Capítulo XIII

El pronóstico de mosén Alberto era claro: en la provincia de Gerona ganarían las izquierdas; en España, en general, rotundamente las derechas. Se basaba no sólo en la división izquierdista de que había hablado Matías y en la abstención de la CNT, sino en que ante la amenaza extremista la gente de centro —que abarcaba buena parte de la clase media española, los católicos de la clase que fueran y buena parte de la burguesía— habían constituido un frente común y se lanzarían a votar en tromba. Exactamente el peligro que habían presentido David y Olga.

—¡Nadie quedará sin votar! —le decía el sacerdote a Carmen Elgazu—. Figúrese que los jóvenes de la CEDA se han ofrecido para acompañar en taxis incluso a los paralíticos. En cuanto a los conventos, votarán hasta las monjas de clausura de San Daniel… Permiso especial.

El subdirector del Banco Arús ni siquiera hacía números: tan seguro estaba de que ganarían los suyos.

* * *

Y… mosén Alberto acertó con sorprendente precisión: las derechas ganaron en una proporción casi de cuatro a uno. Comunistas, un solo puesto en el Parlamento.

Todo Gerona discutió, examinó los resultados. Las mesas de mármol del Neutral se llenaron de demostraciones a lápiz. Ramón suponía que eran relatos maravillosos; al comprobar de qué se trataba, los borraba con su servilleta.

David y Olga habían votado juntos, uno al lado de otro, y dentro del respeto a la libertad de opinión habían hecho lo posible para conseguir algún adepto en el barrio, entre las familias de sus alumnos; pero fue una gota de agua en el mar.

Al día siguiente les dijeron a los chicos de la clase:

—Ya veréis que dentro de poco, si vuestros padres tienen alguna discusión con el encargado de la fábrica donde trabajan, tendrán que callarse o, si no, serán despedidos.

Los niños y las niñas, naturalmente, lo que querían era que llegara la hora del recreo; sin embargo, uno de ellos, al llegar a casa, repitió:

—Papá, papá, el señor David ha dicho que si discutes con tu encargado te despedirán.

Matías Alvear y Carmen Elgazu votaron también uno al lado del otro. Carmen Elgazu, por las derechas. Y creyó que Matías también; pero éste en la cola trocó con disimulo la papeleta por otra que llevaba escondida en la manga.

Hubo una evidente inversión de valores en la ciudad. Gente que pasó a zona oscura, otra que irguió la cabeza. El Demócrata, órgano de los vencidos, amplió la sección de deportes; El Tradicionalista, órgano de los vencedores, publicó editoriales pomposos y amplió considerablemente la sección «Notas de Sociedad». A Pilar le gustaban mucho las Notas de Sociedad y exclamó: «Gracias a Dios que los periódicos traen algo interesante».

Entre las personas que irguieron la cabeza se contaban el redactor jefe de El Tradicionalista, el odontólogo Carlos Senillosa, comúnmente conocido por su seudónimo periodístico «La Voz de Alerta», y el comandante Martínez de Soria.

El dentista era monárquico, y prácticamente el brazo derecho de don Pedro Oriol, director del periódico. De unos cuarenta y cinco años, resentido e interesado, contaba con pocas simpatías. Vivía solo, con una criada fiel, y se pasaba la vida entre su clínica dental, la redacción del periódico, el café de los militares y el Casino. Se decía que en el Casino llevaba la voz cantante, mientras que en el café de los militares era un adulón.

Exhibía dos grandes sortijas en los dedos y la montura de sus lentes era de oro. Sus editoriales y artículos de fondo tenían fama en la provincia por su agresividad. Todo el mundo se preguntaba: «¿Has leído lo que dice “La Voz de Alerta”?»

Ante el triunfo derechista volvió a pasear por Gerona su sonrisita triunfal. El comandante Martínez de Soria le dijo: «Mi comandante, a ver si el Ejército vuelve a ser lo que era».

El comandante Martínez de Soria parecía menos mordaz. Tenía poca confianza en la posible labor de los vencedores. En su opinión lo que fallaba era el sistema. «Una República en España es imposible», decía siempre. No obstante, siempre era mejor convivir con las derechas que con los otros. Y por lo demás, en un momento dado las derechas podrían facilitar las cosas.

El comandante era un aristócrata, alto, ligeramente encorvado, con nariz borbónica y cara enrojecida a causa del alcohol, del que abusó cuando la guerra de África. Vivía con su esposa y su hija en un piso espléndido —otros dos hijos estudiaban en Valladolid— sin contacto con nadie que no comulgara con sus ideas. Por ello era amigo del dentista, de «La Voz de Alerta». Su único acto democrático consistía en ir a afeitarse de tarde en tarde en la barbería de Raimundo… a causa de los carteles de toros. El comandante era un apasionado de los toros; a Raimundo, al verle entrar le temblaban los bigotes. No sabía por qué, pero el comandante le daba miedo.

Según frase de «La Voz de Alerta» en el Casino, el comandante «amaba apasionadamente a España». Pero comprendía que con el ambiente de la Peña ciclista y los limpiabotas, lo que tenía que hacer era callarse. Sus aficiones eran montar a caballo, lo cual hacía en la Dehesa; y la esgrima, que ejercitaba en la Sala de Armas. A «La Voz de Alerta» le dijo: «No se haga usted ilusiones, que por ahora el Ejército no volverá a ser lo que era».

Otro que irguió la cabeza fue el subdirector. El subdirector del Banco estaba tan contento que erraba todas las sumas. «Este año me ha tocado la lotería», decía. La CEDA había ocupado el primer plano de la actualidad.

El hecho de que Julio se hubiera abstenido de toda participación en la propaganda electoral, se comentó mucho en el Neutral… Y es que el policía vio claramente que las derechas iban a ganar y quiso salvar la fachada. Ahora decía: «No sé lo que va a pasar».

En Bilbao estaban tristes porque las aspiraciones vascas tropezarían sin duda con serias dificultades, pero Carmen Elgazu se encogía de hombros. «La religión ante todo».

En cuanto a los Alvear… sólo se recibió una postal de José, dirigida a Ignacio, en la que aquél parecía satisfecho del resultado.

Esto era lo evidente en Gerona: el Responsable y los anarquistas en bloque estaban contentos, mientras por el contrario Izquierda Republicana, socialista y demás no podían quitarse de la cabeza que a los dos años de haberse proclamado la República hubieran perdido.

La teoría del Responsable era simple: «Ahora las derechas abusarán. Nosotros seremos los primeros en dar la cara y nos ganaremos a las masas». Los dos anarquistas-yogas volvieron a subir a los escenarios a hablar de la respiración rítmica y de las ventajas de dormir sentados. El Responsable dijo; «La CNT, como Sindicato, poco podrá hacer por ahora… Ahora hay que dar impulso a la FAI». Contaba con varios anarquistas veteranos, como Blasco, su boina y sus mondadientes. Con su sobrino el Cojo, costras en los labios. Con sus dos hijas rubias, con el sargento novio de una de ellas, escribiendo en la mismísima comandancia de Estado Mayor… Con un muchacho de cara pecosa al que llamaban el Rubio, con otro al que llamaban el Grandullón. No obstante, al Responsable le hurgaba en la cabeza que necesitaba alguien de cierto prestigio: ¡Si hubiera podido contar con Julio García!

David y Olga reaccionaron en forma irónica ante el resultado. «Bien, bien. No nos tocará más remedio que cantar en el Orfeón, o comprarnos un caballete e irnos a pintar». En Estat Català, el arquitecto Ribas, que no perdía nunca el buen humor, al verlos entrar puso en la gramola una Marcha Fúnebre.

Era evidente que la procesión andaba por dentro. Lo demostró el hecho de las caravanas que se formaron cuando, de pronto, murió en Barcelona el presidente de la Generalidad, Maciá, símbolo de la región por sus años de exilio y por su cabeza venerable. La compañía de autobuses Vila anunció: «Salida de Gerona para el entierro, a las siete y media de la mañana. Regreso a la una de la madrugada, después de los espectáculos». Seis coches llenos, y unas quinientas personas en tren, entre las que se contaron David y Olga… y Julio García.

Todo el mundo regresó emocionado. El entierro constituyó una de las más grandes manifestaciones de duelo conocidas en Barcelona. Los asistentes llevaban en la solapa temblorosas tiras con las cuatro barras de sangre.

En el fondo el golpe había sido muy duro para cuantos habían confiado en que la República elevaría en pocos años la nación al nivel «de los otros países democráticos de Europa». Porque, a su entender la intención de las derechas se vio clara desde el primer día. Alardeaban de republicanismo, pero volvían a todos los atrasos de antes, que llamaban «tradiciones». Y resultaba evidente que el ataque había sido preparado concienzudamente. «Militares, financieros… y altas jerarquías de la Iglesia».

Por lo pronto, aquellas Navidades no serían tan alegres como las dos anteriores en casa de los que habían empleado con frecuencia la palabra revolución. Por el contrario otras personas volverían a comerse el pollo sin miedo a que les atragantara un hueso. Sólo había que ver por la Rambla a los hijos de las familias pudientes de la localidad internos en algún colegio. Llegaron a Gerona de vacaciones y prácticamente agotaron los vermuts. Los dos hijos de don Santiago Estrada, muchachos algo más jóvenes que Ignacio, refiriéndose a la República, pusieron de moda el estribillo: «Pobrecita. Era bonita y al año y medio se murió».

Los hermanos de la Doctrina Cristiana estaban contentos, las monjas del convento del Pilar estaban contentas. Los ayos del Seminario, al salir de paseo jueves y domingos tenían un aire más despreocupado y los seminaristas se beneficiaban de ello. Ignacio, que nunca podía tropezar con éstos sin emoción, especialmente al ver a los de su curso —de sesenta y dos que habían empezado sólo quedaban dieciocho—, pensaba: «Están contentos, es natural. Y, sin embargo, lo que es ahora lo de la calefacción…»

El partido monárquico organizó aquellas Navidades una tómbola para la reconstrucción de varios edificios de Andalucía destruidos por los extremistas. La CEDA quiso estimular la construcción de belenes y anunció un concurso con premios. Un jurado pasaría por los pisos a puntuar. Los vendedores de turrones se vengaban atando los paquetes con estruendosas cintas republicanas, y lo mismo los vendedores de lotería. Era la rueda del año que seguía su curso, ceñida a las mismas costumbres.

Lo que más le llamó la atención a Pilar fue el concurso de belenes. Quería inscribirse en él. Al contemplar el suyo en su cuarto, con el cielo pintado nuevamente, y una estrella colgando de unas rocas, estaba segura de sacar premio.

Matías la desanimó.

—¿No ves que no ganarías? Lo que más cuenta es el portal y a ti te ha salido peor que el año pasado. —Al ver el disgusto de la chica añadió—: ¡No te lo tomes así, pequeña! ¿No comprendes que se llevará el premio alguien de la CEDA?

* * *

A Ignacio, su caída con la mujer de Julio le había desconcertado mucho más que las elecciones. Al salir le había entrado tal vergüenza que quiso ir a confesar. Pero no lo hizo en seguida. Y luego le entró una extraña pereza y unas ganas de correr un telón sobre el asunto.

Claro está, no podía a causa de la presencia de Julio. El policía continuaba mostrándose amable con él, como siempre; pero Ignacio no podía ya verle sin enrojecer. «¿Qué misterio era aquél que de repente uno perdía el derecho moral de estrecharle la mano a un hombre? Otra cosa resultaba evidente: no era cierto que los policías lo supieran todo…»

Ignacio inició un movimiento de huida. Rehuía la presencia de Julio. En cambio doña Amparo Campo parecía tan campante.

La complicación del muchacho era todavía mayor en su casa. ¿Cómo arreglárselas para que su madre no se diera cuenta de que no iba a comulgar ni en la Misa del Gallo ni el día de su cumpleaños?

El día de su cumpleaños —dieciocho— no tuvo otro remedio que acercarse al altar como todo el mundo, simular que se mezclaba entre la gente y regresar al banco con los ojos bajos.

Y por la noche, 31 de diciembre, último día de 1933, con un frío intensísimo, los doce besos a las losas de la Catedral no fueron tan fervorosos como el año anterior. Ni a la salida las estrellas tan hermosas.

También le sorprendió comprobar la facilidad con que aceptaba la muerte de su amigo Oriol. Por lo visto, la ausencia, que era un hueco, disolvía el recuerdo con más rapidez que la tierra el cuerpo.

Y a pesar de todo, continuó creyendo en el Espíritu Santo. Porque no sólo intentó salvarle antes de la caída, sino que luego le incitaba al arrepentimiento. Por un camino extraño: el de situarle ante la alegría, con la sensación de no merecerla. Porque le ocurría algo singular: no podía abrir la boca sin que los demás se echaran a reír. No acertaba a explicárselo, pero era así. Por lo visto, de repente había adquirido gracia por arrobas, tal vez a causa de su aparente seriedad. En el Banco, en todas partes. Pronunciaba frases sencillas y corrientes, y veían que su interlocutor se quedaba mirándole y soltaba una carcajada. «¡Caray, chico —le decía el cajero—, qué bien te han sentado las elecciones!»

Ignacio no comprendía, pero era así. Se constituyó en el contrapeso del pesimismo que sin él hubiera invadido el Banco, por haber visto denegadas sus bases de trabajo… Los hacía reír, porque a la larga acabó contagiándose, algo halagado. Acabó inventando formas extrañas de humor.

—¡A ver! —preguntaba a Padrosa—. ¡Una palabra que fume un puro!

—¿Que fume puro…?

—Sí. ¡Rimbombante! —decía Ignacio.

Todos se reían. La Torre de Babel exclamaba: «¡Rimbombante!» Es verdad. —Reflexionaba, representándose gráficamente la palabra—. Fuma un puro.

Cosme Vila no era insensible al humor de Ignacio. Incluso inventó alguna palabra, que a su entender, llevaba bigote, bigote, como Raimundo: «Tufo».

—Cierto —admitió Ignacio—. Es por la efe.

Ignacio acabó mirándose en el espejo para ver qué diablos tenía en sus facciones que hiciera reír a los demás; y no vio sino unas ojeras algo más pronunciadas que de ordinario.

A los únicos que no conseguía divertir, por lo visto, era a mosén Alberto y a David y Olga… A mosén Alberto porque, ocupado con el Museo —las nuevas autoridades municipales habían votado una subvención— siempre andaba atareado y con mil cosas en la cabeza; a David y Olga porque, en realidad, se habían impresionado más que los demás con el revés político, hasta el punto que al oír la Marcha Fúnebre le habían dicho al arquitecto Ribas: «¡Hombre, no comprendemos que toméis todo esto tan a la ligera!»

A Ignacio le parecía que los maestros exageraban un poco y que la vida tenía otros recursos. Sospechaba que uno y otro eran más vulnerables de lo que en momentos de euforia daban a entender. Los tres compañeros de curso de Ignacio compartían la opinión de éste. Continuaban diciendo: «Hay que vivir la vida». Pero a éstos Ignacio los escuchaba muy poco, pues la jugada de la buhardilla no se la perdonaría jamás. En realidad, le daban un poco de asco.

David y Olga le decían:

—Pero… ¿no te das cuenta? ¿Gil Robles en el poder?

Ignacio se daba cuenta. E intuía que el nuevo botones del Banco Arús tendría que poner mucho serrín a la entrada y que los viajantes que llegaban a Gerona abrumados bajo su muestrario, conseguirían pocas notas. Se volvería a la rutina de siempre: el dinero estancado. ¡Pobre camarero del Neutral! Adiós viaje a Estambul, a Vladivostok…

A decir verdad, había razones para preocuparse. En el Banco habían hecho un préstamo a un comerciante de la calle de la Barca para que pudiera vender juguetes para Reyes, y vendió un mecano y dos caballos de cartón. Y una nariz con gafas de alambre. Nada más. ¿Qué les trajeron los Reyes a los demás niños? ¿A los que César enseñaba, a los que chapoteaban en el río? ¿Qué les traerían el año próximo? Otro mecano, otros dos caballos de cartón, otra nariz…

Si uno se ponía a pensar en aquello…

David y Olga habían perdido, de momento, las ganas de trabajar. Después de la jornada se sentaban ante la estufa comentando la evolución de los acontecimientos. Censuraban especialmente el tono en que «La Voz de Alerta» escribía en El Tradicionalista. «Se aprovecha, se aprovecha». Al parecer, había hecho alusión a su escuela, llamándola centro experimental y cosas peores. También decían que el caballo del comandante Martínez de Soria parecía haberse adueñado de la Dehesa. «Vayas a la hora que vayas, oirás el trap-trap, trap-trap».

Ignacio apenas conocía a los dos personajes. El dentista le era antipático por las sortijas y por algo indefinible que tenía en la sonrisa. Una boca apretada, afilada, sensual. Nunca hubiera prestado un céntimo a un comerciantes de la calle de la Barca para que vendiera juguetes. El comandante siempre le había impresionado por su estatura y por su nariz borbónica. Así como por la naturalidad de sus movimientos. Y tanto como él le impresionaban su esposa y su hija, ésta de la edad de Pilar. Las dos mujeres andaban siempre juntas, silenciosas y aristocráticamente vestidas de negro. Miraban escaparates, cruzaban la Rambla, entraban en una iglesia. Parecían tan inseparables como los campanarios de San Félix y la Catedral. O como las palabras de Ignacio y el regocijo de los empleados del Banco.

* * *

Ignacio se iba dando cuenta de que la gente proporcionaba sorpresas. Nunca había dudado de ello porque… ¡se daba tantas a sí mismo! No obstante, en aquel mes de enero tuvo menos motivos de reflexión.

En primer lugar, el vicario de San Félix, aquel cura bajito y con el sombrero hasta las cejas al que tanto había admirado siempre, aun sin hablar nunca con él, desapareció de la ciudad. Mosén Alberto explicó a la familia Alvear:

—Pues sí… Se ha ido a la leprosería de Fontilles.

Carmen Elgazu juntó las manos con admiración, Matías pareció que se tragaba algo, Pilar buscó en vano sus trenzas para tirar de ellas, e Ignacio hizo lo de siempre en estos casos: se pasó la mano por el encrespado cabello.

Era lo de siempre: una palabra que de pronto brincaba en la vida ante él, tomando volumen; un día era la palabra comunismo, otro la palabra mujer o la palabra muerte; ahora la palabra lepra.

Ignacio había oído hablar poco de la lepra. Un día César le contó algo sobre unos misioneros en una isla, en Molokai; pero todo ello le había parecido siempre lejano, o perteneciente a un mundo aparte. Y he aquí que ahora resultaba que a menos de seiscientos kilómetros de Gerona había una leprosería y personas que consagraban a ella sus vidas; que, en vez de expulsar a los leprosos hacia algún bosque, colgándoles una campana en el cuello, se les acercaban y los cuidaban. Y que aquel vicario bajito era una de esas personas.

Mosén Alberto había dicho:

—Llevaba mucho tiempo solicitándolo; por fin lo ha conseguido. —Y se veía que el sacerdote estaba verdaderamente impresionado, pues había sido más o menos director espiritual del vicario.

Otra de las personas que le dio una gran sorpresa fue la Torre de Babel. Ignacio, de repente, se enteró de que su compañero de trabajo iba con mucha frecuencia al manicomio que había en las afueras de Gerona, en un pueblo llamado Salt, y que había dado cinco veces sangre en el Hospital Provincial, que dirigía el doctor Rosselló.

Ignacio se sintió abrumado por aquellas acciones que llevaba a cabo la gente. «¡Caray, caray!», repetía, al apagar la luz e introducirse bajo las sábanas.

La Torre de Babel le dijo:

—Todavía te sorprendería más saber quién está en el manicomio.

—¿Quién?

—La mujer del Responsable.

—¿Cómo…?

—Así es.

El empleado, alto, con gafas ahumadas y tartamudo, le dio detalles. Al hablar de aquellas cosas parecía transformado. Le dijo que el Responsable no dejaba de ir un solo domingo a ver a su mujer, lo mismo que sus hijas.

—Para ellos es tan sagrado como para ti ir a misa.

A Ignacio le mordía la curiosidad. Todo aquello era inesperado.

—Y ella… ¿los reconoce?

—¡Ni hablar! —La Torre de Babel prosiguió—: Es un caso muy extraño. Dicen que se volvió loca un día en que su marido intentaba hipnotizarla, cuando estudiaba este asunto. Pero los practicantes me contaron que no, que es un caso hereditario.

Viendo el interés de Ignacio, propuso, con naturalidad:

—En fin. Si te interesa visitar aquello, me lo dices y un día vamos juntos.

Ignacio aceptó. Aceptó en el acto. Por lo demás, precisamente la Psicología le tenía obsesionado. Por cierto que David y Olga tenían fe ciega en el porvenir del psicoanálisis. La Torre de Babel parecía dudar del sistema, lo mismo que el comandante Martínez de Soria. El comandante Martínez de Soria para curar complejos proponía la disciplina del cuartel.

La visita al manicomio se realizó. Y constituyó una gran experiencia para Ignacio. Salió de ella muy satisfecho de haber visto todo aquello. Conoció al amigo que la Torre de Babel tenía allí, un enfermero que primero los acompañó por el jardín donde estaban los locos inofensivos: gente que parecía normal, tal vez algo abatida, la mayoría con un punto de raquitiquez; otros, por el contrario, dando una monstruosa impresión de fuerza. Algunos, de repente, se levantaban y empezaban a dar vueltas por el patio; otros permanecían sentados mirándose las manos con fijeza. Una mujer se pasaba las horas palpando los troncos y riendo.

Al entrar en el inmenso edificio del fondo, Ignacio reconoció, en, un pasillo, al patrón del Cocodrilo. El hombre tenía una hija allí que sólo sabía decir: «Bo, bo…» Cuando veía a su padre cada domingo se arreglaba un poco el pelo y le llamaba «Bo, bo…»

El enfermero les permitió ver a través de las mirillas de las puertas casos escalofriantes en celdas individuales. Hombres de cráneo infrahumano, otros que hacían muecas continuamente, sin parar. Lo trágico era la familiaridad con que el practicante hablaba de ellos y los comentarios humorísticos que de paso iba haciendo.

En un rincón, rezando el Rosario, una mujer prematuramente envejecida. Cuando llegaba al final de las cuentas, besaba la cruz y volvía a empezar. El enfermero les aseguró que al llegar tenía una cara horrible y que después le iba ganando una expresión de gran dulzura y beatitud. Pasaba las cuentas incluso mientras dormía. Dijo:

—Todos los domingos vienen su marido y sus dos hijas a verla, pero no los reconoce. Sólo una vez se quedó mirándolos, pero en el acto continuó su rezo.

Ignacio no quería moverse de allí. Recibió una impresión profunda. «¡Qué misterio. Señor!»

Pero el enfermero no les daba tiempo a reflexionar. Nuevos casos, nuevas celdas. Y les explicaba que a veces era preciso pegarles y que tenían un médico joven que era un bárbaro, que no hacía más que experimentar con los enfermos aplicándoles extraños aparatos de su invención.

Ignacio descubrió al oír aquello que el enfermero quería a los reclusos más de lo que sus bromas pudieran dar a entender. Al doblar uno de los pasillos apareció una mujer que se tocaba la barriga. «¿Qué, todavía no…?», gritaba, mirando al techo. Llevaba años preguntando lo mismo y nadie supo nunca a qué se refería.

La Torre de Babel preguntó si tenían estadísticas sobre los pueblos que daban mayor contingente de locos.

—Eso… —contestó el acompañante— en la oficina te lo dirán. Pero, en fin, tengo entendido que la costa y el Ampurdán. En general, pasa una cosa curiosa: el campo y el mar mandan más clientes que la ciudad. Por lo menos, es lo que he oído decir. —De repente añadió—: No puedo atenderos más tiempo. Perdonadme. Volved cuando queráis. —Se dirigió a Ignacio—. En realidad, no has visto casi nada.

Entonces la Torre de Babel, por su cuenta, acompañó al muchacho a las cocinas. E Ignacio vio montones de patatas echadas a perder, y de nabos y de carne maloliente. Al cabo de esto, exquisitos dulces y platos de crema. «Esto es lo que traen las familias», informó la Torre de Babel.

Ignacio le preguntó:

—Pero… ¿esas patatas y esa carne es lo que comen…?

La Torre de Babel le contestó:

—No hay más remedio. No tienen ninguna protección seria, ¿comprendes? La Diputación contribuye con algo, pero el resto son donativos.

Ignacio no comprendía. Miraba a los locos rodar por el patio, sentarse aquí y allá. Una altísima tela metálica, lo suficientemente tupida para que no pudieran agarrarse a ella, separaba los hombres de las mujeres. Sí, sí, la nota dominante era la raquitiquez.

La cocina y, en general, los trabajos subalternos del establecimiento, estaban a cargo de los propios reclusos. Los había muy dichosos de poder ser útiles. Había locos que vivían completamente felices y que al pasar junto a Ignacio, llevando un enorme cubo de agua, le decían: «A ver, a ver, chaval… Que se está haciendo tarde».

—¿Se está haciendo tarde para qué?

—Antes había aquí una fuente —le explicó la Torre de Babel, señalando una estatua—. Pero los había que pasaban el día bebiendo agua o mojándose la cabeza.

Un estanque seco yacía en el lado norte, junto a la gran tapia que circundaba el edificio.

—Aquí también había agua. Pero algunos entraban en ella como si fuera tierra firme.

Ignacio iba pensando en lo inexplicable que resultaba que no tupieran protección seria.

—Pero…

—Así es, chico.

Luego el muchacho preguntó:

—Y… los que les pegan, ¿quiénes son?

—Los enfermeros. ¿Quiénes van a ser? Ése que nos ha acompañado. —Viendo la expresión de Ignacio, la Torre de Babel añadió—: ¿Qué van a hacer, si no? ¿Sabes tú la fuerza que tienen?

¿Cómo era posible que tuvieran tanta fuerza, alimentándose con aquellos nabos y de aquella carne maloliente?

Finalmente, salieron del edificio. Anduvieron en silencio en dirección al autobús que hacía el servicio Salt-Gerona. La Torre de Babel le propuso, sonriendo:

—¿Quieres que vayamos al Hospital?

—¡Ni hablar! —exclamó Ignacio—. Basta y sobra por hoy.

Durante el trayecto, Ignacio le preguntó:

—Bueno… y a ti, ¿por qué te interesan estas cosas?

La Torre de Babel se limpió las gafas ahumadas.

—No sé, chico. Me interesan. ¿Qué voy a decirte?

Ignacio se refería más bien a lo del hospital, a los motivos que le habían impulsado a inscribirse como donador de sangre.

—Comprenderás —añadió Ignacio— que todo el mundo hace las cosas por algo. —Marcó una pausa—. Por ejemplo, la primera vez que diste sangre…

La Torre de Babel tocó el botón del autobús pidiendo parada.

—Pues… no sé. Creo que fue porque he tenido a mis dos hermanas siempre enfermas. —Se apearon y, ya en la acera, añadió, echando a andar—: Luego me pareció bien continuar.

Ignacio insistió… al cabo de unos segundos.

—Debe de causar mucha impresión…

—¡Ah, claro! —La Torre de Babel añadió—: Pero no todo el mundo sirve. Antes hacen un análisis, ¿comprendes?

—Natural, natural.

Ignacio le preguntó:

—Bueno… ¿Y el hospital también carece de elementos?

—¿El hospital…? Mucho peor que el manicomio. ¡Hombre! El hospital y el hospicio son lo peor.

—¿También viven a base de donativos…?

—Hay una subvención de la Diputación, es lo normal. Y algún trabajo. Pero no es nada, ya puedes figurarte. Sí, sí, los donativos son los que van manteniendo.

Ignacio preguntó:

—¿Y quiénes son los donantes?

La Torre de Babel se detuvo un momento.

—¡Ah! ¿Ves…? En eso te llevarías sorpresas. Gente que no sospecharías nunca.

—Dame un nombre…

—Pues… ¡qué sé yo! Bueno, los hermanos Costa, por ejemplo.

—¿Los jefes de Izquierda Republicana?

—Sí. —La Torre de Babel prosiguió sonriendo—. Y luego otro que te va a gustar: don Jorge. Sí. Don Jorge… Él solo mantiene una de las salas de tuberculosas del Hospital.

Ignacio se quedó perplejo. Al llegar a la Rambla, la Torre de Babel se despidió.

—Bueno, Ignacio, me voy. Hasta mañana.

—¡Hasta mañana! Y muchas gracias.

—De nada. Otro día iremos al Hospital.

Muchas gracias… Ignacio se dirigió a su casa repitiendo sin darse cuenta. Muchas gracias… Todo aquello eran informes preciosos. ¿De modo que don Jorge…? Claro, claro. Mosén Alberto lo dijo un día, y en esto tuvo razón: «No existen hombres de una sola pieza. Cada uno es bueno y malo a la vez». Y el mal absoluto no existía. Ni siquiera en don Jorge… Ahora recordaba que el subdirector le había contado: «¿Don Jorge…? Pero ¿qué te crees? En su casa lleva una vida más austera que tú. Es duro, muy duro, pero empieza siéndolo consigo mismo y con los suyos, ¿entiendes? Es una ley de su casta». Casta, casta… Ahí estaba lo difícil de asimilar. ¿Por qué había castas?

En todo caso, los contrastes no eran pocos. Rica ciudad. Era cierto que no faltaba nada en ella. Enfermos, locos, dadores de sangre, vicarios que se marchaban a Fontilles, anarquistas cuyas mujeres rezaban el Rosario todo el día, el espectáculo de dos hermanas enfermas sugiriendo a la Torre de Babel buenas acciones. ¡Otros habrían reaccionado al revés! «Bastantes enfermos tengo en casa», habrían dicho.

Al subir al piso encontró a Julio García. Y otra vez enrojeció. El policía le preguntó:

—¿Y pues, Ignacio…? ¿Llegas del cine?

—No. He dado una vuelta.

En aquel instante Matías salía de su cuarto, con el traje de las grandes fiestas.

—Pues… mira por donde —dijo, dirigiéndose a Ignacio—. Tu madre y yo nos vamos al cine Albéniz.

—¿Al Albéniz…? —Ignacio parpadeó—. ¿Mamá al cine…?

—Sí, chico, sí —rubricó Matías—. A ver «Rey de Reyes».

Aquello era el remate. ¡Su madre no había visto jamás una película sonora! «Rey de Reyes», «Rey de Reyes»… Claro… La vida de Cristo. Preparación de Cuaresma. Aquello era un brusco cambio de decoración. Ignacio se encontraba aún dando vueltas por el patio del manicomio.

Carmen Elgazu apareció en la puerta del cuarto, con una piel alrededor del cuello, tacones altos y un gran bolso.

—¿Qué me dices? ¿Estoy guapa o no?

Ignacio miró a su madre y la encontró más que guapa. Se había vestido para ir al cine lo mismo que para ir a comulgar en la misa del Gallo. ¡Rey de Reyes! La gran cabellera, ceñida atrás por el moño impecable; las negras cejas; los ojos, vivos y sonrientes.

—A ver a San Pedro, hijo, a ver a San Pedro. —Se acercó y le pellizcó en la mejilla—. Y a Judas.

* * *

En realidad, la agitación continuaba. En seguida se vio que los partidos izquierdistas no admitían de buen grado la derrota. Tanto más cuanto que los periódicos derechistas se aprovechaban y Gil Robles organizaba mítines y desfiles monstruosos en todo el territorio nacional. Cosme Vila decía: «Ese hombre no es tonto. Imita a Mussolini y más de cuatro se contagiarán. La gente tiene instinto de rebaño».

En Gerona, los Costa, más populares que nunca porque el día del entierro de Maciá pusieron tres autobuses a disposición de sus obreros para que asistieran al acto, y les pagaron jornal íntegro, decían en Izquierda Republicana: «Hay que hacer algo. Pecamos de confiados, y si no nos movemos se nos van a merendar».

El Partido Socialista convocaba continuamente a los distintos oficios afiliados en bloque a la UGT —matarifes, camareros, empleados de Banca, etc.—, tratando de coordinar una acción común de protestas, pues el nuevo Inspector de Trabajo se hacía el sordo a toda reivindicación.

—No tendremos más remedio que ir a una huelga general. —Pero tropezarían con las sonrisitas vengativas del Responsable, de los anarquistas veteranos, hombres maduros, que rodeaban a éste; de todos los limpiabotas del Cataluña.

Por de pronto, el rumor no pasaba de ser interno. Manifestaciones externas no las había sino de carácter regionalista. Porque una de las heridas más dolorosas entre las recibidas, era la que afectaba a los sentimientos catalanistas. La propia «Voz de Alerta» escribía irónicamente en su periódico: «Lamentamos que Gil Robles se niegue a bailar tantas sardanas como bailaba Maciá…»

Las frases de aquel tipo provocaban la mayor indignación. Sin que por ello el dentista dejara de tener clientes… Y peor aún: sin posibilidad inmediata de reaccionar en forma violenta. Gerona tenía que limitarse a pintar más que nunca en la Dehesa, a cantar… y a organizar sus magnos Juegos Florales para el 15 de mayo, como saludo a la primavera.

Matías no se explicaba que el anuncio de unos Juegos Florales —unas cuantas poesías recitadas en el Teatro Municipal, y unos cuantos premios— despertaran tal entusiasmo. Jaime, su compañero de trabajo, parecía medio loco. Se pasaba días y semanas retocando y puliendo un poema que presentaría bajo el lema «Amor». «Amor, simplemente Amor», le decía a Matías, en gesto que significaba: Observe la austeridad, la economía de elementos.

Mosén Alberto explicaba a los Alvear:

—Es la tradición, ¿comprende? Los Juegos Florales son… ¡claro! Para ustedes es difícil de comprender.

Mosén Alberto preparaba también una monografía histórica sobre la ermita de los Ángeles.

Mosén Alberto no lo podía remediar: era catalanista. En primer lugar, su pueblo natal, Torroella, antiquísimo condado y luego Gerona y el Museo, le habían situado frente a tantas obras de arte indígenas que estaba convencido de que pocos pueblos en la tierra se le podían comparar. «Leyendo nuestra historia se queda uno boquiabierto», decía. Mosén Alberto se sabía de memoria trozos de Ramón Llull, de Ausias March. Y estaba abonado, como el notario Noguer, como don Jorge, como el doctor Rosselló y muchas familias de clase media, a la Fundación Bernat Metge. Se aseguraba que en castellano no existía una traducción tan perfecta de los clásicos griegos y latinos. A Matías aquello le parecía raro, pero no estaba documentado para contestar.

Mosén Alberto presentaba a Gerona como ejemplo vivo de lo que decía.

—En Gerona ya se imprimían incunables —imprentas Oliva, Baró—. En la Edad Media, cada casa era un taller de artesanos de gran calidad: orfebrería, repujado de hierro, etcétera… No hay más que ver la colección de grabados al boj del Museo. Ríase usted, Matías, de los dibujantes que pueda haber en Jaén y Málaga.

Matías no contestaba, pero lo hacía Ignacio.

—Mosén, en Andalucía todo el arte árabe, sabe usted… Y si nos ponemos a hablar de Séneca y de San Isidoro…

En Gerona había una editorial importante pero dedicada exclusivamente a libros de texto. Pero Barcelona inundaba el mercado de literatura catalana. El número de autores crecía a diario. David y Olga aseguraban que el movimiento poético y teatral en toda la región alcanzaba una altura extraordinaria. Matías tampoco conocía de ello más que los sonetos de Jaime, y estrofas sueltas de su poema «Amor». Por lo demás, Matías leía poco. En Madrid se había leído todo Dumas. Ahora, algún libro de Blasco Ibáñez. Los periódicos le absorbían. Y en cuanto a la poesía moderna, opinaba de ella lo mismo que del jazz. No llegaba a comprender el entusiasmo de Julio por García Lorca. «Para oír esto —sentenció un día—, prefiero escuchar directamente la guitarra».

A Pilar, lo de los Juegos Florales le encantó, porque supo que se elegiría Reina de la Fiesta y que ésta presidiría en el escenario rodeada de seis Damas de Honor. Las niñas en el colegio hacían cábalas sobre quién sería la Reina de la Fiesta. Se hablaba de una hermana del arquitecto Ribas, de una sobrina del notario Noguer.

Nuri comentaba: «Sor Beethoven quedaría muy bien de Reina, con un vestido blanco y la trompetilla en la oreja».

A Ignacio los Juegos Florales le divertían. El muchacho continuaba sintiéndose estimulado por las carcajadas que provocaban en los demás… Su alegría llevaba trazas de convertirse en hábito. Todavía no se había ido a confesar. El remordimiento le iba quedando sepultado bajo aquella suerte de traje nuevo que su espíritu había estrenado. Carmen Elgazu estaba encantada con su hijo, que en la mesa y alrededor de la entrañable estufa no hacía más que contar chistes. Casi llegó a pensar que verdaderamente había exagerado al suponer que David y Olga le envenenarían.

A Carmen Elgazu lo que le interesaba eran los preparativos de Semana Santa, de la que «Rey de Reyes», que la hizo llorar, había sido un anticipo. Lerroux había vuelto a permitir las procesiones. Se celebraría la gran Procesión del Viernes Santo por la Gerona antigua. Mosén Alberto sería —¡el nombramiento había llegado por fin, prestigio del viaje a Roma!— maestro de ceremonias, y las dos sirvientas del Museo cosían filigranas en los ornamentos sagrados que el sacerdote debería llevar, y discutían qué par de zapatos le correspondían.

* * *

—Mi tío me ha dado un recado para ti. Que si mañana, a las ocho de la noche, quieres ir a una reunión en su casa.

¡Válgame Dios! Ignacio, al oír la propuesta del Cojo, quedó patidifuso. ¿Qué diablos querría el Responsable? Ignacio sabía que continuaban identificándole con José, que los habían visto siempre juntos, primero en el mitin de la CEDA y luego en la huelga. Y también Blasco le veía siempre en el Cataluña jugando al billar o hablando con los parados; pero de eso a invitarle a una reunión…

El Cojo le dijo:

—¡Yo qué sé! Me parece que querría hacer algo con los estudiantes.

Ignacio estuvo a punto de exclamar:

—Pero… ¿es que suponéis en serio que soy de la FAI? —Pero le venció la curiosidad. Ya que la vida se mostraba generosa con él, ¿a qué despreciarla? Por lo demás, tal vez se sintiera más incómodo alrededor de una mesa con el notario Noguer, don Santiago Estrada y las señoras de la CEDA que con el Cojo y el Rubio y el Responsable. Lo mismo que en José, había en aquéllos algo de sinceridad. Ignacio recordó que la Torre de Babel le había dicho en el manicomio: «Uno de esos platos de crema debe de ser del Responsable. Siempre trae uno para su mujer».

Rutila, 80… Todavía recordaba la dirección de cuando José sacó el papel y le preguntó por dónde había de ir a Rutila, 80.

Advirtió a David y Olga que al día siguiente faltaría a clase. Llegada la hora, subió sonriendo la escalera de ladrillo rojo, sorprendentemente limpia. Llamó y le abrió la puerta una de las hijas del Responsable, la menor, que llevaba unos pendientes parecidos a los de doña Amparo Campo.

—Entra. —En el perchero colgaban varias gabardinas y él dejó su abrigo.

Entró en una habitación mal alumbrada, situada a la derecha del pasillo. En un rincón, una radio; en otro, una estufa al rojo vivo. Alrededor de la mesa, el Responsable y seis o siete personas más. Vio las costras del Cojo, la boina de Blasco, las pecas del Rubio. Dos o tres hombres serios, conocidos dirigentes de la CNT.

Sólo un par de ellos le miraron con curiosidad. Los demás parecían acostumbrados a ver gente nueva.

El Responsable le dijo:

—Siéntate. Todavía no sé cómo te llamas.

—Alvear.

Y se sentó.

Uno de los camaradas le preguntó:

—¿En qué trabajas?

—En un Banco.

Se hizo un silencio, durante el cual la hija les sirvió ron y dirigió una larga mirada a Ignacio.

El Responsable parecía dispuesto a no perder tiempo y comenzó a explicarse, demostrando con ello que trataba a Ignacio de igual a igual. Tenía enfrente un ejemplar de El Tradicionalista. Lo extendió sobre la mesa y señaló una columna como un general señala un punto en el mapa.

—Supongo que estaréis de acuerdo en que hay que contestar a eso.

Leyó en voz alta. Era un artículo corto. Leía con gran seguridad; siseando en las pausas y marcando con la cabeza un ritmo imaginario.

El artículo empezaba con una sátira desmedida contra los que creían que en un país individualista y violento como España podía tener éxito un régimen parlamentario, que ha de basarse en la comprensión y la tolerancia.

—De acuerdo —comentó un muchacho despeinado, el Grandullón—. El Parlamento es la reoca de los camelos.

A renglón seguido se decía que era indispensable una investigación a fondo para saber de dónde procedía el dinero que derrochaban ciertas personas de la localidad, cuyos ingresos conocidos no sobrepasaban los de la humilde clase media.

—Comunistas —sugirió Blasco, que se había colocado de espaldas para oír.

Luego el cronista añadía que debía precederse sin piedad contra los destructores de trombones, que no podían ser ajenos al corte de la vía férrea descubierto el día anterior entre Gerona y Figueras, que precipitó al abismo tres coches que transportaban vigas de hierro, una de las cuales aplastó el cráneo a un empleado del tren. Daba una lista de nombre sospechosos, escritos con ortografía voluntariamente alterada. En vez de Responsable decía: «Incansable».

—¡Cabrones! —juró el Cojo.

El Responsable tomó aliento y soltó el periódico.

—El Comité, decidido a que esa gente no se crea Dios porque ha ganado las elecciones, quiere contestar a esto. —Luego añadió, echándose para atrás—: Exponed un plan.

Hubo un momento de silencio.

—¿Conoce alguien al que ha escrito eso? —preguntó el Rubio.

El Responsable volvió a desplegar el periódico.

—Firma «La Voz de Alerta».

Todos le conocían y dijeron:

—El dentista tenía que ser.

El Cojo propuso, simplemente:

—Hay que ir por él.

—¿Ir a qué? —inquirió el Responsable.

El Cojo levantó los hombros. Su tío le hipnotizaba.

—No sé —dijo—. A dibujarle otra cara, ¿no?

Blasco negó con la cabeza.

—Aquí el culpable es el director del periódico —afirmó.

El Responsable pidió silencio. Llamó a su hija. Ésta abrió un armario y le entregó una libreta. Aquél la hojeó y fue resiguiendo nombres con el índice. Por último informó:

—El director se llama Pedro Oriol. Es comerciante en maderas, monárquico. Vive en la calle de la Forsa, 180.

Ignacio había palidecido desde que oyó a Blasco afirmar que el culpable era el director. Porque ya sabía que éste era don Pedro Oriol, el padre de su compañero de billar. No dijo nada, no sabía en qué pararía aquello.

El Grandullón intervino:

—Pues vamos por el director.

—Cuenta conmigo —ofreció el Cojo.

—Y conmigo.

—Y conmigo.

Ignacio sintió que le daban un codazo. Era su vecino el Grandullón, quien con las manos, hacía ademán de retroceder el pescuezo a alguien.

Ignacio evocó la imagen de don Pedro Oriol en el entierro de su hijo. Le veía, alto, vestido de negro, mirando al suelo. Pero no se atrevía a intervenir. Y no comprendía que hablaran de todo aquello delante de él.

Y, sin embargo, ahora varios le miraban, como extrañando su mutismo. Especialmente el Responsable.

Al ver que, en efecto, esperaban que dijera algo, intervino:

—Bueno… parece que tengo que decir algo… —Entonces añadió—: Antes que nada, ¿podría saber por qué he sido llamado?

—¡Toma! —exclamó el Responsable—. Para que nos des tu opinión.

Ignacio enarcó las cejas.

—¿Mi opinión sobre lo que estáis hablando?

—Sobre todo lo que se hable.

Ignacio quedó un poco desconcertado.

—Pues bien… —decidió—. Respecto a lo del director de El Tradicionalista, a mí me parece que os precipitáis un poco.

—¿Cómo que nos precipitamos?

—Sí. Hay que conocer a las personas, creo.

—¿Conocer…?

—En fin. Quiero decir que don Pedro Oriol… es una persona digna. —Viendo la perplejidad de todos, añadió—: ¡Bueno! Por de pronto, se le ha muerto un hijo.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntaron tres a la vez.

—¿Es amigo tuyo…? —inquirió Blasco.

—Lo era el chico.

El Responsable le miró.

—¿Sabías que su padre era uno de lo jefes monárquicos?

Ignacio levantó los hombros.

—Yo jugaba con él al billar.

El despeinado dijo:

—No sé… Te veo mucha corbata…

—Eso no tiene nada que ver —cortó el Responsable.

—¿Desde cuándo llevar corbata es pecado? —preguntó Ignacio, conteniéndose.

—El muchacho tiene razón —sentenció el Responsable.

—¡Basta ya! —interrumpió el Grandullón—. ¿Se zumba a ese Oriol, o no?

—Por mí, sí —repitió el Cojo.

—Por mí también.

—Por mí también.

Entonces el Responsable movió la cabeza:

—Sois unos borregos.

Todos le miraron.

—¿Qué pasa?

—¡Os he dicho mil veces que hay que hacer funcionar eso! —Y se pegó en la frente.

—Nadie le quitará la gran paliza.

—¿Y qué? El periódico continuará saliendo. Explotarán el asunto y venderán más ejemplares. —Se hizo el silencio. Todos comprendieron que el Responsable llevaba razón. Éste los miraba uno por uno, centelleando—. A veces me revienta que seáis tan ignorantes —les dijo—. Aquí lo que hay que hacer es algo más serio, de más fuste.

—¿Cómo de más fuste?

—Sí. Algo que impida que esto —señaló hacia El Tradicionalista— continúe infectando la provincia.

El Cojo le interrumpió. Siempre miraba a su tío tan fijamente que a veces le adivinaba el pensamiento.

—¡Ya está! Destruir la imprenta.

Hubo un instante de perplejidad. Todo el mundo miró al Cojo y luego al Responsable. No se sabía si éste ordenaría tirar a su sobrino por la ventana o si aprobaría su plan. Aquello era inesperado y probablemente una barbaridad. Destruir la imprenta. ¿Cómo, con qué? ¿Y las autoridades? El Cojo debía de estar loco.

Por fin el Responsable dijo, tomando de la oreja un pitillo según costumbre.

—Eso… me parece mejor.

—¡Hurra! —gritó el Cojo.

Los demás se movieron en la silla. Ignacio no cesaba de parpadear. Porque El Tradicionalista se tiraba desde antiguo en la imprenta del Hospicio y, junto con su taller de encuadernación, era la principal fuente de ingreso del establecimiento. Así se lo había contado a Ignacio la Torre de Babel.

Ignacio supuso que el Responsable desconocía aquel detalle, porque a la pregunta de Blasco: «¿Y dónde está la imprenta de esos burgueses?», el jefe de la CNT volvió a llamar a su hija para que le trajera del armario otra libreta.

Entonces Ignacio cortó su gesto.

—Yo puedo decíroslo —informó—. El Tradicionalista lo tiran en la imprenta del Hospicio.

Supuso que aquella razón bastaría… Y se equivocó.

—¡Magnífico! —exclamó el Grandullón, levantándose y encendiendo su cigarrillo en el hierro, al rojo vivo, de la estufa—. De noche no habrá vigilancia.

Todos asintieron. Era evidente que tenían gran cantidad de energía disponible y que buscaban en qué emplearla. El Rubio, cuyo rostro expresaba generalmente una especial bonachería, añadió:

—Hay otra ventaja. Se puede entrar en la imprenta por una puerta pequeña que hay que da a la calle del Pavo. No hay necesidad de atravesar el edificio.

Ignacio se preguntó si el muchacho habría salido de aquel establecimiento…

Pero no decía nada. Todo aquello era tan grotesco en su opinión que un sentimiento de superioridad le había invadido. Casi había adoptado un aire irónico.

Pareció que el Responsable se daba cuenta de ello porque le sirvió más ron y le preguntó:

—Bueno, la maquinaria se destroza, de acuerdo. Pero… ¿y el papel?, ¿qué se hace con el papel? Porque las balas de papel son así. —Y con la mano indicó una alzada enorme.

El Grandullón, a quien el personal descubrimiento de que por la noche no habría guardia había animado, opinó:

—Una cerilla y ¡ale!, ¡abur, mariposa!

Los dirigentes de la CNT sonrieron, indicando que era un exaltado. El Responsable tiró al aire un cigarrillo que el Grandullón recogió.

—Nada de incendios, idiota. A ver si vas a quemar el edificio.

—Bueno… ¿y qué dice a todo esto el estudiante?

Ignacio alzó los hombros. Reflexionó un momento. Dudaba entre varias preguntas que se le ocurrían. Finalmente, se decidió por dar un viraje.

—Yo querría saber… antes que nada, si la acusación de El Tradicionalista es fundada.

—¿Cómo…?

La pregunta cayó como un martillazo.

—Sí. Si fuisteis vosotros quienes saboteasteis la vía del tren. —Ignacio, de repente, había recordado la huelga de los peones ferroviarios.

El Responsable le miró.

—No. No fuimos nosotros. —Luego añadió—. Pero si lo hubiéramos sido, ¿qué?

Ignacio vio todas las miradas fijas en él.

—Pues… la cosa cambia, ¿no es cierto? Porque… destruir una imprenta…

Blasco, que continuaba colocado de espaldas a la reunión, preguntó:

—¿Qué pasa…? ¿También hay algún inconveniente?

Ignacio entendió que debía hablar. Sobre todo porque el Responsable le había llamado por primera vez estudiante.

Con la mayor naturalidad posible explicó su punto de vista. Que la imprenta del Hospicio era la fuente de ingresos del establecimiento. El Tradicionalista les pagaba un alquiler crecido y luego hacían otros trabajos.

—Y les hace falta, ¿sabéis? El Hospicio… está peor aún que el Manicomio.

El Responsable no alteró uno solo de sus músculos. Los demás continuaban escuchando sin reaccionar.

—Por lo demás —prosiguió Ignacio, algo nervioso a fuerza de oír su propia voz—, en la imprenta es donde aprenden el oficio muchos de los hospicianos, que tienen también el taller de encuadernación allí. Si se destruye la maquinaria, ellos son los perjudicados. El Tradicionalista comprará otras máquinas y probablemente las instalará en otro local independiente. Así que…

El Grandullón fue el primero en cortar.

—Primero, un tío muerto —dijo fumando con la boca torcida y cerrando el ojo izquierdo a causa del humo—. Ahora, unos huérfanos.

Ignacio no se arredró.

—Lo siento —dijo—. Se me ha pedido la opinión, ¿no?

El Responsable parecía dispuesto a concederle beligerancia.

—¿Cuántos chicos aprenden el oficio en la imprenta? —preguntó.

—Diez o doce.

—¿Y cuántos hay en todo el Hospicio?

—No lo sé.

—Aproximadamente.

—Pues… entre niños y niñas, unos trescientos.

El jefe le sirvió más ron.

—¿Te parece que por diez muchachos, que además podrán aprender lo mismo en otra parte, vamos a dejar de contestar a ese individuo —señaló el periódico de nuevo— que pide que nos ahorquen?

Ignacio dijo:

—Yo no sé si hay que contestar o no. En eso no me meto.

El Grandullón tuvo entonces una intervención inesperada.

—Oye una cosa —dijo—. Has dicho que en la imprenta había taller de encuadernación, ¿verdad?

—Sí.

El muchacho miró al Responsable y señaló a Ignacio con el mentón.

—¿No será… de los de Víctor?

Todos comprendieron la alusión. Supusieron que Ignacio era… ¡comunista y que defendía la causa de Víctor, jefe del taller de encuadernador!, pues si se destruía el taller el jefe comunista se quedaría en la calle.

Ignacio no pudo menos de sonreír con sarcasmo.

—¿Comunista yo…? Ahora empiezo a divertirme.

No obstante, el Responsable había empequeñecido sus ojos. La idea de perjudicar a Víctor le había penetrado certeramente, borrando todas las demás.

En aquel momento la hija mayor del Responsable entró y entregó a éste un papel en que había algo escrito. El Responsable lo leyó para sí, ante el súbito asombro de todos. Inmediatamente levantó la cabeza y preguntó a Ignacio:

—¿Tu padre es empleado de Telégrafos?

—Sí.

El hombre continuó:

—¿Se llama Matías?

—Sí. ¿Por qué?

—Nada. Mi hija dice que está segura de conocerte y que tú estuviste en un seminario.

—Sí, es cierto. Estuve cinco años.

El Cojo se irguió. Se oyó un rumor general.

—También dice que un hermano tuyo está aún allí.

—Es exacto. Está en el Collell.

El Responsable, que había dicho todo aquello en tono normal, de súbito se levantó y pegó un seco puñetazo sobre El Tradicionalista.

—¡He sido un imbécil confiando en tu primo de Madrid!

—¿Qué pasa? —preguntó Ignacio.

—¿Qué pasa…? Nada. Eso me enseñará a quitarme de la cabeza la manía de los sabios.

Blasco también se había levantado y todos parecían querer rodear a Ignacio.

El muchacho había recobrado su sangre fría. Se levantó a su vez. Comprendió que, si no reaccionaba, iba a salir de allí mal parado.

—A mí también esto me va a enseñar algo —dijo, sin saber a ciencia cierta a qué se refería.

—¿Ah, sí…? ¿Qué?

—¡Yo qué sé! —Se sintió molesto e indignado a la vez—. No meterme donde no me llaman.

—Aquí te habíamos llamado.

—Sí, pero suponía que se respetaban ciertas cosas.

—Nosotros no creemos en el respeto, sino en la acción —contestó alguien.

—¡Dejadle! —habló el Responsable—. ¡Que continúe!

Ante la actitud provocadora de todos, Ignacio adoptó un aire que hubiera admirado a doña Amparo Campo.

—No tengo por qué continuar. Ya lo he dicho todo.

—¿Qué querías decir con eso de respetar ciertas cosas?

—Hablaba en general.

—Aquí hablamos siempre en particular.

La hija intervino, inesperadamente:

—Quieres decir que lo que sabes es escuchar y luego contarlo todo al obispo, ¿no es eso?

Ignacio alzó los hombros. Recordó una frase de José y la repitió con automatismo que a él mismo le sorprendió.

—Lo que no sabría es andar con papelitos y luego exhibir por las calles un sargento.

—¡Animal! —gritó el Responsable. Y dominado por un furor súbito se le acercó—. ¡Los niños a beber leche!, ¿me oyes? ¡Leche! —gritó, siguiendo su costumbre de agarrar por las solapas.

Ignacio le dio un empujón involuntario, que le hizo retroceder. Miró a todos como desafiándolos y al mismo tiempo buscando la salida. La hija del Responsable era la persona que más rabia le daba en aquellos instantes.

Pero el Responsable, que casi se había quemado en la estufa, se había incorporado de nuevo.

—¡Somos idiotas! —gritó el Cojo—. ¡Trabaja en un Banco!

Ignacio se volvió hacia él.

—Anda y que te zurzan —dijo.

Entonces sintió un puñetazo en el rostro. Se llevó la mano a la mandíbula. Se abrió paso con fuerza. Avanzó sin darse cuenta. Se encontró frente al perchero. Tomó el abrigo. Intentó abrir una puerta, que no cedió. Finalmente halló la salida y se lanzó escalera abajo.

Al aparecer en la calzada oyó la voz del Grandullón que le decía desde una ventana bruscamente abierta:

—¡Y cuidado con hacer de soplón, mamarracho!

Al cabo de un rato vio un grupo de personas que andaban medio ocultándose. La mandíbula le dolía, pero a pesar de ello vio un sombrero hongo. Luego reconoció al doctor Rosselló. Dos pasos más adelante descubrió a Julio García, del brazo de un coronel esquelético.

Hizo un esfuerzo de memoria. ¿Qué significaba aquel grupo? Al cruzar el puente recordó que mucho tiempo atrás, cuando estaba en el Seminario, alguien le había dicho que, cerca de la calle de la Rutila, en la del Pavo, los masones tenían la Logia.

* * *

Inventó una historia. Contó que un carro de los que hacían el servicio de la estación a las agencias, al virar bruscamente le había dado con un tablón de madera que salía más de la cuenta. La herida no tenía nada de particular, pero se le hinchaba por momentos y adquiría un tono violáceo parecido al de la bandera de la República.

—No sé, no sé —decía su madre, mientras le aplicaba agua oxigenada—. ¿Dónde dices que te ha ocurrido eso, dónde?

Matías le examinó la mandíbula de cerca y pensó: «Eso es un puñetazo como una catedral».

* * *

Querido José:

Te escribo con la mandíbula hecha un asco gracias a un directo de tu amigo el Responsable. Sois de una especie muy difícil de clasificar y no comprendo que conociendo a aquella pandilla, y conociéndome a mí, les aconsejaras que me invitaran a una reunión. Chico, el anarquismo no sé lo que será, pero los anarquistas… Claro que me lo merezco por meterme donde no me importa. Con lo bien que se está en casa, estudiando. En fin, que sois unos birrias. Recuerdos a tu padre, a pesar de todo.

Tu primo

IGNACIO.

En cuanto hubo echado la carta al correo le pareció que todo lo veía de otro modo. Recordó que Olga le había contado detalles muy penosos de la infancia de los componentes de la pandilla, especialmente del Grandullón. Por lo visto, el chico quedó solo, sin nadie, y se dedicó a robar gallinas. Ignacio regresó a su casa pensando que evidentemente un hombre que de niño ha robado gallinas y otro cuya madre ha cocinado los huevos rezando el Credo han de juzgar de muy distinta manera las imprentas.

Lo que con más fuerza le había quedado grabado de la reunión era el «No sé, te veo mucha corbata…» Lo asoció al «¡Jolín, bastantes señoritos tengo en casa!», de la criada en el baile. La verdad era que desde el primer momento, con sólo ver el aspecto de la habitación, se había sentido un extraño. En la calle le importaba poco andar con el Cojo, con quien fuera. Pero, por lo visto, alrededor de una mesa la cosa era distinta.

Y luego, todo lo que ocurrió le pareció absurdo. La reacción de aquellos seres por el hecho de que hubiera estado en un Seminario no tenía ni pies ni cabeza. ¡Admitía la infancia del Grandullón! Pero ¿qué culpa tenía él?

La infancia, la infancia… También había tenido una infancia penosa su padre, Matías Alvear. Y Julio García. Y lo terrible era pensar que El Tradicionalista tampoco tenía razón.

No obstante, se confesó, a sí mismo, que si en lo de la imprenta hubiera protestado en cualquier caso, en lo de la agresión personal tal vez no hubiera dicho nada si la víctima elegida hubiese sido «La Voz de Alerta». Pero don Pedro Oriol… Don Pedro Oriol le inspiraba un gran respeto. Gran propietario de bosques, de acuerdo. Pero se lo había ganado con su trabajo. Los propios empleados del Banco conocían la historia y le trataban con deferencia. Era un hombre que había vencido a fuerza de tenacidad y altruismo. Siempre decía: «A mí me ha salvado el hacer favores». Su mujer llevaba una vida muy retraída y era más sencilla que la hija del Responsable. Tenían un coche anticuado, que traqueteaba por la ciudad, pero que, al parecer, subía como un demonio y en los bosques se internaba hasta donde trabajaban los carboneros. En fin, que hasta el coche era simpático.

La única objeción era: ¿Por qué eligió a «La Voz de Alerta» como redactor jefe, y por qué permitía aquellos artículos con la «plebe» y demás? Según el subdirector, don Pedro Oriol se encontró con que «La Voz de Alerta» era la única persona en la ciudad que entendía algo de periodismo, y el dentista impuso como condición que en los editoriales tendría pluma libre… una vez por semana. Aquella semana habían elegido al Responsable. Y de resultas de esto él tenía la mandíbula hinchada.

Y además le habían gritado: «¡Cuidado con hacer de soplón!» En compensación… había visto a Julio del brazo de un coronel esquelético, el coronel Muñoz. ¡Julio del brazo de un coronel!

La curiosidad que sentía por el policía se renovó en él. ¿Y por qué no? Doña Amparo Campo era la primera en no dar importancia a lo ocurrido en el diván.

Masones, masones… ¿Qué diablos ocultaba aquella palabra?

Una cosa en contra de Julio. Se había encontrado por la calle con Pilar y en un tono, que al parecer había desconcertado a la chica, le había preguntado: «¿Qué, pequeña…? Te gusta más la primavera que el invierno, ¿verdad?» Y la había mirado descaradamente al pecho.

* * *

Habían entrado en Cuaresma y Carmen Elgazu prohibió muchas cosas, sobre las que ella empezaba dando ejemplo: no tomaría ni postre ni café.

Había prohibido silbar y cantar. En resumen, todo cuanto fuera frívolo o extemporánea manifestación de alegría. Había prohibido ir al cine. Y Pilar volvería directamente de las monjas a casa.

¿Qué hacer los domingos sino ir al cine? Ignacio se fue a ver a Julio. Por lo demás, éste le andaba diciendo: «¿Qué te pasa, muchacho? ¿Te he ofendido en algo?»

El primer domingo, Ignacio encontró a Julio en un estado que Carmen Elgazu hubiera juzgado poco cuaresmal. El mueble bar estaba abierto y todas las botellas en desorden sobre la mesa. Julio daba la impresión de que, de haber eructado, se sentiría más ligero.

No obstante, tenía en los ojos la chispa especial de la cordialidad.

—¡Siéntate! Tomaremos coñac.

Ignacio se sentó, contento de que doña Amparo Campo estuviera ausente. Y Julio no perdió el tiempo. Le felicitó. Le sirvió coñac y le felicitó.

—Te felicito, muchacho. Sé que has estado en el Manicomio… y que te has ofrecido en el Hospital para dar sangre. ¡Chisssst te digo! Anda, bebe. ¿Y qué? —añadió—. ¿Ya sabes lo del análisis?

—No.

—¡Anda, brindemos! Primera calidad. Tienes sangre de primera calidad.

Julio tenía una expresión simpática, parecida a la que le conocía Matías Alvear las noches en que el policía iba a verle a Telégrafos. Y lo bueno de él era eso: siempre informaba de algo importante; por ejemplo, de que uno tenía sangre de primera calidad. Pero estaba completamente borracho.

De pronto señaló la mandíbula de Ignacio y gritó:

—¿Qué es eso? ¿Qué te ha pasado?

Ignacio estaba tan cansado de mentir en casa, primero con lo de las comuniones y ahora con la historia del carro, que allí dijo la verdad. Por otra parte, el principal motivo de su visita, o uno de los principales, era explicarle a Julio el resultado de su experiencia anarquista. Quería saber su opinión.

—Julio se puso más alegre aún.

—Pero, hombre… ¿por qué no me lo dijiste antes? No hay nada que hacer, ¿comprendes? Nada que hacer.

—¿En qué no hay nada que hacer?

Julio puso unas cuantas botellas en el suelo. Dejó cuatro solamente sobre la mesa, y las colocó una en cada esquina.

—Separación de clases, ¿ves? El anís no será nunca coñac y el coñac no será nunca champaña. ¡Nada, nada! —prosiguió, viendo que Ignacio quería hablar—. Los de arriba —tocó el cuello de la botella de champaña— no creerán nunca en tu sinceridad, y los de abajo —tocó la base de la botella de anís—, tampoco. Tú, clase media como yo, ¿comprendes?

Ignacio comprendía.

—¿Verdaderamente no hay nada que hacer?

—Brrrr… ¿Qué crees que ocurriría si fueras al notario Noguer y le dijeras: «Señor Notario, hace usted muy bien disparando en su finca contra los intrusos»? Nada. Ni te daría la mano. Ni hablar.

Ignacio reflexionaba. Le parecía que aquélla era una magnífica ocasión para sacar algo en claro de Julio. Le seguía la broma y bebía para acompañarle.

—Julio —le preguntó—, ¿es verdad que usted es comunista?

—¿Yo…? —Julio, que había encendido un pitillo, abriendo los brazos reunió de un golpe las cuatro botellas, haciéndolas tintinear.

Ignacio dijo:

—Me alegro. Porque aquí se rumorea algo…

—Idiotas, idiotas —repitió el policía—. Lo que pasa —se echó para atrás— es que a mí me interesa todo, ¿comprendes?

—¿Todo…?

—Sí. Todo lo que sea… ¿Qué te diré? Una gran transformación.

—¡Hombre! —exclamó Ignacio—. ¿Y cree que el comunismo lo es?

—¡Cómo! —Crujió los dedos—. ¡Caray si lo es! El otro día me contaban…

—¿Qué le contaban?

—Que en España no se atreven a… En fin, que se sirven del socialismo.

—No entiendo.

—Sí, hombre. Aquí no hay disciplina, ¿comprendes? Ya lo ves. Tú, individualista. Y el Komintern lo sabe.

—¿El Komintern sabe que yo soy individualista?

—¡No seas burro! Sabe que lo eres tú —le señaló—, que lo soy yo —se señaló—. Que todos somos individualistas. Por eso ha ordenado lo que te he dicho. —Con la diestra se dio un golpe en la otra muñeca, obligando a la mano izquierda a que se levantara—. El socialismo como trampolín.

A Ignacio le había interesado lo de la transformación.

—¿Así que le gustan las transformaciones?

—Sí. —Julio continuaba alegre—. Por eso me gusta Pilar, ¿sabes? Se está transformando.

Ignacio se puso repentinamente serio.

—Dejemos a Pilar, ¿no le parece?

—¡Bien, dejémosla! ¿Sabes qué…? Vamos a hablar de otro personaje. De Hitler.

—¿Otro transformador?

—Otro. También me interesa. ¿Qué? ¿No te han dicho si yo soy de Hitler?

La verdad, no.

—Pues… casi me interesa tanto como lo otro.

A Ignacio le pareció que Julio continuaba bebiendo demasiado y que llegaría un momento en que no sacaría nada en claro de él. Así que quiso precipitar las cosas.

—¿Qué sabe usted de la masonería, Julio…?

—¡Uf…! —El policía hizo ademán de ahuyentar una mosca—. Nada. ¿Ves? Ahí, nada. Nunca he sabido absolutamente nada.

—¿Nada, nada…? No lo creo.

—¿Por qué no?

—Usted siempre sabe algo.

Julio pareció sentirse halagado.

—¡Ah, claro! Lo de todo el mundo. Que si el rey de Inglaterra, que si Martínez Barrios… Son masones, ¿verdad? ¡Y me hace gracia —añadió riendo— que siempre se hable del grado treinta y tres!

Ignacio quería estimularle.

—Bien, pero… de los ritos. O de la… organización… Por ejemplo. ¿Hay logias en ciudades pequeñas? ¿En una capital como… Gerona por ejemplo?

—Chico… —Julio ahuyentó otra mosca—. Pasa eso, ¿sabes? Los que no lo son, no saben nada; y los que lo son, no hablan. Así que… ¿Me entiendes? ¡Ah, a mí me gustaría más hablar de Pilar!

Ignacio vio que no había nada que hacer. Julio se había levantado y se balanceaba sobre sus pies.

—La ciencia… La ciencia… es otra gran…

—Sí, ya sé.

—Eso. —Julio añadió—: Cambiará el mundo. Una inyección a un vicario ¡y ale! —hizo crujir los dedos—, transformado en rector.

Aquella salida extemporánea hizo reír a Ignacio. Pero de pronto le recordó lo del vicario de San Félix, que se había ido a Fontilles. Miró al policía. Tenía la cara roja y los labios algo hinchados.

—Ya conoce usted la novedad, ¿no? —le dijo.

—¿Qué novedad?

—La del vicario de San Félix.

—¿Qué ha hecho…? —Se rio—. ¿Se ha casado?

—No. Se ha ido a curar leprosos.

—¡Ja! —Julio hizo luego una expresión de asco—. La ciencia… arreglará eso.

—¿Cómo que arreglará eso?

—Una inyección… ¡y zas…! Holgarán los vicarios.

Aquello desagradó a Ignacio. Que no hubiera tenido un gesto de admiración. Precisamente hallándose en aquel estado tenía que haberle salido espontáneamente.

—Pero… usted admira al vicario, ¿no es eso?

—No.

—¿No? ¿Cómo que no?

—Es un acto… tonto. Inyecciones, ¿comprendes? —repitió, apretando con el pulgar una jeringa imaginaria—. Sabios. ¡Sabios y no vicarios!

Ignacio se ponía nervioso. Julio se daba cuenta de ello y le hacía ademán de que se calmara.

—Quieto, quieto… No lo olvides: «Sangre de primera calidad». ¿Quieres que te diga —añadió, levantando súbitamente el índice— el mal de España?

Ignacio no contestó.

—Pues, escucha bien. En los partidos políticos no hay biblioteca. ¡Mentira! —añadió—. La hay, pero… no va nadie. —Se sentó para sentirse más seguro—. ¡Y miento aún! —añadió—. En muchos pueblos… van las gallinas. ¡Eso es! —Hizo un gesto de asombro—. El conserje no ve a nadie… y mete las gallinas.

—¿Y qué pasa con eso? Tenemos gallinas sabias, ¿no?

—¿Qué pasa…? Ya lo ves. —Señaló afuera con el índice extendido—. Otra vez Semana Santa.

Ignacio le miró sin comprender.

—¡La procesión! Oye… —añadió, mirándole con simpatía y guiñándole un ojo—. ¿Te puedo hacer una pregunta?

—Hágala.

—¿En qué mes estamos?

—Pues… marzo.

—¡Exacto! Marzo. Bien… En la procesión… ¿llevarás capucha?

Ignacio hizo un gesto de repentina convicción.

—Desde luego.

Entonces Julio pareció serenarse.

—Bien hecho, bien hecho… —Luego añadió—: Yo también la he llevado… algunas veces.

* * *

David y Olga fueron más explícitos. Insistieron sobre la influencia que la niñez y el ambiente tenían sobre las personas. Del Cojo dijeron que las costras eran efecto de desnutrición. Su padre murió en las canteras de Montjuich. Le sepultó un bloque de piedra, con la cual luego le labraron la lápida, en la falda de la misma montaña, en el cementerio. Ahora vivía con su madre, vieja increíblemente alegre, porque estaba convencida de que su hijo era abogado. Al salir todas las mañanas, el Cojo le decía: «Hasta luego, madre, me voy a la Audiencia». Pero en realidad desde los tres años no había comido a su gusto ni siquiera cuando le invitaba su tío el Responsable. El odio que el chico sentía por los Costa, actuales dueños de las canteras de Montjuich, provenía del accidente de trabajo que sufrió su padre.

El Grandullón, ya sabía; y en cuanto al Rubio, era, en efecto, hospiciano. Le recogió una mujer que le vio un día yendo al fútbol en fija con los demás chicos, pero a su lado, exceptuados un par de años de prosperidad, todo le fue malamente. Ahora el Rubio se ganaba la vida llevando maletas en la estación y se contaba que la vieja perdía la vista. Los vecinos la ayudaban porque el Rubio era bastante frívolo.

Todos tenían una historia parecida, desde Blasco hasta los serios dirigentes de la CNT. ¿Cómo quería Ignacio que al oír hablar del Seminario no se pusieran nerviosos? Ninguno de ellos había encontrada ayuda duradera en ninguna institución. ¿Qué decir? El padre de Blasco, según les contaron en Estat Català, era un hombre que todo lo que poseía lo llevaba en el interior de la gorra. Se sacaba la gorra, la depositaba como cuenco entre las rodillas y de ella iba sacando todas sus riquezas lentamente: tabaco, papel de fumar, unas fotografías, una goma, unas monedas, alguna vieja carta y un acta notarial, no se sabía de qué. Todo estaba impregnado del olor, color y grasa de sus cabellos y de su gorra. También era limpiabotas y fue quien enseñó a Blasco a hacer saltar con un estilete los tacones de los clientes.

Y en cuanto al Responsable, éste era caso aparte. Cuando nació, sus padres vivían holgadamente fabricando alpargatas. Pero ya su padre era un gran revolucionario, que introducía en la mercancía folletos de propaganda. Un día alguien le dijo que lo hacía para el negocio, que sabía que cuanto más revoluciones hubiera más de moda se pondrían las alpargatas. Le dolió tanto el falso testimonio y temió hasta tal punto que la gente lo creyera, que cerró el taller. Desde entonces dio tumbos con su mujer y su hijo, el Responsable, vendiendo pomadas en las ferias, y hierbas. De ahí le venía al Responsable su afición a la medicina empírica, el vegetarianismo y a hipnotizar. Su padre acabó encantando serpientes. Y cuando su madre murió, una serpiente que dormía con ella se le enroscó al cuello amorosamente y no podían despegarla. Esta imagen le quedó tan grabada al Responsable que desde entonces, cuando oía que alguien había aplastado la cabeza de una serpiente, se ponía furioso… Ahora trabajaba en el taller Corbera, fabricando alpargatas de nuevo e introduciendo idénticos folletos clandestinos que su padre. Pero de la prosperidad de su nacimiento le había quedado cierta manía admirativa por la gente instruida. Por ello hacía buenas migas con Julio García, y sin duda por ello había intentado ganarse a Ignacio.

Los maestros desconocían la historia del manicomio.

—Pero ya ves, chico —dijeron—, que no es fácil juzgar… ¿Al padre de Blasco qué le hubiera importado imprenta más o menos? Total, tampoco le habría cabido en la gorra.

* * *

Todo aquello constituía una experiencia. Y la Cuaresma avanzaba. Eran tantas las personas como Carmen Elgazu que habían prohibido a sus hijos silbar y cantar, que el ambiente de la ciudad era silencioso. Abstinencia y ayunos abundaban como el bacalao en las tiendas. Las piedras parecían más grises. En torno de la Catedral flotaba una aureola de recogimiento.

Todo aquello había terminado por impresionar a Ignacio, quien se preguntaba si no sería hora de ir a confesar. Porque las personas a las que las manifestaciones cuaresmales molestaban, y que querían contrarrestarlas por medio de altavoces, espectáculos picarescos o carreras ciclistas, conseguían arrastrar a muchos, pero no a Ignacio. A Ignacio le vencía la constancia de Carmen Elgazu y la cara de espanto de Pilar cuando se sorprendía a sí misma tarareando un vals. «¡Dios mío!», exclamaba. Y se llevaba la mano a la boca.

Ignacio quería confesar su caída con doña Amparo Campo. De pronto le producía verdadero horror, pensando que al fin y al cabo Julio era amigo suyo y de la familia. Pero nunca se decidía, dándose pretextos y excusas. «Cuando no tenga que estudiar tanto. Si el vicario de San Félix no se hubiera marchado a Fon tilles…»

Pero, por otra parte, le causaba viva inquietud entrar en Semana Santa sin haberse reconciliado con Dios. La Semana Santa había impresionado siempre a Ignacio de una manera especial, incluso en el Seminario. Empezando por el Domingo de Ramos y terminando por la Pascua de Resurrección.

Y Gerona, desde luego, ofrecía un marco único para conmemorar aquellos acontecimientos.

—¿No sabes adonde ir los domingos? —le decía Carmen Elgazu—. ¡Vente conmigo al Vía Crucis del Calvario, ya verás!

El Vía Crucis en las capillas que ascendían Calvario arriba, al otro lado de las murallas. Catorce capillas blancas. Las tres primeras destacaban aún entre torreones y recuerdos bélicos, por un camino empinado y pedregoso parecido al que Carmen Elgazu vio en «Rey de Reyes» y que conducía al Gólgota. Pero las demás se erguían ya entre los prados frondosos que se caían por la izquierda, barranco abajo, hasta el río Galligans y los olivares que trepaban por la derecha. Olivares eternos, de propietario desconocido, puestos allí para esperar a que por Cuaresma se formara la gran comitiva del Vía Crucis hasta la ermita.

Un domingo Ignacio aceptó. Y luego hubo de aceptar muchos otros domingos. Entendió que haría tan feliz a su madre acompañándola, que le dijo: «Vamos al Vía Crucis del Calvario». «¿A qué hora es?» «A las tres, hijo. Saldremos juntos de aquí».

Así lo hicieron. El Demócrata ridiculizaba aquel acto de pública penitencia; pero, por lo visto, había muchas personas que no le hacían el menor caso. Porque en el lugar de concentración, detrás de la Catedral, se congregaba siempre una considerable multitud que se ponía en marcha apenas el sacerdote que había de leer las Estaciones salía del Palacio Episcopal.

Pronto cruzaban la antigua puerta de salida de la ciudad y atacaban en silencio la cuesta pedregosa. Ignacio se sentía en el acto prendido en el ambiente de religiosidad. El lento avance de aquella multitud, el súbito ensanchamiento del horizonte y la visión de la primera capilla le obsesionaban.

La gente arrastraba los pies, con la vista baja, avanzando a veces sobre la hierba que orillaba el camino y de pronto levantando la vista en dirección a la ermita que aparecía allá arriba, escueta y solitaria. El sacerdote que llevaba el Vía Crucis iba en cabeza y al llegar ante cada estación subía al pequeño estrado y, abriendo el librillo, gritaba: «¡Quinta Estación!» Y se persignaba y la multitud le imitaba, haciendo una genuflexión ante la naturaleza y murmurando: «Señor, que con tu sangre redimiste al mundo…» Y el texto describía la primera caída de Cristo, la segunda, la tercera, cuando le dieron a beber hiel y vinagre…

A veces, hacía viento y los olivos se unían al coro: «Señor, que con tu sangre redimiste al mundo…» Las murallas abrían cuanto podían sus grandes boquetes para oír. La Catedral surgía ciclópea, increíblemente lejana, a espaldas de la comitiva.

Los más rezagados apenas si oían al sacerdote. La comitiva era tan larga que cuando éste había llegado a la undécima estación, ellos todavía estaban en la cuarta. Seguían la Pasión con los brazos caídos, el cuello inclinado hacia el pecho. Algunos se cansaban y se sentaban en el camino, con una flor del campo en los labios. A veces surgía un lector espontáneo, y entonces las voces de éste y el sacerdote que iba en cabeza se unían en el aire.

Y luego se cantaba. Ignacio no olvidaría jamás la impresión que le produjo oír cantar a su madre al aire libre, entre unos prados verdes y un olivar, en dirección a una ermita. «Ahora sí puedes cantar, hijo». «¡Perdonadnos, Señooooor!» La voz de Carmen Elgazu salió frenética, algo chillona, pero con tal sinceridad que la de Raimundo, en el orfeón, era ridículamente frívola a su lado. «Perdonadnos, Señooor». Al final se prolongaba como si cada ser tuviera escondido un eco en la garganta. ¿De qué debía perdonar el Señor a su madre? A él, sí, que manchaba la amistad, que llegaba un momento en que oía sin pestañear que lo que hacía falta eran inyecciones y no mártires. Pero a su madre, con la mantilla en la cabeza, el rosario colgándole de los dedos, tacones altos a pesar del camino pedregoso…

En la duodécima estación Cristo moría, y se hubiera dicho que la voz del sacerdote abría también en canal el paisaje, despedazaba las rocas. Pocas veces el cielo se cubría de tinieblas amenazando tempestad. Casi siempre era el sol el que presidía la ceremonia, un sol grandioso que se iba cayendo como una Hostia, tras las montañas de Rocacorba.

Todo terminaba de pronto, con sencillez, y entonces las mujeres descansaban en los bancos de piedra delante de la ermita y los más presurosos regresaban a la ciudad, guardando aún el silencio. Otros más valientes continuaban subiendo hasta las dos Oes, dos arcos, restos de muralla, que coronaban toda la comarca.

Ignacio regresaba a su casa del brazo de su madre. Si Pilar los acompañaba, a Carmen Elgazu le invadían grandes escrúpulos. Porque se sentía tan madre, tan orgullosa entre los dos, que casi se olvidaba de que el camino por el que bajaban conducía al Gólgota. Pero se recobraba y decía: «Con qué devoción lee mosén Alberto, ¿verdad? ¿Habéis oído en la duodécima estación?»

A Carmen Elgazu, una de las cosas que más le impresionaban, sin saber por qué, era lo de Simón Cirineo; en cambio, a Pilar le impresionaba lo de la Verónica. En Ignacio imprimía huella especial la palabra de Cristo a San Juan: «Juan, aquí tienes a tu Madre».

Era difícil, desde luego, subir al Calvario y sentir que se acercaba Semana Santa sin ir a confesar. ¿Cuántos de aquellos que cantaban entre los olivos estaban en pecado mortal? Tal vez él fuera el único, como en tiempos le ocurrió en el dormitorio del Seminario.

Y, sin embargo, al llegar a casa y entrar en su cuarto, se distraía. Y se ponía a estudiar. Y a veces a la media hora escasa se sorprendía silbando. Y entonces hacía lo que Pilar: se llevaba, asustado, la mano a la boca.

De este modo llegó el Domingo de Ramos. Sin ir a confesar, a pesar de la palabra de Cristo a San Juan.

Y en ese domingo se excusó aún, porque mejor que de penitencia le pareció un oasis de alegría en medio de las Estaciones. Las palmas de los niños, la evocación de la entrada triunfal en Jerusalén.

Pero luego vino el Lunes Santo, y el Martes y el Miércoles… Y no sólo en las iglesias dieron comienzo los grandes sermones de meditación, sino que de pronto Carmen Elgazu cubrió con un pedazo de tela morada el Sagrado Corazón del comedor. Aquella visión obsesionó a Ignacio, pareciéndole a la vez tenebrosa y dulce. La tela ocultaba la imagen, pero silueteaba su contorno, el de la cabeza e incluso el del globo terráqueo que llevaba en la mano. Todos los años ocurría lo mismo. La pequeña Virgen del Pilar del cuarto de la niña era cubierta también por una especie de capuchón morado, lo mismo que los crucifijos de las cabeceras. Y Matías veía desaparecer su radio galena en el fondo del armario de la alcoba.

¿Qué hacer ante aquel acoso de las fuerzas del alma? Incluso en el Banco, en aquellos días, se notaba como una tensión. El dinero se escurría de las manos como algo pasajero. A Padrosa le resultaba difícil imaginar que al llegar a su casa se pondría a estudiar el trombón, sustituto del órgano de la Catedral y del clavicémbalo. Y la Torre de Babel se iba al Ter, pero su triple salto era menguado. Y el de Cupones pasaba raudo con la bicicleta por las calles, pero tocaba el timbre lo menos posible.

El silencio dominaba la ciudad, convirtiéndola en fantasmal y nocturna. Incluso personas como los arquitectos Ribas y Massana admitían „ que nunca las piedras milenarias adquirían tan alto sentido como en aquella Semana. Y al llegar Jueves Santo, desde cualquier balcón contemplaban el discurrir de la gente visitando monumentos. Familias enteras entrando en la iglesia, y saliendo a poco, mujeres con peineta y mantilla, vestidas de negro, algunas con claveles rojos en el pecho y en el pelo. Había algo hermoso y oloroso en el ambiente y tenía gracia que los poco habituados hundieran las manos en las pilas de agua bendita sin acordarse de que en aquellos días estaban vacías.

Ignacio se decía: «Todo el mundo está de acuerdo. Y yo sin confesar. Y mañana la Procesión, a las diez de la noche, bajo la luna llena».

¡Ah! La procesión era distinto. La procesión de Viernes Santo tenía muchos, muchísimos detractores. El Demócrata entendía que había algo dantesco en el conjunto, inventado para dar miedo a los niños, Cosme Vila sentenciaba: «Es el carnaval de la Iglesia».

* * *

Pero los detractores no pudieron impedir nada. El Viernes Santo llegó, y todo ocurrió en él como desde siglos. Las tres horas de Agonía por la tarde, trágico sermón que hizo estremecer a Carmen Elgazu. Arena sembrada a lo largo de todo el itinerario que seguiría la procesión, para que los que llevaran los Pasos no resbalaran. Unas horas de suspensión total de la vida, porque todo el mundo sabía que Cristo estaba muerto.

Luego, hacia las nueve de la noche, los primeros penitentes subieron hacia la Catedral, lugar de concentración. Y la multitud abrió los balcones y empezó a situarse en ellos silenciosamente. Sería preciso ceñirse mucho: tantos eran los que tenían que caber. Y era necesario calcular que en el momento de pasar el Santo Sepulcro tendrían que arrodillarse.

Los detractores no pudieron impedir nada, la concentración de fieles era ingente, la Procesión se iba a celebrar. No pudieron impedir ni siquiera que de pronto la luna apareciera, en efecto, tras la línea de Montjuich, redonda y gigantesca, derramándose sobre los tejados.

Su aparición fue saludada por miradas de agradecimiento. Todo el mundo sabía que a la luz de la luna los colores serían más hermosos, las llamas de las antorchas temblarían más misteriosamente.

Todo estaba preparado. En la sacristía de la Catedral, un notario —el notario Noguer—, un dentista —«La Voz de Alerta»—, el director de la Tabacalera, don Emilio Santos, y un comerciante en maderas —don Pedro Oriol— sostenían sobre sus hombros el Paso de la Dolorosa, esperando la señal de partida.

Las Cofradías estaban alineadas, cada una con su color. Hábitos blancos —redención—, hábitos negros —luto—, hábitos amarillos, hábitos rojos —sangre derramada—. Y los capirotes, ocultando el rostro. Capirotes blancos, negros, amarillos y rojos se mantenían enhiestos bajo la bóveda de la catedral, esperando la señal de partida.

De cada hábito surgía una mano que sostenía un cirio o una antorcha. Todas estaban apagadas. Pero de pronto una se encendió. Y aquella primera llama fue transmitiendo a las demás el fuego sagrado. Nacían las lenguas de fuego como nacen en la noche en los camposantos.

El subdirector llevaba el pendón de la Adoración Nocturna con orlas y letras doradas. Don Santiago Estrada llevaba otro que ponía: «Instituto de San Isidro».

Un coro de monaguillos esperaba, partituras en la mano, y lo dirigía el director del orfeón, el de la gran cabellera al que todo el mundo quería pintar.

Las autoridades llevaban chaqué y sombrero de copa; afuera esperaban los penitentes. Los que irían descalzos, los que llevarían una cruz a la espalda, o arrastrarían cadenas. Todos habían hecho promesas: «Si se me cura el pecho; si mi hijo vuelve al buen camino». Examinando con atención los pies descalzos, se descubría un crecido porcentaje de mujeres.

Todo el mundo estaba en su lugar. Carmen Elgazu le había dicho a Matías: «¿No te das cuenta? Todos los hombres van a la procesión menos tú, todos hacen algo», Matías había contestado: «No seas así, mujer. Si no hubiera gente en los balcones, perdería su gracia».

Y, además, Matías entendía que con un representante de la familia Ignacio, había bastante.

Los detractores no pudieron impedir que a las diez en punto mosén Alberto, con una suerte de báculo de plata, pegara tres golpes en las losas de la Catedral, muy cerca del lugar en que Carmen Elgazu las había besado, y que al oír la señal la comitiva se pusiera en marcha, al compás del redoblar de los tambores.

El descenso de las escalinatas de la Catedral, con la doble hilera de cirios y antorchas, parecía el descenso hacia un lugar ignoto, hacia un valle místico y desconocido en el que se iba a celebrar el juicio de la ciudad.

Por lo menos, así se lo parecía a Ignacio. Porque Ignacio era uno entre mil. Ignacio llevaba capuchón y hábito negros. Formaba parte de la Cofradía de la Buena Muerte. Era uno más entre los dolorosos fantasmas.

Bajo el capuchón, en el fondo de los dos agujeros que se abrían en él desorbitadamente, sus ojos titilaban inquietos. El muchacho sabía perfectamente cuál era su aspecto de fantasma, pues al vestirse en su cuarto se miró al espejo del armario. El hábito hasta los pies le impresionó enormemente; las mangas anchas, la faja, la punta del capirote tocando el techo. Pilar se había quedado pasmada y le dijo: «¿Por qué no te pones en el capuchón la estrella blanca del Belén, para que te conozcamos?» Pero Ignacio sabía que lo bueno era que nadie reconociera a nadie, que sólo se vieran capuchas, hábitos de distintos colores, ojos inquietos y manos anónimas que surgieran sosteniendo un cirio o una antorcha, descendiendo las escalinatas.

Ahora sabía la impresión que hacía llevar en la cabeza un gran capuchón erecto, sentirse enfundado como las imágenes de los altares. Daban ganas de rezar y de llorar. ¡Y todo era visible gracias a los dos agujeros a la altura de los ojos! ¡Cuánta importancia la de los ojos! Los ojos bastaban para ver y vivir el mundo.

Ignacio ponía buen cuidado en no quemar con su antorcha al que tenía delante. ¿Quién era? Alto, altísimo. ¿No sería la Torre de Babel? En el centro, detrás, el Cristo enorme, el desgarrado, el que según El Demócrata llegaba a los balcones. Hombres forzudos, con fajas transversales, lo llevaban y se relevaban a cada momento. No llevaban capucha. Se les veía la cabeza, se percibía el esfuerzo de sus músculos. Eran un panadero, dos matarifes, dos o tres campesinos. En el Banco se decía que cobraban por aquel trabajo.

Al llegar al pie de la escalera, se unieron a la procesión los caballos que abrirían la marcha. Seis caballos montados por oficiales del Ejército, el comandante Martínez de Soria en cabeza. Y detrás de los animales, uno de los personajes más importantes de la procesión: un vejete, Ernesto, hombre de sesenta y cinco años, con blusa azul, un capazo y una paleta, para ir recogiendo los excrementos.

Mosén Alberto lo dirigía todo y era evidente que servía para ello. Hacía una señal, y los tambores se callaban. Pegaba un golpe en el suelo y los monaguillos se ponían a cantar: «Miserere nobis». Las monjas del convento del Pilar, tras las celosías, contemplaban aquella gran sinfonía de colores negros, amarillos, blancos y rojos y veían cerrando la comitiva un pelotón de soldados custodiando el Santo Sepulcro iras el cual el señor obispo caminaba lentamente, entre pajes que sostenían cojines morados.

La población no participaba aún de la ceremonia. En la Rambla, en la calle de la Platería, en la plaza Municipal, en las aceras y balcones, se decía solamente: «Ya ha salido, ya baja los escalones de la Catedral».

Ignacio no conocía el itinerario. Prefirió no saberlo. Prefirió descubrirlo. Ahora pensaba en el índice de Julio diciéndole: «¿Tú llevarás capucha negra?» «¿Qué rezaría en aquellos momentos la mujer del Responsable?» Probablemente, los misterios dolorosos.

De pronto comprendió Ignacio que, en vez de atacar la bajada de San Fermín, se bifurcaba hacia la Barca: era preciso, por lo tanto, cruzar de parte a parte el barrio de las mujeres de mala nota.

¡Santo Dios! Ésta fue la segunda gran impresión que recibió. Porque en cada ventana había dos de ellas, o tres, con mantilla, cara ingenua, enharinada, la mayoría con rosarios en las manos. Algunas guardaban su abanico cerrado y lo abrirían, emocionadas, al pasar el Santo Sepulcro…

El Santo Sepulcro… Ignacio había visto muchas veces la imagen de aquel Cristo yacente, de color de pergamino. Era el más inmóvil de todos los Cristos que había contemplado.

Pero ahora el Santo Sepulcro quedaba atrás, no le veía. Tampoco veía los Pasos del Nazareno, de la Flagelación, de la Coronación de Espinas, pues iban mucho más adelante; ya debían de estar desembocando en la parte céntrica de la ciudad. Él se hallaba entre el Gran Cristo y el Paso de la Dolorosa, el que llevaban, sudando y respirando con fatiga, el notario Noguer, «La Voz de Alerta», don Emilio Santos y don Pedro Oriol.

Impresionaba, mucho más aún que en el Vía Crucis del Calvario, el ruido de los pies arrastrándose. La arena sembrada crujía, y, además, eran muchos centenares de pies. De pronto se callaba el coro, se callaban los tambores y se hacía el silencio absoluto. Cristo estaba muerto. Entonces volvían a oírse los pasos arrastrándose y las llamas silueteaban en los muros conos fantásticos.

Cruzaron la calle de la Barca. Aquello era ya la ciudad. Ahora ya la multitud participaba de la ceremonia. Todo el mundo apiñado en los balcones y ventanas, en las esquinas. En las esquinas había gitanos, niños, mujeres de las que en verano comían arenques y sandías en las aceras. Un crío muy pequeño, sentado en un alféizar, llevaba una nariz de cartón con gafas de alambre.

Ignacio no reconocía a nadie. Eran muchas caras con los ojos asombrados. ¡En la puerta de su establecimiento, el patrón del Cocodrilo! Se había quitado la minúscula gorra y se le veía la casi afeitada nuca.

Se avanzaba lentamente, había gente incluso en los faroles. Los ojos miraban para arriba, para abajo. Arriba, el gran misterio de la noche, abajo el de la cera de las antorchas derritiéndose. Formaba estalactitas que de repente resbalaban y quedaban petrificadas. A veces la llama chisporroteaba. Se notaba en la mano una humedad caliente. «Cuidada, era preciso no quemar al que iba delante».

Y de repente, entraron en la Platería. Y la ciudad fue un abanico que se desplegaba. Todas las muchachas hermosas estaban en los balcones, reclinadas en las barandas. Doña Amparo Campo presidía el suyo, con peineta y mantilla. Ya no eran gitanas, mujerucas; las calles ya no eran angostas. Era la ciudad que se abría, los altos edificios, las familias volcadas al exterior sobre las tiendas, tiendas mudas y avergonzadas. Un murmullo de admiración corría a ras de las azoteas; se disponía de espacio para maniobrar; las perspectivas eran majestuosas.

A Ignacio le latía el corazón. Porque ya veía a lo lejos los árboles de la Rambla. Y ello significaba que pronto entrarían en ella y vería a los suyos en el balcón de su casa. Ahora se arrepentía de no haberse colgado la estrella en el capuchón. Menos mal que le había dicho a Pilar: «Tú mira las antorchas. Cuando veas una que se agita tres veces en el aire, soy yo».

¡Válgame Dios, era imposible! Pilar había visto los caballos, a Ernesto con la paleta y el capazo, los Pasos, a mosén Alberto, a todo el mundo. Y veía docenas de antorchas que se agitaban tres veces en el aire, o por lo menos lo parecía. Carmen Elgazu decía: «Pero ¿qué más da? Le reconoceremos en seguida». Matías decía que no, que era imposible pero también lo creía.

Matías quedó estupefacto una vez más al ver los penitentes descalzos. Los pies debían de sangrarles a causa de la arena. Le impresionaban más los que llevaban la cruz a la espalda que los que arrastraban cadenas. Las cadenas quedaban inmóviles un instante en el suelo; cuando el pie avanzaba, ellas avanzaban en pequeñas sacudidas. «Para que mi pecho se cure; para que mi hijo vuelva al buen camino».

No, no le reconocieron. Ignacio pasó justo bajo el balcón, agitó su antorcha, miró hacia arriba inclinando hacia atrás el capirote, vio a su padre, a su madre, a Pilar y a las dos sirvientas de mosén Alberto con expresión arrobada, mirando para otro lado, señalando a éste, a aquél. Miraban a todos lados excepto a donde él se encontraba. ¿Cómo era posible? Debían de estar desconcertados por la luna, por los tambores. ¿No veían sus ojos titilando como estrellas en el fondo de los agujeros del capuchón?

Ahora ya no cabía hacer nada. Porque todo ello quedaba a su espalda. Habían avanzado mucho, mosén Alberto impedía con soberana maestría que se cortara la procesión. Ahora ya se encontraban frente al bar Cataluña, semicerrado. ¡Los limpiabotas estaban allí! Blasco con la boina en la mano. ¿Escondería también en ella todo cuanto poseía; tabaco, papel de fumar, aquel acta notarial…? También estaba allí la Torre de Babel, protegido tras de gafas ahumadas. Así, pues, la altísima capucha que precedía a Ignacio no era la Torre de Babel. ¿Y si fuera el coronel esquelético que vio por la calle de la Rutila, del brazo de Julio?

La procesión daba la vuelta hacia la plaza Municipal. Ello significaba el regreso. ¡Qué corto era aquello y qué largo a la vez! Algunos de los pies descalzos sangraban, en efecto. La antorcha de Ignacio se había pegado a su mano. Su vecino le dijo: «Hubieras debido atarte un pañuelo».

Era el regreso. El abanico volvía a cerrarse. Era el regreso por la calle de Ciudadanos. ¡Por delante del Banco Arús! ¡Santo Dios, dentro había luz…! Era la luz del guardián nocturno. Guardaba aquella caja de caudales para que no entraran allí hombres enmascarados y con capucha negra a robarlo todo.

Y luego la calle de la Forsa —el barrio gótico— y luego la Catedral. Y al cruzar bajo la puerta sonó arriba, gravemente, la medianoche.

Ignacio se quitó el capuchón. Y respiró. Las sienes recibieron un soplo de aire fresco. Pensó: «Y todavía estoy en pecado mortal». Echó a andar hacia su casa. Sombras negras aleteaban aún.

—¡Hijo mío! ¿Dónde te has metido?

—¡Yo qué sé! He agitado la antorcha más de veinte veces.

Pilar pataleó.

—¿Pues cómo te íbamos a reconocer? Habíamos quedado en que una, dos y tres…

Ignacio se encontraba deshecho. Se encontraba fatigado, era preciso ir a dormir; al día siguiente hablarían.

Ignacio entró en su cuarto. Y colgó la capucha tras la puerta. Se desnudó, se metió en cama. Y entonces se quedó dormido en el acto, respirando profundamente. Y soñó. Soñó toda la noche, sin parar. Soñó que David y Olga le perseguían con cirios gritando: «¡Eh, hombre patético, que anduviste sembrando terror con los curas para sugestionar a la gente sencilla!» Él quería huir, huir, pero no contaba con otro vehículo que la tortuga de Julio García.

* * *

Gerona entera soñó con cirios, largamente. La procesión de las horas seguía. Ya la madrugada se abría paso, se deslizaba con sabor amargo.

De repente, Carmen Elgazu abrió la ventana del cuarto de su hijo. ¿Qué había ocurrido? Entró el sol a raudales.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—¡Sábado de Gloria! Resurréxit!

Ignacio se incorporó en la cama y escuchó. Su madre había quedado inmóvil. Todas las campanas de la ciudad volteaban a un tiempo. Resurréxit! Como si desde años hubieran esperado aquel instante. Y era curioso que, prestando atención, los sonidos pudieran ser distinguidos. Las dos campanas gemelas del Sagrado Corazón repicaban frenéticamente. La del Hospital les contestaba con la pureza del oro. La de San Félix se hundía, gloriosamente, en el agua del río. Las de la Catedral dominaban, despertando ecos de alegría en los patios y plazas de la ciudad. Allá lejos se oía la de las monjas Veladoras, minúsculo din-din que parecía de cristal.

Pero, sobre todo, las de la Catedral sobrecogían el espíritu. Se hubiera dicho que eran las piedras las que chocaban entre sí, adquiriendo de pronto calidades de bronce. La gente andaba por las calles indefensas ante el gran júbilo que se había desencadenado en el cielo azul. ¡Cómo hubiera gozado César! Los campaneros eran izados todos, sin excepción, a varios metros de altura.

Ignacio se vistió precipitadamente y salió. Gerona era un mar de alegría y mil olas de color salpicaban las fachadas. Entonces fue cuando empezó a correr el rumor: había estallado un petardo en el Palacio Episcopal.

Lo encendió un hombre solitario, forastero, pobre. No causó ningún daño. Sólo el pánico de aquellos que oyeron la detonación. Le detuvieron y le preguntaron: «¿Por qué lo bis hecho?» Él contestó: «Dejadme, dejadme, yo quiero estar solo».

Luego volvieron a salir las muchachas hermosas. Todo el mundo olvidó al hombre pobre. Los cafés se llenaron, la niña del cuello de cisne estrenó un precioso sombrero juvenil…

Era el Sábado de Gloria, la Resurrección. Las mujeres habían ido al Sepulcro y lo habían encontrado vacío. La losa levantada, un ángel sentado a la puerta. Luego Cristo penetró en el Cenáculo y dijo a los apóstoles: «Id y predicad el Evangelio por el mundo».

Aquél fue, pues, el primer Seminario. Ignacio pensó que el Cenáculo fue el primer Seminario, el de la Sagrada Familia de los Apóstoles. La noticia era jubilosa. Por eso tañían las campanas. Por eso, mil novecientos treinta y cuatro años después Carmen Elgazu había abierto la ventana de su cuarto y la niña del cuello de cisne había estrenado un precioso sombrero juvenil.

¿Qué dirían ante todo aquello el Responsable, sus hijas, el Cojo, el Grandullón? Continuarían conspirando, porque aquello no resolvía el hambre de justicia de sus vidas. Allí estaba como muestra el hombre pobre que quería estar solo. ¿Qué diría Julio? Nunca a base de inyecciones se conseguirían Sábados de Gloria… ni se resucitaría a nadie. ¿Qué dirían David y Olga? David y Olga estarían contentos porque ya se había terminado aquella Semana de sombras negras.

Ignacio recorrió la ciudad, durante la mañana del sábado, como ebrio. Emborrachándose de colores, de muchachas hermosas. ¡Incluso las de la Academia Cervantes, que vio en grupo en la Plaza de la Independencia, tenía algo de belleza resucitada! Y es que además de todo aquello estaban en el corazón de la primavera. Los árboles de la Rambla en la procesión le habían parecido maderos para crucificar. Pero ahora se los veía verdes y ufanos, riéndose con los niños, ¡y con el primer vendedor de mantecados! Iba a costar mucho esfuerzo volver a la realidad. Porque las campanas continuaban tocando. La que con más frenesí tañía, con más júbilo, era la de las monjas Veladoras, la más lejana, la del minúsculo din-din. Carmen Elgazu creía que las monjas Veladoras eran las personas que mejor sabían que nunca, jamás nadie podría resucitarse a sí mismo, si no era Dios.