se lavó las manos. Se miró al espejo. Sentía vértigo. Oía murmullos a su lado, como si un enjambre de monjas hablara de él.
Al llegar a su casa, Carmen Elgazu le preguntó:
—¿Qué tienes, hijo mío? ¿Te sientes mal?
—Nada, nada.
Matías dijo:
—Una indigestión de bachiller.
Pilar intervino:
—Mamá, mamá, hazle un plato de crema. —Luego añadió—: Y pon un poco para mí. Yo también he tenido buenas notas.
En el plato de crema se encendieron seis velas, los seis cursos de Bachillerato. Ignacio sentía vértigo. Las miró y le pareció que volvía a hallarse en la procesión. Le pareció que oía campanas y que llevaba capucha. Le pareció que su padre, al servirle, le miraba y levantaba el índice de la mano izquierda. Entonces él contestó, con naturalidad:
—«Neumáticos Michelin».
* * *
Luego llegó el telegrama de César. Y al día siguiente del telegrama, César en persona.
¡Santo Dios! No parecía el mismo. ¡Cuánto tiempo sin verle! Su presencia espiritual, flotando durante todo el invierno por el piso, era más real que la de ahora, que su presencia física, que a todos les había desconcertado.
¿Era César, el hijo, el hermano? Alto, increíblemente alto, más que Matías, más que Ignacio, Ojos profundos, más alegres que antes, más reposado en sus movimientos. Tenía mejor aspecto, parecía más fuerte. Ya a nadie se le ocurriría llamarle pájaro.
La familia le rodeó, como siempre. ¡Hijo! Tuvo que contar, que contar. También había obtenido buenas notas. La familia se sentía completa con él. Presidió la mesa. Se habló, largo rato, mientras afuera, en el río, el día iba cayendo. Llegó un momento en que casi estaban a oscuras en el comedor y no se habían dado cuenta. La montura de plata de los lentes de César iluminaba la estancia. Y sus ojos. Y los ojos de Carmen Elgazu, y las manos de ésta asiendo de vez en cuando las de César, por encima de la mesa. Y las sienes y el bigote de Matías Alvear.
—¡Ya vuelvo a estar aquí! Gerona… Y ya tengo cuatro cursos… Ahora, todo el verano…
—¿Qué tal el viaje? ¿En un camión de alfalfa?
—No, este año no.
Era eso. Se hablaba por años.
—¿Y qué tal la navaja…?
—¿La navaja…? ¡Uy! Un éxito. La gente que he afeitado…
—No me irás a decir que has afeitado a las monjas —dijo Matías.
—¡Jesús! —exclamó Pilar.
César los miraba a todos. Sí, en ese año estaba más presente. Los reconocía con mayor precisión. A sus padres los encontraba un poco envejecidos. A Ignacio, no. Era el mismo, un poco más pálido. En cambio, Pilar… El cambio de Pilar le impresionó mucho. «¡Pero si estás hecha una mujer!»
—Fue en San Feliu, gracias a aquellos baños…
—¡Anda, dejad los baños! —cortó Carmen Elgazu, riendo—. Que volveríais a hablarme de las calabazas.
César recorrió el piso. Miró afuera, al río. Entró en el cuarto de Pilar.
—¿Ahí fue donde pusiste el belén…?
—Sí. Ahí.
—Y esa revista, ¿qué es…?
—Nada. Me la dio Nuri. Es de cine.
—¿De cine…?
—Sí. «Rey de Reyes».
César abrió la puerta de la alcoba de sus padres, sin entrar. Luego entró en su habitación, en la de Ignacio. El armario, con dos anaqueles preparados para su ropa interior. Su silla. Su cama intacta. ¡Con algo reclinado en la almohada! Una pluma estilográfica, idéntica a la de Ignacio.
Pilar le dijo:
—Ya sé dónde te la pondrás cuando lleves sotana. —Y se señaló el centro del pecho, entre botón y botón de vestido—. Como mosén Alberto, sujeta con el clip.
* * *
La llegada de César no alteró el ritmo de la ciudad; porque el verano estaba ahí, y con él la tregua. La gente se dispersaba en playas y montañas. Julio, en el Neutral, le decía a Ramón, el camarero:
—¿Y tú dónde te vas? ¿A Estambul, a Vladivostok…?
Pero en cambio alteró el ritmo de la casa. Pilar le decía: «¿Sabes…? Ya me he despedido de las monjas. El mes próximo empiezo el corte». Carmen Elgazu la interrumpía: «Bien, Pilar. Pero no grites tanto, que César no es sordo».
Matías se sentía feliz. Presentía grandes caminatas, junto con César, al río, a pescar como en el verano anterior. Ahora ya le reconocía de nuevo. César ya volvía a formar parte de él. En Telégrafos había dicho: «Tengo al obispo aquí». Matías no decía de alguien o de algo «que lo tenía aquí» hasta que lo sentía moverse en el centro exacto de su pecho.
Quería saber si llevaba cilicio… Varias veces, al pasar le había puesto como por casualidad la mano en la cintura. Pero no lo sabía seguro. César no había expresado dolor ninguno. Sin embargo, era capaz de disimular hasta tal extremo.
Mosén Alberto, que desde la discusión con Ignacio había espaciado las visitas a la familia, volvió. Y le tiró de las orejas a César diciéndole: «Bien, chico. Encontrarás novedades en el Museo».
César le preguntó:
—¿Podré ir al cementerio?
Mosén Alberto le contestó:
—Mientras no exageres, podrás ir a todas partes.
Julio también subió al piso a saludarle.
—¡Caramba, chico! Has crecido, te estás elevando. ¿Qué, qué tal las pelotas de tenis? —Le dijo que había comprado varios discos de música religiosa, que le invitaba a oírlos.
César quedó asombrado. No sabía por qué, pero suponía que sólo era registrada en discos la música profana.
—Un día iremos todos a oír eso —intervino Matías, acudiendo en su ayuda.
Julio, partidario de la Ley de Contratos de Cultivo de la Generalidad, admirador de los artículos de Casal en El Demócrata, experto en suicidios y hombre convencido de que el fascismo era uno de los mayores peligros de la era moderna, sentía en presencia de César algo especial. Le consideraba demasiado humilde. Entendía que la Religión creaba este tipo de ser, previamente derrotado. Un día le había dicho a Ignacio, hablando del incremento del atletismo: «Vas a ver dentro de unos años. Un grupo de esos obreros morenos, fuertes, con buenos puños y conociendo la técnica del jiu-jitsu. ¿Qué podrán en contra esos pálidos muchachos de la Congregación Mariana o los de Acción Católica?» En presencia de César se reía. Las orejas de éste y sus movimientos de asombro le hacían tanta gracia como al Responsable los pelos como lanzas del señor Corbera. Le daban ganas de sentarse encima de su rapada cabeza y de dar varias vueltas sobre sí mismo. «Dele café a su hijo —le decía a Carmen Elgazu—. Mucho café».
Ignacio notaba que su hermano había cambiado, que era más hombre.
—¿Es que has estudiado mucho? —le preguntó.
—Sí. Bastante.
Era cierto. Había dado un gran salto. Hasta aquel curso tenía ideas muy vagas sobre las cosas. De repente, se hubiera dicho que el profesor de latín le había iluminado el cerebro. Empezaba a tener una visión precisa de la configuración del Universo y se había formado un cuadro sinóptico embrionario, pero exacto, de la historia de los cinco continentes, en los planos físico y humano. Respecto al pensamiento, sin haber llegado aún a los cursos de Filosofía, que empezarían con el quinto de la carrera, por reflexión, conversaciones oídas y alguna lectura, parecía estar en condiciones de defenderse discretamente. De Apologética andaba preparado.
Probablemente Julio se hubiera llevado una sorpresa si le hubiera hablado del libre albedrío o de la legitimidad de la confesión. Y si Cosme Vila le hubiera preguntado: «Bueno, ¿cómo es posible que los ángeles se rebelaran si eran espíritus puros?», probablemente César habría desplegado ante él, con sorprendente facilidad, una teoría verosímil y ceñidamente ortodoxa.
De todos modos, lo importante en César continuaba siendo no su cerebro, sino su corazón. Más grande si cabe. En el Collell se había convertido en una institución. Los internos de pago habían acabado por rendirse a su sencillez, y excepto el pelirrojo, que continuaba destrozando la almohada cada noche, y algunos cínicos por costumbre, todas le trataban con afecto.
Poco a poco les fue contando su vida en aquel invierno. Resultó que un buen día —en noviembre creía que fue— las Hermanas le reclamaron para que las ayudara en la enfermería. Dos días por semana tuvo que ir. Tuvo que vencer muchas repugnancias: los tumores daban náuseas, la sangre le mareaba y cuando alguien tosía de cierta manera le parecía que le iba a contagiar todos los microbios. Pero el ejemplo de las monjas lo estimuló. Aquel año hubo muchos enfermos. Aprendió a jugar a las damas para entretenerles, y un poco al ajedrez. Un detalle en contra suya: jamás aprendería a poner inyecciones. Torció no sabía cuántas agujas, arrancó muchos ayes que hubieran podido ser evitados. Varios enfermos habían levantado la cabeza y le habían llamado «monstruo».
El día del cumpleaños de Ignacio lo había celebrado con otro de los criados, jugando una partida de pelota a mano. Perdió —21-18—. Dieciocho, los años de Ignacio…
El cumpleaños de Pilar —quince, ¿no era eso?— lo celebró también, comiéndose un pastel magnífico que le preparó la directora de la enfermería. Por cierto que la monja jugaba a las damas como nadie.
Etcétera.
Todo lo que contaba era importante para la familia. Carmen Elgazu le escuchaba viendo en cada una de sus palabras la gracia de Dios, la lengua del Espíritu Santo. Se convencía cada vez más de que, de parecerse todo el mundo a César, no ocurriría todo lo que estaba ocurriendo, no se celebrarían en Barcelona aquellas terribles manifestaciones de protesta, ni empezaría a sonar la palabra «revolución», ni el campo entero andaluz se declararía en huelga, dejando pudrirse tos frutos al sol, dejando morir de sed al ganado en las cuadras.
César hablaba lentamente, y de repente se retiraba a su cuarto a rezar. Rezaba y procedía a su cotidiano examen de conciencia. Y se decía que debía establecer su plan de acción para el verano.
¡Válgame Dios! Algunos de los proyectos que tenía eran fáciles de llevar a cabo: volver al cementerio, a la calle de la Barca, agrupar de nuevo a los niños en aquel vestíbulo fresco, de ladrillos rojos —4 x 4, 16—. Fácil todo eso, porque ya rompió el hielo el año anterior. Fácil ir al Museo, a esperar algún turista inglés con pantalón corto. Pero llevar a cabo otro de sus proyectos… Dar con las catacumbas, por ejemplo… Volver a Ignacio al buen camino…
Esto último era lo principal. No bastaba con que Ignacio guardase su compostura y hubiera aprobado el último de Bachillerato. Era preciso sanear su corazón. Su madre le había contado en una carta la tremenda escena que tuvo con mosén Alberto, en la que Ignacio dijo cosas tan graves, y en otra lo nefasta que resultaba para él la influencia de David y Olga, «maestros que en vez de decir Dios decían no sé qué substancia cósmica o fuerza, una substancia que ellos consideraban muy grande, pero que ella, Carmen Elgazu, consideraba muy pequeña».
Pensaba en los consejos de su profesor de latín, siempre gran conocedor de las almas. En primer lugar, rezaría. ¿Cómo no confiar en la plegaría? Era infalible. Luego… daría ejemplo. Los actos. Hablar hablaría poco. Ya casi se arrepentía de haber hablado tanto en el comedor. Además de que con Ignacio llevaría las de perder, pues destruir una teoría es siempre más fácil que construirla. Ahí estaba Julio como ejemplo vivo. Luego… no sabía. Ya vería. Pero era preciso salvar a Ignacio. Y a Pilar. Porque aquella revista de cine…
Había que cuidar de la familia, era lo básico. Y luego… el proyecto íntimo, secreto, sobre el que todavía no se había confiado con nadie: aprender el oficio de imaginero.
¡Exacto! Esto era importante. Entrañable proyecto, que no obedecía a impulso temperamental, pero sí a algo rigurosamente meditado. César se decía: «Aparte de consagrar, ¿qué cosa podía existir más hermosa que crear con las propias manos imágenes religiosas, de santos, de mártires, de la propia Virgen, del mismísimo Cristo en la Cruz?» ¡Cuántas veces había pensado en ello! Sentíase incapaz de crear el original, pero no de trabajar en su ejecución. ¡Y pintar las copias luego, la túnica de tal color, las sandalias de tal otro, mucho cuidado con los ojos, oro en la corona! Tenía ideas muy personales a este respecto. Se había informado. La mayor parte de las imágenes que circulaban por el mercado eran indignas de lo que representaban. En la provincia había grandes fábricas, en Olot, que, al lado de modelos decorosos, lanzaban series sin ningún respeto. Él pensaba entrar en uno de los dos pequeños talleres existentes en Gerona, y proponer una reforma total. ¡Atención a la Hagiografía y a la Liturgia! Se pueden interpretar simbólicamente la verdad, sobre todo cuando hay que erigirla en símbolo. ¡Pero, cuidado, cada caso es arte mayor! ¡Cuidado con aquellas imágenes del Niño Jesús tierno, regordete, de ojos azules abiertos de par en par y una piernecita al aire! Mosén Alberto le ayudaría para que le admitieran en un taller de Gerona, durante las vacaciones.