Capítulo VIII

Hubo noticias frescas de ambas familias (Alvear-Elgazu), empezando por los hermanos de Matías. El de Burgos, que tenía una hija de la edad de Ignacio y un hijo algo más joven que Pilar, fue nombrado jefe de la UGT. El hombre no hubiera querido aceptar, pero por fin se sacrificó porque entendió que sería útil. Santiago, el de Madrid, hacía vida marital con una joven, mecanógrafa del Parlamento. Matías se rio mucho con aquella noticia y a partir de aquel día las discusiones de los diputados tuvieron doble significado para él. En la carta en que Santiago les anunciaba su nuevo «enlace» había una posdata que ponía: «Mi hijo José, dentro de unas semanas, hará un viaje a Barcelona por motivos políticos. Supongo que no os importará que vaya a Gerona a veros».

Aquello fue un toque de clarín. A Carmen Elgazu la anunciada visita no le hacía ninguna gracia; pero sabía que para Matías su familia era cosa sagrada y no se atrevió a rechistar. ¡Ignacio más que intrigado!; para él su primo era un ser fabuloso, que en Madrid se jugaba la vida cinco veces al día. Además, estaba cansado de no tener un amigo de su edad.

De Vasconia las noticias eran varias. La vida separaba a la madre y los ocho hermanos de Carmen Elgazu. El mayor se iba a Asturias, de encargado en una de las fábricas de armas de Trubia. Luego venían dos hermanas, casadas más bien que mal, en Santander y Élbar. Luego el que fue croupier en San Sebastián. ¡Eligió mejor número de lotería que la tertulia del Neutral! Le habían caído veinte mil duros. El siguiente vivía en América desde hacía tiempo y no escribía. Las tres pequeñas eran solteras y las únicas que permanecían en Bilbao, cuidando de la madre; aunque la última, Teresa, que había sido siempre la preferida de Carmen Elgazu, en mayo entraría de novicia en el convento de las Salesas, de Pamplona.

Aquel despliegue de personajes por caminos tan diversos era muy impresionante y a Ignacio, en un momento en que se quedó solo en la Dehesa, contemplando el Ter, que bajaba crecido, le pareció que tenía mucho paralelismo con el de la Naturaleza. El croupier avanzaba como el Ter ahora, turbulento; las hermanas casadas eran valles tranquilos. Y si la madre, con sus ochenta y siete años representaba el tronco inmóvil, el hermano de América sugería esa nube que de pronto se despega, sola.

Las cartas de la madre decían: «Teresa rezará por tus hijos, empezando por Ignacio, que al parecer te inspira temores. No tengas miedo. He estado leyendo y releyendo su felicitación de Navidad y revela un corazón bueno. Hijo tuyo y de Matías, no podía ser de otra manera».

En cambio, Ignacio creía que todo el mundo —excepción hecha, al parecer, de la abuela de Bilbao— podía ser de otra manera. Mil sentimientos le embargaban a diario. Febrero y marzo fueron meses extraños en los que ni siquiera las luces eran precisas. Ignacio se daba cuenta de una cosa: le faltaba un amigo de su edad. Los del Banco eran mayores que él, y moralmente estaban muy distanciados; los de la Academia, demasiado estudiosos. Si se les hacía una broma parecían medir su área o la posibilidad de adaptarle corriente alterna. Y, peor aún… le faltaba también una chica en quien soñar. Julio se lo había advertido varias veces, con razón. También había conocido varias muchachas en la propia Academia y otras en la Rambla, por azar. Y le gustaban mucho, enormemente. La verdad es que se las comía con los ojos, hasta asustarlas; sin embargo, parecía que le gustaban en bloque, porque eran muchachas y él estaba en la edad; pero sin hallar ninguna especial cuya imagen ocultara a todas las demás.

A veces recibía un impacto, inesperadamente, que le hurgaba por dentro durante unos días; pero nunca prosperaba. Tal vez el más durable fuera la imagen de una chica de unos quince años, a la que un día, en que ayudó misa en la parroquia, sirvió la Comunión. Era una chica de cabellos larguísimos y cuello de cisne. Al administrarle el sacerdote la Sagrada Forma cerró los párpados con tan maravillosa dulzura, que Ignacio quedó sin respiración. Desde entonces, cada vez que la veía sentía un extraño cosquilleo. Tenía ganas de decirle: «A ver, cierra los párpados». Preguntó por ella en la Academia. Le dijeron que era hija de un abogado, que pertenecía a una gran familia. Ignacio pensó, en voz alta: «¿Por qué sólo tendrán cuello de cisne las hijas de buena familia?»

En otro aspecto había una gitana que le sorbía el seso. Era de las tribus establecidas en las orillas del Ter, que formaban parte de la ciudad como el verde de la primavera. Debía de tener unos catorce años, pero ya era una mujer. Mujer joven, que danzaba al andar, cuyos pies eran como sandalias. Ignacio aseguraba que nunca había visto una joven tan hermosa, de ojos tan misteriosos; de un color de piel tan aristocrático. Iba con un gitano mucho mayor que ella, que no se sabía si era su hombre o no. El director del Banco, que los conocía, dijo que dicho tipo era a la vez su hombre y su padre. Ignacio se impresionó mucho al saberlo. «No hay nada que hacer, no hay nada que hacer —comentó la Torre de Babel—. Las gitanas no van nunca con un blanco. Su raza se lo prohíbe».

La Torre de Babel le decía siempre que un gran medio para alternar eran los bailes. «Si quieres echarte una novia, vete a los bailes». Pero en Gerona había pocos, como no fuera en fiestas excepcionales. O mejor dicho, ninguno a su medida. Había uno cerca de la Dehesa, llamada El Globo, que se llenaba de jóvenes mujeres de la vida. Otro cerca del Teatro Municipal, que se componía de muchachas de la fábrica y modistillas. En cuanto al Casino…

Ignacio había ido, por curiosidad, un par de veces al de las modistillas. Pero se aburrió. En primer lugar no se podía dar un paso. Aquello no era bailar. Y luego, las chicas no ofrecían ningún interés. Despeinadas, con una excitación especial y extraordinariamente distraídas. Se veía que bailaban con éste, que querían hacerle caso, pero que al mismo tiempo pensaban en aquél. Continuamente consultaban el carnet. «El próximo es con Ramón». Veían pasar a alguien. «¡Perdona un momento!», decían. E iban a murmurarle algo al oído. Vivían una serie ininterrumpida de momentos provisionales.

Por lo demás, tuvo muy poco éxito. Le miraban de arriba abajo y se excusaban: «Lo siento, no sé bailar», o «Estoy cansada». Una criada dijo, mirando a sus amigas: «¡Jolín, bastantes señoritos tengo en casa!»

* * *

El 15 de abril, Matías registró con su aparato un telegrama que le iba dirigido: «Llego mañana tren tarde, José».

Toda la casa se alteró. Carmen Elgazu, cuando tenía que recibir a alguien, aunque le tuviera en el concepto en que tenía a su sobrino, no vivía hasta que no quedaba una mota de polvo en el piso. «¡Pilar, los cristales de tu cuarto, que están hechos una porquería!»

La entrada de José en Gerona fue triunfal. Acudieron a la estación Matías e Ignacio; y éste, con sólo verle saltar del coche al andén, le admiró. Le admiró por una especie de espontaneidad que se desprendió de su salto, y luego porque le estrechó la mano con camaradería, sin besarle en la mejilla; y porque de ningún modo permitió que ni él ni Matías le llevaran la maleta, maleta extraña, de madera, atada por el centre con un cinturón.

Carmen Elgazu, al ver aquella maleta, pensó: «¡Dios mío, tiene pinta de esconder un par de bombas!»; y no era verdad. A menos que se consideraran bombas unas hojas de propaganda de la FAI y una cajita de preservativos.

José era más alto que Ignacio, y tenía dos años más que él, o sea diecinueve. Corpulento, pletórico de sangre joven, pelo negro y alborotado como el de la familia Pilón. Voz bien timbrada, gestos poco refinados pero de impresionante eficacia expresiva. Acostumbrado a hablar de mujeres, siempre siluetaba curvas en el aire.

—¿Qué tal, tía Carmen? —le dijo a Carmen Elgazu, abrazándola con familiaridad—. ¡Está usted más guapa que en las fotos! —La mujer sonrió lo mejor que pudo.

Matías se rio de buena gana. Aquello era un huracán. Al entrar en el comedor y ver la imagen del Sagrado Corazón presidiendo, pareció hallar precisamente lo que buscaba.

—¡Ya está armada! —exclamó, frotándose las manos—. ¡Aquí va a haber más lío que en Waterloo!

Ignacio intervino:

—Si quieres lavarte, ahí tienes.

—No, no. No vale la pena.

El problema del alojamiento fue resuelto. Dormiría en la cama de César, en la habitación de Ignacio. Carmen Elgazu había dicho: «O si prefiere estar solo, le daremos la habitación de Pilar y que la niña duerma en el comedor». Pero José se negó rotundamente a aquella combinación. «¿Por qué? Nada, nada. Encantado de compartir el cuarto con Ignacio. Así podremos charlar».

Le abrieron la puerta para que lo viera. José echó una ojeada rápida y dejó la maleta sobre la cama.

Luego Matías le enseñó el piso, empezando por la ventana que daba al río.

—¡Caray, cualquiera se suicida ahí! A lo mejor tocas fondo y te matas.

Al cruzar el pasillo y ver que Carmen Elgazu se disponía a abrir una puerta pequeña, cortó:

—Sí, ya sé. Lo de siempre.

Vio la alcoba, con una alfombra coquetona y una mesilla de noche a ambos lados de la cama. Y luego salieron al balcón que daba a la Rambla.

¡Eso! Eso fue lo que más le gustó. El forastero encontró aquello muy alegre, un palco ideal.

—Aquí viene todo el mundo a presumir, ¿no es eso?

—Exacto.

José respiró hondo y miró a uno y otro lado de la Rambla. De repente, al ver que Carmen Elgazu y Pilar se habían rezagado y que sólo quedaban hombres en el balcón, preguntó, en tono malicioso:

—¿Hay buen ganado en este pueblo?

Ignacio quedó perplejo.

—¿Ganado…?

—Sí. —José le miró, sacando su pitillera—. ¿No sabes lo que es el ganado?

Ignacio enrojeció.

—No sé. Las chicas, ¿quizá…?

—¡Pues claro!

Ignacio se rio.

—No creo que estemos del todo mal, la verdad —informó. Se volvió y señaló la Rambla, que empezaba a llenarse.

Matías intervino, con sorna:

—Por regla general, la gente que llega a Gerona pregunta por los monumentos.

—Lo mismo da —objetó José—. También se las puede llamar monumentos.

La franqueza de su primo continuaba gustando a Ignacio.

—Si quieres —propuso éste—, creo que podemos dar una vuelta antes de cenar.

José le miró.

—Chico, por mí encantado.

Matías consultó su reloj.

—Es verdad. Tenéis un par de horas.

—Pues andando —dijo Ignacio—. Vamos a estirar las piernas.

A Carmen Elgazu le pareció de muy mala educación que se marcharan en seguida. Apenas hacía media hora que habían llegado de la estación.

José levantó el brazo como dispuesto a darle unos golpes de desagravio en la espalda, pero no se atrevió.

—¡Ya charlaremos tía, ya charlaremos!

Se peinaron en el cuarto de Ignacio. José usaba brillantina. Matías los iba siguiendo, reclinándose en las paredes. Cada ademán de José le recordaba a su hermano Santiago y su propia juventud.

—¡Hasta luego!

—¡Hasta luego!

Apenas abierta la puerta, Ignacio se sintió contagiado de la vitalidad de José Fue el primero en bajar los peldaños de cuatro en cuatro, e irrumpir en la Rambla, al aire libre, como una ráfaga de optimismo.

La Rambla estaba ya abarrotada. Y apenas hubieron dado cincuenta pasos, siguiendo la corriente de los grupos y las parejas, José se sintió a sus anchas. Empezó a hacer gala de sus procedimientos habituales, exagerando por hallarse en terreno forastero.

Cuando pasaba «algo bueno» se quedaba plantado e iba virando en redondo, y luego silbaba o decía: «¡Niña…! ¡Que estoy cansado de pagar recargo de soltería!» A una le susurró, inclinándose hacia su oído:

—¿Te vienes conmigo, chachi?

Ignacio le advirtió:

—¡Vete con cuidado, que esto no es Madrid!

—¡Bah! Todas las mujeres son lo mismo, aquí y en Pekín.

Ignacio observó muy pronto que los gustos de su primo diferían mucho de los suyos. José elegía más bien mujeres rellenitas, de alto peinado, gruesos pendientes y risita de conejo.

—Ya veo el género que te gusta —le dijo, intentando adaptarse a su léxico—. Será mejor que vayamos por otro barrio. Sígueme.

Tomaron la dirección de la calle de la Barca. Al final de la Rambla pasó una mujer rubia, esquelética.

—¿Cómo estamos de calderilla? —preguntó José, de sopetón.

Ignacio volvió a quedar sin respiración. En realidad desconocía la metáfora, pero supuso a lo que se refería. Y recordando que la Torre de Babel decía siempre que «no había por dónde agarrarse», comentó, con naturalidad:

—Mal; no hay donde agarrarse.

José se detuvo un momento y se rascó la nariz.

Continuaron andando, cruzándose con mucha gente que salía de las fábricas. Pero no hubo suerte. En el barrio de la Barca no había más que chiquillos canturreando y viejas que regresaban a sus casas llevando una col en la mano.

—Habría que revolucionar esto —dijo José, que se estaba impacientando—. ¡Este pueblo huele!

Ignacio contestó:

—Pues a mí me gusta.

—¿De veras? ¿Por qué?

—No sé. Porque sí.

—Hablas como un carcunda.

—No sé por qué lo dices.

—¡Nada! ¡Te invito a una copa!

Entraron en el Bar Cocodrilo, que por sus dibujos en los cristales siempre llamaba la atención. Era el clásico ambiente: soldados con un codo en el mostrador, un par de gitanos sentados uno frente a otro en un rincón, un anuncio del Anís del Mono y debajo de él un tipo algo torero, con bufanda de seda. De la lámpara pendía un papel matamoscas. José pidió coñac, Ignacio anís.

Los soldados hablaban de un sargento chusquero, que al parecer tenía más humos que un general. Cuando la Dictadura pegaba tortazos a granel; ahora, con la República, andaba con más cuidado, pero nunca conseguía llegar a las diez de la noche sin haber merecido que le fusilasen.

—A mi me arrestó porque me faltaba un botón de la guerrera.

—¿Cuánto te echó?

—Un mes.

—¡A mí me salieron ocho días porque, estando en filas, me metí un dedo en las narices!

José soltó una carcajada. Se le veía con ganas de meter baza en la conversación.

—¿Eres de Madrid? —le preguntó a uno de los soldados.

—Sí.

—Yo también. ¿De dónde?

—Carabanchel Bajo.

—Yo de Arguelles.

Fraternizaron. Se bebió otra ronda.

—Éste es un primo mío —dijo José, presentando a Ignacio—. Pero todavía no ha hecho la «mili».

—Comprendido —cortó el de los dedos en la nariz.

Ignacio no supo lo que querían decir.

—¿No estáis hartos de llevar el caqui? —prosiguió José.

—Tú dirás…

—La Patria… —añadió el de Madrid, echándose con indolencia el gorro para atrás.

Se oyó una risotada. Era el patrón.

—¿Qué te pasa, compadre?

—¡La Patria! ¡Mirad! —rio el hombre, tocándose el vientre.

—¿No te da vergüenza? —interpeló José, zampándose otro coñac—. ¡Materialista!

—¿Y tú qué eres? —le preguntó el del botón—. ¿El Papa?

—¿Yo…? Yo soy la Pasionaria.

Todos estallaron en una carcajada, incluso Ignacio.

—Conque ¿Moscú…? —añadió, interesado, el de los dedos en la nariz.

—No. Fue un camelo —explicó José—. Yo soy anarquista.

—¡Anarquista!

—Sí. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo?

—¿Miedo? A mí no me da miedo ni la Siberia.

Los dos gitanos miraron a José.

—¿A que no sabéis lo que es el anarquismo? —les preguntó el primo de Ignacio, dirigiéndose a ellos.

Los dos gitanos levantaron los hombros, haciéndose el tonto.

—Yo lo sé —intervino uno de los soldados.

—¿Ah, sí…? ¿Qué es?

—¡La abolición de la moneda!

—¿Tú crees…?

—Y del Estado.

—¿Y qué más?

—¡Y de todos los mangantes! —rubricó, soltando una carcajada.

—¡Chócala! —exclamó José con entusiasmo.

—Ahora falta saber quiénes son los mangantes —intervino el patrón, encendiendo su caliqueño.

—¿Eh…? —desafió José, avanzando los labios—. ¡Pues desde Azaña hasta el alcalde de este pueblo!

—¡Bravo!

—¡Y todos los curas! ¡Y todos los que tienen coche! ¡Y todos los que han puesto eso de las fronteras!

—¡Abajo las fronteras! —gritó alguien.

—¡Abajo los cuarteles!

—¡Abajo el Estado!

Salieron de allí. Las luces empezaban a encenderse.

—Toda España es así —le dijo José—. Se habla de la revolución como si fuera una corrida de toros. ¡Abajo los mangantes!: esto es todo lo que se sabe del anarquismo. Hablando de Rusia se dice: ¡Entrega de los hijos al Estado! Y se acabó.

Ignacio le miró con curiosidad. Él había creído que hablaba en serio.

—Entonces… ¿tú seguías la broma?

—¡Pues qué creías! Me gusta comprobar que esto es igual que Madrid.

Ignacio estaba pensativo.

—Así, pues… ¿tú eres anarquista de verdad?

—Desde que me parieron.

—Me vas a tomar por imbécil, pero… ¿cuál es tu base?

—¿Base? ¡Hombre! ¿Te parece poca base la libertad?

—Te diré… La libertad…

—¡Sí, se ha hablado mucho, ya sé! Tendrías que oír en Madrid.

¡Hasta los socialistas hablan de libertad! Y luego expropian las tierras y para repartirlas te hacen firmar mil papeles. Y luego no te las dan. —Marcó una pausa—. Libertad quiere decir libertad: eso es todo. No estar ahí pendiente de las porras todo el día y con un Código más largo que la Castellana. —Marcó otra pausa—. Discutir de hombre a hombre, sin tanta estadística.

No pudieron continuar la conversación. Habían subido por San Félix y de pronto desembocado en la Plaza de la Catedral, que se erguía ciclópea sobre las grandes escalinatas.

José se detuvo. Levantó la vista. Era evidente que aquella súbita aparición le había impresionado. A la derecha se erguía el convento de las Escolapias, a la izquierda el del Corazón de María, donde iba Pilar.

José entornaba los ojos para contemplar la fachada de la Catedral. De pronto ladeó la cabeza.

—¿Más allá qué hay? —preguntó.

Ignacio repuso:

—Empiezan las murallas.

José torció la boca como si masticara algo.

—Ahí está —dijo—. Como en Ávila, como en Segovia, como en Santiago. Catedrales, murallas. —Marcó una pausa—. ¿Sabes lo que dice mi padre…? Las murallas no impiden entrar, sino salir. ¿Me comprendes?

Ignacio movió las cejas.

—Es un juego de palabras muy bonito. Y muy madrileño.

José le miró con cierto respeto, lo cual no pasó inadvertido al hijo de los Alvear.

Subieron por las escalinatas. La fachada ocultaba el cielo y precipitaba la llegada de la noche.

Ignacio se había animado. Quería mostrarse a la altura de su primo.

—¿Cómo compaginarás —le preguntó, incisivo— la libertad de opinión con la quema de las iglesias?

José sonrió.

—Ya esperaba eso —dijo—. Éstos —y señaló la Catedral— explotan el miedo, ¿comprendes? Dicen: ¡Obedeced; de lo contrario, no tendremos más remedio que echaros al infierno!

—Y mientras tanto pasan la bandeja, ¿no es eso…?

—Eso es —aceptó José.

—¡Pero llevan dos mil años pasando la bandeja…!

José puso cara de anarco-sindicalista.

—Yo no creo en estas cosas, ¿me entiendes? El hombre ha de ser «libre». ¡Satanás, uh, uh…! ¿Quiénes son para dictar leyes? Le hacen a uno morder el suelo y con los cirios le van haciendo cosquillas en los pies.

Ignacio se sintió algo decepcionado. Morder el suelo… No era cierto. Él conocía eso…; y en cuanto a la esclavitud… César era tan libre que cuando obedecía pesaba menos. Le vinieron a la mente frases de púlpito: «Ser esclavo es precisamente ceder a las pasiones». Ahí estaba su primo. Llegaba a Gerona hablando de libertad y en vez de tener el espíritu libre para contemplar la ciudad, se interesaba por «el ganado». Esclavo. Por otra parte, ¿quién no lo era? El patrón del Cocodrilo, esclavo de su vientre. El sargento chusquero, esclavo de su vanidad. Aquellos soldados, esclavos de la vida en Carabanchel Bajo. Los gitanos, esclavos de los caminos. Las viejas que habían hallado por la Barca, esclavas de su columna vertebral. ¡Y su padre, Matías Alvear, esclavo de Telégrafos, confiando en la lotería para poder ir a Mallorca!

Regresaron a casa. Fue una cena animada. Matías Alvear no podía ocultar que sentía por José el afecto que da la misma sangre. El primo de Ignacio contó anécdotas muy graciosas de su viaje de Madrid a Barcelona. Al parecer, a un artillero le cayó encima un paquete de harina que le blanqueó el uniforme, y entonces un marino se levantó muy serio y cuadrándose le dijo: «¡A sus órdenes, mi capitán!» Ignacio temía que en cualquier momento José olvidaría que Pilar estaba delante y soltaría alguna inconveniencia; pero no fue así. Se contuvo y a su manera se comportó con corrección. A Pilar, José le pareció también un hombre guapo y desde el balcón le había gritado a Nuri:

—¡Nuriiiii…! ¡Tengo algo que decirteeee…!

A las diez y media, Carmen Elgazu dijo:

—José, espero que no te importará que sigamos nuestra costumbre le rezar el rosario.

—¡Cómo! —cortó Matías—. No hay ninguna necesidad. Cada uno puede rezarlo luego en la cama.

—¡Por favor! —intervino José—. No hay por qué alterar la costumbre. Yo me iré a acostar.

—¿No te importa?

—¿Por qué? Hasta mañana a todos.

—¡Hasta mañana!

Se despidió. A Pilar le dio un tirón en la mejilla. Y en cuanto hubo traspuesto el umbral de la habitación, quedaron en el comedor, solos, los Alvear. Cerraron el balcón y Carmen Elgazu inició el Rosario.

El forastero, desde la cama, oyó las voces monótonas atravesar la puerta e incrustarse en su cerebro. ¡Cuántos años hacía que no oía rezar! La voz de Carmen Elgazu se le hacía antipática, le parecía demasiado rotunda; pero cuando los restantes de la familia contestaban a coro, José sentía que se le colaba por entre las sábanas como un levísimo escalofrío, algo apenas perceptible, pero que sin duda existía, aunque fuera por sugestión. Procuraba superar cada una de las voces, distinguirlas, y al final lo consiguió. Su tío Matías era el que rezaba con más lentitud. Con una voz grave, algo cansada. Se parecía mucho a la voz de Santiago, su padre. ¡Qué curioso! José oyó algo sobre Salve Regina y sin saber por qué recordó su entrada violentísima en la Iglesia de la Flor, poco después de instaurada la República. Llevaba una pistola y disparó contra un santo, no sabía cuál, apuntándole al corazón. Acaso disparase contra la «Salve Regina». Su padre rociaba los altares, y un compañero suyo, Martínez Guerra, iba echando por todos lados pedazos de algodón encendidos. Y de pronto los altares empezaron a ser pasto de las llamas. Aquello olía a azufre, a humo, a sacristía y a caciquismo. ¿No decían que el fuego era purificación?

Fue durmiéndose arrullado por los Ora pro nobis de su familia.