Capítulo XII

Todo el mundo fue regresando. Las primeras lluvias de septiembre barrieron playas y montañas. En el bar Cataluña había gran satisfacción, pues se decía que a no tardar se anunciarían elecciones en España. La huelga de la CNT había fracasado en Gerona, pero en otras ciudades se iban encadenando otras huelgas. El otoño se presentaba movido.

Los obreros contaban maravillas de la Costa Brava. Aquello era vivir… Muchos habían instalado tiendas de campaña bajo los pinos y bailado en todos los entoldados de la comarca. En la costa, las Fiestas Mayores se celebraban en verano. Llegaban con el cutis y la espalda tostados, y sin un céntimo en e) bolsillo. Al llegar a Gerona se encontraban desplazados, como si no sólo la fábrica, sino las calles y los arcos y los sólidos edificios fueran cárceles.

Julio García llegó también de París. En el Neutral, a lo primero, se limitó a enseñar un mechero muy original, que tenía la forma de un tapón de champaña, y a sentenciar: «París continúa siendo la capital del mundo». Pero todos le acuciaron, empezando por Ignacio, quien al anuncio de su llegada acompañó a su padre al café. Y entonces los deslumbre. «¡Qué impresión más triste da Gerona viniendo de allá!», dijo. Traía también otra boquilla, que parecía de ámbar; y al contrario que los veraneantes, estaba más pálido. Habló del lujo de las tiendas, de la impecable organización del Metro, de las grandes librerías de viejo del Barrio Latino, de la torre Eiffel, de las revistas, de los cabarets, del escultor español Mateo Hernández, que se paseaba por Montparnasse llevando en una mano un oso y en la otra una pantera; de las catacumbas…

—Si mi mujer viera aquello, ¡cualquiera la hacía regresar!

Ignacio le oía encandilado. Pero mucho más que él, el camarero. El camarero, Ramón, lo mismo que soñaba en la lotería, escuchaba como hipnotizado los relatos de viajes. Era un chico al que bastaba oír la palabra Estambul o la palabra Vladivostok para poner los ojos en blanco. Su capacidad admirativa divertía mucho a la tertulia. Siempre suponía que los demás vivían aventuras extraordinarias. «¡Vaya cosas que debe usted de pillar en los telegramas!», le decía a Matías. Envidiaba muchos oficios. ¡El de Julio no digamos! «Aquí, si no fuera por ustedes y los viajantes, no me enteraría de nada de lo que hay por el mundo». Y se ponía la servilleta al brazo en ademán de gran resignación.

Ignacio le preguntó a Julio:

—Y sus asuntos, ¿qué?

Julio le contestó:

—¡Ah, muy bien! ¡Muy bien! Todo ha salido bien. —Y no explicó más.

Mosén Alberto, por su parte, regresó de Roma, con el notario Noguer y su esposa. El matrimonio Noguer contaba y no acababa en la Liga Catalana de todo cuanto vieron y de lo útil que les resultó la compañía del sacerdote. «El Vaticano, el Vaticano. ¡Y esos cretinos querrían destruir la religión!»

El sacerdote llegaba transformado, triunfante. No sólo por el manteo nuevo que el matrimonio Noguer le regaló en Génova y que dejó patidifusa a sus dos sirvientas, sino por el espectáculo que ofrecía Roma con motivo del jubileo. Pensando en la magnificencia de las ceremonias pontificias, le parecía que sus intermitentes vanidades en el humilde Museo eran un poco más excusables. En realidad aquello le hizo sentir una imperiosa necesidad de expansionarse, de contar. Por ello fue infinitamente más explícito que Julio. No olvidaba detalle, como no fuera hablando con los demás sacerdotes, ante los cuales se hacía un poco el misterioso. Con lo cual su prestigio aumentó mucha entre el mundillo eclesiástico, especialmente entre las monjas.

Pero donde se expansionó más a sus anchas fue en casa de los Alvear. No sólo por la presencia de César, sino por la de Carmen Elgazu. Cuando le explicó a César que vio al Padre Santo en persona, aunque en audiencia colectiva, el seminarista se sintió transportado. Y cuando le describió a Carmen Elgazu el fervor de millares de peregrinos apiñados en la plaza de San Pedro, con el arco iris encuadrando la Basílica en el momento de aparecer Pío XI en el balcón, la mujer comprendió que no se perdonaría nunca que mientras aquello ocurría, ella estuviera en San Feliu de Guíxols, con un traje de baño negro y dos calabazas en la cintura.

—¡No te preocupes! —le dijo Matías—. Si otro hermano tuyo saca a la lotería, iremos a Roma.

Luego mosén Alberto les dio a cada uno unos rosarios bendecidos por el Papa.

También los del Banco regresaron. La Torre de Babel con la piel de la espalda hecha jirones. Padrosa, con tres kilos menos en el cuerpo a causa de los baños de mar. El de Cupones contaba horrores del derroche de dinero de muchos veraneantes. «Y luego se quejan si un obrero de su fábrica prende fuego a los almacenes».

Cosme Vila no había ido a la costa. Se fue a Barcelona. «¿Es que tiene familia allá?» «No, pero tengo amigos». Cosme Vila explicó que había conocido a un ruso, Vasiliev, hombre de una personalidad que ya querría para sí Julio García…

—Cuando le conté lo que ganamos en el Banco me dijo, atusándose la barba: «Exactamente lo que yo ganaba en Odesa en 1916…»

A Ignacio todo aquello le sorprendió mucho. Hubiera dado no sé qué para subir un día al piso en que vivía Cosme Vila. El de Impagados lo conocía, pero un día en que aquél estuvo enfermo había ido a visitarle. Decía que casi no tenía muebles, que no tenía nada, todo desnudo excepto algunos libros y un canario en la cocina. Dormía en un diván medio roto.

Ignacio, al oír le de Vasiliev, no pudo menos de sonreír, pues Julio García le había contado hacía poco que en Barcelona había conocido a un alemán, doctor Relken, hombre de una personalidad que ya querrían para sí…

¿Qué diablos ocurría en Barcelona, con tanto alemán y tanto ruso? ¿Tenía algo que ver aquello con las huelgas, con los disturbios, como aseguraba don Emilio Santos, o con las elecciones cuya fecha se iba a anunciar?

De todos modos, Ignacio no quería preocuparse demasiado por ello. Los exámenes estaban al caer. Estudió cuanto pudo tal como había prometido. Matías Alvear veía luz en su cuarto a las tantas de la noche y pensaba. «Sí, sí, todo eso está muy bien. Pero ¿por qué los catedráticos van a aprobarle ahora, si le suspendieron en mayo por lo de la Academia?» Sin que el chico lo supiera, pues a Ignacio le daba horror oír hablar de recomendaciones, Matías habló con Julio. Y Julio exclamó: «¡Hombre! El catedrático Morales no me va a negar nada a mí…»

Algo de cierto habría, pues Ignacio aprobó en un santiamén. Quinto curso completo. Ya sólo faltaba uno. Bizcocho vasco con cinco velas encendidas. Pilar les dijo a María, Nuri y Asunción: «Ya veis… Catedráticos en contra, y a pesar de eso, ¡zas…!»

Tal vez fuera Pilar quien había llegado más transformada de las vacaciones. La niña tenía ya catorce años, iba para quince y, tal como observó José, estaba hecha una mujer. Cuando César e Ignacio la vieron bajar del tren, quedaron estupefactos. El cuerpo desarrollado precozmente, hasta el punto que la familia decidió que tenía que cortarse las trenzas. Matías dijo: «Si un traje de baño parece una mujer… Anda, anda, fuera trenzas».

Fue un momento muy importante para la muchacha. Parecido al de Ignacio cuando en la barbería ordenó: «Sólo patillas y cuello». Se quedó sola en su cuarto, con las dos trenzas en la mano, y se miró al espejo. Pómulos redondos, sonrosados, algo más morenos ahora a causa del sol. Pícara nariz arremangada, barbilla con un hoyuelo en el centro, muy gracioso; su cabeza era ahora más torneada. Dejó las trenzas sobre la cama y se pasó las manos por los cabellos, enmendólos. Le dio un escalofrío pensar en la mujer del tifus de que habló César… Sí, sí, ya era una mujer. Y en San Feliu había visto muchas cosas. Cómo vestían las chicas de Barcelona, con qué gusto en todo, desde los bolsos de playa hasta las alpargatas. Se preocupaban mucho de la cintura, al parecer. Ceñida, delgada. Claro, claro, la cintura era muy importante… Al guardar las trenzas en una caja de zapatos que le dio su madre, le pareció que entraba en la vida, que ya nunca más ayudaría a Ignacio a pintar prados verdes y tejados rojos en los cuadernos.

En cuanto a César, todo había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Hizo lo que pudo, se ganó amigos. Al Museo fue muy poca gente; en cambio, para la calle de la Barca un hombre era poco… Se ganó la amistad del patrón del Cocodrilo, del gitano Manolo, de la hija de Fermín, de muchos chiquillos que continuaban recitando: «B, a: ba; b, e: be; cuatro por cuatro, dieciséis» y gritándole: «¡Eh, tú! ¡Dame un caramelo!» Cuando por la calle corrió la noticia de que César se iba a marchar, hubo un revuelo de pena. Algunas vecinas dijeron: «¿Qué más da? Para lo que les iba a servir saber de letra…» Otras comprendían que, de todos modos, el frío hubiera terminado por echarlos de la casa muy pronto; pero hubo dos mujeres que no querían que aquello quedara así, y el 13 de septiembre le llevaron a casa, como muestra de afecto, una bufanda amarilla y colorada.

Aquella bufanda a César le dio calorcillo en el corazón. Al montar en el autobús, puesto que se vio obligado a ir arriba, se la puso alrededor del cuello. La última visión de César que tuvieron los suyos fue ésta: sentado entre maletas y soldados en el autobús, con la minúscula cabeza al rape y una bufanda amarilla y colorada.

César llegó al Collell satisfecho, porque además, en el fondo de la maleta, junto al estuche de afeitar, llevaba una Biblia… ¡Pero resultó protestante! El profesor de latín soltó una carcajada que aumentó la indescriptible confusión del seminarista. «No te preocupes, anda, no te preocupes —le explicó, al ver que estaba a punto de llorar—. No es culpa tuya. Los libreros lo hacen ex profeso. Ahora las dan muy baratas, ¿comprendes?»

* * *

Por fin los periódicos anunciaron la fecha exacta: el 19 de noviembre, elecciones en España.

Como una sacudida eléctrica recorrió la ciudad. Todos los partidos se lanzaron al combate. El Demócrata publicaba páginas extraordinarias. El Tradicionalista, estadísticas de «desaciertos» de la República desde su instauración. Coches de propaganda recorrían la ciudad y los pueblos. Los candidatos y oradores parecían poseer el don de la ubicuidad, pues sus nombres se anunciaban en tres locales a la vez.

La CEDA desplegaba un gran aparato y el jefe, don Santiago Estrada, y sus colaboradores, así como las señoras y jóvenes del Partido no se daban tregua repartiendo folletos y exponiendo por todos los medios su programa. Insistían en lo de siempre: mantenimiento del orden, amnistía para los militares condenados, defensa de la religión, revisión de la Reforma Agraria, que consideraban un monstruoso aborto, etc. El subdirector, apenas daba la hora en el Banco, se cambiaba el chaleco y corría como un gamo al Partido, a ayudar en lo que fuera.

Don Jorge se había instalado en la Liga Catalana dando órdenes, y el notario Noguer cuidaba de que fueran puestas en práctica. Los monárquicos rendían culto a sus convicciones, por boca de su jefe, don Pedro Oriol, padre del amigo de Ignacio que jugaba con éste al billar.

Todos estos partidos daban la impresión de estar unidos, de perseguir el mismo fin y se hablaba de una alianza; en cambio, en el campo izquierdista las divergencias eran, al parecer, graves. Matías contó veintiún partidos izquierdistas que presentaban candidatura en España. Cada uno con promesas que ponían la carne de gallina a la gente de espíritu conservador.

En Gerona el partido socialista no dio entrada a dirigentes jóvenes, como hubiesen deseado los empleados del Banco Anís. Un momento se habló de un tipógrafo, Antonio Casal, muchacho de gran carácter, según informes; pero finalmente volvieron a los viejos de siempre. Por boca de éstos hablaba la UGT y su programa se manifestó violentísimo, con alusiones al control obrero en las Empresas.

Los industriales hermanos Costa representaban a Izquierda Republicana. Demócratas por temperamento, mecenas del orden, del fútbol y otros deportes, eran muy populares. Sus figuras eran un símbolo opuesto al que constituía don Jorge. Lo avanzado del programa socialista los obligó a excederse en sus promesas, por lo cual la clase media se asustó y echó un poco marcha atrás. Los Costa se mantenían firmes, deseosos, además, de captarse el gran número de anarquistas que tenían en sus propios talleres, y que se habían adherido a la huelga del Responsable. Y por encima de todo, sus grandes protestas de catalanismo les valían muchas simpatías.

Otra candidatura de extrema izquierda presentaba a los Costa como disfrazados paladines del capitalismo. Los radicales socialistas, que se reunían en un café donde jugaban al chapó, presentaron un candidato. Víctor, el jefe comunista, encuadernador del Hospicio, reunió a los suyos en la barbería de siempre y decidieron no presentarse, de momento; en cambio, en Barcelona el partido comunista entraba en liza con bríos.

Ignacio advirtió en seguida el cambio de tono con relación a los mítines de unos meses atrás. La moderación había desaparecido, dando con ello razón a las teorías del cajero. Sin embargo, los partidos derechistas tenían a su entender un punto antipático: se limitaban a atacar al adversario, a poner de relieve la amenaza extremista que significaba la orientación de los Sindicatos. Y se los veía ajenos por completo a los auténticos problemas de las clases necesitadas. Matías decía: «Si ganan las derechas, son capaces de rebajarnos el sueldo con la excusa de hacer economías».

A Ignacio toda aquella confusión no le asustaba. A gusto hubiera seguido paso a paso el curso de los acontecimientos con el fin de llegar a tener un criterio definido; pero no quería perder de vista sus problemas personales, especialmente el que le planteaban los estudios, obligado a encontrar profesores aptos para el sexto curso de bachillerato.

En el fondo, le hacía gracia la actitud del Responsable. Iba contra unos y contra otros y se desentendía de las elecciones. Como réplica a los mítines políticos, el jefe de la CNT movilizó dos veteranos del anarquismo, que subieron a los escenarios a exponer sus doctrinas higiénicas. Eran dos hombres muy conocidos por su austeridad de vida y por su desprecio absoluto de la civilización occidental. Hablaban con familiaridad de los yogas, de la respiración rítmica. Su aspecto era de cuarenta y cinco años y se calculaba que tenían sesenta. Alguien aseguraba que dormían sentados y que podrían permanecer enterrados días sin daño alguno para su organismo. Sus conferencias y demostraciones llamaron mucho la atención. Ni un atleta de la ciudad dejó de asistir a ellas. La Torre de Babel quedó muy impresionado y fue a consultarles algo con referencia a las posibles mejoras en su especialidad: triple salto. Los dos veteranos le contestaron que no había ninguna necesidad de saltar para ser feliz.

Matías consultó con Julio el problema de Ignacio y el policía, después de reflexionar, le preguntó:

—El programa es muy duro, ¿verdad?

Matías contestó:

—Eso dice el chico.

—Pues… —añadió el policía— a mí me parece que valdría la pena hacer un esfuerzo y que fuera a clase con el maestro que conocisteis, con David.

—Pero ¿David enseña bachillerato?

—¡Toma! ¿Crees que el sueldo de la escuela les basta? Él y su mujer dan clases particulares.

Matías movió la cabeza repetidas veces.

—¿Y por qué dices que valdría la pena hacer un esfuerzo?

—Porque creo que la mensualidad que cobran es bastante crecida.

—Ya. ¿Es… que son muy buenos? —se interesó Matías.

Julio dijo:

—Puedo darte un detalle: todavía no les han suspendido ningún alumno.

Matías alzó los hombros.

—Bueno. Eso… después de la experiencia de la Academia Cervantes…

—No, hombre, no. Son muy buenos. Su mujer es casi mejor que él. Son muy inteligentes. —Y luego añadió—: Pilar sabría algo más de lo que sabe si hubiese ido con ellos.

Ahí estaba el inconveniente, que Matías vio en seguida: las ideas de los maestros. Recordó que Julio le había hablado a Ignacio del socialismo de David, de su sistema pedagógico, de que en la clase mezclaba ex profeso chicos y chicas… A él todo eso le tenía sin cuidado, pues para enseñar Ciencias a Ignacio una hora diaria por la noche no hacía falta hablar de Largo Caballero; pero Carmen Elgazu… Desde luego su mujer no sabía nada de cuanto Julio había contado. Más bien estaba predispuesta en favor del muchacho de la herida en el mentón, pues le dio pena saber que él y su esposa eran hijos de suicidas.

A Ignacio la noticia de que David y su mujer enseñaban bachillerato le pilló de sorpresa. Se informó en el Banco y todos coincidieron en que tenían fama de excelentes maestros. El de Cupones sentenció: «Es muy sencillo. Son los mejores de la ciudad». Estos informes, unidos a la curiosidad que Ignacio sintió por David desde el primer momento, le habrían hecho aceptar en el acto, pero… también le daba miedo su madre. Ella no admitía distingos, ella estaba segura de que nada existía que fuera indiferente, de que la Física y el Cálculo integral tenían mucho que ver con la Religión, según la manera como fueran enseñados.

Matías dijo a Ignacio:

—Mira, lo primero vete a ver. Condiciones y demás. Luego pensaremos si le decimos una pequeña mentira a tu madre.

Dicho y hecho. El muchacho visitó a los maestros sin pérdida de tiempo. David abrió de par en par sus ojos, al reconocerle. Llamó a su mujer: «¡Olga, ven, tendrás una sorpresa!» La entrevista fue cordialísima. ¡Encantados de tenerle por alumno! La clase de sexto curso, diaria, de ocho a nueve de la noche, hora a propósito para los que trabajaban. Los honorarios, veinte pesetas mensuales. Un poco crecidos, ya lo sabían, pero su sueldo era exiguo —si se ganaban las elecciones les iban a aumentar— y entretanto tenían que vivir. Hablaron largo rato y la simpatía fue recíproca. Especialmente Olga pareció sentir un gran interés por Ignacio.

Éste salió de allá alegre como unas pascuas. ¡Al diablo los profesores autómatas de la Cervantes!

La pequeña mentira… Mejor que mentira fue omisión. Matías e Ignacio se confabularon para ocultar a Carmen Elgazu cuanto sabían sobre las ideas de David y Olga. Se limitaron a informarle de las referencias sobre su competencia, a explicarle, libros de texto en mano, lo terriblemente difícil del programa. Sabían que mosén Alberto pondría el grito en el cielo antes de una semana; pero… la cuestión era situarla ante el hecho consumado.

Carmen Elgazu no sospechó ni por un momento. Los inconvenientes que veía eran muy otros.

—¿No es muy raro? ¿Y no tendrás que ir demasiado lejos, hijo? Bien, bien, si a vosotros os parece…

Matías fue al Neutral a tomarse una copa de coñac por lo que acababa de hacer. Y en cuanto a Ignacio, empezó las clases en seguida, David y Olga le presentaron los tres muchachos, hijos de familias humildes del barrio, que serían sus compañeros de curso.

Y pronto se dio cuenta de que, efectivamente, sus nuevos profesores se salían de lo vulgar. Olga llevaba peinado corto y liso, de cabellos muy negros, y tenía unos ojos muy grandes y muy hermosos. Delgada, pero de músculos desarrollados, daba la impresión de tener un cuerpo muy bien equilibrado, como si hubiera asimilado las lecciones de los dos veteranos del anarquismo. David era un poco más alto. Curada su herida de la barba, sus facciones parecían mucho más angulosas aún y desde luego aparentaba más edad de la que tenía.

David le pareció a Ignacio mucho más tímido y serio que cuando le conoció en el piso de la Rambla. Por lo visto, al hallarse entre una familia desconocida que le atendía con tanta amabilidad, se creyó en la obligación de decir cosas como: «¡Quién me manda a mí bailar sardanas!»

Las primeras lecciones transcurrieron con normalidad, sin una alusión a nada que no fueran las materias del curso. Sin embargo, Ignacio se enteró por sus compañeros de curso de que David y Olga no estaban casados por la Iglesia, a pesar de que Julio García lo creía así.

Ignacio no habló a solas con ellos hasta el primer sábado, día en que se quedó para pagarles la semana —preferían cobrar por semanas— y en que Olga le preparó un café. Entonces Ignacio, por un súbito e irresistible impulso y estimulado porque también ellos le habían hecho muchas preguntas, les preguntó sin rodeos si la información que le habían dado sus compañeros era verídica. «Ya sé que es un poco insolente preguntar eso, pero…»

Entonces Olga le contestó, con toda naturalidad, que no había nada de insolente en ello, que cada uno podía pensar y preguntar lo que quisiera. En cuanto a la información, era verídica. No estaban casados por la Iglesia. «En realidad —añadió—, hubieran considerado humillante confiar a un tercero la misión de bendecir un amor que nació libremente, y de establecer entre ambos, en virtud de unas frases en latín, lo que llamaban lazos perdurables».

—Si estos lazos se rompen aquí, Ignacio —concluyó, señalándose el corazón—, no hay bendiciones que valgan; y si no se rompen, no hay ninguna necesidad de bendiciones.

El muchacho reflexionó mucho sobre ello, y halló reparos a la teoría de Olga. Reconoció que, efectivamente, aquella unión parecía sólida. Sin embargo, no se sabía hasta qué punto resistiría una dura prueba de celos, de ausencia prolongada, de nacimiento de un hijo anormal. En cambio, era evidente que el matrimonio Alvear-Elgazu lo resistiría todo, aunque cayeran sobre él las diez plagas de Egipto.

Aquel día fue el comienzo de periódicas conversaciones. Las cuales estuvieron a punto de quebrarse en seco cuando Carmen Elgazu llegó una noche sofocada exclamando: «Pero… ¡Dios mío! ¿Es que no sabíais quiénes eran esos maestros, o es que os habéis prestado al juego?» Mosén Alberto acababa de decirle textualmente: «Después de Julio García, son las dos personas más nefastas de la ciudad».

Matías e Ignacio fingieron una sorpresa absoluta, aunque por dentro uno y otro sentían cierto remordimiento. Sin embargo, la cosa no era como para dudar.

—Pero, mamá… ¡Yo qué sé qué ideas tienen! Lo que puedo decirte es que con ellos he aprendido más en un semana que en la Cervantes en un mes.

—¡Pero ni siquiera están casados!

Matías intervino:

—Pero, mujer, cálmate. Yo no sé si están casados o no, pero lo que sé es que tú y yo sí lo estamos y que somos nosotros los padres de Ignacio.

Carmen Elgazu no cedía y lloriqueaba. Presentía grandes catástrofes para la mentalidad de Ignacio.

—Le pervertirán, la pervertirán. No faltaba más que eso.

Ignacio acabó por reaccionar en serio.

—Pero ¿es que crees que sigo al primero que llega? Tengo mis ideas y se acabó. Y además, te repito que nunca se habla de eso. Somos cuatro en clase, y bastante trabajo hay.

Carmen Elgazu comprendía que si dejaba avanzar el curso luego ya no habría remedio. De modo que gastó toda su pólvora en aquella ocasión; pero Ignacio y Matías no cedieron. Matías terminó por decirle que su fanatismo se hacía insoportable a veces.

—No sé lo que quieres, francamente. Me parece que querrías que hasta yo me fuera al Seminario. ¡Caray con la caridad! Al que no piensa como vosotros le negaríais hasta el saludo. —Se levantó y añadió—: No se hable más del asunto.

A Ignacio todo aquello le causó pena, sobre todo porque en el fondo tenía la sensación de que estaban jugando un poco sucio. Y por lo demás, era cierto que David y Olga le atraían con fuerza… Sus teorías le atraían menos, o por mejor decirlo, las conocía muy poco. Pero, como siempre, su manera de vivir, la gran seguridad de sus personas le influían poderosamente.

El muchacho no se arredraba hablando con ellos y no negó que creía en todos los Misterios habidos y por haber. Los maestros, oyéndole, reaccionaban en forma distinta a la de Julio. Julio sonreía, y a lo máximo se ponía a acariciar la tortuga; por el contrario, David y Olga parecían tomárselo muy en serio y muchas veces se miraban como indicando: «Ya ves hasta dónde puede conducir la educación que ha recibido…»

Con frecuencia Olga encendía un pitillo, en cuyo momento Ignacio no podía menos de pensar en el padre de la muchacha cuando se voló a sí mismo, con un petardo en los labios, frente al mar. David acababa poniéndole la mano en el hombro y diciéndole: «En el fondo yo creo que estamos bastante próximos. Nos falta ponernos de acuerdo sobre el valor de las palabras».

Por de pronto, la experiencia era importante e Ignacio no perdía detalle de cuanto le rodeaba. Desde el tamaño de los mapas en la clase —el de Cataluña mucho mayor que el de la URSS—, hasta el empaque de varias gallinas que se paseaban como grandes señoras por el jardín anexo a la vivienda de que disponía la escuela.

De los tres compañeros de curso, dos llegaban siempre leyendo Claridad. Oyéndolos, hubiera podido creerse que vivían muy exaltados con las elecciones y que acogían con entusiasmo las noticias que llegaban de todas partes referentes al malestar reinante. Sin embargo, en el fondo se quedaban tan frescos cuando David les decía que aquel clima de inseguridad era fatal en época de elecciones, y que con ello no se conseguiría sino unir a los adversarios. Los tres muchachos hablaban de socialismo por rebeldía oscura, a la vez que por escalofriante frivolidad juvenil. A veces empleaban un vocabulario parecido al de José, pero que en sus labios perdía la mitad de la fuerza.

A Ignacio le dieron un poco de pena porque los veía obsesionados por el problema sexual. Y le parecía entender que las raíces de su gozosa adhesión a la revolución proletaria estaban ahí: más conmoción sísmica, más facilidades para la vida desordenada y, sobre todo, más impunidad. Ignacio admiraba el esfuerzo de David y Olga para, entre lección y lección, elevar su entendimiento. En algunas ocasiones lo conseguían, pero al salir a la calle se veía que todo había quedado lo mismo.

Los maestros se movían en su mundo con un aplomo que era muy difícil no admirar. A sus alumnos de enseñanza primaria —veinte niños y quince niñas— los tenían absolutamente embebidos, por lo menos durante las clases. Lo mismo que lo estaba Ignacio, cuando David, sin dejar de hablar, se paseaba de un extremo a otro de la clase con las manos a la espalda o cuando Olga le miraba con una sonrisa apretada, alisándose lentamente los cortos cabellos.

Continuamente los comparaba con Julio y le parecían mucho más sinceros, o por lo menos más espontáneos. Al igual que el subdirector, los maestros también encarnaban su doctrina. Ante ellos uno no sólo veía la escalera, sino que la vivía, y la respiraba. Claro que Julio decía siempre: «Los jóvenes confundís la ingenuidad con la sinceridad». Pero era innegable que David y Olga adaptaron sus actos a sus convicciones. Siempre iban juntos, todo lo hacían juntos, no se separaban jamás, como ejemplo vivo de la solidaridad humana que preconizaban.

La escuela estaba situada casi en las afueras, siguiendo la calle en que vivía el Responsable y remontando el Oñar. Los muros eran blancos lo mismo los de la escuela que los de la vivienda, y el jardín cuidado con esmero. Era conocida por Escuela Libre. Las chicas del barrio imitaban a Olga y se ponían jersey alto y en verano sandalias. Algún domingo, los maestros entraban a su casa, bailaban un par de piezas, se tomaban una gaseosa y se volvían a estudiar. Los alumnos, al verlos por la calle, acudían a saludarlos.

David y Olga parecían preferir la amistad de la gente humilde a la de personas de importancia con las que sin duda alguna hubieran podido codearse. Sólo de vez en cuando se relacionaban con el catedrático Morales, hombre extraño que vivía solo en un quinto piso; y luego con los arquitectos Massana y Ribas, en Estat Català. David y Olga pertenecían a Estat Català. Y allá iban todos los sábados por la noche, a oír tocar el piano o a hablar de arquitectura o de libros.

«A nosotros nos gusta la gente normal, la gente que tiene defectos», le decía David a Ignacio. Olga añadió un día que las personas capaces de dejarla plantada a mitad de la conversación y empezar a elevarse del suelo con un círculo luminoso alrededor de la cabeza, le inspiraban gran recelo.

A Ignacio no se le escapó la alusión a César y aquel día salió algo molesto. Sus compañeros de curso se rieron de él, porque se tomaba aquello en serio.

—Hay que vivir la vida —decían siempre.

Para Ignacio vivir la vida era precisamente tomarse aquellas cosas en serio; pero ellos opinaban de otra forma. No cesaban de hablar de las postales que vendían los «limpias», aludían constantemente a la virilidad y aseguraban que nada hay tan poético como una buena chavala.

—¡Tráeme una buena chavalina y te regalo la Diada!

En la vida que llevaban aquellos chicos había algo que a Ignacio le había picado siempre la curiosidad: una llamada buhardilla a que siempre hacían referencia. Por lo visto era su secreto, su entorchado. Debía de estar instalada muy cerca de la escuela, pues iban y venían con suma facilidad.

Muchas veces le habían invitado a subir a ella y se había negado siempre, por instintivo temor. Ignacio, a pesar del Banco, de Julio García, de David, de Olga y de todo, continuaba acariciando en su interior varias reliquias: el amor a la familia, la castidad. Eso último era muy importante para él. Sentía que mientras esto se conservara incólume, ninguna pieza maestra de su edificio espiritual se vendría abajo. Tentaciones las tenía por docenas y nunca olvidaría lo que tuvo que luchar aquel verano, precisamente en los días en que quedó solo con César. Las revistas en la barbería, plagadas de escenas de las playas, se le habían ofrecido con fuerza casi irresistible. Pero había vencido con sólo el pensamiento de que luego tendría que enfrentarse con su hermano.

Ahora le ocurría lo mismo pensando en Pilar. Su hermana era tan pura, a pesar de su picardía, de sus regateos con las amigas y de que mirara también por el ojo de la cerradura, que quería poder darle un beso cuando tuviera ganas de hacerlo, sin tener la sensación de que a la chica le quedaba señal.

Y, sin embargo, tampoco podía huir de sus compañeros de curso ni hacerse el salvaje. Además de que les tenía sincero aprecio, dado que intentaban remontar el origen humilde de sus familias estudiando bachillerato. Así que acabó aceptando la invitación de éstos a subir a la buhardilla.

A ciencia cierta, no tenía idea de lo que encontraría allá arriba. Los tres muchachos eran capaces de cualquier cosa, de todo lo bueno y de todo lo malo. También podía ser algo digno de locos, de esa edad en que la clandestinidad dispara la imaginación hacia mundos monstruosos. Podía ser humorístico, podía ser macabro.

La casa se hallaba a doscientos metros escasos de la escuela, y la escalera estaba oscura.

—Es aquí —dijeron. Y penetraron en ella.

—Tú, síguenos… —le ordenaron—. Subiremos, entraremos, y en cuando estemos todos dentro encenderemos la luz. Así te hará mayor efecto. Ignacio obedeció. Iba el último de los cuatro. La escalera crujía bajo sus pies, pues era de madera. Hacían gran ruido. A tientas dio con la puerta y en el acto tuvo la sensación de que se encontraba en una habitación inmensa. Sin embargo, no veía nada.

De pronto, estalló la luz. Y el muchacho recibió en la retina una impresión imborrable. Cuatro paredes blancas, abarrotadas de láminas sin nombre. Eran fotografías de mujeres desnudas, arrancadas del semanario Crónica. En un rincón, un ancho diván. Por todos lados, sillas desvencijadas.

Los tres muchachos soltaron una carcajada, pues ya esperaban el desconcierto de Ignacio.

La primera intención de éste fue huir. Pero le pareció que se reirían de él toda la vida. Afectó naturalidad. Y, sin embargo, el descubrimiento de la mujer desnuda le recorrió la columna vertebral. Eran figuras de cuerpo entero en actitudes de falso pudor. De un tono dorado, litográficamente bastante imperfecto. Por fin, dijo:

—Bueno… yo no discuto eso, pero valía la pena haberme advertido. Y salió.

Y mientras bajaba la escalera sentía en su espíritu una gran turbación. ¿Por qué todo aquello, ahora que ya el verano había pasado? Al alcanzar el aire libre respiró hondo. Sentía no tener tabaco para poder fumar. El camino era largo, se oía el rumor del río. Pensó en la noche en que en el Seminario cedió, pensó en el padre Anselmo. Y casi lo que más dolorosamente resonaba en sus oídos era la carcajada estúpida, extemporánea, de sus compañeros.

¿Qué ocurría en el cuerpo del hombre, que tan imperiosamente tendía al exceso? ¿Por qué la gente se empeñaba en no dejar su cuerpo tranquilo? La barbería, los del Banco, la Torre de Babel, diciéndole cada dos por tres: «El día que quieras yo te acompañaré…» David y Olga distinguiendo entre vicio y las exigencias de la naturaleza.

Al llegar a su casa, todos habían cenado. Carmen Elgazu le miró inquisitivamente. Pilar, rendida de sueño, se había quedado dormida, esperándole.

* * *

César le había dicho un día que para él el Misterio más grande era el de la Resurrección. Ignacio creía en el Espíritu Santo. Muchas veces había experimentado su intervención directa, precisa, sobre su cabeza. Una lengua de niego que descendía sobre él salvándole de un peligro. A veces le parecía que podría andar entre abismos y que si pedía ayuda al Espíritu Santo, llegaría al otro lado con las manos en los bolsillos, silbando.

Al día siguiente de la escena en la buhardilla, a media mañana, en el Banco, pensó en ello con más intensidad que nunca. Porque las láminas de las paredes se mezclaban en su mesa —sección de Impagados— entre los nombres de los comerciantes que no podían pagar las mercancías, y al oír la voz de su compañero que iba canturreando: «Otro que se va a caer con todo el equipo… Y otro… y otro…», él iba pensando: «¡Quién sabe si esta vez seré yo quien se caiga con todo el equipo!»

Y, no obstante, llegó el aviso. De pronto oyó a su espalda los pasos del subdirector. En el acto tuvo la impresión de que se le dirigía para comunicarle algo importante. El subdirector le quería mucho y siempre le enteraba de lo que suponía interesante para él. Ignacio se preguntó: «¿La CEDA…? ¿Aumento de salario…?»

Pero no fue nada de eso. El subdirector extendió El Tradicionalista ante sus ojos e Ignacio vio en primera página una inmensa esquela:

ERNESTO ORIOL,

DE 18 AÑOS,

HA ENTREGADO SU ALMA AL SEÑOR.

¡Su compañero de billar! Ignacio se levantó y quedó como yerto. Volvió a leer la esquela, miró al subdirector. Éste le sostuvo la mirada con una expresión comprensiva y dolorosa. ¿Qué había ocurrido? Nada, todo, un hecho corriente y elemental. El muchacho sutil y magnífico que pocos días antes le había dicho: «Me gusta que seas así. A mí también me ocurren esas cosas», había muerto. Allí estaba, en letras negras «entregado su alma al Señor».

Ignacio, sin pedir permiso a nadie, como ebrio, sin acordarse de que era un empleado a sueldo, se abrió paso entre las mesas y salió a la calle, y una vez en ella echó a correr en dirección al domicilio de su amigo dando a aquella muerte un sentido de redención exclusiva para él.

¡La escalera de la casa era distinta de la buhardilla! Arriba no habría carne en las paredes, sino cirios juntos a un amigo.

La puerta estaba abierta. Entró. Nunca había estado allí, pero se hubiera dicho que flechas en el aire indicaban la habitación mortuoria. Él nunca había visto un muerto. Llegó junto a la cama de su compañero y la emoción le cortó en seco las lágrimas.

El cadáver le pareció enormemente reducido de tamaño. Recordaba de su amigo la voz, su peculiar manera de coger el taco. Ahora le tenía delante, seco, con la nariz apuntando al infinito. Tan seco le parecía aquel cuerpo, tan muerto y como mineral, que a Ignacio no le bastó pensar que lo que le había ocurrido era simplemente que su corazón había dejado de latir. Algo más hondo le había ocurrido a su amigo; había huido de él. Algo no tocable, no fisiológico, mucho más vital que la sangre, el aire de los pulmones o el cerebro. El alma, claro, bien claro lo decía la esquela: «ha entregado su alma al Señor». De su cuerpo —no de su alma— había huido —hasta la Resurrección— el Espíritu Santo.

Le invadió una gran tristeza y durante muchos días la voz de su amigo y la imagen del entierro, que el padre de éste presidió dignamente y al que él asistió, se sobrepusieron en su memoria a toda otra imagen o voz. Ignacio llegó hasta el cementerio con los íntimos, sin título aparente para ello, sin que, en caso de ser interrogado hubiera podido contestar otra cosa que: «Jugaba con él al billar».

Debía de ser un aviso. Cultivaría aquella tristeza como otra reliquia de las que no se confían a nadie. A ello le ayudaría un elemento de gran fuerza que acababa de llegar a la ciudad: el otoño, que avanzaba entre mítines y cábalas.

El otoño montado sobre octubre. Un octubre profundo, cruzado de luces, de rara riqueza interior, turbada de vez en cuando por el recuerdo de la buhardilla. Las lluvias habían llegado a Gerona, tiñéndola de un color gris que daba a sus piedras una nobleza dulce. ¿Por qué no llorar? A Ignacio le había conmovido siempre la lluvia. Tanto como a los viejos el calor del fuego. Siempre había oído con encanto los relatos de su madre sobre la lluvia en las montañas vascas, que terminaban por encrespar el Cantábrico. En aquella ocasión el sirimiri estaba de acuerdo con su ánimo, y por ello se mecía en él.

Sobre todo le conmovían las sonoridades insospechadas que en Gerona el agua arrancaba de las cosas. Por ejemplo, del río, en el que las gotas se hundían como dedos o como si fueran de plata. O de las escalinatas de la Catedral. O del alma. La lluvia arrancaba sonoridades del alma e Ignacio percibía este misterio con claridad perfecta.

* * *

Y, no obstante, ningún misterio bastaría para detener el río de su corazón. Era imposible luchar contra su corriente. Su amigo estaba ya enterrado; las horas y la misma lluvia diluían su figura diminuta. En cambio, las láminas de Crónica parecían bajar por sí solas la escalera de la buhardilla y acercarse a él desplegadas sobre el fondo blanco de la pared. Su tamaño era enorme y llevaban escolta. A la derecha, las teorías de David y Olga, a la izquierda el «Yo te acompañaré»… de la Torre de Babel.

Con esta carga subió una tarde al piso de Julio. Quería pedirle el segundo tomo de Crimen y Castigo. También quería oír cualquier pieza de música, cualquier cosa, con tal que no fuera complicada.

Y entonces sobrevino la revelación. Todo ocurrió con sencillez abrumadora. Julio no estaba en casa, la criada tampoco. Doña Amparo Campo le recibió: «Te encuentro raro… pero estás muy bien…»

Tuvo que sentarse y pedir coñac. Y al instante recordó la frase de José: «¿No has visto que se te come con los ojos?» Era cierto. Doña Amparo, enfundada en una bata roja le decía: «¡Estás hecho un hombrecito!» También era cierto. El bigote, negro, ya no era un simple esbozo y su voz había adquirido rotundidad.

—¡Estoy muy contenta de tenerte aquí!

Ignacio estaba muy nervioso. Contemplaba a aquella mujer y nada en ella le molestaba fundamentalmente; e incluso hallaba cierta gracia en aquellos pendientes que se le balanceaban.

—¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado? Estarás más cómodo…