El subdirector del Banco de Ignacio estaba convencido de que la CEDA obtendría mayoría absoluta en las próximas elecciones. De modo que todo cuanto hacía por el Partido lo hacía con unción religiosa. Era un hombre tranquilo, de ojos bonachones, que, al igual que el cajero, no había conseguido tener hijos. Ahora miraba a Gil Robles como a hijo suyo. Un hijo que le hubiera salido precoz, brillante. Los empleados se mofaban de él, aunque en el fondo le querían porque en el trabajo les daba facilidades.
* * *
A las seis y media Ignacio subió al piso en busca de José. Carmen Elgazu zurcía calcetines junto al balcón. Cuando estaba nerviosa, Ignacio se lo notaba en algo indefinible al clavar la aguja. Ignacio llamó a la habitación de su primo y entró. Encontró a José medio desnudo, en slip, haciendo gimnasia ante el espejo.
—Anda, que es tarde. Tenemos que ir al mitin.
—Voy en seguida. Uno, dos, uno, dos.
—Estará lleno, ¿comprendes?
—¿De veras? Uno, dos. Claro. Arriba, abajo, arriba, abajo.
—Sea lo que sea, hay que ir.
—Voy volando. ¿No tenéis ducha?
—Lo siento.
En diez minutos José estuvo preparado. Su traje azul marino, de anchos hombros; el pelo brillante, gran nudo de corbata.
Cuando salieron del cuarto fue en busca de Carmen Elgazu.
—¡Hasta luego, tía!
Carmen Elgazu levantó la cabeza.
—Id con Dios.
Cuando salieron a la calle se cruzaron con Pilar, que regresaba del colegio.
—¿Me compráis un helado?
—¡Hombre! —José echó mano a la cartera. Se acercaron al carro con tres capuchas que se había instalado frente al Neutral.
—¡Un cucurucho para la señorita!
—¿Vainilla o chocolate?
—Mitad y mitad.
En el camino, José dijo a su primo:
—¿Sabes que Pilar empieza a ser de buen ver?
Ignacio asintió.
—¡Sí, es cierto! Me he dado cuenta ahora, viéndola a lo lejos. Es curioso —añadió— lo que cambian las personas vistas de lejos.
El Teatro Albéniz estaba, efectivamente, lleno a rebosar, y todavía la Plaza de la Independencia era un hormiguero de gente. Grandes carteles, sensación de juventud.
—¡Caray con los jesuitas! —comentó José.
Entraron dando codazos, como todo el mundo. Tuvieron que instalarse en el pasillo central, de pie, presionados por la masa.
El aspecto del escenario era impresionante. Brillaban las banderas, la sonrisa optimista del jefe, don Santiago Estrada, las joyas de varias señoras de la presidencia y la calva del subdirector. Entre el público se veía muy poca gente de la clase trabajadora. Burguesía y muchos jóvenes del Partido, con brazaletes verdes en la manga.
Los preparativos era lo que más gustaba a Ignacio. El silencio sepulcral que se hacía cuando el primer orador terminaba de sacar sus cuartillas y se disponía a hablar.
¡El primer orador! Dijo que el programa social del Partido se inspiraba en las encíclicas papales y que su fuerza residía en la moralidad de los dirigentes.
—Por eso estáis aquí en tan gran número. Porque sabéis que los dirigentes de la CEDA son personas honradas.
Luego describió la incalificable demagogia de los gobernantes de la República. El fracaso de la Reforma Agraria. «Han dejado a los colonos sin créditos, sin elementos, sin nada. Muchos de ellos piden a sus antiguos propietarios volver a las condiciones de antes». Describió la terrible campaña antirreligiosa en todos los sectores de la sociedad. «Estamos gobernados por gentes que creen más en París y Londres que en España, que van contra lo tradicional en la Patria. Se queman iglesias, se persigue a las Congregaciones, se prohíbe la enseñanza religiosa, se implanta el divorcio. ¡Todo eso es progreso! Y los quioscos y las barberías… y hasta los salones de espera de ciertos abogados populares están llenos de revistas pornográficas».
Luego habló de los obreros. De la influencia del oficio sobre la mentalidad. «Un hombre sin oficio es un desgraciado —dijo—. Hay que dar un oficio a cada hombre y hacer que lo ame. Aumentar los salarios sin conseguir que los obreros amen su oficio, es no hacer nada».
Todo bien, todo perfecto. Las ovaciones se sucedían. Ignacio recorría con la mirada toda la platea y los palcos en busca de gente conocida. Debía de haber muchos curiosos como ellos, pues vio a la Torre de Babel, surgiendo un palmo más que los demás, y a Julio García. Hasta el tercer orador no consiguió localizar a su padre, de pie en el pasillo lateral derecho, con el mismo aire satisfecho de quien asiste a una revista con combinaciones de luces.
—¡Señoras y señores! —empezó de pronto el cuarto orador, con voz dispuesta a levantar a las masas—. ¡Es para mí un honor…!
El orador era un hombre experimentado, que comunicaba, por algo indefinible en el optimismo de su rostro, simpatía a la multitud. No decía nada, pero surtía efecto.
—¿Queréis prestaros al juego de las fuerzas marxistas y extranjerizantes que invaden nuestro suelo…?
—¡Nooooo…!
Luego preguntó, esta vez agitando las manos:
—¿Queréis una Patria próspera, justa y cristiana, donde…?
—¡Sííííí…!
La atmósfera se había caldeado.
—¡Nosotros daremos a los ciudadanos…!
—¿Qué les daréis? —gritó, de pronto, una voz rotunda, que se impuso en la sala—. ¿Un bombón?
Era la voz de José Alvear.
—¿O un pico y una pala?
El escándalo fue fenomenal. Silbidos, murmullos, todo el mundo se puso en pie. Matías Alvear miraba por todos lados, como si hubiera reconocido la voz. La Torre de Babel, erguido en primera fila, intentaba ver a través de sus gafas ahumadas.
José sintió que una mano poderosa se posaba en su hombro izquierdo. Habituado a aquellos lances, con la barbilla dio un golpe rápido y seco a los dedos y luego dijo, con el rostro ladeado:
—Cuidado, nene… que esto quema…
El orador no se había dado por vencido y agitaba sus brazos intentando reconquistar la atención.
—¡No! —gritaba—. ¡Nosotros no prometemos bombones! ¡Es Largo Caballero quien los ha prometido, y no los ha dado! ¡Es Azaña quien los ha prometido! ¡Para bombones, los de Casas Viejas…!
—¡Bravo…!
Un silbido escalofriante cruzó la sala. «¡Fuera, fuera! ¿Y Sanjurjo, qué?»
Esta vez José no tenía nada que ver. Sin embargo, fue él quien recibió un puñetazo en la cabeza. No fue gran cosa, pero lo suficiente para que el agresor recibiera una respuesta que justificaba el «uno, dos, arriba, abajo» de aquella tarde. Ignacio vio al agresor caerse desplomado: Hubo un gran barullo. Mueras, vivas, nuevos gritos de ¡fuera, fuera! De repente Ignacio distinguió a Julio, abriéndose paso hacia ellos, acompañado de dos agentes. José, dócilmente, se dejó expulsar del local. Ignacio le siguió a distancia.
Al llegar afuera, Julio dijo, dirigiéndose a Ignacio:
—¿Es tu primo?
—Sí.
—Mañana le traes a tomar café. Ahora, andando. —Y dio media vuelta con los agentes.
—¡Qué borregos! —comentó José, componiéndose el nudo de la corbata—. ¡En Madrid hubieran salido cincuenta en mi ayuda!
—Aquí nadie te conoce…
—¡Qué tiene que ver! —La cosa estaba clara. Armar camorra…
Disimulando, salió de un café un hombre bajito, sin afeitar, con las manos en los bolsillos, y fue acelerando el paso hasta alcanzarlos y ponerse a su lado.
—¡Mira! —exclamó José—. ¡Ahora aparece el Responsable!
—Buen trabajo, camaradas —dijo éste, guiñando un ojo a José y a Ignacio.
—¿Sí? ¿Te ha gustado?
—Ese bombón lo llevarán en la tripa.
José se paró, y se quedó mirándole, moviendo la cabeza.
—Conque… ¿en la tripa, eh? ¿Y vosotros qué? ¿Tocando el violón?
—Un par de esas píldoras y van que chutan.
—¿Tú crees? —Y de repente le agarró por la solapa—. Y vosotros ¡qué! ¡Mutis como ratas! Si me cortan el pescuezo, ¿qué pasa? Mala suerte, ¿no es eso? ¡Si estuviéramos en Madrid hablaríamos con calma! —Y le soltó.
El hombre bajito se irguió sobre sus pies. Sus ojos habían ido cobrando el color del acero, y los labios, apretados, le infundían una extraña expresión de energía. Por fin susurró, arrastrando con lentitud las sílabas:
—Nada de ratas, ¿me oyes…? ¡Nada de ratas! Cuando tú mamabas, yo ya me había jugado esto —y se pegó a sí mismo, seco, en la mejilla—. ¡Aquí sabías muy bien que nadie te cortaría el pescuezo! Conque ¡menos chillar!
—Pero el mitin continúa.
—¿Y qué? La CEDA no es peligro aquí. No voy a meterme entre rejas para darte gusto.
—Bonita excusa.
—Esta mañana ya te calé. Un quinto. Cuatro gritos, y en Madrid ya os mandan de inspección. Aquí os querría yo ver… —continuó, volviendo a arrastrar las sílabas— con tanto obispo y tanto obrero lamiendo al patrón.
—Yo querría verte a ti en Madrid —contestó José—. Abres la boca y te encuentras con un chupinazo dentro. ¡Aquí hay mucha confitería, y por las noches todos jugáis juntos al dominó!
—Dominó, ¿eh? ¡Toma! —y escupió en el suelo—. M… para ti y para ése. —Y se fue.
José continuaba arreglándose el nudo de la corbata. Ignacio estaba sobre ascuas. Era la primera vez que le dedicaban «aquello». Estaba furioso porque no se había ofendido. Sin embargo, se sentía arrastrado por una carrera apasionante. Aunque, en realidad, ¿qué pasaba? La postura de José no había quedado muy holgada. Claro que, tal vez fuera él quien tuviese razón. Si bien el otro parecía tener más experiencia. En fin, aquello era vivir.
* * *
La gente estaba acostumbrada a interrupciones de aquel tipo en los mítines. Sin embargo, lo de José tuvo, al parecer, una gracia especial, pues al día siguiente mucha gente hablaba de ello. El Demócrata hizo varios comentarios jocosos, ridiculizando al orador. El Tradicionalista juzgó un éxito que el único obstructor hubiera resultado «un forastero menor de edad». José exclamó: «¡Aquí envejecería yo en menos de un mes!»
Matías Alvear e Ignacio tenían idéntico temor: que Carmen Elgazu se enterara de lo ocurrido. Era preciso no aludir para nada a ello. Durante la cena hablaron de la familia de Burgos, de la de Bilbao, y luego se repitió la escena del rosario, aunque esta vez José se quedó dormido como un tronco nada más meterse en cama.
Pero a la mañana siguiente Carmen Elgazu lo supo todo de pe a pa. Antes de las diez. Fue en la pescadería donde la informaron.
—¿Merluza, doña Carmen?
La mujer notó algo raro en varias de las vendedoras.
—Pero ¿qué pasa?, ¿por qué me miran así? —Finalmente, una de ellas, que le tenía gran simpatía, se lo contó.
—¡Virgen Santísima! ¡Déme, deme la merluza!
—Hace usted muy buena compra, doña Carmen. Es del Cantábrico.
Carmen Elgazu regresó a casa desorientada. «¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Y no me dijeron nada! ¡Y esto tiene que durar una semana!» Estaba decidida a provocar un escándalo.
Por desgracia, en el piso ya no había nadie. José se había levantado en plena forma, sin acordarse en absoluto de lo ocurrido, y le había propuesto a Ignacio ir a ver la parte moderna de Gerona.
Ignacio le había seguido, comprendiendo que hay personas cuyos actos impiden pensar. José era una de ellas. A su lado era imposible ordenar las ideas, pues tomaba las decisiones más bruscas e inesperadas.
Carmen Elgazu pensó incluso en ir a Telégrafos y comunicar a Matías lo que había decidido. Pero le pareció demasiado espectacular. Por lo demás, Matías se pondría furioso. ¡Durante la cena se estuvo comiendo con los ojos a su sobrino! Cuan cierto era lo de los «resabios» de que hablaba mosén Alberto.
«Señor, Señor —pensaba Carmen Elgazu—. Dios me perdone, pero ojalá le hubiera venido un calambre al tomar el billete en la estación. ¡Si es que tomó el billete!», exclamó para sí.
Carmen Elgazu tampoco lo podía remediar: sentía repugnancia por varias personas. Toda la familia de su marido… Cuando los tenía cerca, no era la misma. A esto se refería cuando le decía a Ignacio: «¿Yo perfecta? También tengo mis celos y mis cosas, hijo». Ella había dudado menos que mosén Alberto y se lo había dicho al confesor habitual, un viejo canónigo de una paciencia infinita; y el canónigo le aconsejó: «No se torture, hija mía. Procure tener caridad. Contra esto… no podemos nada».
Ahora hubiera podido aprovecharse de esta última frase, que en cierto modo le daba carta blanca; pero no debía disgustar a Matías. Recordó que éste, en Bilbao, tuvo mucha paciencia con sus hermanas, algunas de las cuales le ponían nervioso. Mientras hacía la cama de José, iba pensando: «Caridad». Pero consideraba que para Ignacio todo aquello no era bueno. Al hacer la cama de éste, contempló un momento su pijama. «¡Ignacio!» Lo dobló con cuidado, con mucho cuidado, sintiendo que del de José se había desprendido lo antes posible. «Contra esto no podemos nada. ¡Qué le voy a hacer!»
La maleta de José estaba allí. Sentía deseos de abrirla. Pero no lo hizo. Al regresar al comedor vio que el Sagrado Corazón, sentado en su trono, sostenía en la palma de la mano el globo que representaba el mundo. Había una gran quietud matinal en toda la casa. Todo aquello la tranquilizó. «¡Si Vos protegéis a mi hijo, Señor, me río yo de la CEDA y de los mítines!» Luego pensó que, en el fondo, cinco días que faltaban no eran mucho.
Las andanzas de Ignacio y José eran diversas. Primero habían ido a la barbería. A la de Ignacio, situada en la arteria comercial de la ciudad, calle del Progreso. Los Costa, los jefes de Izquierda Catalana, la habían hecho prosperar. Arrastraron a mucha gente y además impusieron la moda de las lociones y de las propinas crecidas.
Allí tuvieron la gran sorpresa. El patrón, al verlos entrar, lo reconoció en seguida: «Amigo, le reconozco a usted del mitin. Pida usted el masaje que quiera». José quedó estupefacto. «¡Sí, sí, usted!» Ignacio soltó una carcajada, divertido. «Curioso —pensó— que un grito anticedista pueda valer un masaje».
Aquello puso definitivamente de buen humor a José. Recorrieron la Gerona moderna, que a José le pareció espantosa. A las doce dijo, de repente: «Ahora me doy cuenta de que desde que salí de casa no les he mandado ni una postal».
—Mándales un telegrama —propuso Ignacio.
—¡Hombre! —exclamó José—. Es una idea. —Y alegres, pensando en Matías, echaron a andar hacia Telégrafos.
Matías no pudo atenderlos como hubiera deseado. Tenía mucho trabajo.
—Habrá huelga —les dijo— y todo el mundo manda telegramas.
—¿Cómo huelga?
—Sí. No se sabe si huelga general, o sólo de la CNT.
CNT… José volvió a pensar en el Responsable. Lo mismo que Ignacio. A éste le había parecido que el gesto del jefe anarquista de pegarse, seco, en la mejilla, tuvo una gran dignidad. Todavía no había digerido su encuentro rapidísimo con aquel personaje. Los ojos de acero del Responsable los tenía clavados en la memoria. Y su gorra calada hasta las cejas. Bajito, sin afeitar…
A José le hubiera gustado olfatear por Telégrafos y, sobre todo, por la Sección de Correos. Le gustaba ver montones de cartas. Nunca había comprendido por qué la gente se escribía tanto. «Ya ves, yo todavía ni una postal». Aquel pensamiento le envaneció tanto que decidió no mandar el telegrama. «¡Nada! Cuando llegue, ya me verán».
Matías se despidió de ellos.
Luego fueron a la Rambla comentando lo de la huelga. Ignacio ya había oído hablar de ello. Los ferroviarios cobraban un salario ínfimo, y además había habido varios despidos, al parecer injustificados. Lo mismo entre los camareros. Pero los camareros eran menos decididos y por otra parte pertenecían a la Unión General de Trabajadores.
José le preguntó:
—¿Así… que la CNT pita, a pesar de todo?
Ignacio no estaba muy bien informado, porque en el Banco le habían afiliado a la UGT. Pero desde luego el Responsable abría brecha. Tenía poca ayuda, al parecer, pero era de una tenacidad implacable. «Ya lo viste».
José le preguntó:
—¿Y me dijiste que se reúnen en un gimnasio?
—Sí. Eso cuentan.
Ignacio le explicó entonces que el cajero del Banco Arús vivía enfrente y siempre les contaba el pintoresco efecto que hacía ver a unos hombres muy serios, discutiendo de salarios y demás, rodeados de poleas, paralelas, cuerdas con anillos, etc.
—Si la sesión se prolonga —añadió— sin darse cuenta empiezan a Utilizar los objetos. —Ignacio se animó hablando de ello—. Al parecer a veces terminan como si todos fueran atletas. El Responsable sentado en el potro y éste haciéndole dar tumbos, y sus hijas rubias haciendo bíceps con dos bolas de hierro.
José también se divertía.
—¿Sus hijas también asisten a las reuniones?
—¡Cómo! No abandonan nunca a su padre.
—¡Caray! Como si dijéramos, una familia modelo…
—Es así.
A José le entraron unas ganas inmensas de conocer todos los locales políticos de la ciudad.
—¿Y la CEDA?
—¡Uf! Es una especie de Balneario.
—¿Y Liga Catalana?
—¿Liga Catalana…? Un despacho de notario… ¡Bueno, no! También saben divertirse, cuando quieren.
—¿Y los comunistas?
—¡Oh! Ésos… peor que la CNT. Se reúnen en una barbería.
—¡Vaya! Con el retrato de Stalin y demás.
—No sé. No lo he visto nunca.
—Pero… ¿y qué sabe el barbero de comunismo?
—No sé. Ya te digo. —Ignacio se echó a reír—. Ahora recuerdo que la Torre de Babel un día fue allá y se encontró en pleno jaleo. Miraban una revista antigua en que se veían unos oficiales rusos y el barbero decía: «¡Eso es pelo bien cortado y no lo que hacemos aquí!» Y todos los clientes asentían con la cabeza.
José no reaccionó como Ignacio había supuesto. Se detuvo un momento en el centro de la Rambla, precisamente frente al café de los militares, y le dijo:
—Aquí tomáis a los comunistas un poco a broma, ¿no?
Ignacio se detuvo a su vez.
—¿A broma? Chico, no sé. A mí me parece que si peco por algo es por tomarlo todo demasiado en serio.
José continuó mirándole e insistió:
—¿Tú conoces algún comunista?
—Pues… no. Creo que no. Conozco uno… que desde luego siempre lee a Marx y cosas por el estilo. Pero no sé si está afiliado o no.
—¿Y qué tal?
—Es un compañero de trabajo. Del Banco.
—¡Vamos!
Ignacio añadió:
—Desde luego, allí es el que tiene más personalidad.
José sonrió:
—¿Más que el subdirector…?
Ignacio reflexionó.
—Entiéndeme… Según lo que entiendas por personalidad.
La Rambla estaba abarrotada de estudiantes. El sol caía vertical.
Ignacio dijo:
—¡Toma! Eso significa que es la hora de comer.
José se volvió de repente, se acercó a una muchacha que pasaba sola.
—¿Te vienes conmigo, chachi?
* * *
Había algo que Julio García no podía soportar: la fanfarronería. Dividía los actos en útiles e inútiles. La fanfarronería la consideraba siempre inútil. Sentarse en el coche del tren y desplegar el periódico como si uno estuviera solo, lo consideraba un acto inútil. Ello era tanto más sorprendente cuanto que Matías, que tenía fama de certero, hablando del policía decía siempre: «Sólo tiene un defecto: que es un fanfarrón».
Julio García, durante su infancia, en Madrid, no tuvo hermanos, como Matías, que le acompañaran en sus andanzas. Tuvo que arreglárselas solo. Estuvo mucho tiempo pensando, cada vez que recibía un par de bofetadas injustas: «Ese hombre acaba de ejecutar un acto inútil». Pero un día se dio cuenta de que a fuerza de actos inútiles el prójimo acabaría por aplastarle la nariz. Y entonces decidió pegar el primero.
Sin que ello le reconciliara con la fanfarronería. De ahí que cuando, en el mitin de la CEDA, vio a José con su aire de perdonavidas y supo que no sólo él había sido el primero en armar escándalo sino que había tumbado de un puñetazo a un pobre panadero que había perdido la calma, se dijo: «A ese mocito le doy yo una lección». Y por eso le invitó a tomar café, junto con Ignacio.
Por el físico de José y sus métodos directos dedujo que se trataba de un ser primitivo, del clásico mozalbete de la FAI dispuesto a tirar un petardo en un desfile o a pegar una paliza al primero que defendiera la conveniencia de las Aduanas. Pero Matías, en el Neutral, había dicho: «Te equivocas. José, a su manera, está muy documentado. Se ha leído más de un libro. Me parece que es muy capaz de sostener una controversia».
Julio había exclamado:
—¿De veras…? Tanto mejor. Lo que yo daría para que fuera un auténtico teórico del anarquismo.
Matías le preguntó:
—¡Bah! ¿Por qué te interesa tanto este asunto?
—¿Por qué? Pues porque sí. Porque estamos en el país del anarquismo.
—¿No crees que hay anarquistas en todas partes?
Julio hizo un gesto de desolación.
—Matías… siento decírtelo, pero anarquistas ya sólo quedan en España, y en algunos países de la América del Sur.
Por su parte Ignacio había advertido a José de que Julio era un hombre bastante complicado, del que nunca se sabía si decía todo lo que pensaba o sólo la mitad.
—Especialmente en cuestiones políticas, siempre habla en términos vagos. Esta muy enterado, ¿sabes? Quiero decir que los hechos, los conoce al dedillo. Cuando las cosas se ponen oscuras es cuando él tiene que dar su opinión. «Claro, claro, quién sabe…» «Sí, la República es siempre algo». ¿Te das cuenta?
José se había quedado inmóvil, mirando a Ignacio.
—¿Qué periódicos lee?
—Chico, yo creo que los lee todos.
José dijo, bruscamente:
—¡Vamos, vamos a conocer a esa fiera! —Y al saber que le daría un excelente coñac, en el camino entró en un estanco y se compró un cigarro habano.
A Carmen Elgazu aquella visita no le había hecho ninguna gracia. «Ignacio entre dos fuegos», pensó. Una vez más le había advertido que a todas las teorías que oyera les hiciera poco caso. «Ya sabes que sólo hay una verdad, hijo: ser bueno. Y tú lo eres».
Les abrió la criada y los hizo pasar a la sala de estar, en la que Julio se hallaba esperando. Al verlos, se levantó en seguida y por su actitud creó un clima de confianza.
—¡Caramba! A eso se le llama puntualidad.
Estrechó la mano de José y al mismo tiempo el antebrazo de Ignacio.
—¡Sentaos, sentaos! Encantado de teneros aquí. En seguida viene mi mujer y tomaremos una copa. ¿Usted qué prefiere, José? —Viendo que José se mordía los labios para reflexionar, Julio apretó un botón de un mueble que tenía al lado y en el acto apareció, rutilante, toda una licorería.
Aquel mueble-bar encantó a José. Por su colorido y exuberancia. Y en cuanto entró doña Amparo Campo, con bata verde y encarnada, pensó que se parecía mucho al mueble-bar.
—Señora… —José parecía enteramente un caballero. El cigarro habano le daba un aspecto sorprendentemente burgués.
Las frases de trámite duraron poco. En cuanto todo el mundo estuvo servido, Julio dijo:
—José, no crea que esté usted aquí por lo del mitin… Les dije que vinieran para charlar un rato, simplemente.
—¡Ya, ya! Ya lo supongo.
Julio se tomó el café de un sorbo. Luego, reincorporándose, prosiguió:
—De todos modos, me va a permitir una pregunta. Por lo que vi —esbozó una sonrisa— los de la CEDA no son santos de su devoción, ¿verdad?
—¿De mi devoción? —A José la presencia del coñac le había producido un efecto saludable. Había enrojecido un poco, y se veía que se hallaba a sus anchas—. ¿Qué le parece, madame? —añadió, dirigiéndose a doña Amparo Campo—. ¿Tengo yo cara de ser devoto de la CEDA?
Doña Amparo Campo contestó:
—No sé, no sé. ¿Por qué no?
—¡Vaya!
Julio continuó:
—No. Desde luego, no tiene usted cara de la CEDA. —Luego añadió—: ¿Socialista…? —Al ver que José miraba con fijeza, cortando el cono truncado de la ceniza en el cenicero añadió—: Desde luego, si le molesta hablar de eso, no he dicho nada.
El primo de Ignacio levantó los hombros.
—¿Por qué? Por mí, encantado. —Marcó una pausa—. Yo soy de la FAI.
Julio enarcó las cejas en expresión de sorpresa.
—¡Hombre, estupendo!
—¿Por qué estupendo? —preguntó José.
—¡Qué sé yo! Siempre me han gustado los anarquistas.
—¡Ah, sí…! ¿Por qué?
—Pues… ¡Cómo se lo explicaré! Ya lo sabe mi mujer. A mí… todo lo romántico me gusta.
—¡Vaya! —José se envolvió en humo—. Conque ¿le parecemos unos románticos?
—¿Y a usted no?
Julio se echó para atrás en el sillón y dijo, como si la polémica hubiera llegado ya a un punto de madurez lógica:
—¡Parten ustedes de un principio magistral: que el individuo es perfecto, y que por lo tanto puede dársele libertad absoluta!
—Exacto.
—Luego viene el individuo, que no es perfecto, y mata a su madre.
—¿Y qué pasa con ello? —preguntó José.
—¿Qué pasa…? Pues… ¡nada! Que si el padre vive… ¡pues se queda viudo!
José añadió que no había que reparar en medios para conseguir la libertad. Destruir todo lo que la sociedad ha creado de ficción y coacción.
Julio, al oír esto, recobró los ánimos.
—Claro, claro —dijo, intentando elevar el tono del adversario—. Ustedes han leído en algún sitio: «¡Hay que tener una mística!» Y la han comprado en la primera esquina.
—Nada se consigue sin fanatismo.
—Sí, es cierto. Pero… a condición de contar con unos dirigentes… que sean fríos.
José afirmó que ellos ya conocían esta regla desde niños. Y citó como ejemplo lo que ocurría en su familia.
—Mi padre —dijo— es un fanático del anarquismo. Todo Madrid le conoce; pues bien, nunca ha tenido cargo en la Federación. En cambio yo, que aunque usted no lo crea, soy hombre frío, soy jefe de grupo en mi barrio.
Julio preguntó, sin inmutarse:
—¿Cree usted que un hombre frío declara que es jefe de grupo a un policía que acaba de conocer, y de provincia fronteriza por más señas?
—¡Bah! ¿En qué puede perjudicarme?
—Por ejemplo, podría arrestarle por tenencia ilícita de pistola.
—¿Cómo sabe usted que llevo pistola? —preguntó José, con calma.
—Porque usted me lo ha dicho.
José se mordió los labios.
—¡Mira que tal! Le advierto que por mi barrio ya nadie cree en Sherlock Holmes.
—Hacen ustedes muy bien. Yo tampoco.
Ignacio iba poniéndose nervioso. Todo aquello era interesante, pero él hubiera preferido ceñir el tema. Le hubiera gustado oír a Julio exponer sus propias ideas.
—Espero que no van a discutir sobre eso —dijo—. Aquí lo interesante sería confrontar opiniones.
Julio hizo un gesto de asombro.
—¿Y qué otra cosa estamos haciendo?
Ignacio ladeó la cabeza.
—Perdone… —dijo—, pero hasta aquí sólo hay uno que ha expuesto las suyas: mi primo.
Doña Amparo Campo intervino.
—¡Uy, hijo! Yo llevo doce años con él y todavía no sé lo que piensa.
José aplastó de nuevo la ceniza en el cenicero.
—Pues yo creo que no tardaría tanto en saberlo —dijo, en tono que no disimulaba el resentimiento.
Julio le miró.
—¿De veras?
—Sí. —José se dirigió a doña Amparo—. ¿Me permite… que hable con franqueza?
Doña Amparo Campo se sintió halagada.
—¡Claro, claro que sí!
José añadió, en tono que le salió inesperadamente duro:
—Usted es el clásico tipo que echa al ruedo a los demás y luego se come la liebre, ¿no es eso?
Julio movió la cabeza.
—No creo que sea eso, la verdad…
—Sí —prosiguió José—. Por ejemplo —reflexionó un momento—, creo que uno de estos días va a haber huelga. Usted no dirá nunca: «¡Tienen razón; lo que cobran los ferroviarios es una vergüenza!» Usted… criticará la manera de hacer la huelga, el día que se ha elegido, y si tiene que tomar el tren y resulta que el tren no funciona, armará la de Dios es Cristo. Ahora bien… se aprovechará del caos… para pedir aumento de sueldo. Doña Amparo Campo no pudo reprimir una carcajada, lo mismo que Ignacio, porque José, al término de la frase, había parodiado con extrema gracia un pase de muleta. Julio, en cambio, sacó otra botella del mueble-bar y se sirvió.
—En fin, si usted cree que soy así, debe de ser cierto… —Marcó una pausa—. Por nada del mundo me atrevería yo a dudar de la inteligencia de un anarquista.
A Ignacio le pareció que en el fondo Julio perdía terreno. José se había echado para atrás y paladeaba de nuevo su coñac.
—De todos modos… —añadió Julio—. ¿Me permite usted que le de un dato?
José no contestó, pero él añadió:
—Da la casualidad de que esta huelga —que será exactamente el viernes—, la he aconsejado yo.
Ignacio semicerró los ojos.
—Sí —continuó—. Conocen ustedes al Responsable, ¿no es eso? Es muy amigo mío. Le dije: «Hazlo, es el momento. Los ferroviarios lo merecen». A mí siempre me ha parecido que el oficio de ferroviario es muy duro. Aunque tal vez el que ejerza José todavía lo sea más…
Se calló. Sus palabras habían surtido efecto, sobre todo en Ignacio. Ignacio pensaba: «¿Es cierto todo eso? Y si lo es… ¿por qué diablos se mete en esas cosas?»
Julio añadió, no queriendo dejar ningún cabo suelto:
—Y en cuanto a obtener aumento de sueldo, yo tengo mi criterio: ganarse por méritos un ascenso.
Doña Amparo Campo empezaba a sospechar que tendría que admirar a su marido. Pero José no se había dejado amedrentar.
—Me sorprende que le interesen a usted los ferroviarios —dijo—. ¿Por qué será? ¿Le traen contrabando de Francia?
Julio se indignó. La salida era inesperada.
—Ni por casualidad uno de ustedes razona una vez con lógica —respondió, conteniéndose—. Si yo utilizase a los ferroviarios como contrabandistas, tendría interés en que ganaran poco sueldo, ¿no le parece? ¿Se da cuenta de lo equivocado que está en todo?
José replicó:
—Eso de equivocarse no se ve hasta el final. Es muy bonito contemplar a los demás como si fueran peces en un acuario. Pero no olvide una cosa: somos muchos miles, muchos miles. Con lógica o sin ella, pero muchos miles. En Barcelona, en Madrid, en Andalucía…
Julio le interrumpió:
—En cambio, ¿ve usted…? En Francia prácticamente no hay anarquistas. Ayer se lo contaba al padre de Ignacio, hablando de un viaje que pienso hacer a París. ¿Por qué no son anarquistas los franceses? Porque son gente de método.
—¡Ah, ya…! Claro… Los franceses son gente de método porque tienen un suelo que da muchas coles. Aquí, para regar los terrenos, tenemos que hacer pipí.
—Lo que interesaría, pues, sería traer agua y no dedicarse al «terrorismo sistemático» como ordena el reglamento de la FAI.
—Con barrenos a lo mejor aparece un peco. Y lo que queremos ante todo es lo dicho, la emancipación del individuo.
Ignacio miró a su primo.
—¿Otra vez en las nubes? —prosiguió Julio—. ¿Qué es el individuo, y qué significa la palabra emancipación?
José estaba furioso.
—Individuo es el hombre que si no quiere votar, no vota; es el ferroviario que si no quiere trabajar, ahí se las den todas. Emancipación…
Julio se quitó la pipa.
—¡Ya salió! Lo que el Responsable me dijo hace poco: «En las próximas elecciones CNT-FAI nos abstendremos de votar». ¡Muy bien, hombre, pero que muy bien! Ochocientos mil votos que la República perderá… Esto en el momento en que la CEDA avanza que da gusto verla y en que por vez primera vota la mujer. En un país en que no hay ninguna mujer (ni siquiera la mía…) que no lleve al cuello cuatro o cinco medallas. Total, que si el individuo se emancipa, en estas elecciones ganarán las derechas.
José soltó una carcajada.
—¡Qué nos importa a nosotros que la República pierda esto o lo otro, que ganen las derechas o las izquierdas! Para nosotros la República ya lo ha perdido todo. Lo perdió en el momento en que continuó haciendo pagar cédula a los ciudadanos, sosteniendo cuarteles… y tantos policías como en tiempos de la Dictadura.
Julio dijo:
—Ustedes son unos insensatos, ahí está, y unos irresponsables. La masa tiene un instinto revolucionario certero, pero ustedes lo desvían de una manera grotesca. Son ustedes niños de teta.
José se sulfuró. Cambio de expresión.
—¿De veras…? ¿Y usted qué es? —De pronto soltó—: ¿Un pillo redomado?
—Váyase con cuidado, amigo…
—¿Un Dick Turpín con bigote…?
Doña Amparo Campo palideció, pero en todo aquello había algo que le gustaba.
José se había levantado y, doblándose sobre la mesa en dirección a Julio, con la uña del pulgar golpeaba uno de sus dientes.
—Pero a mí ni pum, ¿comprende? ¡Ni pum! ¡Ni así!
Ignacio se había levantado a su vez. Julio permanecía impasible, como si nada ocurriera.
De pronto el policía dijo, dirigiéndose a Ignacio:
—Acompaña a tu primito a la puerta, anda. Devuélvelo a tu padre. Que hay señoras…
Doña Amparo se emocionó. José resoplaba y miraba la botella de coñac, dispuesto a derribarla de un puñetazo.
Pero se contuvo. Viendo la estúpida sonrisa de doña Amparo, barbotó:
—¡Me asfixio! —Y dio media vuelta en dirección a la puerta. Y sin esperar a Ignacio, desapareció.
* * *
Ignacio le alcanzó ya a mitad de la calle.
—José, chico… Francamente…
—¡Calla, hombre, calla! ¿No te has dado cuenta?
—¿De qué?
—Ese marica es un comunista de marca mayor.
—¿Comunista…?
Ignacio se quedó parado en seco, y todo el discurso que había preparado se le borró de la memoria.
—¡Si los conoceré yo! —añadió José, sin dejar de andar.
Ignacio le alcanzó de nuevo. Aquello era inesperado.
—Pero… ¿por qué crees que lo es?
—No seas imbécil. Ha empleado todos sus argumentos. Enemigo de CNT-FAI, ¿comprendes? El viaje a París… Miedo a que fracase esta República, que les sirve de trampolín. Estadísticas… Ellos a la reserva… Y los brazaletes de su mujer… Es el retrato completo.
Ignacio no podía hablar. Mil pensamientos le asaltaban.
—¡Es curioso! —dijo por fin, olvidando el resto—. Mi madre cree lo mismo.
—¿Tu madre?
—Sí.
José preguntó:
—¿Desde cuándo está ahí el tipo?
—Hace cuatro o cinco años.
—Es un tío listo.
—¡Ya lo creo! —Ignacio añadió—: Y, desde luego, sea como sea… a nosotros nos ha hecho muchos favores.
—Pues id con cuidado. Ésos no quieren a nadie.
Ignacio le preguntó, al cabo de un momento:
—¿Y vosotros sí…?
—¿Nosotros…? Más de lo que te figuras. Lo único cierto que ha dicho ese hombre es que somos unos románticos.
* * *
—¿Es verdad, papá, que los rusos desnudan a las monjas y las tocan? —preguntó Pilar, inesperadamente, a la hora de cenar.
—¡Pilar! —amonestó Carmen Elgazu—. ¡Qué barbaridad es ésa!
José estalló en una risa convulsiva, lo mismo que Ignacio. De nada servía que Carmen Elgazu pusiera cara cada vez más seria. La cosa valía la pena.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Otro sermón de la Madre?
Matías quiso salvar la situación, aun cuando por dentro se reía como el que más, y preguntó:
—Bueno, ya está bien, ya está bien. ¿Qué tal la entrevista con Julio? Todavía no nos habéis explicado nada.
José exclamó:
—¡Ay! Hacía años que no me reía tanto. —Una vez calmado, pudo contestar—: ¿Julio…? ¡Pues muy bien! —Luego añadió—: Tienen ustedes ahí un comunista de los de postín.
A Carmen Elgazu se le pasó el mal humor. Echó a su marido una mirada que valía un Perú.
—¡No digas tonterías! —cortó Matías—. Eres más niño aún que Pilar. ¿Qué quieres que busquen en España los comunistas? ¡Caray! ¡Buen país para la disciplina!
—¿En España? Pues muy sencillo —dijo José—. Lo que buscan en todas partes; entrar en la casa de al lado y llevarse la radio.
—¿O sea que lo que busca Julio es llevarse mi aparato de galena?
—¡No te hagas el tonto! —intervino Carmen Elgazu—. ¡Se entiende muy bien lo que José quiere decir! Y creo que tiene razón.
* * *
La víspera de la huelga, Ignacio y José, después de cenar, salieron al balcón con una silla cada uno y tomaron asiento. Las luces de la Rambla estaban semiapagadas. En las mesas del paseo, gente sentada con indolencia; debajo de un farol dos conocidos de Ignacio jugando, absortos, al ajedrez.
Pilar también salió un momento, pero luego su madre la mandó a la cama. Entonces los dos muchachos quedaron solos. Era una noche clara y dulce, una de las noches dormidas de Gerona.
Hablaron con lentitud, como si cada uno midiera las palabras. Ignacio preguntó, después de un silencio, con la cara vuelta hacia el firmamento:
—¿Te impresiona a ti la noche…?
—¿La noche…? Según.
—¿Cómo te explicas que haya estrellas?
—Pues… allá están.
—Ya, ya, pero… ¿cómo han ido ahí?
—Eso mismo digo yo: ¿cómo?
Al cabo de un rato, José preguntó:
—¿Así que… cuánto te falta?
—¿Para qué?
—Para terminar el Bachi.
—Pues, si en mayo apruebo, me faltará un año.
—Y luego, ¿qué harás?
—Abogado.
—¡Abogado! ¿Pleitos de ricos?
—¿Por qué?
—¡Qué sé yo…! Los pobres…
—Lo que crea justo.
—Habrá que mantener cierta posición social…
—¡Yo no pretendo eso!
—Ya me lo dirás por teléfono…
Más tarde Ignacio dijo:
—¿Te pregunto una cosa?
—Anda.
—¿Has matado a alguien?
—¡Tú, a jugar limpio…!
—Es una pregunta.
—¿Por qué te interesa?
—Pues… no lo sé.
Luego José comentó:
—Hablando de otra cosa… ya has visto a la mujer de tu amigo, ¿no?
—¿Qué quieres decir?
—Se te come con los ojos.
—¿A mí…?
—¿Pues a quién, a Romanones?
Por último añadió:
—¿Por qué no me hablas de César?
—¡Bah! No entenderías nada.
—Hoy sí, mira. Hoy estoy de buenas.
—Pues… por el Collell anda, afeitando a los criados.
—¿Cómo…?
—Ya te dije que no entenderías.
—¿Todavía se echa sal en el agua?
—Todavía.
—Los hay de remate.
—Si le miraras de frente, verías que no.
* * *
A Ignacio le gustaba el cariz que tornaba Gerona en un día de huelga. Las tiendas cerradas tenían un encanto especial, como si los comerciantes hubieran dicho: «¡Al diablo el trabajo! Nos vamos al campo y allí viviremos felices». Los trenes, parados; la maquinaria de las fábricas, muda.
El jueves se confirmó la noticia dada por Julio: la huelga empezaría al día siguiente, viernes. Lo anunció la radio y también El Demócrata. El Demócrata informó que la UGT se había desinteresado de la cuestión, así como Izquierda Republicana y demás partidos, a causa de la intransigencia de los dirigentes de la CNT.
Ello significaba que las Empresas más afectadas serían: la fábrica Soler, la más importante de la ciudad —botones, cintas, artículos de mercería—, la fábrica de Industrias Químicas, situada en los arrabales, y la fundición de los hermanos Costa, diputados. En estas tres empresas el porcentaje de anarquistas era muy crecido, suficiente para paralizar el trabajo. El resto de huelguistas quedaba repartido entre talleres más pequeños, especialmente del ramo de metalurgia, y luego, en bloque, los ferroviarios. Los conductores, revisores y personal administrativo de los ferrocarriles pertenecían a la UGT, de modo que el servicio de trenes quedaba asegurado.
Ignacio no comprendía que los socialistas no se adhirieran a la huelga. No comprendía que, si verdaderamente los ferroviarios y los obreros de las tres grandes fábricas cobraban jornales insuficientes, no se solidarizaran con su causa todos los demás, que prevalecieran rencillas de Partido o Sindicato.
Lo más entusiastas eran los limpiabotas del bar Cataluña. El jueves por la noche le dijeron al patrón del bar: «Guárdanos ese betún, que mañana no trabajamos ni por ésas». Y le entregaron las cajas, los cepillos.
A Ignacio, el sistema de declararse en huelga le parecía un hallazgo comparable al de la elección provincial de diputados, entre otras razones porque la paralización de la industria que ello traía consigo, demostraba irrefutablemente que quienes llevaban el peso de la producción eran los obreros. ¡Si en el Banco el día en que el botones estaba enfermo todo el mundo andaba de coronilla!
Matías Alvear, aunque en Telégrafos no hubieran hecho huelga jamás («nosotros somos como los seminaristas —decía—, tenemos mucha paciencia»), era partidario del derecho de huelga. «Es una de las bases de la democracia». Carmen Elgazu cada vez que se cerraban las puertas de las fábricas, decía que aquello perjudicaba a las gentes como ellos, a la pacífica clase media.
En la mañana del viernes, Ignacio se levantó más temprano que José. Ardía en deseos de ver el aspecto de las calles. Salió y, como siempre, entró un momento en el Banco y allí la Torre de Babel le dijo, simplemente:
—Hoy habrá tortas.
—¿Por qué?
—La Liga Catalana ha organizado sardanas en la Rambla, a las doce.
—¡No es posible!
—Ya lo verás.
Don Jorge, presidente honorífico; el notario Noguer, vicepresidente… Ignacio consideró aquello de mal gusto. ¡Santo Dios! Pensó en el Responsable y en su séquito. ¿Qué pasaría? En los «limpias» había adivinado que aquello no iba a ser como en otras ocasiones. Había un punto de violencia en el ambiente; bien claro lo demostraba el aire de los limpiabotas. El subdirector dijo: «No creo que la Liga Catalana se atreva a hacer eso».
En cambio, Ignacio supuso en seguida que se atreverían. La gente de la Liga Catalana le parecía impermeable a todo lo que fuera popular. Eran abogados, agentes de Bolsa, accionistas de Sociedades Anónimas, catedráticos a la antigua, la élite, en fin, económica e intelectual de la ciudad. El padre de la muchacha de cuello de cisne era de la Liga Catalana… Julio había dicho un día: «Se niegan a admitir que el rumor de las masas sea profundo».
Ignacio salió del Banco y regresó a la Rambla. Los huelguistas habían empezado a hacer acto de presencia. Se veían muchos en el Puente de Piedra, tomando el sol. Sentados en las barandillas, esperaban la llegada de la prensa de Barcelona. Charlaban animadamente; algunos grupos se movían con agitación. Los más vestían su habitual indumentaria de trabajo; pero varios se habían endomingado absurdamente, se habían puesto zapatos relucientes, o una gorra nueva.
Las mujeres pasaban algo asustadas con sus cestos de compras, un poco más de prisa que de ordinario. Los transportistas hacían sonar en mitad del puente la bocina como diciendo: «¡Paso libre, allá vosotros; nosotros lo que queremos es trabajar!» Los pequeños comerciantes sudaban la gota gorda, pues en la huelga anterior hubo considerable rotura de cristales. Pasaban las monjas veladoras, que se retiraban. Dos gitanas merodeaban por entre los grupos, ofreciéndose para leer la buenaventura.
A las diez y media en punto, el mercado de legumbres y carne empezó a despejarse. Acudieron los barrenderos. Llegaron los periódicos. Algunos ponían: «¡El proletariado gerundense en huelga!» Aquello enardeció los ánimos. El personal de las tires grandes empresas se había concentrado allí, así como todos los empleados menores del tren.
Ignacio se había detenido en la acera del bar Cataluña, junto con unos futbolistas. Y de repente, vieron asomar un entierro por la plaza del Ayuntamiento, viniendo de la iglesia del Carmen. El monaguillo en vanguardia, con la cruz en alto. Detrás del monaguillo seis sacerdotes cantando, perfectamente alineados. Luego los caballos engalanados, dos cocheros con sombrero de copa; y detrás del féretro, solo, el hijo del muerto, al que seguía una larga comitiva, comitiva algo desordenada hacia el final.
Por el número de sacerdotes y coronas y por la calidad de la madera del ataúd, resultaba evidente que se trataba del entierro de alguien de categoría; sin embargo, los huelguistas abrieron sus líneas y todos se quitaron la gorra o la boina. Varios, al pasar el féretro, levantaron el puño.
Pero al hijo del muerto, muchacho de la edad de Ignacio, le acribillaron a miradas amarillas; aunque por fortuna él no lo advirtió.
—Hasta entre «fiambres» hay clases —barbotó alguien—. Si pagas, más curas y más cocheros.
—Pero una vez en el hoyo, se acabó —contestó otro—. Cuando llueve, llueve.
—A mí que no me vengan con coronas.
—Yo sí, yo querré una del Sindicato.
Pasado el entierro apareció, acercándose por la orilla del río, el Responsable. Le escoltaban sus dos hijas y un sobrino suyo, cojo, muy joven, que siempre llevaba un pañuelo rojo en el cuello. Eran las once de la mañana.
Ignacio le vio andar con su paso menudo, decidido, la misma gorra del día del mitin, los mismos ojos de acero. Tenía algo de pequeño general vestido de paisano y recordó que se decía de él que había aprendido a hipnotizar.
Ignacio no pudo resistir la tentación de acercarse al grupo que se formó en torno de aquél. El contacto directo entre el jefe y los suyos le pareció un detalle honrado. Ignacio odiaba con toda su alma «los organizadores de revoluciones desde un despacho».
Tan ensimismado estaba, que no se dio cuenta de que una de las dos hijas del Responsable le había clavado una banderita en la solapa, hasta que la chica hizo tintinear por tercera vez ante él una bolsa llena de calderilla.
—¡Ah, perdón! —se registró los bolsillos hasta dar con unas monedas.
El Responsable decía: «Tenemos que esperar». Y su sobrino, el cojo, muy joven, pero mucho más alto que él, con eternas costras en los labios, se reía frotándose las nalgas con las manos.
Momentos después Ignacio sintió que le tocaban en el hombro: era José, que llegaba con cara de sueño. José, después de cenar, había salido solo, sin dar explicaciones, y regresado muy tarde.
—¿Qué pasa?, ¿cómo está eso? —preguntó.
Ignacio le dijo:
—No sé. El Responsable acaba de llegar.
José echó una mirada de conjunto, con aire experimentado. Movió de arriba abajo la cabeza. Se le veía con ganas de actuar. Ignacio pensó en la absoluta inutilidad de aquella discusión con Julio. Nadie convencería a José. En cuanto veía costras en los labios de alguien, también empezaba a frotarse las nalgas.
Quedó perplejo al ver que, sin preámbulos, José se abría paso entre los grupos.
—¡José…!
José no le oyó. En pocos segundos se plantó audazmente frente al Responsable.
—¡Salud, camaradas! —dijo. Ignacio le había seguido y pronto estuvo a su lado.
El Responsable, al ver a José, permaneció inmóvil. El primo de Ignacio le sostuvo la mirada y le ofreció la mano.
El Responsable dudaba. Miró a su gente, como consultándola. Pero muy pocos conocían a José, aunque todos estaban pendientes de la escena y algunos murmuraban su nombre.
Por fin el Responsable tomó una decisión.
—Salud —dijo, y estrechó la mano a José, dando con aquel ademán por liquidado el asunto del mitin. Y acto seguido se la estrechó a Ignacio.
José no perdió tiempo en explicaciones.
—Parece que esto marcha —dijo.
—Sí. La gente ha respondido.
—Salarios de paria, ¿no es eso?
El Responsable tomó un pitillo que llevaba entre la gorra y la oreja. El Cojo se lo encendió.
—Hay ferroviarios padres de familia que cobran jornales de seis pesetas.
—¿Y las mujeres?
El Responsable lanzó por la nariz dos larguísimas columnas de humo, que bifurcaron hacia su pies, clavados en el suelo.
—¿Mujeres…? En la fábrica Soler, en la sección de embalaje, las hay que cobran dos cincuenta y tres pesetas. Trabajando de pie las ocho horas; incluso estando embarazadas.
—¿Y cómo es posible que la UGT no haya colaborado?
El Responsable dijo:
—A ésos un día habrá que arreglarles las cuentas.
—¡Dos cincuenta! —A Ignacio aquel dato le había dejado sin respiración.
—¿Hay una Comisión nombrada?
—No. ¿Para qué? Hemos presentado nuestra propuesta.
—¿A la Inspección de Trabajo?
—Claro. Esperamos que nos llamen.
José dijo:
—¿Y si no aceptan…?
—Entonces —contestó el Responsable, enarcando las cejas—, veremos.
José miró a lo largo del puente. ¿Qué podría hacerse sin el apoyo de los demás sindicatos? Trescientos, cuatrocientos camaradas…
Mucha gente salía a los balcones y entraba de nuevo. Hacia las doce, empezaron a salir del Gobierno Civil patrullas de guardias de Asalto. A la vista de los uniformes, los huelguistas se miraron sin decir nada. Caía un sol aplastante, que daba vértigo.
Pasaron unos chavales repartiendo prospectos: «¡Gran audición de sardanas, a las doce!»
Oyóse un rugido.
—¡Quietos! —ordenó el Responsable.
Exactamente frente al Club de los militares, unos empleados del municipio empezaron a instalar el tablado de los músicos.
Las sirenas de las fábricas que trabajaban dieron la hora, despidiendo a la gente. ¡Todo el mundo a la Rambla!
La curiosidad los movía. Pasaban cerca de los huelguistas como diciéndoles: «A ver, a ver si nos dais un espectáculo que valga la pena».
El Responsable se negaba a dar crédito al anuncio de las sardanas. Ni siquiera en aquellos momentos, a pesar de ver que los músicos iban llegando, que se dirigían hacia el tablado llevando sus instrumentos.
—Dejadlos, dejadlos, no se atreverán —decía.
José no comprendía al Responsable.
—¿Cómo que no se atreverán? Soplarán como demonios.
Los curiosos iban dividiéndose en dos mitades. Los que permanecían cerca de los huelguistas, mordiéndose las uñas, y los que se desentendían de ellos y se acercaban a los músicos dispuestos a bailar al primer soplo de la tenora. El café Neutral había instalado en un santiamén dos docenas de mesas que fueron materialmente asaltadas.
El Responsable empezó a comprender que aquello iba en serio. Y a los cinco minutos se convenció de ello. La tenora tronaba en el espacio con alegría y fuerza desbordantes.
No hubo necesidad siquiera de dar la señal. Los huelguistas echaron a correr hacia el tablado capitaneados por José y el Responsable.
La mancha oscura de los monos azules eran tan intensa que la gente les abrió paso. Llegados allí, el Responsable ordenó a los músicos, sin preámbulo:
—¡Fuera! ¡Abajo!
Uno de ellos, el del trombón, se levantó.
—Aquí de la CNT sólo hay ése —y señaló a uno de los triples—. Si quiere hacer huelga, que la haga. Los demás tocaremos.
—Veintidós obreros de metalurgia despedidos.
—Comprendido. Pero si nosotros no soplamos, no comemos. No vamos a perder un jornal porque vosotros estéis de mal humor.
—Tampoco comen los camaradas ferroviarios que cobran seis pesetas.
—Nosotros no somos ferroviarios. Somos músicos.
José no se podía contener.
—¿Hay compañerismo, o no lo hay?
El Responsable parecía dispuesto a agotar los argumentos.
—Esperad la respuesta de la Inspección de Trabajo —dijo—. Si es favorable, podréis tocar.
El del trombón se impacientó.
—A nosotros lo que nos estáis tocando es otra cosa.
El de la tenora no pudo aguantarse. Había permanecido sentado. Era un hombre de ojos beatíficos que cuando hacía un solo alcanzaban su plenitud. Se puso a tocar, evidentemente dispuesto a cortar, el diálogo.
Algunos sardanistas empezaban a protestar, pataleando. Los acontecimientos se precipitaron. El Responsable miró al Cojo en forma al parecer convenida.
José estimó que había comprendido la señal.
—¡Cantaradas! —gritó, irguiéndose sobre sus pies—. Última tentativa. ¿Hay compañerismo o no lo hay?
Por toda respuesta el del fiscorno hizo: bub, bub.
—¡Camaradas! —gritó de nuevo José—. ¡Como si estuviéramos en Madrid!
Y de un salto subió al tablado, derribó al músico más próximo y empezó a lanzar sillas a cinco metros de distancia.
Otros huelguistas le imitaron. Los músicos se defendieron, pero fueron derribados. Hubo desbandada general. Al otro lado de la Rambla aparecieron los de asalto blandiendo sus porras.
—¡Ignacio, Ignacio! —gritaba Carmen Elgazu desde el balcón—. ¡Sube, sube!
De repente, el viejo del trombón mostró a la multitud el instrumento magullado y hecho trizas.
—¡Fuera, fuera! —gritó un grupo de jóvenes, con franca hostilidad hacia los anarquistas. Eran estudiantes, que lo que querían era bailar. Otro gritó:
—¡Fuera esos de Murcia! ¡Boicotean las sardanas!
Los de asalto acababan de llegar. José recibió un porrazo en la cabeza. Saltó del tablado al suelo y se parapetó tras un árbol.
Las hijas del Responsable vociferaban:
—¡Viva la CNT!
—¡Fue… ra! ¡Fuera…!
El camarero del café Neutral se subió a una mesa.
—¡Viva Cataluña…! ¡Boicotean las sardanas! ¡Viva Cataluña!
Un hondo rumor se extendió por la Rambla.
—¡Viva España! —contestó alguien. Era un teniente, apoyado en un farol.
Varios se dirigieron a él.
Ignacio comprendió que la cosa tomaba derroteros imprevistos. El camarero había sido un imbécil gritando aquello.
Los que se dirigían hacia el teniente eran personas que hasta entonces habían quedado al margen. Se habían levantado de las mesas.
—¡Cuidado, que lleva armas! —gritó alguien.
El teniente sonrió y, abriendo las dos manos, las levantó a la altura de los hombros.
Pero se había formado otro altercado a pocos metros y la gente retrocedía en desorden. La multitud cayó sobre el teniente, derribándole.
Entonces se oyó un grito y, de pronto, un disparo. O por lo menos lo pareció. En todo caso fue una detonación seca.
Cundió el pánico. Todo el mundo se refugió bajo los arcos, y los más próximos a las casas se introdujeron en ellas. Entonces los de asalto, en magnífico estilo, formaron un cordón impecable.
—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Dispersarse!
A José le dolía horriblemente la cabeza. Continuaba tras el árbol. Un guardia se dirigía hacia él, por lo que optó por dar media vuelta y meterse en la casa. Una vez allá subió al piso.
Ignacio había coincidido con el cajero del Banco bajo los arcos y no parecía estar nada asustado. El cajero le dijo:
—Vete a tu casa. No hagas tonterías.
—¿Por qué? Ya está terminado.
—Te digo que te vayas.
El muchacho obedeció. Cruzó a grandes zancadas la desierta Rambla y se refugió también en su casa.
Otros, en cambio, resistían. El Cojo salió vendado de una farmacia. Al Inspector del Trabajo le había pillado aquello camino de la Comisaría y tuvo que refugiarse también en un portal.
* * *
Al llegar arriba, Ignacio vio en el comedor a José, tendido sobre dos sillas, y a un desconocido con una enorme herida en el mentón. Supuso que se trataba de uno de los huelguistas, que habría seguido a José.
Carmen Elgazu, con expresión elocuente, iba y venía con paños y agua caliente, y Pilar sostenía un espejo entre las manos.
Matías Alvear había encontrado todo aquello lamentable. De pie en la puerta del pasillo, murmuraba: «Anarquistas, músicos, Liga Catalana… ¡Todo menos republicanos!»
José rabiaba de dolor y el desconocido se miraba en el espejo que le presentaba Pilar.
—Gracias, pequeña. Bueno, bueno. —Se tocaba el tafetán que Carmen Elgazu le había pegado en la herida—. Creo que ya estoy bien.
Ignacio era menos optimista, pues el herido tenía la mejilla manchada y muy amoratada.
—Descanse usted un rato y luego le acompañaremos —ofreció.
—¡No, no, muchas gracias! No vale la pena. —Pero se veía que le costaba esfuerzo mantenerse en pie.
Entonces sonó de nuevo el timbre de la puerta. Pilar fue a abrir. Era Julio García.
José, al reconocer su voz, se incorporó. No quiso que el policía le viera tendido sobre las sillas.
Ignacio juzgó aquella visita intempestiva; por el contrario, Matías estimó que era de agradecer. Julio, después de cualquier suceso anormal en la ciudad, subía a verlos, para cerciorarse de que no les había ocurrido nada malo.
—¿Todo tranquilo…? —le preguntó a Pilar al entrar.
—Excepto José.
—¿De veras…? ¿Qué le ha pasado?
—Ha recibido un golpe.
Julio entró en el comedor y, antes de que pudiera preguntar nada, Matías salió a su encuentro.
—¿Qué se dice en la Policía?
Julio se encogió de hombros.
—¡Bah! Todo eso es corriente.
—¿Hay detenidos?
—No. —El policía se volvió hacia José—. El trombón ha presentado una denuncia.
—Por mí —hizo José— como si la presenta el Papa.
Julio se dirigió de nuevo a Matías e hizo un ademán de impotencia. Luego añadió, señalando con la cabeza en dirección a la Rambla:
—Bueno… ¿Tú habías visto en tu vida algo tan insensato?
—¿A qué te refieres…?
—Atacar una cobla de sardanas… ¡en Cataluña!
—¡Ah, claro! —admitió Matías—. ¿Quieres decir que se habrán ganado antipatías?
—¡Cómo antipatías…! Los sardanistas les jurarán odio eterno.
José se puso en pie —llevaba una toalla en la frente— y dijo que ellos no estaban dispuestos a pedir adeptos como quien pide limosna, y que siempre que se tratase de una huelga justa se llevarían por delante cuantas coblas de sardanas se opusieran.
—Queremos que se nos escuche, eso es todo.
Matías no pudo reprimir una respuesta dura.
—¡Si por lo menos supierais lo que queréis! —dijo. Era la primera vez que el hombre censuraba la conducta de su sobrino.
La sorpresa de éste fue total. Se puso muy nervioso buscando un cigarrillo.
Julio, entonces, tomó asiento. Se dirigió a José, a pesar de todo.
—Ya sabe usted que soy el primero en admitir que la huelga era justa. Pero lo que digo… es que la habéis llevado con los pies.
—¿Ah, sí…?
—Naturalmente. —Luego añadió—: Lo que teníais que haber hecho era mandar subir al tablado de los músicos, de una manera pacífica, a los veinte obreros despedidos. Gorra en mano, a saludar a la multitud. —Ante el asombro de todos explicó—: A la gente lo que la emociona es conocer directamente a las víctimas, verlas de carne y hueso.
José se mordió los labios. La toalla empapada en agua fría le bailoteaba en la cabeza. Se disponía a barbotar algo, pero el desconocido de la herida en el mentón intervino inesperadamente:
—Eso hubiera sido humillante.
El policía hizo otro gesto de impotencia.
—Pero eficaz.
José pegó un puñetazo en la mesa. Entonces sintió sobre sí la mirada de Carmen Elgazu. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió dominarse y, cruzando el comedor en dos zancadas, se retiró a su cuarto.