Cuando las sombras invadieron la ciudad, los coches de la muerte encendieron de nuevo sus faros. Las familias veían con angustia avanzar las horas. ¿Cuándo empezaría la razzia? ¿A quién tocaría? Los ciento setenta detenidos en el Seminario y las veintidós mujeres detenidas en la cárcel rezaban el Rosario.
Había sido necesario requisar más coches pues varios de ellos se habían estrellado durante la jornada. Julio, junto con los Costa, había ido a ver al general pues todo aquello le daba miedo; pero Cosme Vila le había dicho: «Si intentáis algo, sacamos las ametralladoras».
Julio se dio cuenta en seguida de que él mismo estaba en peligro si no tomaba una determinación. Los guardias de Asalto de Jefatura estaban nerviosísimos y se quejaban de que a aquellas alturas tuvieran que custodiar a la esposa del comandante Martínez de Soria y el Museo Diocesano. Estaba visto que no dispararían contra el pueblo jamás. La mayoría era de origen humilde, todos ardían en deseos de adherirse a aquél.
Julio vio que los coches de la muerte encendían los faros y acarició a Berta. También los Costa estaban desesperados. Habían acudido de nuevo al Comité Revolucionario Antifascista para protestar. Sólo pudieron ver a Casal, a quien si bien las cifras que oía continuaban dándole vértigo, e intentaba frenar a Cosme Vila y al Responsable, no dejaba de tener presentes los muertos que la sublevación militar había ocasionado entre el pueblo. Casal les contestó:
—¡No sean ustedes ingenuos! ¡Protestar a estas horas! Vayan ustedes a Barcelona y entérense del número de obreros que han muerto en los combates. Y en Madrid, y en Oviedo. —Finalmente, les dijo—: Lo mejor que ustedes pueden hacer es salir poco de casa…
Los milicianos cenaron bien y bebieron lo suyo. La labor iba a ser ardua Se sabía que mucha gente estaba oculta en huecos inverosímiles. «Han tapiado paredes, puertas secretas». ¡Con las puertas secretas que había en Gerona!
A medianoche no podían soportar la espera. Las calles, desiertas, Alfredo el andaluz subió al piso del Delegado de Hacienda, llevó a éste al cementerio, le cortó las orejas y le mató.
A la una, Gorki y tres milicianos subieron al piso del juez de Primera Instancia, que quiso conservar su puesto cuando las bases. El hombre, en pijama, se sintió transportado al cementerio. Era el mejor amigo del Delegado de Hacienda. Le reconoció. Gritó algo. Cayó a su lado.
A la una y media, el presidente de la Audiencia. Se encargaron de él el Responsable y Porvenir, que aquella noche habían decidido trabajar juntos. Las hijas les habían dicho: «No nos gusta que os separéis. Podría ocurrir algo».
El Jefe de Telégrafos, el de Teléfonos, el de la Estación. Otros dos médicos.
El catedráticos Morales sabía que todo aquello era el principio, que la gran operación estaba prevista para las cuatro de la mañana, y se había dicho a sí mismo que faltaba gente fuerte. Los milicianos, en general, no le inspiraban confianza. Estaban borrachos. Todo el día habían estado bebiendo en compañía de los Comités de los pueblos vecinos y ahora, en el coche, llevaban el porrón. Las mujeres eran las primeras en incitarlos a beber.
Por ello se habían procurado un «gran refuerzo» para las patrullas seleccionadas: Teo. Se dijo que la ayuda de Teo iba a ser indispensable. Por su fuerza, entusiasmo y experiencia. Además de que el gigante daba lástima andando solo. Durante el día había salido con su carro y había hecho un viaje a la estación, como dando a entender que se inhibía de todo; pero en la estación llevaban una semana sin ver un tren y regresó de vacío.
Morales fue a ver a Teo. Le dijo: «Vengo de parte de Cosme Vila, Reconoce que tienes razón, aunque ya sabes que la disciplina…» Teo empequeñeció sus ojos.
—¿Vienes de parte de Cosme Vila?
—Me ha ordenado que viniera personalmente, y que te esperamos. Además, quiere organizar un homenaje a la memoria de tu hermano, en el cementerio.
Estas últimas palabras hundieron a Teo, toda su resistencia cedió. Barbotó algo, sin duda alguna expresión alegre. Empezó a creer que sí, que Cosme Vila le llamaba. Empezó a sospechar que era lógico, que le necesitaban. El catedrático Morales añadió:
—Si no vienes, tendremos que llevar la valenciana al Manicomio. Teo pegó tal puñetazo a la urna de San Narciso, que casi rompió el cristal. Morales le dijo: «Anda, vamos, ya volveré yo por este Santo». Se lo llevó. Se llevó a Teo al Comité Revolucionario Antifascista. Cosme Vila, al verle y ver el signo de inteligencia que le hacía el catedrático Morales, sonrió. «¡Salud!» Levantó el puño. La valenciana estiró las piernas. «Salud, fascista». Teo estrujaba la gorra entre sus dedos. Miró el despacho que fue del jefe de la Liga Catalana. En la pared vio un pequeño papel: «Instrucciones para el homenaje al hermano de Teo». No decía: «Jaime Arias»; decía «hermano de Teo». Su entusiasmo fue tal que se puso al frente de la gran operación, la que el catedrático Morales sabía que se preparaba para las cuatro de la madrugada. El Responsable y Alfredo el andaluz le consideraron un competidor de categoría. Lo mismo que Porvenir. De todos modos, pensaban: «Habrá trabajo para todos».
Nunca más andaría Teo solo por la ciudad, expuesto al sentimentalismo y a la locura. El catedrático Morales le dijo: «Escucha la radio». A los diez minutos oyó: «El Partido Comunista saluda a Teo». El gigante tomó el sello del Comité Revolucionario Antifascista, sopló en él y abriéndose la camisa se tatuó el pecho; aunque era demasiado peludo, y la valenciana le dijo, entre carcajadas: «Yo te tatuaré luego, guapo».
Los coches iban de acá para allá, frenando ante las casas de la ciudad. El pánico era absoluto y cada persona daba lo mejor o lo peor de sí misma. Teo iba a dar lo peor, lo mismo que estaban haciendo el catedrático Morales y Julio, lo mismo que se disponía a hacer Pedro, el disidente; otros daban lo mejor, y entre ellos se contaban Dimas, el miliciano, Agustín, su secretario; mosén Francisco y César.
Mosén Francisco no había aceptado la propuesta de Laura de refugiarse en casa de los Costa. Mosén Francisco no tenía más que una idea, sobre todo desde que su párroco había muerto: continuar ejerciendo su ministerio. Los dueños del piso en que vivía habían desistido de atarle de nuevo a la silla como hicieron cuando el incendio de San Félix. «Si hacéis eso, seréis responsables de muchas cosas». Mosén Francisco se había disfrazado de miliciano, mono azul, gorro, correaje, pañuelo rojo, pulsera de oro. Todo se lo había proporcionado la Andaluza, a la que mandó llamar. Ahora esperaba que llegara la madrugada para poner en práctica su plan, aunque la Andaluza le decía: «Es una locura, es una locura».
A Pedro el disidente le había ocurrido algo absolutamente inesperado: Radio Moscú se había puesto al lado del Comité Revolucionario Antifascista y el muchacho entendió que, por lo tanto, su obligación era colaborar; y sintió remordimientos graves por haber ocultado a Mateo. Radio Moscú no citó expresamente al Comité Revolucionario de Gerona pero los citó a todos al hablar del Partido Comunista Español. Pedro comió un par de sardinas, tomó un vaso de vino y se presentó en el local del Comité media hora antes del reingreso de Teo. Cosme Vila, al verle, arrugó el entrecejo: «¿Qué te pasa, chaval?» «Vengo a ofrecerme». Cosme Vila se mordió los labios. «Bien, bien, ponte a las órdenes del camarada Molina». El brigada Molina le preguntó a Pedro: «¿Tienes arma?» «No». «Entra ahí y toma un fusil. Y a las tres y media te vienes».
Pedro iba a dar lo peor de sí mismo aquella noche. En cambio, Dimas y Agustín hacían honor a su palabra. César no había vuelto. La desesperación de la familia Alvear era absoluta, pero el hecho era que César había mirado el periódico, y salido, y ya no había vuelto. Toda la familia se habla reunido en el comedor, ante una vela encendida a la única imagen de la casa, la Virgen del Pilar disfrazada de payesa catalana. Se rezaba llorando; don Emilio Santos también lloraba. Carmen Elgazu hundía todo el poder de sus ojos de madre en la pequeña imagen, sus fuertes brazos habían caído a lo largo del cuerpo pidiendo protección, que le devolvieran a su hijo. Matías se había arrodillado contra su costumbre y contestaba en voz más alta que de ordinario a los rezos de su mujer. Pilar hipaba, recordando a César, le veía todavía allí, en el comedor, sentado, con su cara ingenua, sus grandes orejas, escuchando perplejo a unos y otros. ¡Cuánto quería a su hermano! Mateo siempre había dicho de él: «Es un santo que corre por la tierra». Ignacio había perdido la respiración. Habían tenido que sujetarle para impedir que saliera. Era el que más convencido estaba de que a César le había ocurrido algo malo. César no le había ocultado a Ignacio cuál era su deseo. «Siento que el Señor me llama». ¿Qué había hecho, Señor, adonde se habría ido? Ignacio rezaba también en voz alta: «Acordaos, piadosísima Virgen María…»
Dimas y Agustín les habían ordenado que no salieran. Llevaron al piso otro miliciano de Salt, para que los custodiara. Un hombre silencioso, que se sentó en el vestíbulo, fusil en mano, como cumpliendo un rutinario deber. Y Dimas y Agustín habían salido en busca de César, a dar lo mejor que había en ellos.
Siguiendo las indicaciones de Matías Alvear, habían recorrido una por una las iglesias destruidas. Saltaban entre los escombros, entraban en las sacristías ahumadas, levantaban los bancos. César era capaz de haberse arrodillado allí, apretando contra el pecho algún objeto sagrado. En San Félix les pareció oír ruido detrás del altar de San Narciso y gritaron: «¿Quién va?» Entonces avanzaron y en el momento de asomar las cabezas vieron una pared que se desplomaba.
Luego recorrieron las tres capillas de la ciudad que habían quedado intactas, cuyos altares relucían de oro aún. Y en una de ellas, la de las Hermanas Veladoras, encontraron huellas de su paso: vieron una ventana roía. Se introdujeron por ella. Se acercaron al altar mayor, abrieron el Sagrario. ¡Nada! El copón había desaparecido. Ignacio les había dicho: «Habrá intentado salvar los copones con las Sagradas Formas».
Volvieron a salir, por la ventana, después de disparar contra la imagen del altar. En la segunda capilla había ocurrido lo mismo: faltaba el copón. En la tercera, la del Asilo de los curas, al otro extremo de la ciudad —¡lo que habría corrido el chico!— una vecina le dijo: «¡Ah, ya sé quién es! Le han sorprendido ahí dentro, tragándose las Hostias. Se lo han llevado».
—¿Dónde…? —preguntó Dimas, mirando la carretera del cementerio.
—No, no, a la cárcel, a la cárcel. O por lo menos han tomado aquella dirección.
«Tragándose las Hostias». Dimas no comprendía. Su secretario le dijo: «Sí, ya sé que lo hacen». Eran las once de la noche. Se dirigieron como flechas al Seminario, que servía de cárcel. ¡Si llegaran a tiempo! Tres milicianos montaban guardia en la puerta.
—Somos del Comité de Salt. Venimos a ver si hay aquí un tal César. César Alvear.
Uno de los milicianos ocupó el centro de la puerta.
—Papeles.
Dimas se llevó la mano al cinto.
—¿No te basta con esto?
Agustín sacó un papel y se lo dio al miliciano. «¡Jefe del Comité de Salt!» El miliciano dijo a Dimas:
—Espera un momento, camarada.
Entraron todos juntos en el vestíbulo. Los timbres en la pared decían aún: «Director, Sacristía, Biblioteca». El miliciano consultó una lista que llenaba una página.
—Pero… ¿los tenéis todos anotados?
—¡Qué va! Los primeros.
Dimas se enfureció. El Comité de Salt llevaba aquello con mayor seriedad.
Se detenían coches e iban entrando nuevos detenidos. El miliciano le dijo:
—Mira. Lo mejor es que subas y le busques por tu cuenta. Yo no puedo atenderte.
Dimas y Agustín atacaron la escalera con lo mejor de su alma. Uno y otro procuraban retener la imagen de César. Especialmente, Agustín le recordaba muy bien. «Tiene las orejas muy grandes», dijo.
Llegados al primer piso empezaron a tropezar con detenidos. Los pasillos estaban llenos, las celdas. Había poca luz. Agustín sacó una linterna y se decidió a proyectarla en los rostros. Entonces empezó el desfile espectral. La presencia de los dos milicianos, y sobre todo el aspecto indescriptible de Dimas, sembraron el terror entre los detenidos. Cada uno supuso que iba a comenzar la matanza y al sentir el foco de luz en los ojos, cada cual se decía: «Ya está». Era el desfile, el desfile de ojos aterrorizados, el del sudor. Dimas iba barbotando blasfemias. «¡Sois unos conejos! ¡Caray con el canguelo!»
No daban con César. Recorrieron celda por celda y no estaba. Subieron al segundo piso. Agustín dijo: «Mejor sería llamarle». Dimas obedeció.
—¡Silencio! —gritó. El corazón de los detenidos se detuvo—. ¡César Alvear! ¡Que se presente César Alvear!
Nadie respondió. En el fondo de la inmensa sala, casi oscura, que había sido dormitorio mayor, en la sala en que Ignacio había dormido cuando fue seminarista, César había oído aquella voz y había querido levantarse para acudir a la llamada. Pero a su lado dos manos le detuvieron. Una le asió violentamente del brazo y la otra le tapó la boca para que no se delatase.
—¡César Alvear! ¡Seminarista…!
Quien detenía a César y le, amordazaba era el profesor Civil. El profesor Civil había sido detenido a las diez de la noche y al ver entrar a César se puso a su lado porque le daba lástima. La consigna que había corrido por la cárcel era ésta: «¡No presentarse!» Los milicianos a veces se cansaban y aquello podía salvar a más de uno.
—¡César Alvear!
Agustín dijo:
—Debe de estar en las celdas.
Dimas barbotó otro juramento y salieron. Gritaron el nombre de César por todos los pasillos, abrieron todas las puertas. Otra vez la linterna. Nadie le había visto.
Bajaron al vestíbulo. Hablaron con el miliciano.
—¿No te acuerdas si…?
—¿Cómo me voy a acordar? Hay más de trescientos.
Dimas se sintió anonadado. Con tenacidad fanática se dirigieron al Comité Revolucionario Antifascista. Allí había sesión plenaria. Era medianoche. Casal ya se había ido, pero Cosme Vila y el Responsable fumaban, en compañía de Teo, del brigada Molina, de la valenciana, de unos veinte milicianos.
Dimas se dirigió a Cosme Vila. Éste le conocía de antiguo.
—¡Salud al Comité de Salt! —dijo Cosme.
Dimas le contó… a medias lo que ocurría. Supuso que si hablaba de respetar a César, Cosme Vila no se lo entregaría, si es que el chico estaba vivo aún… Prefirió decir que el Comité de Salt «lo reclamaba», que tenía unas cuentas pendientes con él.
Cosme Vila le miró.
—¿El seminarista del Collell…?
—No sé de dónde. El seminarista de la Rambla.
Cosme Vila se preguntó a sí mismo: «¿Para qué lo reclamará el Comité de Salt?» Dijo:
—Espera un momento.
Se sacó un papel del bolsillo. Lo miró. Luego informó, levantando la cabeza.
—Lo siento, camarada. Llegas tarde.
Dimas soltó una blasfemia horrible. Pataleó como un niño. La valenciana se le acercó.
—¿Tanto le querías?
Agustín había asido a Dimas del correaje y le sacaba de la habitación.
—¡Brutos! —gritaba Dimas—. Era un crío. ¡Nos veremos las caras!
Teo se levantó dispuesto a actuar. Gorki dio un empujón a los dos milicianos y cerró violentamente la puerta.
Dimas no se atrevía a ir al piso de los Alvear a dar la noticia.
—¡Les había dado mi palabra! ¡El otro crío me dio su sangre!
Agustín decía:
—Ha sido culpa suya. Fue un loco decidiéndose a salir.
—¡Para comerse las hostias! —repetía Dimas.
No se atrevió a ir. Tomó, a pie, el camino de Salt, en la oscuridad de la noche. Su perfil enfermo o criminal, se dibujaba al pasar bajo los faroles. Le ordenó a Agustín:
—Vete tú.
Agustín fue el encargado de llevar la noticia. Agustín se dirigió a la Rambla latiéndole el corazón. Sabía que en cuanto abría la boca para hablar resplandecían sus dientes y se hubiera dicho que sonreía. ¿Cómo darles la noticia sin que supusieran que sonreía?
Al llamar a la puerta le abrió el miliciano que montaba guardia en forma rutinaria. Agustín se dirigió al comedor y encontró a la familia de pie en el pasillo, mirándole. Agustín dijo:
—Llegamos tarde.
* * *
La gran operación se verificó a las cuatro en punto de la mañana. Las patrullas independientes habían obrado por su cuenta desde las doce, desde que Alfredo fue a buscar al Delegado de Hacienda. El Comité había esperado en el despacho en que habían entrado Dimas y Agustín, hablando y escuchando la radio. Cosme Vila no había querido beber nada, el Responsable tampoco. Porvenir, sí, y le gastaba bromas a la valenciana. Teo les había contado: «El San Narciso de marras no es de madera; es de serrín».
Una emisora desconocida los excitó lo indecible a eso de las tres. Era una «emisora fascista», instalada en algún lugar del Sur. Oyeron una voz que dijo ser la del general Queipo de Llano, el general sublevado en Sevilla. Dijo que sus tropas se desplegaban por la provincia, se dirigían hacia Huelva y Badajoz. Dijo que su propósito era enlazar con el Ejército que había consolidado todas sus bases y posiciones en el Norte, en Galicia, Castilla, Navarra y Aragón. Dijo que cuando las fuerzas del Sur confluyeran con éstas, al oeste de Madrid, se formaría el frente continuo que se dirigiría contra el país vasco, contra Madrid y luego hacia el Mediterráneo. Hizo elogios del espíritu combativo de los moros, de los legionarios, de la Medalla, de Falange. Terminó dirigiéndose a todas las personas ocultas «en zona roja», a todos los que sufrían persecución y torturas, diciendo que confiaran en el triunfo del Ejército Salvador, «que si los rojos tenían el oro, ellos tenían la experiencia militar y la moral de miles de voluntarios que se presentaban a medida que ocupaban el territorio».
El Responsable había intentado cerrar el aparato de radio varias veces, pero Cosme Vila negaba con la cabeza. Quiso oírlo todo e iba dando golpes en el escritorio, con un lápiz. Se reía, refiriéndose a la voz aguardentosa del general.
La exaltación del Comité y de las patrullas seleccionadas que esperaban en los salones contiguos era indescriptible. Al dar las cuatro, Cosme Vila se levantó.
—¡Camaradas! ¡Por la Revolución!
Todo el mundo se puso en pie. Todo el mundo tomó el fusil ametrallador. Algunos milicianos, como Pedro, el fusil. La rapidez de movimientos era extraordinaria; cada uno conocía su puesto. Cosme Vila los despidió y con gesto confirmó en el mando de la operación al Responsable y a Teo. Los despidió en el hueco de la escalera. Las Patrullas descendieron levantando un ruido ensordecedor. En el Comité sólo quedaron Cosme Vila, el catedrático Morales y un par de milicianos de guardia.
La columna se dirigió al Seminario. La noche era estrellada como la anterior. Los milicianos de guardia en la puerta los oyeron acercarse. Estaban sobre aviso. «¡Abrir las puertas!» Sólo había una. La abrieron de par en par. Seis camiones esperaban alineados.
El Responsable y Teo subieron por las escalinatas de Santo Domingo y alcanzaron la acera del edificio. Al llegar al vestíbulo saludaron: «Salud, camaradas». «Salud».
Eran unos cincuenta hombres los que subieron al primer piso. Los detenidos oyeron los pasos en la escalera, y sus rezos, pensamientos o sueño se interrumpieron. Se miraron unos a otros. «Ya está».
—¡Concentrarse todos en la Biblioteca!
La estancia mayor, conocida de todos, era la Biblioteca. Al desaparecer los libros se había visto cuan grande era la sala. La voz del Responsable fue oída por todos los detenidos en los pasillos y celdas próximas. Los milicianos avanzaron y a culatazos los iban llevando por delante. Se habían encendido las luces. Entraban en las celdas y a puntapiés levantaban a los soñolientos. «¡A la Biblioteca!»
En cinco minutos todo el primer piso quedó concentrado allí. Ciento cuarenta y siete hombres, alineados en la pared del fondo y en la lateral derecha.
El Responsable sacó una lista.
—¡Los que nombre, que se alineen a la izquierda!
Y la lista comenzó. El primer nombre tronó en el aire.
—¡Juan Ferrer!
Nadie se movió. Era la consigna. Nadie debía presentarse.
Pero Juan Ferrer estaba en primera fila y Porvenir dijo:
—¡Eh, no te hagas el sordo!
Juan Ferrer bajó la cabeza y se fue a la pared izquierda.
Uno a uno fueron cayendo los nombres, hasta ciento, que era la cifra prevista. Imposible escapar. Nunca faltaba un miliciano que los reconocía. Los que verdaderamente no estaban, era porque se hallaban en el segundo piso. A medida que se alineaban, Teo iba atándolos unos contra otros, pasándoles una cuerda por la muñeca. Había empezado por las muñecas izquierdas, pero en muchas de ellas estaba el reloj de pulsera, que molestaba. Los ató por la muñeca derecha. Hizo tres grupos, dos de quince hombres y uno de dieciséis.
Recogieron cuarenta y seis hombres. Entonces el Responsable se dirigió a todos:
—No temáis nada. Hay que despejar esto. Seréis trasladados a la Cárcel Modelo, de Barcelona.
Los detenidos se miraron. Nadie daba crédito a sus palabras. Y sin embargo…
Teo dijo a Porvenir:
—¿Están los camiones abajo?
Porvenir hizo un gesto de asombro.
—¿No los has visto…?
Los detenidos fueron conducidos abajo y montados en tres camiones llenos de milicianos. Los camiones se pusieron en marcha.
El Responsable y los demás subieron al segundo piso y repitieron la escena, esta vez en el dormitorio mayor.
—¡Todos al dormitorio!
También se habían encendido las luces.
Ciento doce hombres se alinearon en la pared del fondo. El Responsable había observado que en el primer piso sólo había un cura. Se dio cuenta porque en la lista los curas figuraban con una cruz.
—¡Los que nombre que se alineen a la izquierda!
La labor fue más penosa. A muchos de los curas no los conocía nadie, ni siquiera los milicianos. Vestidos de paisano, los sacerdotes estaban transformados. De todos modos, casi todos respondían a la llamada, a pesar de la consigna. Lo hacían porque si al nombre cantado por el Responsable seguía el silencio, los ojos de éste despedían fuego, y los sacerdotes temían que ello significara un nuevo nombre en la lista. A veces el Responsable y Teo se acercaban a las filas y les interrogaban, uno por uno, y los obligaban a dar media vuelta para ver la tonsura.
—¿No eres tú el cura Morató? ¿No eres tú el cura Morató? —Y luego—: ¿No eres tú el párroco de la Catedral?
Al cura Morató le descubrieron porque fueron pidiendo la cartera de cada uno y entre los papeles estaba la cédula: «Jaime Morató, presbítero». Al párroco de la Catedral no hubo necesidad de pedirle documentación. El hombre no había respondido a la llamada de su nombre: Eusebio Turón; en cambio al oír: «¿No eres tú el párroco de la Catedral?», estiró el cuello y dio un paso al frente. «Sí, yo soy».
—¡Pues a la izquierda!
Y fue atado con los demás.
El profesor Civil no fue llamado; pero sí César.
—¡César Alvear! —En la lista figuraba con el número 78 y al lado del nombre también había una cruz.
César dio un paso al frente. El profesor Civil le retenía la mano. César le dijo: «Déjeme, déjeme, me llaman».
César había reconocido, entre los llamados, a varias personas. Un hombre que siempre iba al Museo a preguntar: «¿Podría ver el retablo del martirio de San Esteban?» Otro que siempre estaba en el Neutral resolviendo crucigramas. Luego el señor Corbera, de la fábrica de alpargatas.
Este hombre había producido gran expectación, porque todo el mundo sabía que había sido patrono del Responsable. El señor Corbera se alineó a la izquierda mirando a su ex empleado con una sonrisa indefinible. Cuando estuvo en su sitio dijo:
—Responsable…
—¿Qué hay?
—Que Dios te maldiga.
A César aquello le había dolido en el alma. Hasta entonces le había afectado particularmente la llamada de los sacerdotes. Sabía la falta que hacían en la Diócesis, donde alguno tenía que cuidar hasta de dos parroquias. Si se iban tantos… También le había afectado la presencia de otro seminarista, al que conocía sólo de vista, pero que sabía que estudiaba dos cursos más adelantados que él; pero al oír las palabras del señor Corbera…
A César le hubiera gustado que le ataran junto a él. Que su muñeca tocara la del señor Corbera. La del señor Corbera y, al otro lado, la de cualquier sacerdote: el párroco de la Catedral, por ejemplo. De este modo podía conseguir dos cosas. Pedir la bendición sacerdotal en el último memento y decirle al señor Corbera: «Señor, señor, tan cerca de la muerte no maldiga a nadie…»
Pero no tuvo suerte. Ni uno ni otro. Teo le ató entre dos desconocidos que lloraban en silencio. Uno y otro balbuceaban: «Criminales, criminales».
Ésta fue la palabra que oyó César cuando a una orden del Responsable los tres grupos se pusieron en marcha; cuando sintió que detrás de él las luces se iban apagando y dejaban al profesor Civil y a los demás «no llamados» fin sangre en las venas; cuando bajó la escalera y salió fuera; cuando subió al camión que le correspondía y tuvieron que ayudarle, pues era inhábil para ejecutar el salto.
¡El Seminario! Le parecía una gracia especialísima del Señor que su última morada hubiera sido el Seminario. Pensó en las palabras de Dimas: «Aquí no entrará ni Dios». Pero he aquí que le detenían y le llevaban al Seminario. El Señor conducía a cada cual donde deseaba.
Hubiera querido pedirle al conductor que pasara por la Rambla, para saludar por última vez el balcón de su casa; pero a su lado oía: «Criminales, criminales». El camión —el último de los tres— seguía por la calle de Ciudadanos —¡el Banco Arús!—, entraba en la Plaza Municipal —¡el Museo Diocesano!—, tomaba la orilla del río —¡el crucifijo del Sagrado Corazón!— y enfilaba por último la carretera del cementerio.
El viento les daba a todos en la cara y César, de pronto, sin saber por qué, miró las estrellas, que ya palidecían, y luego pensó en la edad que tenía. Exactamente… dieciséis años, tres meses y dos días… Luego pensó en los copones que había escondido en las murallas. «Hoy he comulgado sesenta veces…», se decía.
Al doblar la última curva hacia el cementerio, pensó en los suyos, en su madre, Carmen Elgazu; en su padre, Matías; en Pilar, en Ignacio. También en José, de Madrid, y en tío Santiago. «¡Cuántas almas, Señor, cuántas almas!» Y luego pensó en Dimas y Agustín. ¿Cómo era posible que Dimas y Agustín, que «habían dado su palabra» hubieran ido a la cárcel para matarle? Les perdonó. Sentía que le quedaran pocos minutos de vida porque apenas si podría rogar por ellos. La gran verja estaba abierta de par en par. En aquel momento los tres camiones que los habían precedido —los del primer piso— habían dado ya media vuelta y se volvían. Los milicianos se saludaron. «¡Salud, camaradas!» «¡Salud!» César había guardado una Hostia, una sola, en el interior del chaleco. Al sentir que le alineaban entre los nichos, entrando a la izquierda, y ver que se formaban los piquetes, con su mano libre la cogió. Se disponía a llevarla a la boca e ingerirla lentamente, perdonando a los milicianos. A su lado oía sollozos y las voces de siempre: «Criminales, criminales». Se volvió y dijo al sacerdote más próximo: «Me arrepiento de mis pecados. ¿Quiere darme la absolución, padre…?» Luego vio al señor Corbera, cuyos ojos despedían ira. «Tome», le dijo de repente. Y levantó la Sagrada Forma, sosteniéndola con unción entre los dedos pulgar e índice.
El señor Corbera parpadeó tres veces consecutivas y de pronto, comprendiendo, comulgó.
Entonces César oyó una descarga y sintió que algo dulce penetraba en su piel.
Minutos después oyó una voz que decía:
* * *
—Yo te absuelvo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Una voz que se iba acercando y repetía—: Yo te absuelvo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —También oía gemidos. Abrió un momento los ojos. Vio un miliciano de rodillas, que iba sacando de su reloj de pulsera pequeñas Hostias y que las introducía en la boca de sus vecinos caídos. Reconoció, en el miliciano, a mosén Francisco, Luego, sus ojos se cerraron. Sintió un beso en la frente. Luego se cerró su corazón.
FIN
París, Villefranche-sur-Mer, París. Abril de 1949 a marzo de 1952.