Todos se dieron cuenta de que, prácticamente, César había dejado de pertenecerles. Apenas llevaba dos meses en su compañía y ya el autobús destartalado volvía a esperarle para conducirle al Collell. Apenas la maleta había sido colocada encima del armario, tenían que bajarla de nuevo. Otra vez los calcetines, las camisas, la pasta dentífrica, el Misal Romano entre dos pijamas, misal que Ignacio le había comprado con aquellas once pesetas.
Carmen Elgazu hubiera preferido no leer las historietas del calendario con tal que los días se hubieran detenido. César se llevaba consigo el afecto de todos, una docena de pañuelos con iniciales bordadas por Pilar, la advertencia del médico: «En cuanto notes cansancio, te sientas», y la orden de mosén Alberto: «Si el director del Collell me dice que has terminado con tus escrúpulos, el verano próximo te daremos menos chocolate».
Matías le había acompañado al doctor, un amigo del director de la Tabacalera, para que diagnosticara sobre las ojeras del chico. «No sé, no sé, no le noto nada. Es su complexión. Que coma mucho». Carmen Elgazu le recomendó: «Ya lo oyes. Diles a las monjas que te den ración doble». Era deseo de Matías que antes de marcharse fuera a despedirse de Julio García y doña Amparo Campo. César le dio satisfacción. Julio, al verle, le puso la mano en la rapada cabeza y le preguntó: «¿Qué, te ha dado buena propina mosén Alberto por tanto recado?» Doña Amparo Campo le contemplaba como si fuera un bicho raro.
Cuando el seminarista subió al autobús y éste arrancó, dirigió una última mirada a los suyos y luego a los dos campanarios de San Félix y la Catedral. Y fue pensando que en el Collell no encontraría otros padres de su sangre, como Matías Alvear y Carmen Elgazu, otros hermanos de su sangre, como Ignacio y Pilar; en cambio, encontraría una capilla hermana de aquella que se cobijaba debajo de los campanarios. Y el mismo Dios.
* * *
Partió el 10 de septiembre. El 15, Ignacio se examinó del cuarto curso de Bachillerato. En los últimos días había hecho un notable esfuerzo, y aprobó. Matías le regaló una corbata, Carmen Elgazu puso en la mesa cuatro velas… El 20 se recibió la noticia de que la Central del Banco Arús había aprobado la propuesta del director, en virtud de la cual Ignacio pasaba a meritorio, con un sueldo de cien pesetas mensuales. El día 1 de octubre otro botones le sustituía, y él quedaba adscrito a la sección de Impagados, frente por frente del empleado que no se decidía a llevar su novia al altar.
Luego, el otoño llegó a la ciudad, montado en la tramontana. Y con él la lluvia. Desde el Banco se oía llover fuera, monótonamente. Las murallas, la ermita del Calvario, sin el sol… y sin César, debían de estar desiertas.
El otoño pareció reagrupar las fuerzas que con el verano se habían dispersado en playas y montañas. Los obreros en paro del bar Cataluña buscaron en el interior un sitio donde molestaran lo menos posible. En la barbería de Raimundo el agua era puesta a calentar antes de remojar con ella a los clientes.
Entonces los partidos políticos se alinearon. Izquierda Republicana, el mejor local de la ciudad, preparó su colosal estufa y celebró Asamblea General: presidentes, los hermanos Costa, industriales importantes, gemelos e inseparables. La Liga Catalana adquirió unos cuantos volúmenes para la biblioteca y renovó la Junta: presidente honorario, don Jorge de Batlle; vicepresidente, el notario Noguer. En el salón del fondo, la juventud del Partido fue autorizada para organizar bailes los domingos y fiestas de guardar. La CEDA adquirió dos ping-pongs, y don Santiago Estrada, reelegido, propuso que las señoras tuvieran voz y voto en las decisiones internas. El partido socialista quedó prácticamente unificado con la UGT; en el Banco Arús se dijo: «Eso está bien, pero harían falta dirigentes jóvenes. En Barcelona, el Sindicato pita mucho, pero aquí somos unos borregos». La CNT cobraba auge, y los limpiabotas se habían afiliado a ella en bloque. Se reunían en el mayor de los tres gimnasios de la localidad. La FAI estaba compuesta de menores de edad, que no sabían si eran de la FAI o de las Juventudes Libertarias, pero que obedecían ciegamente al jefe de la CNT. El partido comunista era embrionario como agrupación. Un tal Víctor, encuadernador en los talleres del Hospicio, hombre ya mayor, canoso y aficionado a la fotografía, era el jefe, y había conseguido reunir en una barbería unos cuantos admiradores de Rusia. Víctor tenía una cabeza venerable y era muy respetado. Se le escuchaba con fervor. Siempre decía: «Es lástima que seamos tan individualistas. Si todos los comunistas de corazón y de instinto vinieran… La labor en este invierno tiene que consistir en eso: en agruparnos y encontrar un local». Los monárquicos se reunían en la redacción de El Tradicionalista, donde los partidarios de Alfonso XIII hacían buenas migas con los que todavía guardaban la boina roja… Estat Català abrió un local coquetón, con chimenea de ladrillos rojos y arcos decorativos. El arquitecto Ribas era el jefe. Los militares se reunían en un café de la Rambla, muy cerca del Neutral, y quien llevaba la batuta era el comandante Martínez de Soria.
Los partidos políticos se alinearon porque se esperaban acontecimientos. Y, en efecto, llegaron: en Madrid se promulgaron simultáneamente el Estatuto Catalán y la Ley de Reforma Agraria.
La Ley Agraria fue muy bien recibida. Todo el mundo estaba de acuerdo: el problema del campo en España era pavoroso. La Torre de Babel decía: «Todavía se trabaja como en tiempo de los romanos».
Don Agustín Santillana, descendiente de grandes propietarios, discutió acaloradamente los términos de la Ley. «Expropiar es muy bonito, repartir la tierra, etcétera… Pero luego hay que conceder créditos, conseguir maquinaria, abonos. Será un fracaso espantoso. ¡Con las pocas ganas que hay de trabajar…!» Matías Alvear casi se indignó. «Es el primer esfuerzo serio que se hace desde muchos años. Usted, como empleado de Hacienda, tendría que saberlo. No me va usted a decir que sea justo que Romanones posea casi toda la provincia de Guadalajara».
—Yo no digo eso, Matías. Pero lo que pueda hacer este Gobierno… ¿No se da cuenta de que se dedican a la demagogia? Prometer, prometer… A mí me gusta estar en la mesa con mi mujer, ¿comprende? A la sirvienta, pagarla bien y hasta buscarle un novio soldado, con bigote; pero en la cocina, ¿comprende?
Matías Alvear se encogió de hombros. «¡Tres doble! ¡Paso!» Se encogió de hombros porque sabía que nunca convencería a don Agustín.
Tocante al Estatuto Catalán… la cosa le pareció menos clara. La explosión de entusiasmo fue tal en la región, que Matías le dijo a don Emilio Santos: «¿Qué cree usted que va a pasar?» En Gerona se hubiera dicho que lo que estaba pasando era un huracán. Banderas por todas partes, sardanas lanzando al viento las notas de sus tenoras, Estat Català emitiendo por la radio local parabienes a Barcelona, Lérida y Tarragona; insignias en las solapas, ¡cinturones y calcetines con las cuatro barras de sangre! El notario Noguer hizo un discurso desde el balcón de la Liga Catalana, el propio mosén Alberto dio orden a la imprenta de catecismo de que retiraran los textos castellanos y esperaran el envío inmediato de un Catecismo en catalán. «Hay que rezar en el idioma materno», sentenció. Pilar, al enterarse, repuso: «¡Estaría bueno! Yo tendría que rezar en vascuence». Julia García se dirigió hacia el único establecimiento de música de la localidad, situado en la calle Platería, y compró seis discos de canciones catalanas de Navidad.
Matías Alvear no veía claro… Le daba miedo presentarse en Telégrafos. «¿Qué va a pasar?»
—No te echarán del Cuerpo —le dijeron, apenas entró—. Pero te trasladarán, desde luego. A Madrid, o tal vez a Soria.
Matías perdió la respiración. No es que Soria le asustase, y mucho menos Madrid. Pero estaba ya harto de traslados, además de que en Gerona tenía un buen piso y había encauzado como Dios manda los estudios y la educación de sus hijos.
—¿No os parece grotesco llevar las cosas a ese extremo? ¿No somos de la misma raza?
Sus compañeros de trabajo se encogieron de hombros… Matías no podía con aquello. A gusto hubiera salido a la escalinata de Correos y gritado a Cataluña entera: «¡No tantos humos!» Pero al pensar en la boina vasca de su mujer se diluyeron los suyos.
Julio García le dio esperanzas. «No tengas miedo. Te quedarás».
Y así fue. De diversas oficinas partieron hacia otras regiones muchos funcionarios, con sus familias. Extraño éxodo en el interior de una misma nación. ¡El filósofo don Agustín Santillana fue uno de ellos!; pero Matías pudo quedarse, no sin antes haber demostrado que conocía al dedillo la gramática catalana. Julio le dijo: «Agradécelo a los seis discos de canciones navideñas».
Matías continuaba haciendo turno de noche. Su compañero habitual era un hombre pacífico, más joven que él, Jaime, a quien el Estatuto pareció transformar en un ser agresivo. Quería a Matías, pero estaba exaltado. No hacía más que hablarle en tono irónico de lo atrasadas que eran las gentes de Segovia, Badajoz o Cuenca.
—¿Usted ha viajado por allí? —le preguntó Matías.
—No, jamás.
—Entonces ¿se lo han dicho?
—Quizá.
—Ya… De todos modos, le aconsejo que si un día tiene ocasión, vaya por esos sitios. Tendrá una sorpresa.
—No creo.
—¡Ya verá! Y en cuanto a atrasados… yo estuve unos días en Canet de Mar, y luego también en la provincia de Lérida… ¡En fin, para qué hablar!
—¿Es que pretende comparar Cataluña al resto?
—¿Comparar en qué?
—En nivel social, en producción, en… manera de vivir. En todo.
—En nivel social… no. En cuanto a manera de vivir… ustedes se parecen mucho a Francia, claro.
—A mucha honra.
—Pues un castellano no se lo envidiaría, Jaime, se lo aseguro.
—¡Claro! Allí, diciendo todo eso del Cid están más que satisfechos.
—Usted lo cree. Lo que pasa es que no admiten que tener unas cuantas fábricas de tejidos signifique ser más hombre.
—¡Vamos!
—¡Natural! ¿A qué tanto Cuenca y Badajoz porque allí hay menos cuartos de baño que en Barcelona? ¿Es que creen ustedes que son más felices?
—Ni más felices ni menos felices. Simplemente, somos distintos. Por eso queremos separarnos.
—¿Y si los de Segovia y el resto les declaran el boicot y no les compran nada?
—¿Con qué se vestirán?
—Si tan salvajes son… ¡andarán desnudos!
—Bueno, el mercado extranjero es algo, creo yo. ¡Imagínese que toda España fuera como Cataluña! Tendríamos una potencia mundial.
—¿Económicamente?
—Y culturalmente.
—Si tanto le interesa la cultura, ¿por qué se hizo telegrafista?
—Lo mismo digo.
—Yo no he pretendido nunca que mi tierra fuera Grecia. Lo que me interesa es no deber nada a nadie, ni en este mundo ni en el otro.
—¿Frase de los muchachos…?
Llegados aquí, Jaime se dio cuenta de que Matías, personalmente, no se merecía aquello. Se rio y le ofreció un cigarrillo.
Pero Matías quedó preocupado. Nunca le gustó hacer turno de noche; pero ahora mucho menos. Jaime volvería a las andadas. ¡Se había puesto a escribir versos en catalán! Tenía un diccionario al lado. Buscaba palabras nuevas. Cuando el aparato telegráfico se ponía de súbito en marcha, su inspiración quedaba cortada. «¡Perro oficio! —se lamentaba—. Si Maragall hubiese sido telegrafista, no hubiera escrito el Cántico Espiritual. ¿Quiere usted que le recite el Cántico Espiritual, Matías?»
A veces irrumpía en aquella tertulia de a dos el propio Julio García.
El policía era trasnochador de suyo y con frecuencia se acercaba a Correos y Telégrafos, y por la puerta que ponía «Prohibido entrar», entraba.
En este caso la discusión tomaba mayores vuelos, pues el hombre en cuanto había tomado parte en un par de rondas de manzanilla era capaz de recitar no sólo a Maragall, sino a Goethe en alemán. Aunque prefería reclinarse en la ventana que daba a la Plaza, ladearse el sombrero y canturrear flamenco o algún chotis. Matías gozaba de lo lindo oyéndole y diciéndole a Jaime:
—Compare, compare el texto de este chotis con ese soneto pirenaico que está usted pergeñando.
Luego, Julio tomaba asiento y se ponía a hablar del problema social. Ahí el propio Jaime se convertía en su oyente. La manzanilla ponía al alcance de Julio todo el léxico de que disponía. Matías le escuchaba doliéndose de que don Agustín Santillana se hubiera marchado, porque sus discusiones con Julio eran célebres en el Neutral.
Julio, comentando la promulgación de la Ley de Reforma Agraria, imponía el tema del terrateniente español, al que juzgaba odioso:
—Ignacio sabe algo de esos personajes —decía—, pues todas las semanas desfilan por el Banco un par de docenas a cortar el cupón. Es gente fanfarrona… y desde luego despótica. En su piso o en su casa de campo leeréis siempre, a la entrada: «Ave María Purísima»; en el vestíbulo, veréis el árbol genealógico de la familia. Todo allí recuerda a todo el mundo, especialmente a la propia mujer y a los hijos, que en aquella casa hay que permanecer serios, guardar la compostura siempre… Entretanto, a lo largo de la tapia de la finca… terribles trozos de vidrio, capaces de descarnar a un crío. Y muchos de ellos —el notario Noguer, para citar un ejemplo— tienen dada orden a su guarda de disparar contra el primer intruso.
Matías admitía todo eso como cierto. Todo eso y mucho más. Consideraba al terrateniente español más responsable que los de naciones menos pobres y que no se considerasen católicas; pero invitaba a Julio y a Jaime a admitir que muchos de ellos, personalmente, eran unos aristócratas…
¡Cómo no! Julio lo admitía, admitía que la aristocracia era un hecho natural, que a uno podía no gustarle, pero que era un hecho, y que por ello despreciaba más aún a los industriales nuevos ricos, tan despóticos como los primeros y por añadidura chabacanos.
A veces, estas sesiones terminaban en partida de dominó, juego en que los tres eran maestros.
Matías, al día siguiente, repetía en la mesa su conversación con Julio, después de caricaturizar la labor poética de Jaime. Carmen Elgazu, como siempre que se hablaba del policía, ponía mala cara. Más aún, en los últimos tiempos daba a entender que sabía mucho referente al amigo de infancia de Matías Alvear.
—Creéis que es simple policía, ¿eh…? ¿Dónde habéis visto que un policía sepa tantas cosas, sea tan sabio?
Ignacio replicaba:
—Los policías no leen nada y él sí. Eso es todo.
—¡Ya, ya! —insistía Carmen Elgazu—. ¿Todos los policías reciben, tanta correspondencia como él recibe, inclusive del extranjero…? Matías se reía.
—Y eso ¿qué tiene que ver?
A Carmen Elgazu le parecía que tenía mucho que ver.
—Y además… me obligaréis a desembuchar del todo. En Madrid no mandan a las provincias fronterizas como ésta a un cualquiera… ¡No, no, si no he terminado! ¿Queréis saber una cosa…? —Un día miró a todos en señal de reto y soltó—: Julio es especialista en suicidios.
—¿Especialista en…? —Varias voces repitieron la palabra.
—¡Sí, sí! Y también por eso se encuentra aquí. Porque en esta provincia hay muchos suicidios, aunque no lo parezca.
Nadie comprendió. Ignacio se encogió de hombros, aun cuando le costaba suponer que su madre erraba. Sabía que su madre no hablaba nunca porque sí, que sus palabras arrancaban siempre de instintos muy profundos.
Matías acabó diciendo que, de continuar de aquella manera, se abstendría de contar en la mesa sus tertulias nocturnas en Telégrafos. Pilar protestó al igual que los demás, pues si bien la chica no entendía nada de política, nunca faltaba entre dos réplicas alguna agudeza, que luego le valía un éxito entre las amigas.
Carmen Elgazu no dio su brazo a torcer e intensificó su labor informativa. Un día en que Matías llegó celebrando los dichos de Julio más que de ordinario, puso cara de circunstancias, se arregló el moño y soltó la gorda. Dijo que Julio era, ni más ni menos, el capitoste de los comunistas de la provincia.
Todo el mundo se quedó estupefacto. Matías la miró y, cambiando de expresión, repuso:
—¡No tantos vuelos, mujer, no tantos vuelos…! Anda, basta ya. —Luego añadió—: Julio… es un pobre hombre, como yo…
Y aquella frase desarmó a Carmen Elgazu.
* * *
Se acercaba Navidad y el cumpleaños de Ignacio. Con ello los turrones, los belenes y la lotería.
Pilar fue la encargada del belén. Se eligió su habitación porque era la que ofrecía más espacio libre y donde sus amigas Nuri, María y Asunción podrían trabajar sin estorbar. Pilar comenzó el montaje utilizando una mesa espaciosa, plegable, que guardaba en el cuarto de trastos de la azotea. Pintaron un fondo de montañas y cielo azul. Para el portal, se guiaron por un plano que le había hecho César, ex profeso, fiel a la Biblia. Pilar hubiera querido algo magnífico, regio, con figuras de tamaño natural; Ignacio les decía: «No seáis tontas. Los belenes tienen que ser sencillos. Así, con un río de papel de plata».
De los turrones se encargó Carmen Elgazu, y fue mandado un paquete de dos kilos al Collell; de la lotería se cuidó Matías.
Matías Alvear convencía todos los años a la tertulia del Neutral para comprar, entre todos, un billete. Aquel año faltaba don Agustín Santillana, pero le sustituyó el subdirector del Banco de Ignacio.
El director de la Tabacalera, que si tenía un pasar era gracias a la lotería, le preguntó a Matías:
—Así, pues, ¿qué haría usted, Matías, si le tocara el gordo? Además de mandar a freír espárragos a los de Telégrafos se entiende.
Matías colgó el sombrero en el perchero del café y dijo, sentándose y pasándose las manos por los muslos:
—Pues… la verdad, lo primero cumplir una promesa que le tengo hecha a mi mujer: llevarla a Mallorca.
—¡Vaya! Segunda luna de miel.
—Eso. Luego… —continuó, arrellanándose en el sillón, y llamando al camarero— creo que iría a la barbería de Raimundo y me daría el gustazo de decirle: «Anda, haz lo que te de la gana». Me gustaría comprobar cuánto subiría la cuenta.
El camarero del Neutral se detuvo a escucharle, sonriendo, lo mismo que Julio.
—¿Y qué más, y qué más?
—Pues… no sé. ¡Podría uno hacer tantas cosas! Quedarse aquí, o estar pescando en el Ter o en el balcón durante años…
El director de la Tabacalera le miró sorprendido.
—¿Continuaría usted pescando en el balcón?
Matías disolvió con parsimonia el azúcar en el café.
—¿Por qué no? ¿Qué querría? ¿Que me fuera a pescar ballenas?
Matías aseguraba que a él el dinero no le haría perder la cabeza jamás.
El camarero quedó un poco decepcionado. Era un chico exaltado, Ramón de nombre, que siempre soñaba con aventuras inverosímiles.
—¿Y usted, Julio…? —preguntó Ramón al policía al ver que se había hecho el silencio.
Julio se pasó también las manos por los muslos.
—Yo… lo primero que haría es ocultarle a mi mujer que me había tocado un céntimo.
El camarero torció la boca y se alejó. A todos les dio pena y, llamándole, le regalaron una participación de cinco pesetas. Pero… de nada sirvió. Rodó la Fortuna y a la tertulia del Neutral no le tocó nada, ni pedrea.
Sin embargo, Navidad llegaba para todos. En el piso de la Rambla estaban el belén, los turrones, una carta de César dirigida especialmente a Pilar, a quien felicitaba por haber estrenado unas medias y a quien censuraba su proyecto de cortarse las trenzas. Carmen Elgazu hizo canelones. Luego hubo pollo y champaña. Matías dijo: «Si queréis, puedo recitaros un soneto de Jaime. Sota el cel blau…»
Todos protestaron enérgicamente.
El 31 de diciembre, cumpleaños de Ignacio —diecisiete años—, se invitó a todas las amistades a tomar café. Pilar estaba muy contenta viendo a tantos hombres en casa. El único que le daba miedo era mosén Alberto. Cuando éste llegó, la chica salió al balcón del río, le hizo una seña a Nuri, que permanecía a la escucha tres balcones más arriba, y a la media hora ésta, María y Asunción se hallaban reunidas en el cuarto de Pilar, parloteando, cambiando de sitio las ovejas del belén y mirando de vez en cuando al comedor por el ojo de la cerradura.
Pilar les leyó la carta de César. Estaba muy orgullosa con ella.
Nuri le dijo: «Yo quiero que tu hermano me case». Asunción, que cada vez que se acercaba a la cerradura, deseaba que el ángulo visual comprendiera a Ignacio, dijo sonriendo: «Yo quiero casarme con tu hermano».
Pilar ocultaba a sus amigas que Ignacio no le hacía caso. En realidad, ella continuaba prefiriéndole. Si Ignacio hubiese querido, la chica le hubiera seguido a todas partes. Aquel día les decía a todas: «Diecisiete años, y ya cobra cien pesetas».
Ignacio sostenía raramente una conversación larga con su hermana. Excepto si le interesaba algo preciso, preguntarle detalles de las monjas o de sus amigas. Se interesaba especialmente por María y Asunción, porque éstas eran hijas de militar. «¿Qué cuentan de sus padres?» Le interesaban porque en el Banco se decía que los militares eran los verdaderos enemigos del progreso y de la República. Se hablaba con particular agresividad del comandante Martínez de Soria, monárquico recalcitrante. Pilar se encogía de hombros, ignoraba todo aquello. Se limitaba a decirle que a María y a Asunción, lo mismo que a otras chicas que conocía, les gustaba mucho ser hijas de militar.
En el comedor se hablaba de lo importante que era aquella fecha, el último día del año. De que la vida pasaba de prisa. ¡Julio recordaba a Matías de pantalón corto —sin medias— correteando por Madrid!, mosén Alberto sus años de Seminario, «cuando lo que ahora era patio en la Sagrada Familia era entonces huerta con coles y nabos y una acequia de agua clara», don Emilio Santos dijo: «Pues hoy hace quince años que murió mi mujer». Todo el mundo guardó silencio un instante. Luego Carmen Elgazu explicó que ella y Matías se conocían desde hacía veinticinco años. «Nos conocimos en Bilbao. En un viaje que él hizo allí, nunca he sabido por qué…»
—¿Por qué fui a Bilbao…? —Matías soltó una carcajada—. Pues ha quedado claro, me parece…
—¡Nada, nada! Ni siquiera sabías que yo existiera.
Éste era el gran misterio, según mosén Alberto. Que las personas se cruzaran a mitad de camino…
Luego se habló de lo que cada uno haría aquella noche. Julio y doña Amparo Campo se irían al baile de Izquierda Republicana y se tomarían las doce uvas. Don Emilio Santos a dormir, lo mismo que Matías. Mosén Alberto tenía que terminar la Memoria anual de actividades del Museo. A Carmen Elgazu la horrorizó que alguien, en el momento de empezar el nuevo año, se atreviera a estar en un baile y comer uvas. «Son costumbres de quién sabe dónde», dijo.
—¿Usted qué hará, pues? —le preguntó el policía.
—¿Yo…? Pues como todos los años. Me llevaré a Ignacio y Pilar a la Catedral, y empezaremos el año oyendo misa.
Matías intervino.
—Anda, mujer, cuéntalo todo. Haréis algo más, supongo.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. —Matías sonrió—. ¿No haces nada al oír las doce campanadas?
Carmen Algazu se arregló el moño que se le estaba cayendo.
—¡Ah, sí, claro! Besaremos el suelo doce veces.
Julio empequeñeció los ojos. Don Emilio Santos miró a la mujer de Matías con admiración.
—¿Besar el suelo…?
—Claro. En señal de humildad.
Ignacio corrigió:
—No es exactamente eso. Es recordar que el tiempo pasa y que volveremos a ser polvo.
A Ignacio le gustaba demostrar a Julio que él continuaba estando al otro lado.
—¿Tú también lo harás…? —le preguntó el policía.
—Naturalmente —dijo Ignacio.
Carmen Elgazu rubricó:
—En mi casa, en Bilbao, la familia lleva más de trescientos años besando el suelo a fin de año, cuando dan las campanadas.
Así se hizo. Julio comió las uvas en Izquierda Republicana —su mujer hubiera preferido otro lugar de más postín—; mosén Alberto se paseó solo por las inmensas salas del Museo catalogando objetos y mirando de vez en cuando las estrellas; Carmen Elgazu e Ignacio se fueron a la Catedral.
Ceremonia de fin de año. ¡Ignacio cumplía los diecisiete! Madre e hijo arrodillados; sonó el reloj; ¡ambos se doblaron y pegaron su frente y sus labios a las losas del templo! La sangre le subió a Ignacio a la cabeza. De reojo miraba a su madre y pensaba: «Hace diecisiete años, esta mujer en vez de estar boca abajo, como en este instante, estaba tendida panza arriba, las manos en los barrotes de la cama, abierto el vientre para darme la vida». Cuando las doce campanadas se extinguieron, Ignacio asió del brazo a su madre, ayudándola a reincorporarse. Sintió el tibio contacto de su antebrazo. El perfil de Carmen Elgazu era duro y noble, destacaba sobre los sillares de la Catedral, era un perfil que debía de tener también trescientos años… «¿Yo perfecta…? —protestaba a veces Carmen Elgazu—. Sí, sí. También siento mis antipatías, también. Y mis celos y mi amor propio. Es imposible que una mujer casada sea perfecta».
Año Nuevo. Ignacio oyó resonar con magnificencia el órgano del templo. Un coro cantaba, que parecía de ángeles. «¿Por qué al señor obispo le rodeaban con tantos almohadones?»
—Señor… que en este año de 1933 apruebe el quinto de Bachillerato, que en casa tengamos salud y continuemos todos tan unidos como ahora. Que Pilar, dentro de un año, pueda construir de nuevo el belén, con un río de papel de plata.
* * *
El día 2 de enero, en el Banco, quiso enterarse de lo que habían hecho los empleados en la noche de San Silvestre. Resultó que varios de ellos también habían besado el suelo: el de Impagados y Padrosa.
Se emborracharon de tal forma en el Cataluña, que al salir se cayeron a la acera. «Porque Blasco nos empujó», se disculparon. El subdirector fue al cine con su mujer; la Torre de Babel, a ver un vaudeville que daban en el Teatro Municipal. «Me dolía el estómago de tanto reírme».
En realidad, a Ignacio le interesaba la actuación de uno de los empleados, de Cosme Vila. Cosme Vila, con su cabeza mogólica y la nuez del cuello inmóvil, escondió algo bajo la máquina de escribir.
—Yo hice como todos los días: me quedé en casa a leer.
Ignacio le preguntó:
—¿Se puede saber qué es lo que lees? ¿O si es que estudias algo?
Cosme Vila contestó:
—Leo… libros sociales. Me interesa lo social.
Ignacio preguntó:
—¿Zola, Tolstoi…?
Cosme Vila se pasó la mano por su prematura calvicie.
—No, no. Prefiero textos precisos.
—¿Sorel…?
—Sí. ¿Por qué no? Y Marx.
Ignacio se mordió los labios.
—¿Tú… tienes familia? —le preguntó.
—No. Ahora vivo solo. Pero la tendré. —Luego añadió—: Quiero tener un hijo.
Cosme Vila trataba a Ignacio como a los demás. Siempre guardaba cierta distancia. Ignacio había pensado a veces que estudiar quinto curso y haber redactado aquella protesta contra las horas extraordinarias le granjearían la consideración de Cosme Vila. Pero no era así. El empleado de Correspondencia los miraba a todos un poco como casos perdidos, como si se movieran en una órbita o en un mundo destinado a perecer.
Aquel día le dijo:
—¿Y tú qué hiciste en la noche de San Silvestre?
Ignacio se rascó con rapidez el negro y encrespado pelo.
—¡Bah! —sonrió—. Lo mío no te interesa.
* * *
Luego, el nuevo año empezó bajo el signo de los mítines. Todos los Partidos organizaron mítines. Preparación de la campaña electoral.
A Matías le gustaban mucho los mítines. Todos, del color que fueran. No se perdía uno. Ignacio, en esta ocasión había de acompañarle, aun a riesgo de faltar a la Academia nocturna, y el espectáculo iba a ser para él un gran descubrimiento.
En los mítines le pareció que empezaba a conocer lo que cada Partido pretendía y en ellos oyó hablar y conoció a los diputados, que tantas veces citaban, para bien o para mal, El Tradicionalista, órgano de las derechas, y El Demócrata, órgano de las izquierdas.
Ignacio se dio cuenta de que era muy sensible a aquel sistema de propaganda. La idea de unas personas elegidas por voto popular, recorriendo los escenarios de la capital y los pueblos, agradeciendo a los ciudadanos la confianza que habían depositado en ellas, rogándoles que expusieran sus necesidades, para tratar de ellas en el seno del Gobierno, le pareció un sistema perfecto de enlace, algo así como una gran conquista de la organización humana. Recordaba lo que a veces había oído sobre la Dictadura; que un hombre solo decidía a rajatabla, sin contacto directo con la gente, con zonas de la nación por las que ni siquiera había pasado nunca, y le parecía algo muy inferior.
Por su parte, salía de los mítines convencido. De tener voto, casi siempre hubiera votado por los últimos que acababa de oír.
Le gustaban las banderas cruzándose con hermandad, las ovaciones. Y sobre todo, la gravedad de los diputados, el calor y la sinceridad con que hablaban.
Y, sin embargo, no todo el mundo estaba de acuerdo con él. El subdirector del Banco, pulsó un poco de rapé como era su costumbre y le dijo:
—¡Uf, chico! Yo soy de la CEDA, ya lo sabes. Pues mira. En todo eso hay mucho teatro, la verdad. ¡Qué quieres!
Ignacio supuso que el subdirector hablaba en tal forma porque su partido era de derechas.
Pero recogió otra opinión. La del cajero, hombre ya maduro, cuñado del diputado don Joaquín Santaló, de Izquierda Republicana.
Al oír la pregunta de Ignacio, se rascó la cabeza.
—Pues sí… hay mucho camelo… Claro que hay algún diputado que habla de buena fe, pero la mayoría… —Atrajo a Ignacio hacia sí, cerca de la caja de caudales—. Te puedo dar un detalle. En casa hay la gran juerga cuando llega mi cuñado. Mi mujer, que no tiene pelos en la lengua, le pregunta: «Esta vez, ¿qué prometiste?» Mi cuñado le contesta: «Ale, no seas idiota». Pero cuando quedamos solos me dice: «No sé. Depende de lo que prometan los demás. Quizá los muros de contención del Ter, contra las inundaciones».
Ignacio se indignó. «¿Cómo podían ser unos farsantes si exponían el pellejo por su idea? Porque él había presenciado muchos incidentes: interrupciones, insultos, piedras a la salida».
—Ya, ya —admitió el cajero—. Eso es verdad. Pero forma parte del caldo.
A Ignacio le preocupaba precisamente lo contrario: creer que todos tenían razón. Porque apenas si veía diferencia entre un programa y otro, excepción hecha del aspecto religioso. Todos demostraban preocuparse del bienestar de la gente. Los Costa, los industriales jefes de Izquierda Republicana, daban el ejemplo tratando a sus obreros con verdadera esplendidez. La UGT si no hacía más, era porque no podía. Y las derechas lo mismo, a pesar de lo que le confesó el subdirector.
El cajero le dijo:
—Bien, ¿y no te amosca un poco que, siendo adversarios, todos empleen el mismo lenguaje?
Un hecho inquietaba a Ignacio, le sumía en la mayor confusión: que toda la gente que le rodeaba, perteneciendo a una misma clase social y teniendo, por lo tanto, idénticas o muy parecidas necesidades, militara con tanto fanatismo en partidos distintos, que se hacían la guerra entre sí. Padrosa y la Torre de Babel eran socialistas. Para ellos la UGT acabaría arreglándolo todo. «El día en que cuente con dirigentes jóvenes y preparados». El de Cupones y el de Impagados, cuando veían entrar en el Banco a los Costa, si no gritaban «¡Viva Izquierda Republicana!» era porque estaban en casa ajena. Adoraban a los dos industriales, muy campechanos desde luego y muy sencillos. El director hablaba siempre de los radicales, el subdirector, de la CEDA. En pro de don Santiago Estrada, y no digamos por Gil Robles, se habría dejado matar. Cosme Vila… no decía nada, pero el nombre de Marx era harto elocuente. Su propio padre, Matías Alvear, creía en Izquierda Republicana, pero no en la de los Costa. «La Izquierda de aquí —decía— sólo piensa en Cataluña». Don Emilio Santos era más bien monárquico. Julio, no se sabía.
Ignacio estaba sumido en la mayor confusión.
El cajero le dijo que no debía darle demasiada importancia a aquel aspecto de la cuestión, como tampoco a la de los mítines. Que todos los sistemas políticos tenían sus puntos débiles. El democrático fallaba por ahí: no toda la gente era lo bastante responsable para votar, y los diputados, hombres como los demás, a veces prometían muros de contención de un río, sin tener la menor intención de transportar una piedra para ello. Ahora bien, el sistema tenía muchas ventajas. La posibilidad de derribar del poder a los vividores —en cambio a un dictador o a un rey había que aguantarle—, la prensa, la libertad…
—La libertad… recuerda esta palabra —concluyó—. En fin, ya te irás convenciendo. El sistema democrático es el único en que una persona puede considerarse verdaderamente una persona.