Mosén Alberto había nacido en un pueblo de la provincia, Torroella de Montgrí, de matrimonio modesto y sólido, pequeños propietarios. Era la gloria de la familia. Más bien alto, siempre impecable, su tonsura eclipsaba las demás de la localidad. Y, no obstante, todo el mundo al evocar su imagen le veía con sombrero de pelo liso, cuello almidonado, manteo cayéndole con autoridad, zapatos de horma chata.
Lo más claro que había en él era la sonrisa. Cuando sonreía, inspiraba súbita confianza, y más de una persona que le tenía prevención, al verle sonreír pensó que a lo mejor era más sencillo de lo que la gente andaba diciendo.
Fue vicario de Figueras, pero pronto obtuvo del Palacio Episcopal el nombramiento de conservador del Museo Diocesano. Vivía en el mismo Museo, en unas habitaciones inmensas, servido por dos hermanas que parecían gemelas, mujeres silenciosas, solícitas hasta lo inverosímil, que le trataban como si ya fuera canónigo. Él las deslumbraba con sus libracos.
Era muy intolerante. Siempre hablaba «de los enemigos de la Iglesia». Distribuía el tiempo entre la misa, el Museo, la redacción de catecismos y las visitas a diversas familias gerundenses. La única familia no rentista y no catalana con la que hacía buenas migas era la familia Alvear.
Debía de tener mucha personalidad, pues, a pesar de contar con muchos adversarios dentro del mismo clero, siempre se salía con la suya. Con frecuencia, en el momento de la verdad, los adversarios se abstenían de perjudicarle y aun se ponían de su parte.
El Museo Diocesano era una institución en la localidad. Su mayor riqueza consistía en unos retablos catalanes primitivos, varias casullas venerables, varios cálices, las maderas de una gran colección de grabados al boj y una cama en la que había dormido el beato Padre Claret. Estaba instalado en la Plaza Municipal, en un caserón histórico que había pertenecido a una familia de abolengo. Mosén Alberto daba la impresión de sentirse más próximo a esta familia que a la suya propia, que continuaba viviendo en el pueblo.
Siempre tenía varios seminaristas a su servicio, cuyo estímulo alimentaba mostrándoles de vez en cuando algún secreto del Museo. Era un hombre convencido de que Gerona era una fuente de Historia y que bastaría un poco de sentido común en las excavaciones para poner al descubierto muros sensacionales.
El obispo tenía en él mucha confianza y más de una vez le había ofrecido una de las tres parroquias de la localidad: Mercadal, San Félix o Catedral. Pero a última hora se decidía que continuara en el Museo y ocupándose en modernizar el sistema catequista de la Diócesis.
Estaba al corriente de toda la vida religiosa de la población. Todos los conventos de monjas le consultaban sus dificultades, antes de atreverse a subir a Palacio. Para celebrar misa no tenía iglesia fija. A veces se iba a los Hermanos de la Doctrina Cristiana, donde César, que fue el primero de la familia que entró en contacto con él, le reconoció.
Las monjas sentían adoración por mosén Alberto. Porque siempre les explicaba algo nuevo sobre la Pasión, sobre la vida de los apóstoles y sobre las misiones. Era él quien organizaba las grandes colectas de sellos para mandarlos a los negritos. Matías Alvear le decía: «Vea, mosén. A mí lo de las misiones me inspira un gran respeto; pero lo de los sellos…» En cambio Carmen Elgazu estimulaba a sus ocho hermanos a que le escribieran para poder dar sellos a mosén Alberto.
Entre las familias que más frecuentaba se contaba la del notario Noguer, persona muy solvente, la de don Santiago Estrada, propietario, y varias que guardaban pergaminos y papeles relacionados con la historia de la ciudad. Su sensibilidad era muy aguda y a la tercera visita notaba que la mitad de los miembros de la casa le eran simpáticos y la otra mitad lo contrario. Ello le ocurría con las monjas, con todo el mundo.
Habitar los grandes salones del Museo le había incitado a adoptar varias costumbres patriarcales. Las visitas que no eran de puro trámite tenían la seguridad de que por una de las puertas disimuladas aparecerían las dos sirvientas llevando una bandeja con chocolate y otra con picatostes. Asimismo la altura de los techos le habían familiarizado con los grandes espacios. Era el sacerdote que con más naturalidad y prestancia bajaba las escalinatas de la Catedral.
La familia Alvear no escapó a la ley de la clasificación, como no había escapado a la del chocolate. Mosén Alberto, después de la tercera entrevista, se dio cuenta de que había situado a la derecha a Carmen Elgazu y a César; a la izquierda a Matías e Ignacio… A Matías le decía, sonriendo: «A usted, Matías, siempre le quedarán resabios». Con Ignacio la cosa era más fuerte que él. Tal vez una suerte de repugnancia física. Pilar pasaba inadvertida para él, a pesar de que la niña, al verle, acudía a besarle la mano, iniciando una genuflexión.
Carmen Elgazu fue quien operó el milagro de que el sacerdote se interesara realmente por ellos. Mosén Alberto tuvo la impresión de que era una mujer de muchos arrestos y muy buena, hasta el punto que tardó poco en presentarla como modelo a las familias que visitaba. «Sí, sí —decía—. Está visto que los vascos pueden enseñarnos muchas cosas».
La consideraba una auténtica madre cristiana. Explicaba que toda su solidez giraba en torno de la religión, desde su manera de hacer las camas —con respeto porque el crucifijo estaba presente— hasta cocinar.
—Figúrese usted —le decía al notario Noguer—, que en la única medida de tiempo en que cree para hacer un huevo pasado por agua, es en el rezo del Credo.
—¡Eso también lo hago yo! —le interrumpió un día la esposa del notario.
Mosén Alberto no se arredró.
—¿Y para el café? —le preguntó—. ¿Qué hace usted, antes de servirlo a la mesa?
La esposa del notario se mordió los labios.
—Nada. Nada. Creo que lo huelo —añadió por último.
Mosén Alberto trasladó su manteo al brazo izquierdo.
—Carmen Elgazu dice: «Esperen un momento, que se está “serenando”. Y el serenarse dura exactamente lo que tres padrenuestros y una salve».
A Ignacio le recriminaba mosén Alberto muchas cosas. No le gustaba la barbería que había escogido, no le gustaba que fuera al café Cataluña a jugar al billar, no le gustaban sus incursiones en la biblioteca municipal, y menos aún sus buenas migas con Julio García. Mosén Alberto consideraba a Julio una de las más funestas importaciones de la ciudad, y en Palacio se había hablado de ello con frecuencia. «Es un hombre que ahora está quieto. Pero el día que empiece…» En cambio, consideraba excelente persona a don Emilio Santos, director de la Tabacalera. «No hay más que fijarse en él. Tiene una cabeza venerable».
Ignacio pagaba a mosén Alberto en la misma moneda. Le bastaba saber que algo le molestaba para ponerlo sobre el tapete. Estaba seguro de que en sus últimos años de seminarista tenía que haber sido «ayo», un ayo de voz más lúgubre que ninguno. Y no le gustaba su manera de proceder. Prefería a otros sacerdotes más humildes que había en Gerona, los cuales ejercían su ministerio calladamente. Siempre citaba como ejemplo a uno muy joven, de la parroquia de San Félix, bajito y con el sombrero calado hasta las cejas, pero que no daba un paso que no fuera para prestar algún servicio. No negaba que mosén Alberto fuera inteligente, y probablemente muy entendido en lo suyo, pero le parecía que todo aquello hubiera podido llevarlo a cabo sin ser sacerdote. «Mosén Alberto tenía que haber seguido la carrera diplomática», decía.
Incluso su manera de celebrar misa le parecía afectada. Separaba los dedos de la mano, sobre todo los meñiques, en forma espectacular. Probablemente era cierto que desde el punto de vista litúrgico cada genuflexión suya era una obra maestra; pero Ignacio decía que lo que necesitaban los fieles eran obras santas. «Las obras maestras, que las guarde en el Museo».
En el Banco criticaban mucho al sacerdote y aseguraban que tenía mucho dinero. A Ignacio le constaba que esto no era cierto. Si ganaba algo con los catecismos lo empleaba inmediatamente en editar otras cosas, en adquirir algún aparato de proyección para los colegios o en reparar algo del Museo. No era culpa suya si tenía facha de rico, si accionaba el manteo con aire palaciego. Y referente a su pulcritud, él aseguraba que antes no era así, que se acostumbró mal a causa de las dos sirvientas, las cuales, de verle salir con arrugas en la sotana, habrían sufrido un ataque.
En todo caso, en el Banco Arús su ficha no figuraba desde hacía tiempo. En cambio había dos sacerdotes que guardaban a su nombre un pliego considerable de láminas. Ignacio, cada vez que veía sus apellidos en algún papel del Banco, se ponía nervioso.
Lo que más lamentaba mosén Alberto era que hubieran sido prohibidas las procesiones, especialmente la de Semana Santa y la de Corpus. Cuando el 14 de Abril, primer aniversario de la República, presenció la manifestación de júbilo popular —con representantes de Barcelona— añoró con toda su alma la procesión que por aquellos días salía en otros tiempos, como remate de la Cuaresma. Ahora en vez de las campanas doblando a muerto o del silencio patético del Jueves y Viernes Santo, se oían himnos, sardanas y tremolaban muchas banderas. Para el día del Corpus, triunfo de Cristo Rey, en los cristales se había anunciado con mucha anticipación: «Excursión a Perpiñán, salida en autobús, precios moderados».
Mosén Alberto sufría por aquella relegación absoluta de las funciones religiosas al interior de los templos, a un plano semiclandestino.
El invierno era tan crudo en Gerona, que al llegar marzo, abril y mayo era maravilloso salir con palio, antorchas y cruces y proclamar la vitalidad de la Iglesia en la rítmica sucesión de las estaciones. En aquel año, el trimestre mágico fue triste para mosén Alberto. A don Santiago Estrada le decía: «Menos mal que tengo placas de todo esto, y que vamos proyectándolas por la Diócesis. De otro modo, los chicos acabarían no sabiendo lo que es una procesión».
Mosén Alberto estaba convencido de que Ignacio habla perdido bastante tiempo desde que entró en el Banco, que no había estudiado lo debido. Y puesto que él había sido quien garantizó al muchacho cerca del director del Instituto para que éste accediera a examinarle de tres cursos a la vez, ahora temía que Ignacio, al llegar mayo, quedara mal en los exámenes. De modo que le decía a Carmen Elgazu: «No sé, no sé. Me parece que se lo toma un poco a la ligera». Carmen Elgazu le contaba lo de la luz en la habitación a horas avanzadas; el sacerdote comentaba: «Bien, bien, que Dios la oiga».
Cuando Ignacio se enteró de los comentarios del sacerdote redobló sus esfuerzos. «Le colgaré los sobresalientes en las narices». No faltó ni un día más a la Academia, a pesar de que el ambiente de ésta le aburría. Le favoreció el brusco cese del frío. Porque en la Academia ocurría lo mismo que en el Seminario: no había estufas. Inconcebible, pero era así. Las ideas de estudio y frío habían llegado a confundirse en la mente de Ignacio. Mosén Alberto no veía aquello claro, pues decía que los muros donde estaba instalada la Academia eran de idéntico espesor que los del Museo y que conservaban todo el año una temperatura razonable, alrededor de los diecisiete grados. Ignacio no se tomaba la molestia de contestar.
El día en que se instaló el primer puesto de helados en la Rambla, precisamente bajo el balcón de su casa, comprendió que la cosa iba de verdad, que los exámenes estaban próximos. Entonces su madre le dijo: «Mira, en Bilbao todas tus tías hacen una novena a la Virgen de Begoña para que apruebes». ¡Santo Dios, aquello era una gran responsabilidad! Matías le tranquilizó: «No lo creas. Si apruebas, será la Virgen de Begoña. Si te suspenden, será porque no habrás estudiado». Carmen Elgazu replicó: «Valdría más que te callaras, hombre de poca fe».
En el Banco había cierta expectación para ver si Ignacio aprobaba. Cosme Vila esperaba el resultado con tanta impaciencia como mosén Alberto. Porque estaba convencido de que en el Seminario no le habían enseñado nada práctico y que, por lo tanto, tres cursos a la vez eran muchos. El subdirector le animaba: «¡Ale, ale, déjalos! Tú a lo tuyo y no te pongas nervioso». El subdirector sentía que las circunstancias políticas no fueran otras para haberle buscado una recomendación.
La Virgen de Begoña debía de tener mucha influencia, pues Ignacio lo aprobó todo en un abrir y cerrar de ojos. Notable; ¡en latín sobresaliente! Mosén Alberto arrugó el entrecejo.
Mucha alegría en la familia, bizcocho vasco con tres velas encendidas. En el Banco, todo el mundo le felicitó. Él se sintió tan ligero que al entrar en su cuarto dio varios saltos increíbles, uno de los cuales lo aprovechó para depositar los libros encima del armario. ¡Tres cursos de Bachillerato! Y en septiembre se examinaría del cuarto.
Matías Alvear dijo en la tertulia: «Pues sí… Mi chico se come las manzanas de Newton de tres en tres». En la barbería de Raimundo, éste le dio la enhorabuena. «Vaya pase de muleta, ¿eh…?»
Julio se alegró de ello doblemente. Primero por Ignacio y luego porque en un momento dado temió que, siendo éste madrileño, los catedráticos del Instituto le suspendieran.
* * *
Llegó la primavera. A Carmen Elgazu le desaparecieron los sabañones, Pilar cambió el uniforme azul marino de las monjas por unos vestidos floreados que le sentaban muy bien. Todo, en la ciudad y en los corazones, se ponía tan hermoso que la vida parecía deslizarse como los chicos del Instituto por la baranda. Los cafés de la Rambla vertían sus redondas mesas de mármol al exterior, ocupando la mitad de la calzada. En el centro de cada mesa, un solitario sifón. La hilera de sifones constituía una visión inédita para los forasteros. Las luces que caían de las fachadas arrancaban del duro cristal de los sifones reflejos de todos los colores. Pilar decía siempre a sus amiguitas Nuri, María y Asunción: «El sifón tiene sabor de calambre en una pierna».
La primavera significaba muchas cosas para los Alvear. La estufa barrida del comedor, la alegría del mundo, la alegría de la Rambla, más trabajo para Matías en Telégrafos, a causa de la proximidad del verano; y sobre todo, en aquel año, significaba el retorno del ausente entrañable, del otro examinando de la familia, de César.
El acontecimiento ocurrió el 15 de junio. El 15 de junio César montó en un camión en el Collell, en dirección a Gerona, para pasar las vacaciones.
Iba montado en la parte trasera del camión, al aire libre, sobre unas cargas de alfalfa. Con el traqueteo se iba hundiendo en ellas y llegó un momento en que se sintió a sí mismo vegetal, cuerpo de raíces verdes. Hicieron el viaje en un santiamén. Al descender en la Plaza de la Independencia, le salía alfalfa por todos lados. Dejó la maleta en el suelo y se quitó las briznas más aparatosas, pero al echar a andar los picores no le dejaban vivir.
Cuan Pilar oyó el timbre de la puerta, sintió que el corazón le daba un vuelco. «¡Mamá, es César, es César!» Carmen Elgazu, alocada, soltó el molinillo del café y exclamó: «¡Dios mío!» Se arregló el moño rápidamente y se precipitó al comedor en el momento en que César entraba en él y se echaba en sus brazos.
Carmen Elgazu recibió una impresión profunda. Su hijo había crecido increíblemente. «¡Hijo mío!» Aire feliz, expresión de inocencia, una manera muy personal de estrechar entre los brazos, como en pequeñas sacudidas. ¿Qué importaban las rodilleras en el pantalón? Se plancharían. ¡César estaba allí! En cuanto Carmen Elgazu pudo verle detenidamente el rostro, observó que sus ojeras eran muy pronunciadas. Tal vez por culpa del viaje. ¡Primer curso, primer curso!
Pilar contemplaba a su hermano pensando: «Pues claro que le quiero como a Ignacio. ¿Quién dice que no?»
Ignacio, al regresar del Banco, se encontró colgado del cuello de César sin darse cuenta. «Bien venido, hermano. Ya tenía ganas de verte». Matías fue quien afectó más naturalidad. Llegó de Telégrafos convencido de que en casa encontraría a César; así fue. Matías Alvear podía alcanzar tal grado de emoción que el corazón casi se le paralizaba. Nadie más que él sabía lo que sufría en estos casos; los demás no leían en su semblante más que una ternura un poco irónica.
Fueron días inolvidables. «¿Qué tal la pista de tenis? ¿Qué tal el director? ¿No pasabas mucho frío? ¿Te gustaba leer en el comedor? ¿No te cortaste nunca los dedos con el cuchillo del pan? ¿No te ha invitado ninguno de los internos a ir a Barcelona?»
Le obligaron a sentarse en el comedor, presidiendo la reunión en torno a la mesa. El muchacho contestaba a todas las preguntas como si cada una fuese la primera. Cada vez inclinaba todo el cuerpo hacia el interlocutor de turno. En realidad, estaba un poco aturdido y aun asombrado de que se interesaran por los detalles más prolijos de su estancia en el Collell. «¿No te han salido manchas de humedad en el techo de la celda? ¿A qué horas dices que os levantabais los domingos?»
César, que tenía una obsesión: «He subido el primer peldaño de la escalera», se dio cuenta entonces de que era terriblemente distraído. Muchas de las cosas que le preguntaban no podía contestarlas. No se acordaba, no se había fijado. «¿Habían salido o no habían salido manchas de humedad en su celda?»
En cambio, cuando una cosa le era conocida, contestaba con rara precisión y con el menor número posible de palabras. Ignacio pensó:
«El latín se le nota». Matías más bien lo atribuía a herencia de estilo telegráfico.
La alfalfa continuaba cosquilleándole, y Carmen Elgazu dijo:
—¿Sabes qué? Ignacio te acompañará a tomar un baño.
César no vio ninguna razón para negarse. Aquel brusco cambio de ambiente le tenía algo desorientado. Por la mañana había ayudado aún la misa del padre Director, como todos los días. Y al barrer la inmensa terraza había visto aún aquellos árboles, robustos, aquella tierra amarillenta, los barrancos; ahora se encontraba en un pequeño comedor, rodeado de los suyos. Y dentro de poco se encontraría dentro de una bañera.
Ignacio le acompañó, resolviendo los detalles administrativos con el encargado del establecimiento. Le abrió incluso la puerta del cuarto de baño. Luego permaneció fuera y por los ruidos fue siguiendo mentalmente las operaciones de César. Sonrió porque, a juzgar por la catarata de agua que se oía, debía de estar luchando a brazo partido con la ducha. No se atrevió a llamar porque le supuso desnudo y que aquello le azoraría más aún. Finalmente, la tromba de agua se calmó y César salió colorado y sonriente.
—Limpio de cuerpo —dijo.
Al regresar a casa y encontrar todo su equipaje cuidadosamente clasificado en el armario, se sintió repentinamente más adaptado. Un hecho quedó patente a la hora de cenar: la presencia de César elevaba el tono de todos y cada uno. Pilar adoptó posturas más correctas ante el plato y se dio cuenta de lo difícil que era sorber la sopa sin hacer ruido. Matías Alvear dudó mucho rato entre sentarse a la mesa en mangas de camisa, como siempre, o no. Finalmente no lo hizo: «Por un día tengamos paciencia». Carmen Elgazu se bajó las mangas hasta que éstas alcanzaron decentemente las muñecas.
Y en cuanto a Ignacio, fue, tal vez, quien más se afectó. No sólo aquel día, sino en los siguientes. Sin querer se encontró observando a César en forma casi enfermiza. No se le escapaba detalle de él. ¡Su hermano constituía un mundo tan distinto al del Banco! Se halló como planchado entre los dos. La cortesía de César le evidenciaba que él había adquirido varios gestos vulgares. La voz de César le pareció una invitación a moderar el tono de la suya, que a veces le salía disparada con violencia. La concisión del lenguaje de César, además de recordarle el latín, le descubrió que él intercalaba vocablos e interjecciones innecesarias. En resumen, se encontró ante una especie de juez, cuya originalidad consistía en que lo era sin saberlo. Que con frecuencia le miraba y le sonreía: «¿Y pues, Ignacio…? ¿Estás bien en el Banco? ¿Estás bien…?»
A Ignacio le ocurría una cosa extraña: a los pocos días advirtió que el resquemor hacia su hermano no había muerto. Le fatigaba el examen de conciencia a que la presencia de César le sometía. ¿Cómo adoptar, en la cama, la postura que le fuera más cómoda, con César tendido en la cama contigua, impecablemente, sin respirar apenas…? Y más con el bochorno de aquellas noches. Por suerte, el seminarista tenía detalles entrañables, que le llegaban al corazón. Por ejemplo, aparecer en el Banco inesperadamente, a media mañana, con pan y una tortilla, si Ignacio había olvidado tomarla en casa. La manera de pasar el brazo por la ventanilla para que Ignacio pudiera alcanzar el paquete sin necesidad de levantarse del sillón, era un prodigio de buenos deseos… y de equilibrio. La Torre de Babel se preguntaba si César no era en potencia un campeón de alguna especialidad atlética que exigiera más destreza que fuerza.
En el fondo, los empleados del Banco tomaban al seminarista en broma, por sus orejas, por su cabeza al rape, por los pantalones, entre los que a veces se le enredaban los pies. «Tu hermano es un tipo muy pintoresco —le decían a Ignacio—. Será de esos curas que no llegan nunca a canónigos. Que el obispo manda a un pueblo y ale, hasta que se pudran».
Fuera de estos empleados, la persona que menos se dio por enterada del ascetismo de César fue mosén Alberto. Mosén Alberto estaba muy familiarizado con el ansia de perfección de los seminaristas en los primeros cursos de la carrera. «A partir del tercer año —decía—, ya es otro cantar».
Mosén Alberto le dijo: «Bien. Vamos a ver si ponemos un poco de orden en tus vacaciones. Mira, vamos a hacer una cosa, si te parece. De momento, todas las tardes te vienes aquí y me ayudas en el Museo. Luego veremos por las mañanas qué se puede hacer».
¡Válgame Dios! ¿Qué otra cosa deseaba César? En el Museo había tallas de la Virgen, un cuadro que representaba el martirio de San Esteban…
Fue al Museo. Por un momento había imaginado que haría cosas importantes. ¡Cuánto podía dar de sí el estudio de un retablo! Pero la realidad se impuso pronto. Todo aquello no era para su edad. ¿Qué sabía el chaval de la transición del gótico o de la influencia bizantina en tal o cual cruz de cobre hallada en una ermita de la Diócesis? Lo que hizo fue, más o menos, barrer, quitar polvo, soplando también de vez en cuando; montar guardia por si llegaban visitantes, frotar metales y llevar muchos, muchos recados al Palacio Episcopal.
La única diferencia con el Collell estribaba… en el chocolate. Cuando menos lo esperaba, estando sentado entre una gigantesca armadura y la cama del beato Claret, aparecían ante él las dos sirvientas, que le trataban con una deferencia que le abrumaba, y le ponían en las manos una taza de chocolate y picatostes. César, al principio, se opuso ¡No, no, no faltaba más! Pero en seguida leyó en los ojos de las sirvientas una tal pena que con ademán de autómata tomó la taza. «¿Es que no le gusta? ¿Quiere que le preparemos otra cosa?» César movió la cabeza. Se dio cuenta de que las dos sirvientas de mosén Alberto eran las únicas personas en el mundo que le trataban de usted. «Sí, sí me gusta. Claro, claro. Muchas gracias».
Algunas tardes, las sirvientas eran las únicas visitantes del Museo porque de la ciudad no iba casi nunca nadie, excepción hecha de algunos arquitectos —un tal Massana, un tal Ribas—. El resto eran, en todo caso, turistas extranjeros, gente extraña. César tenía orden de echar escaleras abajo al primero que se presentara con calzón corto. «¡Dios mío —rezaba, al oír que llamaban a la puerta—, que no sea un inglés o un francés con calzón corto!»
A veces le entraba miedo al sentirse guardián de aquellos tesoros. «¿Qué haría, pobre de mí, si ocurriera algo?» Había tardes en que se entretenía leyendo crónicas antiguas sobre la ciudad, enterándose de mil detalles que le apasionaban y que fortalecían el gran respeto que había sentido siempre por la parte antigua, por las piedras y los monumentos religiosos.
Puesto que las mañanas, de momento, se las dejaba libres, se dedicó a sus correrías de siempre. Volvió al cementerio. Y su reencuentro con los hombres retratados con el uniforme de la guerra de África y el niño del rincón sosteniendo un pato de celuloide, el hallarlos a todos en el mismo sitio y en idéntica posición, le recordó la cosa definitiva que había en la muerte, a pesar de los bailoteos del esqueleto de la clase de Historia Natural.
De regreso a la ciudad, sudaba. Sentía un poco de vértigo, solo en la carretera bajo el sol que caía. Pensaba en lo que le había dicho su profesor de latín, que la religión era la única potencia que había creado edificios vencedores del clima: las iglesias. Entonces se decía: «Es cierto. En el Museo no hace calor». También pensaba en los claustros de la Catedral, con el surtidor murmurando.
La Catedral: subía a ella con frecuencia. ¿Cómo era posible que brazos humanos hubieran erigido aquel monumento? Aquellos bloques inmensos unos sobre otros. Los de la base eran comprensibles… Pero, por ejemplo, ¿aquel ya cerca del campanario…? En el Collell, un interno le había dicho: «Pues no era difícil, ¿sabes? A base de esclavos». César no lo creería jamás. Tal vez hubiera intervención de manos humanas. Seguro, claro está, que hubo mano de obra. Pero el arranque de aquel monumento, el grito espiritual que él simbolizaba, obedecía a algo maravilloso. «Y si no, a ver… ¿por qué no se construían ya catedrales?»
Volvió al camino del Calvario, a las catorce capillas que jalonaban la colina. Siempre había una mujer arrodillada ante la última estación…
Un día, remontando el río Galligans hacia el valle de San Daniel, hizo un descubrimiento: el convento de clausura. ¡Santo Dios! Aquello le atrajo de una manera especial, pues le habían dicho que albergaba dos monjas que llevaban más de cincuenta años sin salir de él. Ello significaba que si les pusieran los auriculares de la galena en las orejas, se llevarían un susto… Se detuvo ante la tapia y acercándose a la yedra, respiró hondo, respiró olor de santidad.
* * *
Ignacio no perdía detalle de las correrías de su hermano. Sabía que éste, estimulado por las crónicas antiguas que leía en el Museo, y por mosén Alberto, se dedicaba a estudiar el barrio antiguo de Gerona, convencido más que nunca de que ocultaba tesoros de todas clases. Trozos de muralla, extrañas rejas, losas que retumbaban… todo excitaba su imaginación. Con frecuencia, a la hora de comer, el seminarista llegaba sudoroso y contaba que con la ayuda de unos compañeros estaba sobre la pista de tal o cual capilla, o de las catacumbas… ¡Las catacumbas! Esta palabra obsesionaba a César, pues se decía que San Narciso, patrón de la ciudad, había sido martirizado en ellas.
Ignacio era su aguafiestas.
—Es perder el tiempo —le decía—. No hallaréis nada. Se ha edificado encima, ¿comprendes? La Catedral está encima de la antigua basílica; con San Félix ocurre algo parecido. ¡Las catacumbas eran una pieza de seis metros de largo, no más!
Un día, Carmen Elgazu, mientras arrancaba la hoja del calendario para leer la historieta del dorso, comentó:
—Bueno, ¿y qué? Déjale. ¿En qué mejor emplear las vacaciones?
E Ignacio contestó, inesperadamente:
—En pensar en los pobres.
¡Santo Dios! Toda la familia le miró. La respuesta le salió en tono desorbitado. En realidad, el ataque tenía mucha amplitud en la mente del muchacho. Y el origen era antiguo: se remontaba a los tiempos en que Ignacio hacía aquellas visitas a la calle de la Barca; ahora su gran curiosidad por la miseria se había despertado en él de nuevo, con brío insospechado. Las causas eran muchas, algunas sutiles, otras vulgares; las más recientes, el comportamiento estúpido de un cliente del Banco y unas novelas de Baroja que le prestó Julio.
Cierto, en el Banco se hablaba mucho de la injusticia del mundo, pues las cifras que arrojaban los libros de contabilidad daban que pensar al menos impresionable. Había familias que guardaban en él sumas enormes, dinero sobrante que permanecía allá años enteros sin convertirse en pan para nadie; y el jefe de una de estas familias era don Jorge de Batlle, rentista del que se contaba que poseía ochenta masías en la provincia y que cuando las visitaba les decía a los colonos: «Si no me robáis, tenéis casa hasta la muerte». ¡Hasta la muerte!
Ignacio acababa de conocer a don Jorge… y de ahí el ex abrupto del muchacho en el santo almuerzo familiar. Don Jorge: mediana estatura, sombrero hongo, guantes, su hijo menor al lado, en protección simbólica. El encuentro entre el propietario e Ignacio no pudo ser más desafortunado. Ocurrió en el Banco. Había caído un chaparrón enorme, veraniego, e Ignacio, que continuaba siendo el último del escalafón, había olvidado sembrar serrín en la entrada. Don Jorge abrió la puerta del Banco y al sortear los charcos que habían formado los paraguas al escurrir, enrojeció, llamó al director, y con el índice iracundo le fue señalando el curso del agua y las salpicaduras en sus botines.
El director, con la pipa apagada, llamó a Ignacio y le reprendió con hipócrita severidad. Ignacio enrojeció como la grana y la sonrisa de Cosme Vila le sulfuró más aún. Miró a don Jorge. Dio media vuelta. Fue en busca del serrín y llenó un cubo, sintiendo que no fuera materia más resistente para hundir en ella las manos, arañándola. Regresó vaciando su contenido, luego fue por otro cubo y luego por otro, con la evidente intención de levantar un parapeto de serrín. El director le dijo:
—Cuando hayas terminado, entra en mi despacho.
El segundo toque de alarma fue Baroja. Los personajes de Baroja le parecieron víctimas de don Jorge, o almas que se rebelaban contra él y sus semejantes. Golfos, mujeres malolientes, aventureros, anarquistas, con un punto de crueldad, trágicos, fugaces, sin Dios, cerebros sin esperanza. Ignacio había leído tres libros consecutivos de Baroja, La Busca, Mala hierba, Aurora Roja, y sin saber por qué se había sentido proyectado violentamente contra una serie de cosas en que creía. Todas las bromas anticlericales de los empleados del Banco le parecieron menos gratuitas, como si Baroja les hubiera proporcionado justificación psicológica. Vagas intuiciones de que la vida era un desorden afloraban a su piel, y de que en realidad el mundo estaba lleno de peces grandes que se comían a los chicos, de índices que señalaban los charcos de agua.
Todo ello le llevó a pensar, cuando veía a mosén Alberto en su casa oliendo el café que le había preparado Carmen Elgazu, que el sacerdote haría mucho mejor, en vez de pasarse la tarde allí, invitando a hombres pobres a merendar en el Museo; y en cuanto a César… menos civilizaciones subterráneas y más acción, más obras de misericordia.
Carmen Elgazu le salió al paso diciendo que censurar a César en el aspecto que fuere, era un acto rastrero, indigno de él. Y el propio Matías recordó a Ignacio que su hermano estaba en el Collell haciendo trabajos bastante más duros y miserables que los que a él pudieran ordenarle en el Banco.
Ignacio no insistió. Se encogió de hombros y se encerró en su cuarto.
Nadie se atrevió a mirar al seminarista, que permanecía inmóvil, como si le hubieran asestado un golpe. Todos creyeron que estaba afectado por lo intempestivo de la acusación de Ignacio; la realidad era muy otra. Lo estaba porque desde el primer momento pensó que la acusación era justificada.
Al oír la palabra «pobre», César se había dado cuenta de que todo aquello era cierto, de que su ansia de perfección hasta entonces carecía de valor, pues no se inspiraba en la caridad. En sus sacrificios no buscaba otra cosa que la paz del alma, y en ello pensaba y no en el prójimo cuando daba el mejor pan al interno que le tratara peor. Intercambiaba buenas acciones por alegría, eso era todo. ¿Por qué olía la yedra de los conventos de clausura, sino para su satisfacción interior?
Consideróse a sí mismo dominado por un egoísmo feroz. Recordó escenas de miserias entrevistas en su infancia, y más recientemente en el barrio de Pedret, al llegar del Collell en el camión de alfalfa. No comprendía cómo podía buscar las catacumbas y aceptar chocolate y picatostes sentado al fresco en el Museo, mientras Gerona hervía, muchas familias comían arenques, cargadas de chiquillos que en vez de bañarse, como él, en un establecimiento de azulejos blancos, se remojaban en las pequeñas playas pantanosas del Oñar.
Le pareció estar en pecado. Su madre quería tocarle y él, sin darse cuenta, la rechazaba. Tenía húmedos sus grandes ojos, abrumados de culpabilidad. Se levantó, miró un momento a todos y luego, cruzando el pasillo, salió.
Nadie sabía qué hacer, y todos pensaban que sufría por Ignacio, y la indignación contra éste aumentó. Entretanto, César se arrodillaba ante mosén Alberto, en el despacho donde el sacerdote redactaba sus catecismos.
Mosén Alberto le ordenó que se levantara:
—¡Te prohíbo que tengas esos escrúpulos! ¡Te prohíbo que te tortures de esa forma, y a partir de ahora daré orden de que te sirvan más chocolate! Te prohíbo incluso que vuelvas al cementerio.
Fueron días terribles para César. Por obediencia llegó a casa sonriendo. Y con su presencia tranquilizó a la familia. Pero las sirvientas de mosén Alberto cumplieron —¡hasta qué punto!— el mandato, y cada vez él hubiera querido esconderse en el interior de la gigantesca armadura, ya que no bajo las sábanas del beato Padre Claret. Y el no poder ir al cementerio le angustiaba como quien ha de faltar a una cita, que en este caso era con personas conocidas, pues se sabía de memoria las fechas de nacimiento y muerte de muchos antepasados gerundenses, y había conseguido lo que nadie antes que él: hablar diez minutos con el sepulturero, el cual le dijo que no era cierto que el espectáculo de la muerte no le afectara.
Fueron días de prueba para el seminarista, que se hallaba en la rara situación del hombre que peca con sólo proponerse hacer el bien.
Lo que más sentía era no poder demostrar a Ignacio que le agradecía el aviso. Decirle: «¿Ves…? Ahora me acuerdo de los pobres. He hecho esto y aquello. Todo gracias a ti». Mosén Alberto se lo había prohibido. «Te prohíbo que halagues ni una pulgada la vanidad de ese necio que es tu hermano».
Ignacio leyó en el semblante de César todo cuanto ocurría. A veces tenía ganas de decirle: «Bueno, mira. No iba por ti, ¿sabes?» Pero no lo hacía.
La sutileza de la situación escapaba a Matías Alvear; en cambio, Carmen Elgazu vio la cosa clara. En primer lugar, tenía que dar una lección a Ignacio; en segundo lugar, tenía que tranquilizar a César.
Ambas cosas eran difíciles y urgentes. ¿Qué hacer? ¿Cómo dar con las palabras justas?
Comprendió que lo más urgente era tranquilizar a César, pues éste sufría demasiado. Decirle que obedeciera a mosén Alberto, que obedeciendo cumplía «como si visitara a diario a los muertos y como si acariciara las pústulas de los pobres de la ciudad».
Muchas veces estuvo a punto de parar a su hijo y hablarle, pero siempre le estorbaba alguien: Ignacio, Matías o Pilar, la cual continuaba deslizándose por los pasillos. Y además, aquello no era una solución. Nadie le quitaría de la cabeza al seminarista que su obligación era darse entero a los necesitados. ¡Y mosén Alberto no pensaba levantarle la condena hasta el verano próximo!
Carmen Elgazu vio ante sí y ante César todo el invierno. Todo un invierno con su hijo en el Collell, roído aquél por los escrúpulos. Era preciso inyectarle una esperanza, dar con algo que llenara su mente y saciara su hambre de misericordia.
¡Qué fácil le resultó, a la postre, dar con la solución! ¡Y cómo se arquearon de alegría sus cejas al ver que César, vencida la primera perplejidad, le tiraba del delantal y le decía: «¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Eso haré!»!
Carmen Elgazu dio con algo inesperado y sencillo: le sugirió a César que durante el invierno, en el Collell, aprendiera el oficio de barbero.
—Mosén Alberto me ha prometido que si para mayo llegas aquí sabiendo afeitar y cortar el pelo, te comprará un estuche con todo lo necesario y podrás hacer uso de él cuanto quieras en la calle de la Barca.
¡Viejos, enfermos; tomar entre las manos la cara y el cráneo de viejos y enfermos y afeitarlos, cortarles el pelo, lavarles luego la cabeza… y besársela! «¡De acuerdo, de acuerdo, eso haré!»
¡Cuánta alegría aleteó en la casa! Y, sin embargo, Carmen Elgazu no cantaba victoria aún. Siempre tuvo confianza en que lo de César se arreglaría. A ella los ángeles no le daban miedo; en cambio, los diablos…
¿Cómo darle a Ignacio su merecido sin herirle, pues bien claro se veía que se estaba arrepintiendo? ¿Y dejar sentada su autoridad?
De momento había pasado dos días mirándole con extraña dureza. Varias veces estuvo a punto de pegarle un bofetón tremendo, pero siempre se contuvo, y se alegraba de ello… ¿Qué hacer? Tal vez lo más sutil fuera darle una lección de serenidad…
Ésta fue la decisión que tomó. El instinto le decía que adivinaba, que sería lo eficaz. La misma noche en que convenció a César para que se hiciese barbero llevó a Ignacio, a la cama, un tazón de leche humeante y le dijo:
—Ignacio, sabes mejor que yo lo que te mereces, ¿verdad?
Al ver que el chico tomaba la taza sin decir palabra, añadió:
—Bueno, sólo quería hacerte una advertencia. En esta casa sólo hay una persona que pueda hablar de los pobres: tu padre, pues él sí ha pasado hambre, lo mismo que sus hermanos. Pero tú has tenido siempre un tazón de leche, lo mismo que yo. Así que hablar de ese asunto es tontería. En todo caso, lo único que cabe es salir a la puerta y darlo todo.