Las palabras de Carmen Elgazu fueron certeras. «Lo único que cabe es salir afuera y darlo todo». Cuando, a la mañana siguiente, Ignacio despertó, sintió que algo le quemaba en el pecho. Se desayunó sin decir nada y bajó las escaleras en dirección al Banco. Al llegar a la esquina de la Plaza Municipal, miró el monedero. Llevaba seis pesetas; se las dio íntegras a la vieja que formaba parte de aquellos muros.
Suponía que su rasgo era ingenuo, que acaso no tuviera valor, que su madre debía de haberse referido a una acción periódica; pero hecho estaba. Y en todo caso, las seis pesetas tendrían valor para la vieja.
Y para él. Porque, en el fondo, fue la base de su reconciliación. De su reconciliación con César, con sus padres, con todo el mundo. Incluso con el director del Banco. El director del Banco, a raíz del incidente con don Jorge, le dijo que era la segunda vez que le avisaba. «A la tercera, te quedarás en la calle». Pero luego el hombre se rio, Quería mucho a Ignacio, no podía disimularlo. «El cliente siempre tiene razón, ¿comprendes?», terminó diciendo.
Carmen Elgazu se sintió satisfecha de su intervención. Cuando ocurrían aquellas cosas se asustaba mucho. Nada podría contra los cambios que se operaban en la ciudad; pero, por lo menos, que la familia se sostuviera intacta.
Carmen Elgazu se asustaba porque sabía que la edad de Ignacio era crucial y porque entendía que sus ex abruptos eran fruto de los malos ejemplos. A la corta o a la larga, ella se enteraba de todo e iba pensando: «Mal asunto para Ignacio». De la quema de iglesias y conventos en Madrid acabó enterándose primero por los periódicos de Bilbao, que Matías no consiguió ocultar, y luego porque mosén Alberto se lo contó. Y se afectó extraordinariamente, tanto como César. Desde entonces la República le daba un miedo inexplicable, que el tiempo no conseguía mitigar. Cuando leía que en Andalucía había estallado un movimiento comunista libertario decía: «No me extraña, no me extraña». Cuando veía los modelos de traje de baño que se exhibían en los escaparates se horrorizaba. «No me extraña, no me extraña». Y siempre pensaba que aquello podía abrir brecha en Ignacio. «Ver quemar una iglesia es comprobar que una iglesia puede ser quemada», filosofó a su manera, hablando con mosén Alberto. «Claro, claro —contestó el sacerdote—. Por ahí se empieza».
En cuanto a Ignacio, salió de aquel incidente como César del baño después del viaje: limpio, con sólo el vago recuerdo del escozor de la alfalfa. Y se dijo que, en realidad, lo que más le impresionó de la advertencia materna fue lo primero: «En esta casa sólo hay una persona que puede hablar de los pobres: tu padre». El origen humilde de su padre le causaba siempre gran respeto. Cualquier gesto de su padre, cualquier acto y el desarrollo de sus costumbres tenían para él un significado especial cuando pensaba en su origen humilde. A no ser por el recuerdo del «ta, ta, ta; ta, ta, ta» del aparato telegráfico, los puros que encendía Matías Alvear le hubieran sabido amargos. Ignacio se dijo: «Lo que tengo que hacer es llevar una vida normal y no complicar la de los míos». Por un momento casi deseó ser rico: hubiera querido hacerle un regalo a su madre, otro a César, otro a Pilar. En esta disposición de ánimo entró en agosto, viendo que las vacaciones de César pasaban de prisa, de prisa…
Carmen Elgazu hubiera querido hacer una cura radical. Que aquello no fuera un baño, sino una purga. Y, al efecto, le había dicho: «Puesto que no puedes impedir los movimientos comunistas libertarios de Andalucía, ni que los empleados del Banco sean como son, ni que sea como es Julio García, por lo menos hazme un favor: obedece por una vez a mosén Alberto y no vayas ni a esa barbería ni al café Cataluña».
¡Ah! Por ahí no había nada que hacer… A Ignacio le ocurría como a Matías Alvear: tenía sus costumbres. Siempre decía que los chicos que cambian de barbería es que no tienen estabilidad; y en cuanto al café Cataluña…
A Carmen Elgazu no le gustaba la barbería de Ignacio —tampoco le gustaba mucho la de Raimundo, pero ¡qué hacer!— porque sabía que el patrón y los dependientes eran muy extremistas y estaban abonados a todas las revistas pornográficas. «Dios sabe lo que oirás mientras te cortan el pelo, hijo mío». Ignacio no tenía ninguna intención de cambiar. No encontraba nada especial en el establecimiento, pero ya le conocían; y, además, uno de los dependientes tenía un hermano casado con una malagueña. Aquel detalle le fue simpático.
Poder entrar en la barbería y preguntar: «¿Qué, qué tal su cuñada?, ¿qué cuenta de Málaga?», le traía a la memoria mil recuerdos de infancia.
Y en cuanto al café Cataluña, la cosa era más seria. Poco a poco el ambiente había ido penetrando en él. Carmen Elgazu detestaba aquel café porque le parecía ordinario: futbolistas, limpiabotas, tratantes de ganado que jugaban al julepe y por la noche al bacará…; pero Ignacio tenía sus razones.
La primera era el billar. Continuaba jugando al billar, especialmente los domingos, sacando la lengua y levantando la pierna derecha cuando la bola pasaba rozando, lo cual le ocurría con machacona frecuencia. Su padre siempre le decía: «En el billar, mientras no se domina el “retroceso” no hay nada que hacer». E Ignacio no acertaba con él. En cambio, su compañero de juego, Oriol, poseía taco propio, el cual le permitía hacer retroceder su bola cuanto le daba la gana.
Y luego le gustaba, porque entendía que aquel café era un gran campo de experiencia. Ignacio creía que había hecho en él dos descubrimientos claves: el de que los limpiabotas eran, entre el pueblo, una institución tan importante como el clero entre la clase media y alta, y el de que los obreros en paro eran seres muy desgraciados y fácilmente infalibles.
Los limpiabotas eran prácticamente el centro en torno al cual giraba la vida del bar Cataluña. Todos los de la ciudad se reunían en él, por turno, y entre todos lo sabían todo e informaban de todo a todo el mundo.
Había algo en su cara —o tal vez en su faja y en sus pantalones de pana— que les confería autoridad. Muchos clientes del café los escuchaban como a un oráculo, y los rodeaban como los muchachos jóvenes rodeaban a los ases del fútbol. Entonces, sin gesticular, ellos hablaban lentamente, y poco a poco iban vertiendo opiniones de una violencia inaudita, eficaces porque por su forma de expresión no parecían exageradas, sino al contrario. Hasta el punto que, excepción hecha de un tal Blasco, anarquista militante que alardeaba de serlo, Ignacio no conocía la filiación exacta de ninguno de ellos. Aunque era evidente que eran mucho más extremistas que Raimundo y el barbero de Ignacio juntos. Ignacio, a veces, había pensado que en el oficio de aquellos hombres, en tener que arrodillarse ante el cliente, estaba el origen de su resentimiento.
En todo caso, exaltaban sistemáticamente a todo el mundo, incitando a uno y otro a esto o aquello y tratando de vender piedras de mechero y postales pornográficas. En opinión del compañero de billar de Ignacio, algunos futbolistas se habían convertido en desechos de hombre —bebiendo y jugando— a causa de los limpiabotas. Éstos siempre decían: «Hay que ayudar a la República a hacer la revolución. Encuentra muchos enemigos». El 10 de agosto, cuando Sanjurjo se sublevó en Sevilla, los limpiabotas fueron los que pidieron en el Cataluña, con más sangre fría, la cabeza del general y de los demás militares comprometidos.
Ignacio había notado que sus víctimas más fáciles eran los segundos seres motivo de su observación: los obreros en paro. Obreros silenciosos muchos de ellos, que se sentaban en la acera fumando o dejándose caer la gorra sobre los ojos, para protegerse del sol. Los limpiabotas les daban tabaco y aun les pagaban alguna copa de anís, a cambio de que les oyeran lentas y complicadas segregaciones oratorias. «Dile a tu mujer que vaya a ver al obispo para que te dé trabajo. Por lo menos, podrá sentarse en un buen sillón mientras espera». Ignacio viendo aquellos obreros sentía por ellos una gran pena. Deseaba que las cosas se arreglaran para sus familias, que la República llevara a cabo, en efecto, la revolución. Los futbolistas se lamentaban: «Los ricos no vienen ni siquiera al fútbol. Si nosotros cobramos alguna prima, es gracias a la clase media y a los obreros».
En cuanto al juego, fue otro descubrimiento del muchacho. En seguida comprendió que, de tener dinero, se aficionaría a él como algunas personas que estaban allí día y noche, con la baraja en las manos. A veces, encontrándose en el salón del billar, se le acercaba Un limpiabotas y le decía: «Mira en aquella mesa. A duro y a poner todos». A Ignacio aquello le atraía cuando la apuesta era importante. Sufría tanto como los propios jugadores.
Su padre le había advertido muchas veces: «Lo que quieras, pero las cartas no». Por eso le ocurrió lo que le ocurrió. El día en que el director del Banco le comunicó que iba a proponer a la Central, a Barcelona, que le admitieran como meritorio, con aumento de sueldo, no sólo pensó que las seis pesetas que dio a la vieja le eran devueltas con creces, sino que no pudo resistir la tentación de decirle al limpiabotas: «Ahí van tres pesetas. Juega por mí». Le pareció que, no teniendo él las cartas, no desobedecía tan gravemente a su padre.
Y no obstante, el dinero ganado —once pesetas en menos de diez minutos— le produjo tal emoción, tal desconcierto, que comprendió que aquello no era bueno. Los dos duros y la peseta le tintineaban en el bolsillo como si fuesen campanillas. Llegó un momento en que le pareció que todo el mundo las oía, especialmente los obreros parados. Entonces salió del café incrustándose las monedas en el fondo de la mano cerrada.
* * *
Carmen Elgazu, que no cesaba de observar a César, veía que el seminarista estaba contento. Contento primero por el cambio que estaba dando Ignacio; y luego porque había tenido una idea que, expuesta a la familia —fue excluido Matías Alvear— mereció la aprobación más entusiasta, especialmente por parte de Pilar.
Fue un pequeño complot, que Ignacio dirigió con arte consumado. Ocurrió un domingo por la mañana, el último domingo de agosto, próximas a su fin las vacaciones.
A las diez, Matías, en pijama y silbando, según su costumbre, salió de su cuarto y colgó el espejo en la ventana que daba al río, dispuesto a afeitarse. Su rostro expresaba la mayor felicidad.
Apenas dio media vuelta en dirección a la cocina para recoger sus enseres, cuando César salió de ella triunfalmente blandiendo una navaja, jabón y brocha, en tanto que Ignacio retiraba el espejo y la propia Carmen Elgazu preparaba una silla de cara a la luz, y con ademán cortés invitaba a Matías a sentarse en ella. Detrás de César, por encima de su hombro, sonreían Pilar… Nuri, María y Asunción.
—Pero… ¿qué pasa? —barbotó Matías, horrorizado al ver la navaja en manos de su hijo—. ¿Qué complot es éste?
—¡Nada, nada! ¡Que César va a afeitarte! —explicó Pilar.
—¿A mí…?
—¡A ti, sí! —rubricó César—. ¡Tengo que aprender!
Tal jolgorio se armó que Matías, aun sin comprender los verdaderos motivos, entendió que no podía defraudar a aquel pequeño mundo y, levantando los hombros, exclamó:
—¡Un momento! Me dejaré afeitar con una condición.
—¿Cuál?
—Que por la tarde salgamos todos juntos a dar un paseo por la Dehesa.
—¡Hurra…!
Se sentó. César le llenó de jabón la boca, las orejas, los ojos. De vez en cuando Matías estallaba en una carcajada y entonces salpicaba a todo el mundo. Sin embargo, la navaja empezó a deslizarse por la mejilla derecha con sorprendente facilidad. Luego la izquierda, luego el cuello. Nadie osaba respirar.
—¿Te hago daño?
—¡Adelante!
—¡Espera! ¡Ponle un poco de jabón ahí!
¡Una maravilla! Sólo hacia al final, entre el labio inferior y el mentón, el barbero pareció tropezar, a juzgar por las muecas que hizo, con un pequeño bache que se las traía.
—¡Servidor!
—¡Hurra!
César ni siquiera se dio cuenta de que todos le felicitaban, de que todo el mundo se reía y de que Carmen Elgazu exclamaba: «¡Y pensar que él siempre se corta un par de veces!» El seminarista no cesaba de contemplar la navaja y luego su mano.
—¿Qué te ocurre?
Le ocurría algo extraño, que no se atrevió a contar. En el momento de empezar, le había parecido que alguien, invisible, que estaba a su lado, le guiaba la mano.