A media mañana, el fantasma de la muerte recorría la ciudad. Una sensación colectiva de responsabilidad flotaba a ras de las cabezas. En realidad, los treinta y seis no se habían ido: estaban presentes, tanto más cuanto que su marcha se produjo con tanta sencillez.
La gente se daba cuenta de que los enemigos contaban en la ciudad y en la vida de cada uno. Seccionados, quedaba un vacío. Las mujeres de los milicianos se sentían incompletas sin don Santiago Estrada.
Fue una mañana lenta, en la que las heridas de la víspera se abrieron a plena luz. Los edificios incendiados, los pianos en el río, un pez dormitando en las teclas de uno de ellos, la horrible mancha negra de las imágenes en la Rambla, con la torpe circunferencia trazada por Santi; una bandera roja coronando la Catedral; cerca de la estación, dos coches flamantes convertidos en chatarra.
A las once el decorado cambió. Los milicianos volvieron a salir. Habían dormido unas horas, empezaba otra jornada. Con ellos reaparecieron los coches, en los que se veían, excitadas, muchas mujeres llevando también mono azul. De pronto, las mujeres se apeaban y detenían a los transeúntes clavándoles una banderita. «Socorro Rojo Internacional». «Para la Milicia Popular». Los dos confesonarios del Carmen habían sido colocados a ambos lados del Puente de Piedra, a modo de garitas de arbitrios, y dos milicianas sentadas en ellos admitían donativos.
La ciudad volvió a llenarse de ruidos, en tanto que la gente iba de prisa, excepto aquellas personas que se regocijaban de lo que había ocurrido o lo juzgaban natural. Entre estas personas se contaban muchas de las que nunca se hubiera sospechado. Uno de los carteros, amigo de Matías, le cortó a éste la respiración cuando le dijo: «¡Bueno, por fin habrá pisos que se alquilen!» Otras habían comprado El Proletario y leían con sorprendente fruición las listas de las personas consideradas facciosas de la ciudad.
Los cafés y barberías habían abierto y se llenaron de milicianos, algunos de los cuales aseguraban que los militares no habían sido derrotados, ni mucho menos, en todas partes. Que en muchos lugares de España dominaban la situación y que en otros el pueblo continuaba combatiendo. Aquello ponía furiosos a los oyentes, pensando que el comandante Martínez de Soria y los demás oficiales continuaban protegidos por las autoridades. No se hacían a la idea de que pudieran matar curas, pero no a los principales responsables. ¡Y no sólo eso, sino que los familiares de éstos gozaban también de protección oficial! La esposa del comandante Martínez de Soria, Marta… Todo el mundo creía que Marta continuaba tranquilamente en su casa.
Un hecho era evidente: la gente quería pensar en los rostros conocidos que no volverían a ser vistos nunca más, y no podía. Leyes imperiosas, de defensa propia, se imponían a todo otro pensamiento. Los coches volvían a constituir una obsesión —muchos de ellos ya bautizados con nombres parecidos a los del Comité de Salt—. Y más aún que los coches, las órdenes que continuamente salían del Comité Revolucionario Antifascista. Prohibido llevar luto, prohibido preguntar por un desaparecido, prohibido investigar en las carreteras, prohibido salir de Gerona sin un salvoconducto con el sello del Comité. Acababan de constituirse los controles. A cada salida de la ciudad, centinelas armados vigilarían el paso de los vehículos y personas, pidiéndoles este salvoconducto. Bandos pegados en los muros informaban que el Comité Revolucionario Antifascista había instalado las oficinas necesarias para asegurar el funcionamiento de este servicio. «¿Sabéis si está permitido ir a tal barrio…?» «Parece que no». Todo el mundo, instintivamente, dejó de llevar sombrero. El sombrero desentonaba en medio de los monos azules de los milicianos. Acaso los únicos sombreros que quedaran en la ciudad fueron el de Julio García, ladeado, y el de Matías Alvear.
En seguida fue localizado uno de los grandes peligros: las criadas. Las criadas eran las que se dedicaban a denunciar quiénes escondían a quién. Salían, detenían a un miliciano por la calle y le decían: «En el tercer piso se esconde un cura».
Ello ocasionó un pánico indescriptible. Las personas flotantes, en busca de refugio, se contaban por docenas. Llegaban monjas de fuera, de pueblos lejanos, disfrazadas como podían, y llamaban a la puerta de los parientes. «¡Santo Dios! ¿Tú aquí…?» Las criadas, las criadas habían observado su entrada.
La criada de don Emilio Santos denunció ante Salvio a tres fabricantes procedentes de Barcelona, que con bigote postizo y cazadora de cuero habían entrado en el inmueble vecino.
Continuamente pasaban milicianos conduciendo detenidos hacia el Seminario, convertido en cárcel. Por ello muchas personas abandonaron sus pisos, que eran ocupados por los milicianos o para instalar algún servicio revolucionario. Blasco y el Cojo se instalaron en el domicilio del notario Noguer, donde se enteraron con estupor, gracias a unos papeles que había encima de la mesa, de que don Jorge había desheredado a su hijo, Jorge, por haber ingresado éste en Falange.
Todo el mundo estaba convencido de que los detenidos iban a ser fusilados a la noche. De modo que los allegados, en cuanto se les llevaban el padre o el hermano, comprendían que sólo existía una posibilidad de salvar al ausente: conseguir que uno de los milicianos se interesara por él y tomara personalmente su defensa, alegando que le debía algún favor.
Ello originó una gran conmoción. Todo el mundo hurgaba en la memoria para recordar si en alguna ocasión había hecho un favor a éste o a aquél, a un obrero, al Cojo, a un pobre… En muchos casos, el desconsuelo era absoluto, pues el examen revelaba que no; en otros se oía un grito de esperanza. «¡Un día se había dado una propina crecida a Blasco, se había conseguido que la mujer de Alfredo, el andaluz, fuera operada gratis de apendicitis!»
Los milicianos, al recibir la visita, tiraban la colilla al suelo y la aplastaban con la punta del pie. Algunos hinchaban el pecho para meditar y luego contestaban: «De acuerdo. Estad tranquilos. Salid lo menos posible». Otros, de pronto, reaccionaban con violencia inaudita «¿Qué os habéis creído? Si algo habéis hecho, allá vosotros». Alfredo, el andaluz, repitió a todos la misma frase: «Lo siento, pero la mitad tiene que pringar para que la otra mitad viva».
Doña Amparo Campo recibía muchas visitas, a las que contestaba: «Hija mía, vamos a ver, vamos a ver lo que puede hacerse. A Julio voluntad no le falta. De lo que nosotros dependa…» También Olga fue asaltada por toda suerte de personas, que suponían que David había aceptado formar parte del Comité, lo cual no era cierto. Olga las desengañaba: «De todos modos —decía al final—, no hay por qué alarmarse tanto. Los primeros momentos son duros, en todas las revoluciones. Pero todo esto se despejará pronto». La preocupación de Olga era que alguien sospechara la presencia de Marta en la cocina de la Escuela. Marta permanecía inmóvil, absolutamente inmóvil; pero una tos inoportuna, un accidente… Por eso Olga decía a todo el mundo: «Otra vez, id a verme a la UGT y no aquí».
* * *
Entre las familias que buscaban un protector… se contaba la familia Alvear. Julio les había mandado un aviso: «Tomad precauciones. Se busca a Mateo y a Marta, y os harán un registro. Cuidado con Ignacio, cuidado con César».
Era de esperar. Carmen Elgazu sintió en el pecho que la cosa se acercaba. Y se dispuso a defender a los suyos con las uñas. No le dio por lloriquear. Estaba dispuesta a salvar a sus hijos y decidió ir en persona a ver a Julio y decirle: «Tiene usted ocasión de lavar un poco su alma. Guárdelos usted mismo en la Jefatura de Policía». La humillación que esto representaba no le importaba. Las vidas de Ignacio y César valían más que todo. Por otra parte, estaba con ellos don Emilio Santos, el cual decía: «Yo me iré, me iré, no quiero comprometerlos».
Carmen Elgazu se disponía a salir cuando Matías Alvear la detuvo. El hombre, al recibir la nota de Julio, se había concentrado de tal modo que le pareció haber dado con la solución, con el punto luminoso que le esperaba al otro confín de la memoria… ¡Ignacio había dado un día sangre en el Hospital! Matías no recordaba a quién… Pero estaba seguro de que era alguien… extraño… alguien que sin duda alguna ahora…
—Espera un momento —le dijo a su mujer—. Ignacio, ¿cómo se llamaba el hombre al que diste sangre en el Hospital?
Ignacio no perdía gesto de sus padres, esperando que ellos terminaran para poner en práctica sus proyectos, pues también tenía el suyo… Contestó:
—Dimas. Se llamaba Dimas.
—¿Y de dónde era?
—De Salt.
¡Dimas, y de Salt…! ¡Del pueblo cuyo Comité…! Matías les dijo:
—No os mováis de aquí. Esperad un cuarto de hora. Vamos a ver si lo solucionamos todo de un golpe. Los registros en la Rambla todavía no han empezado, y me dará tiempo.
Era tal su entusiasmo y tal su decisión, que todos se dispusieron a obedecerle.
Matías salió y a la media hora justa regresó… de forma espectacular. El corazón le latía con fuerza inaudita. Todavía no se explicaba cómo había pensado en ello, por qué… Un toque de gracia. Al leer la nota de Julio deseó tanto salvar a sus hijos que dio con la solución.
Lo cierto es que regresó con un hombre alto, sin afeitar, que llévala dos pistolones. Dimas, el de Salt. Y al lado de éste otro miliciano bajo, de dientes blanquísimos, que le daban aspecto agradable. Dimas rezongaba:
—¡Haberlo dicho, haberlo dicho! Aquí no entrará ni Dios.
Carmen Elgazu y César quedaron paralizados al oír aquellas palabras. Pero comprendieron. Lo mismo que Ignacio, lo mismo que Pilar. Matías se había quitado tal peso de encima, que el lenguaje de Dimas le hacía gracia.
La presencia de don Emilio Santos molestó a los dos hombres. Al saber quién era, Dimas miró a su secretario: «Eso ya…» Pero el recuerdo de Ignacio lo borró todo. «Nada, nada. No discuto. Aquí no entrará ni Dios».
Dimas llevaba más de treinta horas efectuando registros y no conseguía hacerse a la idea de que en aquella casa no podía abrir los cajones ni echarlo todo a rodar. Por ello miraba sin querer a derecha e izquierda. Carmen Elgazu, al verle de perfil, se horrorizaba. Dimas tenía un perfil de enfermo o de criminal. En una de las miradas descubrió una pequeña figura con barretina, de pie en el trinchero. Dimas se acercó y dio un silbido. «Anda, anda —dijo—. La Virgen». Pero no la derribó.
A César, aquel hombre le daba una lástima infinita. ¿Por qué hablaba de aquella manera? ¿Por qué llevaba aquellas patillas, y aquellas pistolas? ¿Cómo se las arreglaría, el pobre, para impedir que entrara Dios? ¿Y si Dios se había servido de él para entrar?
Carmen Elgazu dominó su repugnancia y tomó la palabra. Le pidió a Dimas que garantizara la vida de sus hijos y la de don Emilio Santos. Le dijo que nunca se arrepentiría de una buena acción, y que sabría que en ellos tenía unos amigos. «Ya ve usted que en la vida vamos necesitándonos unos a otros».
Dimas asentía sin dificultad. Su secretario sonreía. No hacía sino mirar a Pilar. A Dimas la seguridad de Carmen Elgazu le imponía, además de que la mujer era la única persona en el mundo que le trataba de usted.
Matías le preguntó qué pensaba hacer para «garantizarlos».
Dimas le miró ofendido.
—El Comité Revolucionario de Salt da su palabra.
Matías no lo dudó, pero insistió en preguntar qué pensaba hacer. El secretario de Dimas dijo:
—Pues… uno de nosotros se quedará aquí de guardia, siempre.
Carmen Elgazu palideció.
—¿Sólo uno…?
Dimas le contestó que si quería un batallón. Matías dijo:
—No seas tonta, mujer. Con uno basta. Es la presencia.
La frase gustó a Dimas.
—Tú lo has dicho. Es la presencia.
Dimas se fue, y se quedó su secretario, que dijo llamarse Agustín. Carmen Elgazu le preparó café. Sería horrible tener siempre un miliciano en casa; pero… era la presencia.
Agustín dio tal sensación de seguridad a todos, que en el acto la familia dejó de pensar en sí misma. La memoria los llevó hacia todo lo ocurrido afuera, hacia los que habían muerto, hacia los que huían a través de los Pirineos, hacia Marta, inmóvil ante el acuario.
Todos pensaron en que era preciso aprovechar y ayudar a los demás. Matías salió un momento, se fue a Telégrafos, pensando a quién podría recoger. En Telégrafos escondió dos imágenes: el San Francisco de Asís y la Santa Clara. Las encerró en una caja de hierro que llevaba meses en un rincón.
De vuelta al piso, tuvo la gran sorpresa: Ignacio y César habían desaparecido.
Ignacio había cobrado tal seguridad, además de que Agustín le confirmó que «los paseos» sólo se darían por la noche, que quiso ir a ver a Marta de nuevo, pues sin noticias suyas no podía vivir; y en cuanto a César, por primera vez había cometido una falta grave: se había escapado… a pesar de tener orden de no moverse. Carmen Elgazu no acertaba a explicárselo. Pilar tampoco. El propio Agustín, con el fusil en la mano, se preguntaba por qué diablos habría hecho aquello.
—Ha mirado el periódico y ha salido pitando —repetía sin cesar.
—¿El periódico…?
Fue Matías quien repitió esta pregunta. Y la repitió porque le pareció comprender. Matías había visto que César se afectaba mucho al leer la lista de las iglesias incendiadas. Habría querido ir a verlas. ¡Santo Dios…! Quién sabe si se le habría ocurrido intentar salvar algo de las que quedaban sin destruir…
Matías volvió a salir en busca de su hijo. «¡Con su cabeza al rape!» Desde que se marchó el doctor Relken, la de César era la única de la ciudad. Además de que todo el mundo le conocía. Matías, jadeante por las calles, volvía a percibir, por segunda vez en pocas horas, una honda sensación de paternidad.
Pero no había peligro. Ni para César ni para Ignacio. Agustín tenía razón: «los paseos» se darían por la noche. Había tanta gente por las calles, que casi era el lugar más seguro. Un transeúnte más no importaba, a condición de no llevar sombrero… De modo que a Matías, que llevaba el suyo, le miraban con mucha mayor insistencia que a Ignacio y a César.
Regresó sin dar con su hijo. No había más remedio que esperar.
¡Qué locura, santo Dios! Ni César ni Ignacio debieron salir. Matías no pudo reprimir una mirada de súplica en dirección a la payesa con barretina que presidía el comedor.
Ignacio había llegado a la Escuela sin novedad. Marta, al verle, se le echó en brazos. La chica perdió toda la energía de que daba prueba al estar sola o con los maestros, y rompió a llorar: «Ignacio, Ignacio…» Estaba en la cocina, no se movía de allí, dormía allí. Por la noche, le daban miedo las cucarachas…
—¿Qué hay, qué pasa en la ciudad?
Ignacio se dio cuenta en seguida de que Marta no sabía absolutamente nada de los muertos. Ni siquiera de los incendios. La ventana de la cocina no estaba orientada hacia la ciudad. La ventana daba a los campos, al río… y al cementerio. Pero ¿quién hubiera notado nada en el cementerio? La tapia era impenetrable, como siempre.
—Esta noche me ha parecido oír…
«Nada, nada». Ignacio la tranquilizó. Pensó decir a los maestros que no le dieran nunca a leer el periódico. La tendría engañada.
—¿Y mi madre…? ¿Y mi padre…? ¿Y Padilla y Rodríguez?
—Bien, bien. Todos bien… Tu madre está tranquila, los guardias se llevan bien con ella. Tu padre… en Infantería, ya sabes. Por el momento no se habla de nada. Mateo, a estas horas, tal vez ya esté en Perpiñán… Padilla y Rodríguez bien. Consiguieron marchar en coche, no sé cómo se las arreglaron.
—¿Adónde…?
—No sé. Creo que a Barcelona.
María se le comía con los ojos. Le daba vergüenza llevar aquellas trenzas de la hija de Padilla y la falda de flores. «Debo de estar feísima». Ignacio sólo la reconocía por la voz. Por la voz y por la mirada, y por el alma que ponía en cada palabra.
—¿Y tú…? —preguntó Marta cruzando las manos en la nuca de Ignacio.
—Tranquilo, ya lo ves. Esperando. —Ignacio repitió—: Esperando. Marta, entonces, habló de los maestros. «¡Son unos canallas, ya te lo dije! Gente turbia, resentida. No hay más que verlos comer. Además, duermen aquí al lado y te juro que son unos cochinos». Ignacio hizo una mueca de desagrado. Marta no quiso insistir. Entonces le dijo:
—¿Sabes…? Me ocurre lo que a Pedro: mi único consuelo —además del acuario, claro está— es la radio.
Olga le había llevado un aparato pequeño a la cocina. Y con paciencia, de vez en cuando, conseguía oír emisoras lejanas, incluso África.
—No está perdido, Ignacio, ¿sabes? ¡Ni mucho menos! Claro que se ha perdido lo más importante, pero… ¿sabes cuántas capitales de provincia están en nuestras manos?
—No sé.
—¡Veintitrés! Contando Mallorca. Y otros puntos aislados de resistencia como, en Toledo, el Alcázar.
Ignacio no compartía su optimismo, pero por nada del mundo la hubiera decepcionado. Ignacio había prestado mucha atención a las últimas declaraciones de Prieto: «¿Qué pretenden los militares? Lo tenemos todo. Tenemos el oro…»
Ignacio permaneció al lado de Marta hasta que David regresó. Quiso esperar al maestro para darle las gracias de nuevo y para pedirle que le acompañara unos quinientos metros. «Que no me vean salir solo».
David se puso furioso al verle. En el camino le dijo: «No vengas más. ¿No comprendes que sospecharán?» Ante la expresión de sufrimiento de Ignacio añadió: «Si acaso, yo iré a buscarte de vez en cuando, y te vendrás conmigo».
Ignacio vio que David había llegado en coche, en el Balilla de la UGT.
Al llegar a casa encontró a todos en la mayor zozobra, El día iba cayendo, la cárcel se llenaba y César no había vuelto.
—¡Agustín, por Dios, salga a ver si le encuentra! —le decía Carmen Elgazu al miliciano. Pero éste intentaba convencerla de que sería una imprudencia dejarles solos en el piso.
—El chico es uno solo y ustedes aquí son cinco.
A Carmen Elgazu le parecía que tenía el mismo valor cada uno de ellos que el resto de la familia.
Ignacio quería salir en busca de César, pero Agustín se situó en la puerta con su fusil, y se lo impidió.