Carmen Elgazu estaba indignada. El espectáculo que en la Rambla había dado José la había trastornado. No podía salir sin que le dijeran: «Caramba, doña Carmen, se ve que su familia tiene el genio vivo». Se estaba preguntando si podría resistir por más tiempo semejante situación.
Por fortuna, José pareció querer facilitar las cosas. A la hora de cenar no dijo nada, a la mañana siguiente tampoco. Pero en cuanto vio que el chichón de la cabeza no era nada importante, decidió marcharse. Había comprendido que la cosa se ponía mal. La visible hostilidad de Carmen Elgazu no le importaba; pero que su propio tío le dijera: «Si por lo menos supierais lo que queréis…»
Una cosa sentía: separarse de Ignacio. Le había tomado afecto. Creía que había en él madera de anarquista. Con muchos resabios que pulir, naturalmente, y una extraña soberbia personal. Sería necesario darle a leer mucho Bakunin y muchos Manuales Bergua. Y menos crucifijo en la cabecera de la cama… Pero, en fin, el chico sentía que el mundo era injusto y esto era un gran paso.
Pero era preciso marcharse. Esto les dijo a todos, a la hora de comer. Matías quedó perplejo. «¿No quedamos que ocho días? Todavía faltan dos…» No fue posible convencerle.
—Sentiría haberte molestado ayer, pero creí que era mi deber.
Ignacio tampoco consiguió nada.
—¡Nada, nada! ¡Ahora vente tú por Madrid!
El tren salía a las cinco y media. Ignacio aprovechó aquellas tres horas para estar con su primo. Hablaron mucho, con gran cordialidad.
—¡Te veo casado con la niña esa del abogado!
—No lo creas.
Ignacio preguntó:
—¿Qué harás ahora en Madrid?
—Como siempre.
—¿Trabajas en algo?
—Lo que cae.
Luego hablaron de la familia de Burgos, e Ignacio se enteró de que su prima, «hija de tío Dionisio», era guapísima y que hacía de secretaria en el despacho de la UGT.
—Todo Burgos se hará socialista —rio José.
—¿Y el chico? —preguntó Ignacio.
—Pues… un poco tonto. Pero ya aprenderá.
Matías le dio varios puros para su hermano Santiago. Carmen Elgazu le preparó una sólida merienda. Pilar salió de las monjas media hora antes para poder darle un beso de despedida. La maleta extraña, de madera —rebajado su contenido— volvió a salir del cuarto y fue llevada a la estación.
Antes que el tren arrancara, Matías dijo, con sorna:
—Recuerdos a mi cuñada, la mecanógrafa.
Al arrancar el tren, Ignacio le gritó:
—¡Escribe! ¡Cuenta cosas de Madrid!
José estaba menos alegre que cuando llegó. Era un sentimental. Le dolía irse. Hubiera vuelto a bajar.
—¡Si no fuera por tantos campanarios!
—¡Déjalos en paz!
Se oyó un silbido.
—¡Recuerdos a César!
—¡De tu parte!
—¡Salud, salud!
—¡Adiós, adiós…! —El tren arrancó y las manos se saludaron hasta perderse de vista.
* * *
Ignacio quedó solo. Apenas entró de nuevo en su casa, en su cuarto, y vio que la maleta de José había desaparecido, así como la botella de brillantina del lavabo y sus enseres de afeitar, se dio exacta cuenta de la realidad. Comprendió que la marcha de José significaba el término de aquellas vacaciones extemporáneas. Se sintió situado de nuevo frente a la realidad de su vida: el Banco y la Academia.
Volvería al Banco, volvería a estudiar. Algo había ocurrido, sin embargo. En la tarde del domingo, su soledad se hizo patente. Su primo le había dejado huella. También a él le habían dado, en cierto modo, un golpe en la cabeza.
Tanta tensión le había fatigado. Comprendió que su soledad era grande cuando después de cenar pasó un rato agradable contemplando un cuaderno de dibujo en colores que guardaba de cuando era chico: el prado verde, los tejados rojos. «¿Por qué diablos pinté yo de amarillo todas las ovejas?», comentó en voz alta. Matías le contestó, con sorna: «La lana es oro, hijo, la lana es oro». Fue una velada lenta y magnífica, con Pilar dormida al lado, los codos sobre la mesa.
Al entrar en el Banco, el lunes, le recibieron con sonrisas alusivas. Y aquello duró varios días. «Caray, uno de estos días te vemos entrando a sangre y fuego en el Palacio Episcopal». Le identificaban ex profeso con José. El subdirector no quería equívocos. «Nada, nada. Ya sé que era tu primo y que le acompañaste por obligación». Luego añadía: «¿Y qué…? ¿Te gustó el primer orador?»
Le entró el sarampión del cine. Quería ver películas del Oeste. Se evadía en la grupa de los caballos y deseaba con toda el alma el triunfo del sheriff. Cuando más intenso el tiroteo, pensaba en el disparo que se oyó en la Rambla y en que la Torre de Babel aseguraba que la bala le rozó la cabeza.
Entre las personas que le identificaban con José, se contaban evidentemente el Responsable y su séquito. Al encontrarle por la calle, le saludaban como amigo. Con cierto agradecimiento incluso, o por lo menos lo parecía; porque la huelga había sido un fracaso. Los ferroviarios habían vuelto a sus martillos y las tres empresas habían vuelto a abrir sin que el Inspector de Trabajo hubiera accedido a las peticiones del personal. Especialmente Blasco, el «limpia» del bar Cataluña, y el Cojo, que todo el día iba de acá para allá, le trataban como a un amigo. Blasco, ya mayor, siempre con boina y un palillo entre los dientes, le invitó dos o tres veces a fumar, al encontrarle en el salón del billar; aunque Ignacio rechazó. Y en cuanto al Cojo, era obsesionante. Sus costras en los labios, al sonreír, parecían abrirse. Era alto, desgarbado. Tenía un punto de enajenado en la mirada. Un día le dijo a Ignacio: «Nos convendrían unos cuantos como tú, que tuvieran letra».
Carmen Elgazu leía en los pensamientos de su hijo, y en la primera ocasión propicia le echó un sermón. Carmen Elgazu el día de tumulto en la Rambla se había dado cuenta de una cosa: hubo un momento en que Ignacio se hubiera subido a gusto al tablado de los músicos.
—Eso no, ¿comprendes? ¡Eso no! Te dejas llevar por el primer exaltado. ¿Qué quieres, arreglar el mundo? ¿No ves que eres un mocoso? Merecerías un bofetón. Lo que hace falta es gente como don Emilio Santos. Gente limpia y sencilla. Si todo el mundo fuera como él, no habría problema; en cambio, si todo el mundo fuera como José, yo tendría que curar un par de docenas de heridos diarios. Lee siento por tu padre, pero José es un desgraciado, ni más ni menos, Y ahora lo que tienes que hacer es no pensar más en él.
Ignacio admiraba mucho a su madre. A veces le molestaba cierto tono suyo de excesiva seguridad; pero no cabía duda de que era toda una mujer. De todos modos, ¿puede uno borrar de la memoria lo que le place?
Su padre le dijo:
—¿Te das cuenta de que tienes los exámenes encima?
Él contestó:
—No te preocupes. Aprobaré.
Pero se equivocó. Le suspendieron en Filosofía, Ciencias Naturales y Física. Él juró que había hecho un buen examen, que no acertaba a explicarse su fracaso.
Hubo gran revuelo en la familia. Carmen Elgazu lo atribuía simplemente a que había trabajado poco y a que en las últimas semanas pensó en otras cosas. Nuri, María y Asunción apenas osaban subir al piso a ver a Pilar.
Ignacio sabía que no era cierto, que se había preparado a conciencia. Desde mayo, todas las noches se concentró en los libros, sentado en la cama hasta que el sueño le rendía. «¡Os juro que hice un buen examen! ¡Os lo juro!»
Dos días después de recibir las notas, entró en su casa con expresión agitada.
—¿Veis? A todos los de la Academia Cervantes nos han suspendido de lo mismo: de Filosofía, Ciencias Naturales y Física.
Matías le miró.
—¿Y eso qué significa?
—Sencillamente —contestó Ignacio—. Los tres catedráticos son nuevos, nombrados después del Estatuto, y han declarado el boicot a la Academia.
—¿Boicot…? ¿Por qué?
—Porque el Director se niega a quitar el crucifijo de las clases.
Matías comprendió que la explicación era verosímil. Sin embargo, preguntó:
—Y eso… ¿cómo lo sabéis?
—¡Uf! El director ha ido a protestar. En seguida se ha visto qué ideas tenían. En fin, se lo han dicho claramente. Sobre todo, el de Filosofía.
—¿Quién es?
—El catedrático Morales.
Pilar rubricó:
—¿Ése…? Las monjas dicen siempre que pobres de nosotras si hiciéramos el bachillerato.
La noticia reconcilió a Ignacio con la familia. Sin embargo, ello no resolvía nada; un signo más del tiempo en que se vivía.
—Bueno, ¿y qué hacer ahora? —preguntó Matías.
Ignacio había recobrado los ánimos.
—Pues aprobaré en septiembre. Estudiaré como un negro todo el verano, ya lo veréis. No tendrán más remedio que aprobarme.
—Sí, pero…
—Desde luego —añadió— el próximo curso ni hablar de la Academia Cervantes. Lo siento, pero será el último y no puedo exponerme a que me suspendan.
El muchacho dio pruebas de energía. La dificultad le estimuló. «Aprobaré en septiembre». Le había gustado la espontaneidad con que le salió la frase. De tal modo que quería extender a todos los problemas que le planteara la existencia, la actitud definida que había adoptado ante las papeletas en blanco. No se le escapaba que ahí estaba lo difícil, porque con frecuencia pensaba una cosa y luego hacía otra, desviado por algún suceso imprevisto.
Le parecía que veía con mucha claridad sus defectos: era demasiado impulsivo, como decía su madre; y además se dejaba influir. Según como Julio se tocara el sombrero, le parecía que era el policía quien tenía razón y no su madre.
Según como se tocara el sombrero… Le pareció que descubría un detalle muy importante: que en el fondo lo que a él le impresionaba no eran las ideas, sino las personas. Que seguía a las personas, no lo que decían. La cosa resultaba evidente pensando en José… ¿Cómo era posible que, en efecto, en un momento dado, con sólo verle subir al tablado, hubiera sentido necesidad imperiosa de pegar un salto y participar en la rotura del trombón? ¿Qué tenía él de anarquista para hacer una cosa así…? Reflexionando, veía abundancia de puntos débiles en la estructura mental de su primo. Para hablar sin rodeos, sus teorías no tenían pies ni cabeza; en cambio, la persona le había impresionado, el hálito que emanaba de ella.
Lo mismo que le ocurría con Julio, sucedía con Cosme Vila… Ahí estaba. Él no sabía nada de Marx; por otra parte, Cosme Vila no tenía ningún interés en catequizarle… de palabra. Pero le atraía la persona de Cosme Vila, su poderosa frente, su calvicie prematura, su insobornable aire distante. No distraído, como pretendía Padrosa, sino lo contrario: concentrado. Siempre solo en el diminuto cuarto de la correspondencia, junto a la lámpara y a su máquina de escribir. Había en él algo religioso, que a Ignacio le llamaba la atención mucho más que todas las bravatas y explicaciones de la Torre de Babel.
Otro ejemplo lo tenía en la impresión que le había causado al entrar en el comedor el desconocido de la herida en el mentón. En seguida sintió que no se trataba de un ser vulgar. Descubrió algo en su porte, en sus ojos, inquietos y titilantes. Y he aquí que Julio se lo confirmó luego… Porque resultó que Julio le conocía. El desconocido se llamaba David Pol y era maestro, socialista e hijo de suicida, lo mismo que su mujer. Hombre preocupado, un poco trágico, barojiano, con ideas personales sobre la pedagogía, al parecer.
Se dio cuenta de que se estaba examinando a sí mismo. En el fondo era verdad que el Banco constituía una gran experiencia. Aquellas montañas de plata del cajero… El día en que vio a los obreros concentrados en el Puente de Piedra se dijo: «¿Qué pasaría si volcáramos ahí un par de sacos?» Bajo las gorras nuevas llevaban el signo de la vida dura. ¡Y la crueldad de los empleados! El de impagados, cuando leía los nombres de los comerciantes que no podían cumplir con sus pagos, decía: «Otro que se cae con todo el equipo». ¿Todo el equipo? En este caso el equipo era la tienda, era la familia. Se iba a caer con toda la familia.
El domingo en que se quedó solo después de la marcha de José, había vuelto a la calle de la Barca. Y allí, gracias al Cojo, que le invitó a una copa, entró en una taberna extraña, próxima al bar Cocodrilo. Por lo visto el patrón conocía al Cojo, porque le dijo: «¡Hola! Sube. Verás a mi mujer, que todavía no se levanta». Ignacio vio la escalera tan oscura y sórdida, con una bombilla, que le recordó las del Seminario y, sin saber por qué, retrocedió y salió fuera. Aquella escalera le penetró mucho más que todos los discursos. Le pareció que sabía perfectamente lo que había arriba. Y, sin embargo, cuando diez minutos después el Cojo le alcanzó y le preguntó: «¿Por qué no subiste?» y él contestó: «¡Bah, ya me figuro lo que hay!» el Cojo le miró con una sonrisa de compasión indefinible.
—Lo que hay allá sólo lo saben ellos —comentó.
A Ignacio le pareció comprender. Le pareció que, en efecto, el Cojo tenía razón. Que al modo como sólo él, Ignacio, podía saber —y no don Jorge ni el Responsable— hasta qué punto es hermoso vivir en una familia como la suya —Alvear-Elgazu— con una madre que se sentía feliz si le salía bien un estofado y un padre que ponía cara de ángel el día que conseguía oír sin interrupción la radio, tampoco nadie podía saber lo que había allá arriba sin vivirlo. Que no bastaba con figurárselo, ni siquiera con verlo. Que lo realmente terrible de aquella escalera debía de ser lo cotidiano: subirla y bajarla cientos de veces, un día comprobar que tal peldaño empieza a crujir, a ceder otro que la mano se queda pegada con asco a la barandilla. Vivirla: ésa era la palabra, y respirarla.
Todo convergía hacia el mismo centro: las personas, lo directo, la entraña. Y le gustaba que fuera así. Imposible concebir la existencia de otra manera. El propio Julio se lo advirtió a José, hablando de la huelga y de los metalúrgicos despedidos: «Lo impresionante hubiera sido verlos».
Ignacio se dijo que debía de ser la causa de esto por lo que sus simpatías y antipatías eran tan manifiestas. Le pareció comprender por qué la presencia de mosén Alberto le desasosegaba; porque debía de haber un desequilibrio entre las pláticas dominicales del sacerdote y sus actos, su vivir cotidiano. En cambio, su afecto por el subdirector del Banco, aun tratándose de un hombre modesto y de ojos beatíficos, se debía seguramente a lo contrario: a que éste vivía sus ideas, a que por la CEDA aceptaba de buen grado crearse enemistades, arrostraba las bromas de los empleados y ahorraba durante cinco meses para poder regalar un ventilador al Partido.
Ello tal vez le indujera a no poder penetrar el sentido de ninguna doctrina sin verla encarnada por alguien. De ahí, probablemente, que se le escapara el fondo de muchas palabras que brincaban sin cesar a su alrededor y que iban tomando cuerpo: por ejemplo, la palabra comunismo.
No, el hálito de la persona de Cosme Vila no le bastaba. Le sería necesario verle actuar…
Tampoco le bastaban las suposiciones de su madre y de José respecto de Julio: también sería necesario verle actuar.
Aunque, respecto de Julio, le ocurría algo singular. Iba creyendo que, en efecto, el policía era comunista. Algo instintivo le impelía a creerlo, y a afirmarlo… No el examen de la dialéctica del policía —método empleado por José—, ni los viajes de Julio a París ni los brazaletes de doña Amparo Campo. El mecanismo deductivo de Ignacio operaba siempre en terrenos más poéticos. Cierto, el primer día en que Ignacio tuvo la íntima certeza de que Julio era comunista, ello se debió a algo sencillo, absurdo y probablemente grotesco: al hecho de que Julio tuviera en el piso una tortuga.
Ignacio estaba solo, Julio hablando por teléfono. Permaneció un cuarto de hora contemplando el animal, le vio avanzar implacablemente, con desesperante tenacidad, por entre las patas de la silla, bordeando la alfombra, siempre en el mismo sitio y a la vez un poco más allá, con su universo a cuestas… y pensó que Julio era comunista. Y desde entonces muchas veces pensó en ello. Cuando el animal permanecía horas y horas quieto, el muchacho pensaba: «Está preparando un gran salto». Y cuando su amo le acariciaba o le contemplaba sonriendo, el bicho cobraba vida de símbolo, a pesar de que doña Amparo sentía por él verdadero horror.
El compañero de billar de Ignacio, Oriol, chico tuberculoso, al escuchar este relato le dijo: «Me gusta que tengas ese tipo de sensibilidad. A mí también me ocurren esas cosas».
Cada vez que Ignacio tenía un choque —una discusión en el Banco, el fracaso de un proyecto— se refugiaba en el billar. Con motivo de no aprobar, volvió a él. Y en esta ocasión descubrió en su compañero de juego un ser nuevo. Es decir, acaso fuera el mismo de siempre, pero antes no se había fijado mucho en él: su compañero de billar era un muchacho sutil, muy inteligente y de una gran distinción. Le costó mucho darse cuenta de ello porque el chico era callado hasta lo inverosímil. Sólo de vez en cuando decía, sonriendo: «En el fondo, el billar es perder el tiempo». Y entonces Ignacio comprendía que el chico jugaba porque su enfermedad le impedía hacer otra cosa más importante.
Muchas veces había pensado que las torturas a que el billar obliga debían de perjudicar a su amigo. Y, en efecto, de repente éste quedaba tendido sobre el tapete verde, con el taco inmóvil, y se ponía a toser, en cuyo momento la bola roja parecía de sangre; pero nunca se había atrevido a advertirle. En todo caso, viéndole ahora pensó: «No cabe duda de que la aristocracia es un hecho». Y entonces volvió a sentir un inexplicable rencor.
Pero lo venció. La primavera era tan hermosa en la ciudad que el simple hecho de mirar era un gozo. Desde los vestidos de las chicas hasta el matiz de los verdes de la Dehesa todo invitaba a la alegría, a crecer, a pujar. Ignacio a veces, después de cenar, antes de meterse en cama con los libros de texto, llamaba a Pilar y entre los dos, con los codos sobre la mesa, iban rellenando en colores las páginas de sus cuadernos de niño que habían quedado sin pintar.
E Ignacio, que consideraba metal más puro la alegría que el oro, ahora pintaba las ovejas de color azul.
* * *
En este estado de ánimo le halló César. ¡Santo Dios! El muchacho se trajo del Collell un soplo de aire bienhechor. Operó, como siempre, un súbito cambio de decoración. Pareció como si al entrar borrara del umbral de la puerta la imagen de José y devolviera a la familia su verdadera razón de ser, regular y humilde.
Carmen Elgazu tuvo una alegría infinita al verle. ¡Alto, definitivamente alto! Con cara malucha, desde luego. «Pero vas a ver cómo te trata tu madre. ¡Pobre, pobre! En un mes vas a engordar seis kilos».
César había traído una carta del Director, dirigida a Matías Alvear. Éste la abrió muy intrigado, pues era la primera vez que tal cosa ocurría: «Cuiden a su hijo. Se desmaya con frecuencia».
Matías no se atrevió a hablar de ello con su mujer. En cambio, se lo dijo a Ignacio y éste repuso, repentinamente indignado: «¡Natural! ¡Hace tonterías!»
—¿Qué tonterías?
Ignacio le contó lo del cilicio. Matías se enfureció hasta un punto indescriptible. Llamó al muchacho, le tocó la cintura y leyó en su rostro una expresión de dolor. Entonces le pegó una bofetada.
—¡Pero…!
—¡Quítate eso en seguida! —César, mudo y como alelado, fue a su cuarto y empezó a desnudarse.
—¡A ver, dame eso!
Matías tomó el hierro en sus manos. Con la yema de los dedos fue tocando las pequeñas púas. No acertaba a comprender: «¡Este verano harás lo que yo te diga! Menos mosén Alberto y más…»
—Pero, papá… Mosén Alberto no sabía nada de esto.
Apenas si Matías le oyó. Había salido del cuarto, cruzado el comedor y echado al río el hierro de su hijo.
César permaneció inmóvil, con los ojos húmedos. Ignacio entró a peinarse y salió, sin decirle una palabra. El seminarista no sabía qué hacer, todo aquello era durísimo e inesperado. ¡De ningún modo quería contrariar a los suyos!
Matías habló con su mujer, teniendo buen cuidado de ocultarle el incidente del cilicio. Llevaron el chico al médico. Nada alarmante: «Llévenle al óptico».
Así se hizo y César apareció a las pocas horas llevando lentes con montura de plata. ¡Qué suspiro dio el muchacho al saber que todo su vértigo y su inestabilidad provenían de la vista!
Mosén Alberto se puso en contra de César. Le dio órdenes severísimas de no tomar ninguna decisión de tipo corporal sin consultárselo antes.
César dijo:
—Muy bien, padre; pero… es que yo quiero perfeccionarme.
—¡Pues por eso! Obediencia. ¿Qué sabes tú lo que te conviene? Hay quien lleva cilicio porque así se siente a cubierto, o porque le cuesta menos obedecer.
César quedó desconcertado, pero asintió con la cabeza.
Sólo una larga serie de comuniones fervorosas consiguieron devolverle la tranquilidad. De pronto, el bofetón le dolía como si los dedos hubieran sido también de hierro. ¡Había debido de darle un gran disgusto a su padre para que se decidiera a pegarle! ¿Cómo era posible que un acto bueno, o por lo menos bienintencionado, pudiera traer consecuencia tan graves?
Matías no pudo soportar ver sufrir a César. Seguía sin comprender, pero entró en su cuarto y le tiró de una oreja.
—Ya sabes lo que te dije. Este verano, descansar. Lo máximo que te permitiré será que vuelvas a afeitarme.
Fue un rayo de luz para César. Era evidente que su padre no quería cortarle todas las alas. Faltaba convencer a mosén Alberto, que el verano anterior ya le había dicho: «¡Te prohíbo que tengas escrúpulos!», y le había inundado de tazas de chocolate.
El chico sacó fuerzas de flaqueza para hablar con el sacerdote.
—Padre —le dijo—. Ya no llevo nada, ¿ve? —Y se tocó la cintura—. Le prometo también que no iré al cementerio ni me pondré sal en el agua. Le prometo también que obedeceré a todos mis superiores. Pero… quería pedirle una cosa: que me permitiera afeitar…
¡Afeitar…! Mosén Alberto estaba al corriente. Sabía que durante el invierno, en el Collell, el muchacho le había dado a la navaja… ¿Cómo negarle este permiso…?
—¡Pues anda y afeita a quien quieras…! —Y el sacerdote miró cómo el seminarista se lanzaba escalera abajo y desaparecía.
En el fondo, mosén Alberto tenía también este censor: César. En sus épocas de sequedad espiritual, cuando en los momentos más importantes de la misa se notaba a sí mismo distraído y hueco, murmurando sin emoción santas palabras ante el cáliz, sin que tal rutina impidiera que el milagro del Verbo hecho sangre se realizara, mosén Alberto pensaba de repente: «Si al pobre César le fuera dado celebrar…» Había llegado a la conclusión de que el ansia de César de perfeccionarse no era igual que la de los demás seminaristas en los primeros cursos de la carrera. Y aquello le llevaba a besar el altar con vivos deseos de contrición y devoción.
Mosén Alberto se daba cuenta de que, poniéndose la sotana, no se había desprendido de todo apego humano. Sus mismas aficiones artísticas tenían un punto de frivolidad. Y le gustaba que le halagaran y ahora mismo se sentía feliz porque acaso le nombraran maestro de Ceremonias de la Catedral. Su desgracia tal vez hubiera sido ésta: ser el primero en clase durante los catorce años de la carrera. Y ver que todo el mundo le consultaba cosas: las monjas, las señoras, los vicarios jóvenes. ¡Y su madre! Su madre le trataba con un respeto infinito como si en vez de su hijo fuera auténticamente su rey. Su madre, baja y raquítica, con un inmenso pañuelo negro sobre los hombros, hacía algún viaje desde el pueblo a Gerona, casi siempre aprovechando la tartana de algún campesino que bajara al mercado. Y al llegar al Museo y ser recibida por su hijo, levantaba la cabeza para mirarle y asirle las manos, que le besaba. Y luego miraba el Museo con ojos de admiración. Tenía unos ojos pequeñísimos, que siempre parecían reír aun cuando llorasen. Y luego se confesaba en él… Ego te absolvo in nomine Patris. ¿Cómo era posible que pudiera perdonar los pecados de su propia madre?
Una cosa le consolaba: tal vez Carmen Elgazu experimentara frente a César impresiones similares… Sin embargo, la diferencia estaba en que él no había pedido nunca a nadie permiso para afeitar.
Éste fue el gran triunfo de César. Recibir a media mañana un flamante estuche que contenía todo lo necesario para el oficio: brocha, jabón, navaja, ¡y maquinilla para cortar el pelo! Con una tarjeta de mosén Alberto.
Carmen Elgazu se emocionó lo indecible, Matías Alvear dijo, examinando la afiladísima hoja cerca de la ventana: «Más de una vez me afeitaré yo con ese cacharro». Pilar se adueñó de la maquinilla de cortar el pelo y se divirtió media hora persiguiendo a todos por el piso: «Cre, cre-cre-cre-crec… cre-cre-cre-cre-cre-crec…»
Y luego, todo fue sencillo. A las tres de la tarde, César, a grandes zancadas, ligeramente encorvado y bamboleando la cabeza, se dirigió a la calle de la Barca. Cierto, Raimundo, con su bigote horizontal, tenía más aspecto de barbero que él con sus lentes de montura de plata. Así lo dijo Matías, por lo menos. Sin embargo, César, para vencer a la competencia tendría a su favor varios factores: el esmero en el trabajo, el trabajo a domicilio y el precio. No pediría sino que la barba les creciera pronto, para poder afeitarlos de nuevo.
No conocía a nadie en la Barca, ni el barrio. Pero Ignacio le había dicho: «Habla con el patrón del Cocodrilo».
Y fue un acierto. El patrón, con su minúscula gorra, su caliqueño y su gran barriga, soltó una carcajada al verle.
—¿Afeitar…? ¿Viejos…? ¿Enfermos…? Pero… oye, ¿tú estás loco o qué?
César le miró sin pestañear y luego, colocando el estuche sobre el mostrador, lo descubrió ante él, reluciente.
El patrón cambió de parecer súbitamente.
—¡Eh, eh, Manolo…! ¡Mira, aquí hay un barbero espontáneo!
Apareció un gitanillo joven, con bufanda de seda.
—¡Déjate, déjate!
César comprendió que allí se jugaba su destino.
—Deje, por favor. No le haré daño, ya verá.
El gitanillo se pasaba la mano por la mejilla. Pero ya el patrón del Cocodrilo había dado la vuelta al mostrador y, riéndose, le había clavado en una silla.
César pidió luz al Señor, fuerza a su muñeca, que a veces se le cansaba, y empezó su tarea. Tan bien le remojó, tan fácilmente se llevó los escasos y arbitrarios pelos del gitano, tan lisas y llanas quedaron las mejillas de éste, que todo el bar Cocodrilo pareció llenarse de espejos de establecimiento de lujo.
El patrón se entusiasmó.
—¡Lista de viejos, apunta! Ahí al lado, tercer piso. Entra, de frente hasta una cueva negra que verás al fondo. Grita: ¡Fermín! Fermín contestará y le afeitas. Ahí enfrente vive otro, pero si sabe que eres cura te echará a patadas.
Todo fue empezar. La hija de Fermín fue la primera en propagar la nueva. A la salida de la fábrica, encontró a su padre sentado en la cama, guapo, sonriendo, más guapo y más joven que nunca.
—Pero… ¿qué ha pasado?
—Un chico que ha venido. Orejas grandes.
Orejas grandes, orejas grandes… Manolo el gitano también mostraba su rasurado rostro a los vecinos…
El patrón del Cocodrilo colgó un cartel a la entrada: «Barbero a domicilio, gratis. Para viejos y enfermos».
Otras hijas de otros Fermines reclamaron sus servicios.
—¿Y cortar el pelo? ¿También corta el pelo?
¡Eso no sabía, pero estaba aprendiendo!
El propio patrón ofreció su cogote como conejillo de Indias. Se sentó y depositó su cabeza sobre su barriga. ¡Ay, ay! No importaba. Los pelos le entraron por la camisa y le escocieron durante una semana. Pero no importaba.
En algunas casas le recibieron con hostilidad.
—¿Crees que aquí nos vendemos por un brochazo? ¡Anda a afeitar al obispo!
—Aquí, menos chulería. ¡Largo de ahí!
Pero los peores eran los que no le hablaban… como Blasco. Los que le clavaban sus ojos de odio y, sin moverse, le obligaban a retroceder, a retroceder hasta encontrarse bajando los peldaños de cuatro en cuatro.
Pero todo iba a pedir de boca. Consuelos no le faltaban ni miradas de simpatía y aun de agradecimiento. «¡Adiós, adiós…!»
De pronto, el panorama cobró dimensión. Dos o tres niños sintieron celos. «A ellos los afeita y por nosotros no hace nada. ¿Por qué no hace algo por nosotros?»
¡Dios mío, los niños! «Dejad que los niños se acerquen a mí». En el barrio había millares de niños que aleteaban bajo los balcones, como moscas o como ángeles.
La hija de Fermín, que trabajaba en la fábrica de los Costa, le dijo: «¿Por qué no enseña a leer a estos críos?»
¡Mosén Alberto también accedió! Y aquello fue coser y cantar. Cerca del puente del ferrocarril existía un zaguán de grandes dimensiones, con las paredes ennegrecidas, que servirían de cartelera y pizarra. En él se improvisó la escuela, la clase. César, pálido, sentado en el primer peldaño, los chiquillos sentados en el suelo, con las piernas cruzadas.
«B, a, ba, B, e, be». Días después se oyó 4x4, 16, y se habían unido al coro varios alumnos de más de veinte años.
Más allá de la Barca, nadie sabía nada. Más acá, tampoco. Hubiérase dicho que no ocurría nada. El suelo del zaguán era de ladrillos rojos, se estaba fresco. Las vecinas se turnaban para limpiarlo. Era una comunión simple y natural. Los transeúntes le tomaban por un maestro de verdad, que aprovechaba las vacaciones para ganarse unas; pesetillas. Muchas familias no sabían en absoluto de qué casa era y la mayoría de los alumnos ignoraban su nombre. «Tú, tú… —le decían—. ¡Dame un caramelo!»
Más tarde la cosa se complicó. El sol caía a plomo sobre la ciudad, y los balcones de la calle de la Barca despedían vaharadas de fuego. Los chiquillos iban sucios, zarrapastrosos, y César los llevó a la orilla: del río para que se lavasen. Si alguno se resistía, le lavaba él mismo, frotando duro en las rodillas y las piernas. Un día se hizo con champa y los llevó a una fuente más limpia. Y fue allí donde una mujer, al reconocer a su hijo, que se había sumado a la comitiva, se puso a chillar:
—¡Eh, tú…! ¿Crees que su madre es una puerca? ¡Deja en paz a mi hijo!
Otro día, cuando los alumnos se despidieron, una mujer joven, cubrió la puerta, desnudos los brazos… El seminarista se abrió paso, y salió con inesperada calma. Entonces ella barbotó: «¡Vete ya, 4 x 4!» Detrás del Cocodrilo empezaban las casas de mala nota. El calor echaba a la calle a todo el mundo, la tomaron con él, bromeando y distrayendo a los chiquillos. César supuso que debía de haber alguna impureza en su acto, acaso vanidad, y redobló sus esfuerzos para recrear el clima original.
Intentó enseñar catecismo. Al principio fue un éxito. Varios de los pequeños le eran muy fieles, y a veces le acompañaban hasta el extremo de la calle. Fue allí donde una tarde les dijo:
—¡Vamos a ver! Sentaos aquí.
Los críos siempre jugaban por las escaleras de las iglesias sin cuidado ninguno, tirando piedras a los ventanales u orillándose en los muros. Cuando César les explicó que aquéllos eran lugares santos, presididos por un Ser bueno y omnipotente, que era el que había creado aquel cielo, el Oñar y todo, primero le miraron con escepticismo, pero de pronto uno de ellos, que adoraba a César, se levantó y echó a correr.
—¡Eh, Pedrito…! ¿Dónde vas? —le preguntó César.
El chico no contestó. Pero fue a la fachada de San Félix y borró como pudo, frotando con su camisa, una luna sonriente que el día anterior había dibujado con la tiza de la escuela.
Sin embargo, al día siguiente el seminarista recibió la visita de un peón ferroviario y dos o tres desconocidos, que le amenazaron con tirarle al río si tocaba aquel asunto.
—¡Aquí, letra y números! Lo demás, mutis.
* * *
El buen tiempo había traído consigo el florecimiento de las manifestaciones artísticas regionales. Matías decía, al regresar de Telégrafos: «No se puede negar que esto es un pueblo de artistas».
Con ello no se refería solamente a los sonetos de Jaime, quien continuaba buscando palabras nuevas durante la noche; se refería a los conciertos al aire libre que daba el orfeón, a la multitud de ejercicios de piano que se oían gracias a los balcones abiertos, y, sobre todo, a la invasión de pintores aficionados.
El arquitecto Ribas, Jefe de Estat Català, y su íntimo colaborador el arquitecto Massana llevaban meses organizando en el salón anexo a la Biblioteca exposiciones de pintura regional. Desde retablos antiguos, traídos de Barcelona unos, prestados por mosén Alberto otros, hasta las escuelas modernas, todo había desfilado por la ciudad.
En El Demócrata intentaban, por medio de la crítica, orientar a la opinión, sin conseguirlo. Porque por un lado loaban todo cuanto fuera vanguardista —y ahí estaban en la Gerona moderna los edificios que daban testimonio de ello— y por otro se extasiaban ante la pintura costumbrista y hogareña —la vieja hilando, el payés bebiendo en porrón y el paisaje relamido.
La opinión acabó tomando partido de acuerdo con su gusto personal; y lo tomó por la pintura costumbrista y el paisaje relamido. En las exposiciones se oían frases que ponían los pelos de punta a Julio García, que tenía la casa llena de reproducciones impresionistas. «¡Mira, mira ese vaso! ¡Se puede coger con la mano! ¡Mira esa vaca, qué bien está!» Las esposas de los arquitectos Ribas y Massana suponían que era imposible pintar mejor.
El buen tiempo desencadenó un alud de imitadores. Estat Català en pleno, con sus jefes al frente, se lanzó a la Dehesa y al valle de San Daniel todas las tardes después del trabajo y todos los domingos por la mañana, dispuestos a captar la naturaleza con el máximo verismo posible. El paisaje era realmente hermoso. Árboles altos, prados frondosos, cielo de luz pura y diáfana, suficientemente matizada para no matar el color. El arquitecto Ribas, con una visera y un taburete portátil que se impusieron como prendas oficiales, decía, mientras mojaba su pincel: «Acabaremos creando una Escuela Gerundense». Julio García, que se paseaba mirando de caballete en caballete, comentaba: «Yo creo que verdaderamente ya la tienen ustedes creada».
Los más audaces pintaban figuras y escenas locales: el mercado, una audición de sardanas, gitanos alrededor de un carro. ¡Y la Catedral! La Catedral y San Félix reflejándose en el río, con los balcones y las ventanucas colgando. Era el tema inevitable. No había cuadro en que no apareciera el balcón desde el que Matías Alvear pescaba, y más de una vez, en las exposiciones, Pilar había dicho a Nuri, María y Asunción: «¡Mira, mira, esa ropa tendida es la nuestra; la combinación de mamá, la camisa de Ignacio!»
El orfeón… tenía gran éxito. Se llamaba «Gerunda» en honor de los que estudiaban latín. El director era un hombre salido del Hospicio, cuadrado y de gran melena, cuyo retrato deseaban hacer todos los pintores. La masa coral se componía de sesenta y ocho voces, mixtas, obreros en su mayor parte; excepto el tenor, cartero socialista al que Matías siempre tomaba el pelo, y varias voces de bajo, entre las que se contaban personas como Raimundo el barbero. La afición de aquellas sesenta y ocho voces y de su director —compositor al mismo tiempo— era ejemplar. Vivían para el orfeón. Muchos obreros se pasaban la jornada de trabajo canturreando el repertorio, para tenerlo a punto en el ensayo. El cartero utilizaba su poderosa voz para advertir a las vecinas que tenían carta. El dependiente de Raimundo les decía a los clientes: «¿Ven…? Eso de cantar, el patrón lo hace sintiéndolo. No es un embuste como su afición a los toros». La base de la masa coral era el folklore, con incursiones en motetes religiosos, que los anticlericales del «Gerunda» cantaban con sorprendente seriedad. La peña del Neutral no se perdía concierto del orfeón. Don Emilio Santos, a quien el canto enternecía, al terminar se acercaba siempre al tablado y ofrecía al director el mejor puro de la Tabacalera. Julio García aplaudía frenéticamente. Matías escuchaba, bien mirando al cielo o al techo, o con los ojos fijos en la abierta boca de su amigo Raimundo, cuyos bigotes molestaban a los vecinos. «Me dan ganas de hacerle cosquillas en la laringe», decía a veces. El silencio del auditorio era también entrañable. El Demócrata escribía: «Un pueblo que canta, no puede morir. Un pueblo que canta es un pueblo pacífico». Mediado el concierto, las chicas del orfeón clavaban banderitas catalanas en la solapa.
A medida que el buen tiempo desembocaba en el implacable sol del verano, la faz de la ciudad cambió. Empezó el éxodo en masa. ¡Las vacaciones! Todo el mundo dejó el pincel, guardó las partituras. Los Sindicatos habían conseguido que todas las Empresas, sin excepción, concedieran vacaciones retribuidas a sus obreros. Gracias a ello, al llegar agosto la ciudad quedó desierta; por el contrario la costa, la Costa Brava, muchas de cuyas playas desde la creación del mundo eran privilegio de sus habitantes y de algún hacendado, recibieron las primeras oleadas de turismo popular.
Los pudientes de la localidad preferían la montaña. Don Jorge se fue con su familia a una de sus propiedades de Arbucias, don Santiago Estrada se despidió del subdirector. «Dejo la CEDA en sus manos. Nos vamos a Puigcerdá». Los trenes hacia el mar, abarrotados, ¡y las caravanas de la Peña Ciclista! ofrecían poco atractivo para ellos. Además de que consideraban que la montaña era mucho más sana. Don Jorge siempre decía que los médicos que habían puesto de moda los baños de sol o eran unos ignorantes o era gente de mala fe.
Otras personas aprovecharon para hacer viajes que tenían pendientes. ¡Julio tomó billete para París! Ignacio se dio cuenta una vez más de que el policía realizaba siempre cuanto prometía.
—¿Y para qué va usted a París, si se puede saber?
—A ver las francesitas, chico, a ver las francesitas.
Mosén Alberto tuvo una idea más espectacular aún: el jubileo de Roma. Era año jubilar en Roma. Convenció al notario Noguer y a su esposa para hacer el viaje conjuntamente, partiendo hasta Génova en barco. Ninguno de ellos había estado nunca en Roma.
Cuando César, con los ojos húmedos, le despidió en la estación, mosén Alberto le dijo:
—A ver al Santo Padre, chico, a ver al Santo Padre.
—¡No lo olvide! —le pidió César—. Una bendición para mí.
A Ignacio le hubiera gustado cualquiera de los itinerarios: Roma, París, la montaña y el mar. Pero los ocho días de vacaciones a que todavía tenía derecho no podría disfrutarlos hasta octubre, los demás empleados tenían prioridad en la elección de turno.
En cambio, Matías Alvear tuvo, de un tirón, los quince reglamentarios. Y ahí llegó lo inesperado en la familia. Coincidiendo con una advertencia del médico con relación a Pilar, que andaba llena de granos y molestias, Matías decidió alquilar una casucha, por dos semanas, en San Feliu de Guíxols.
Ignacio no acertaba a comprender.
—¿Pero… y el dinero?
Carmen Elgazu tuvo entonces una sonrisa maliciosa:
—Tu tío de San Sebastián —explicó.
—¿Cómo…?
—Cuando le tocó la lotería, nos mandó un pequeño regalo…
—¡Vamos! ¡La primera noticia!
Matías añadió:
—¿De dónde crees que han salido tus matrículas? ¿Y la montura de plata de César? ¿De las cuarenta pesetas que te han aumentado?
—No, no. Muy bien, muy bien. Tanto mejor.
Fue un acontecimiento. Pilar saltaba de gozo. ¡El mar, los veraneantes! Se decía que éstos organizaban carreras de balandros… ¡Nuri, María y Asunción ya se habían marchado y ella temía ser la única que no pudiera hacerlo!
Ignacio y César fueron a despedirlos a la estación. Matías, en la ventanilla del tren, tenía gesto de hombre responsable de un batallón. Carmen Elgazu se había negado rotundamente a ponerse un pañuelo en la cabeza atado a la barbilla. «Cuidaos, hijos, cuidaos. A mí no me gusta marcharme sin vosotros». Pilar no se retiró al interior del coche hasta mitad del trayecto.
Ignacio y César quedaron solos. Ignacio trabajaba en el Banco sólo de ocho a dos, de manera que las tardes las tenía libres. Jornada intensiva, éxito exclusivo de la UGT. A César, mosén Alberto le había encargado de la vigilancia del Museo y allá se iría, esperando turistas, hasta las cinco de la tarde, en que las dos sirvientas le presentarían ¡imposible rehusar! el chocolate y los picatostes, y luego podría ir a la calle de la Barca a afeitar y dar clase.
Carmen Elgazu había llegado a un acuerdo con una vecina para que en su ausencia cuidara de los dos chicos, especialmente comida y lavado de ropa. «Las camas se las harán ellos mismos. Y que barran también el piso, ¡qué caramba! En todo caso, el sábado da usted un repaso a los metales y al suelo».
—¿Y los cristales, doña Carmen?
—¿Los cristales…? ¡Que los limpie Ignacio!
A los dos hermanos se les hizo muy cuesta arriba comer y cenar solos, frente a frente en la mesa. Ignacio se ponía a leer el periódico o Crimen y Castigo, cuyo primer tomo había empezado. César hubiera querido aprovechar aquella circunstancia para comulgar en ideas con su hermano, para hablar mucho y hacer incluso alguna excursión como antaño, a las murallas o a Montjuich; pero casi nunca conseguía ser escuchado, como no fuera en el balcón, después de cenar. A esa hora, sí. Salían los dos, sacando una silla cada uno, como cuando estaba José, y ante las semiapagadas luces de la Rambla, bajo el firmamento cálido de agosto, hablaban de todo lo divino y humano.
Ignacio, aun cuando el periódico y Crimen y Castigo le absorbieran, no dejaba por ello de inspeccionar a su hermano. Y tal vez para inspeccionarle mejor guardara silencio durante el día. Le gustaba ver la unción con que César ejecutaba el más insignificante de sus actos: el de tomar el pan, el de llevarse la cuchara a los labios, el de plegar la servilleta. No hacía ruido. No hacía el menor ruido… excepto cuando estornudaba.
Aquélla era una jocosa y muy frecuente escena. César, de repente, se ponía a estornudar. Y soltaba cuatro, cinco, seis y hasta ocho estornudos seguidos. Pero unos estornudos breves, raquíticos, fracasados. «¡Jesús, Jesús, Jesús…!» Al terminar, alzaba la vista y los ojos le lloraban. Se los secaba con el pañuelo, se sonaba. «¡Caramba con mi nariz!», decía. Y movía la cabeza, entre tímido y extrañado.
Ignacio tuvo que ponerse muy serio para que su hermano le permitiera limpiar los cristales. «Deja, deja, ya lo haré yo». Ignacio se negó rotundamente. «Tú, a barrer, que lo haces muy bien». Y era cierto. A Ignacio le encantaba ver cómo barría César. La práctica adquirida en el Collell, con las cuarenta celdas diarias, no había sido baldía. Asía la escoba por la parte más elevada del mango y apenas la levantaba del suelo. Avanzaba con rapidez increíble, en pequeñas y rítmicas sacudidas. La vecina quedaba maravillada. «Si lo hace mejor que yo…» César explicaba que, acostumbrado a barrer la terraza del Collell, de ladrillos rojos, barrer aquella solería era lo más fácil del mundo.
Un día decidieron hacerse la comida. César peló las patatas, Ignacio las freiría. Uno y otro querían freír los huevos. «¡Lo haremos a cara o cruz! No, no, mejor que cada cual se fría el suyo».
El de Ignacio quedó precioso. Una aureola blanca, orlada de oro, y la yema amarilla, impecable, en el centro. A César no se le reventó el suyo, pero habiendo utilizado el mismo aceite que Ignacio, se le ensució; se le ennegrecieron el huevo y el plato. Pero lo comieron muy a gusto, frente por frente, riéndose como benditos al mojar en él el pan. El piso era ancho, enorme para los dos. Les parecía que habían zonas inexploradas. Un día Ignacio propuso: «¿Por qué no vamos durmiendo en camas distintas? Hoy duermes tú en la mía y yo duermo en la de Pilar. Mañana yo en la de Pilar y tú duermes en la…» No, les fue imposible. Uno y otro pudieron dormir en la de Pilar, aun cuando a César le dio gran angustia, como si fuera sacrilegio, un pecado. Lo hizo para que Ignacio no le tildara de timorato o para que no le dijera como otras veces que los escrúpulos le volverían loco; pero en la de sus padres… imposible. Sólo al decirlo sintieron como un nudo en la garganta. Y luego, al entrar Ignacio en la alcoba y encontrarse ante el robusto y tibio lecho matrimonial, se sintió poseído de tal respeto, que tuvo que retroceder.
En cambio, una tarde en que se quedó solo pasó revista al armario de luna de la alcoba de sus padres. Vio viejos sombreros de Matías Alvear, todos con la forma de su cabeza, con algo irónico que había impreso en ellos la presión de sus dedos. ¡Luego descubrió, en un tubo de cartón, el diploma de la Primera Comunión de Carmen Elgazu! Firmado en Bilbao, en 1903… El nombre, en letra redondilla, todo con una pátina de comienzos de siglo que recordaba el estilo pictórico de la flamante Escuela Gerundense.
Ignacio supuso que César experimentaría una emoción fortísima al ver aquel diploma, con su ilustración, que representaba una niña vestida de blanco —Carmen Elgazu arrodillada en el altar, con Jesús en persona dándole la comunión y dos ángeles sosteniendo uno la palmatoria, el otro la patena—. Y sin embargo… metió otra vez el diploma en el tubo de cartón y lo dejó en su sitio. No sabía por qué, pero algo indefinible le impelía a privar a su hermano de aquel gusto. Al cerrar el armario se vio en el espejo llevando aún uno de los sombreros de su padre. Entonces se atusó el naciente bigote. Le pareció que acababa de cometer una villanía. «Se lo enseñaré —se dijo—, se lo enseñaré. ¿Por qué diablos seré tan complicado?»
Luego descubrió postales que Matías Alvear escribía a Carmen Elgazu cuando eran novios. Fechadas en Madrid, 1913, 1914… «Claro, claro, todavía yo no había nacido…» Ignacio recordó que cuando niño este pensamiento le había preocupado con frecuencia: que sus padres no los hubieran conocido ni a él, ni a César ni a Pilar… desde siempre. ¿Cómo pudieron vivir? Aquel día se dijo que él también tendría probablemente hijos un día y que tampoco los conocía. Y pensó en Cosme Vila: «Yo quiero tener un hijo». El hijo de Cosme Vila… ¿tendría alguna vez diploma de Primera Comunión? Fueron jornadas de rara intensidad. La soledad parecía conducir los pensamientos hacia algo hondo y secreto, no perceptible en medio de la agitación cotidiana. Alguna vez, en el Seminario, Ignacio había experimentado aquella sensación. Cuando el día moría, tras las montañas de Rocacorba, en una apoteosis de rosa y rojo y nubes áureas, Ignacio se subía a la azotea para verlo. Y con frecuencia, al acercarse a la barandilla que daba a la Rambla, veía llegar, diminuto, andando con los pies separados, a César, con el estuche de afeitar bajo el brazo. Nunca más le diría que debía pensar en los pobres… Luego César le contaba. Sobre todo de los chicos. Pero también le hablaba de una mujer. La hija de Fermín le pidió que cortara el pelo al rape a una mujer joven que tenía el tifus. César recibió una impresión profunda al descubrir su nuca, sus sienes, el realismo indescriptible de su cráneo. Era una mujer bonita, que luego, al mirarse en el espejo, se puso a llorar. César barrió los cabellos con mucho cuidado… Y después de cenar salían al balcón. Era la hora preferida por uno y otro. Había noches en que el cielo se extendía tan rutilante y espléndido sobre los tejados, que los dos muchachos permanecían callados porque las palabras hubieran roto el encanto. Noches en que entre estrella y estrella se presentía la oscuridad insondable, el ignoto abismo planetario. De la Rambla ascendían mil olores, los faroles estaban soñolientos. El bastón del vigilante tenía una sonoridad concreta, de emperador de la noche. Pasaba gente extraña, amigos y desconocidos. El cajero del Banco, del brazo de su gruesa mujer, un panadero en camiseta, la hija del Responsable con su sargento, besuqueándose. ¡Y los del ajedrez, inconmovibles! Y César despidiéndose de pronto para irse a la cama, para cumplir la orden paterna de dormir diez horas diarias.
* * *
¡Válgame Dios! Los últimos días de agosto señalaron el retorno de los desertores. De los peregrinos del jubileo, de Julio García, ¡de Matías Alvear, Carmen Elgazu y Pilar!
Hubo abrazos a granel, exclamaciones, apertura de maletas.
—¡Contad, contad! ¡Mamá, cuéntanos!
Matías dijo:
—¡No esperéis que abra la boca! Pasó demasiado miedo.
—¿Miedo yo?
—¿Ah, no…? Escuchad bien. Metía un pie, luego otro… y luego retrocedía con los dos.
La mujer exclamó:
—¡Ay, hijos! ¿Creéis que estoy para esos trotes?
A Ignacio le entusiasmó la situación.
—Pero… ¿qué traje de baño llevabas, mamá?
—Negro y muy decente —contestó ella, simulando naturalidad—. Uno muy bonito, ¿verdad, Pilar?
—¡Precioso! Sobre todo, con las dos calabazas en la cintura.
—¡Pilar, ya sabes que no me gustan esas bromas!
—Pilar tiene razón —continuó Matías, dirigiéndose a Ignacio—. Nunca hubiera creído que vuestra madre tuviera tan buen tipo. Llamó mucho la atención.
—¡Matías! ¡Eres un sinvergüenza!
—No me extrañaría que hubiese sido la causa de…
—¡Oh, oh…!
—¡Seguro! —rubricó Pilar, excediéndose—. Sobre todo cuando se puso aquel gorrito amarillo.
—¡No me imagino a mamá con gorrito amarillo! —rio César.
—Pues yo no la puedo imaginar de otra manera —opinó Matías.
Y viendo los aspavientos de Carmen Elgazu, todos se levantaron, la rodearon y abrumaron a caricias, hasta hacerle saltar lágrimas de enfado, de ternura y felicidad.