A las nueve en punto, el comandante izó la bandera blanca en el cuartel y mandó una nota al general indicándole que se rendía con todos sus hombres y armamento «para evitar derramamiento de sangre». La nota añadía: «Creo haber servido a España. Una y mil veces volvería a hacer lo que he hecho».
Aquélla fue la señal. Todos cuantos custodiaban a los detenidos se retiraron al cuartel y luego a sus casas. El general salió a la calle y se encontró con el coronel Muñoz que salía en su busca. Ambos se dirigieron a Comisaría. El Comisario estaba en su puesto, secándose el sudor. También el agente Antonio Sánchez. Julio no había llegado todavía. El general dijo: «Hay que proceder inmediatamente a la detención de esos traidores. Vamos al cuartel». El Comisario sugirió la conveniencia de esperar unos minutos. Había mandado aviso a todos los jefes de los Sindicatos y Partidos Políticos que se habían mantenido adictos al Gobierno de la República, y parecía deber de corrección que ellos formaran parte de la comitiva que fuera al cuartel. «No hay que olvidar que ha sido el pueblo el que ha ganado la batalla en Barcelona y en tantos lugares».
El general creía que era asunto estrictamente militar y de Orden Público. El coronel Muñoz lo mismo. «Vamos nosotros, usted como Comisario y Julio como Jefe de Policía. ¿Dónde está Julio?» Los acompañarían guardias de Asalto.
El Comisario accedió de mala gana. ¡Cosme Vila, el Responsable, Casal! Se indignarían al saberlo. Tal vez estuvieran detenidos aún. «Tal vez alguno de ellos haya sido fusilado».
Salieron a pie, formando un grupo compacto que cruzó la Rambla en medio de la mayor expectación. La gente empezaba a salir, insegura. Al reconocer al general y a sus acompañantes, todo el mundo comprendió lo que había pasado. La rendición era un hecho. «Se dirigen al cuartel a detener al comandante Martínez de Soria».
La comitiva cruzó el Puente de Piedra. Un extraño silencio se había adueñado de aquella parte de la ciudad. Tomaron la avenida paralela al río. Allá al fondo, frente a los cuarteles, se veían manchas oscuras. Se hubiera dicho que había agitación. A medida que avanzaban, percibían voces y ruidos. «¿Qué ocurre?» Suponían que encontrarían el cuartel muerto, con los oficiales formados en espera de su llegada. En vez de esto, era evidente que había gran movimiento. El general, de pronto, temió que la nota mandada por el comandante fuera una estratagema y que los oficiales se aprestaran a disparar sobre ellos a quemarropa. A lo lejos se veía, pequeña, la bandera blanca. Y los gritos continuaban. Ordenó a varios guardias de Asalto que se acercaran a ver lo que ocurría. Éstos obedecieron y regresaron con la noticia de que la gente que había allá eran militantes del Partido Comunista y de la CNT-FAI. Habían visto la bandera blanca en seguida y se habían adelantado a pedir justicia. El general lanzó varias imprecaciones. «¿Son muchos?» «Continuamente llega más gente. Si no se da usted prisa, asaltarán el cuartel».
Echaron a andar. Y al llegar a unos quinientos metros del edificio se ofreció a sus ojos un espectáculo inaudito. Del cuartel empezaban a salir los soldados tirando sus gorros al aire y pisoteándolos. «¡Licenciados, licenciados!», gritaban. Se quitaban las guerreras, y algunos paisanos les cedían, riendo, sus chalecos, camisas o boinas, poniéndose por su parte la indumentaria militar, en actitudes ridículas. Había mujeres que se quitaban las blusas y las colocaban sobre la cabeza de los soldados a modo de pañuelo.
—¿Quién ha ordenado licenciarlos? —gritó, exasperado, el general.
Nadie contestó. Los soldados, al verle, iniciaron un movimiento de huida, algunos ni eso. De pronto alguien informó: «¡El comandante Campos!» Porvenir estaba allí y comentó, en voz alta: «No vamos a continuar con Ejércitos, ¿verdad?»
El coronel Muñoz hizo comprender al general que lo más urgente era proceder a la detención de los oficiales sublevados. Todo aquello se arreglaría más tarde. «¡Paso, paso!» La multitud que se iba congregando era enorme. La noticia de la rendición se había propagado ya por toda la ciudad. «¿Y dónde está el comandante Campos?»
Éste apareció en la puerta del cuartel, en compañía de dos sargentos que se habían quedado en sus casas durante la sublevación. El comandante Campos explicó al general que, al ver que la turba se congregaba ante el cuartel, había temido lo peor, y que licenciar a los soldados fue la única forma que vio eficaz para evitar que lincharan a los oficiales. «La orden de reincorporación podrá darse en cualquier momento», añadió.
El general le oía enfurecido, pero estimó que todo aquello era razonable. Entró en el cuartel. «¿Dónde están esos cretinos?» «En el salón de oficiales». Allá se fueron, y el general en persona abrió la puerta.
El comandante Martínez de Soria estaba en el centro de cuantos habían secundado el movimiento. Eran unos veinte y el general fue mirándolos uno a uno, deteniéndose especialmente en el alférez Roma, que le había tenido en pijama unas cuatro horas, en su cuarto. Los oficiales estaban de pie, los brazos a lo largo del cuerpo. Ninguno de ellos se cuadró ante el general ni saludó militarmente. Éste comprendió. No acertó a articular una sílaba: tanta era su indignación. Se acercó al comandante Martínez de Soria y de un tirón le arrancó la estrella, respetando las condecoraciones. Luego hizo la propio con los demás, con ritmo nervioso y rapidez inaudita. Mientras tanto, el coronel Muñoz procedía a desarmarlos. Al quitarle el sable al comandante le dijo: «Lo siento…» Éste, al encontrarse sin sable, se quitó también los guantes blancos y los dejó sobre la mesa, al lado de la botella de coñac.
El general hizo un breve discurso anunciándoles que se les acusaba de rebelión militar contra el Gobierno al que habían jurado fidelidad, y que serían sometidos a juicio sumarísimo. El comandante Martínez de Soria le hizo observar que habían jurado fidelidad a España, pero no a un Gobierno que procedía a su ruina. El general le contestó que no era el momento de jugar con palabras.
—¿Dónde quedan detenidos? —preguntó el coronel Muñoz.
El general replicó:
—¡En… el calabozo! ¡En cualquier calabozo!
El comandante Campos se acercó al general. Le advirtió que la masa concentrada afuera preferiría sin duda alguna la cárcel, la cárcel civil. «No olvide, mi general, que sido el pueblo el que…»
«¡Al diablo con el pueblo!» El general estaba harto de oír aquella palabra. Por desgracia, los calabozos en condiciones estaban en el cuartel de Infantería. «¡Hay que trasladarlos allá ahora mismo! ¡Andando!»
El comandante Martínez de Soria palideció. Había oído el rumor de la multitud afuera y sabía que sólo el comandante Campos y el temor de las pistolas habían contenido aquel alud. ¡Salir ahora, seguramente a pie y cruzar la ciudad! Conocía al general. No suponía que hubiera mala fe. Había en él algo inconsciente, obraba por instinto.
—General —dijo—, aquí al lado, en el despacho, está mi hija. Le agradecería a usted que mandara custodiarla hasta mi casa.
El general abrió y cerró los ojos precipitadamente.
—¿Su hija…? ¿Qué hace su hija?
El comandante marcó una pausa.
—Pues… ahí está.
El coronel Muñoz intervino:
—No se preocupe. Se la acompañará a su casa.
Los guardias de Asalto rodearon a los detenidos. El general, el coronel Muñoz y el Comisario salieron, y aquéllos detrás. Al comandante Campos le parecía una enorme imprudencia, pero sabía que el general no le daba importancia a nada y suponía que con un grito contendría una multitud.
Al aparecer en la puerta del cuartel la figura del comandante Martínez de Soria, el clamor de la turba fue infernal. «¡Asesinos, asesinos!» Por primera vez se hallaban verdaderamente mezclados comunistas y anarquistas, sin distinción. Socialistas en menor número, pero tampoco faltaban. Y soldados, con boinas o blusas de mujer en la cabeza. Y en primera fila los murcianos. La colonia de murcianos estaba allá entera, con algunos chiquillos. «¡Asesinos, asesinos!» Muchos iban armados y blandían sus pistolas. Al aparecer el teniente Martín el clamor redobló en intensidad. «¡Las tumbas de Joaquín Santaló y Jaime Arias!» Casi las habían olvidado. El teniente había encendido un cigarrillo, y un oficial de Asalto, de un manotazo, se lo tiró al suelo. «¡No haga el chulo, idiota!»
La comitiva echó a andar. La guardia era cerradísima; imposible abrir brecha. De pronto se oyó una voz que salía de lo alto de un camión militar parado allí. «¡Por las armas!» El general no entendió claramente, pero se volvió en redondo. «¡Por las armas!» La multitud se dividió instantáneamente en dos grupos definidos. Los que preferían ver al comandante Martínez de Soria sin estrella, sin sable, sin guantes blancos, despidiendo dolor por los ojos y el alma; al alférez Roma adoptando una actitud de olímpica indiferencia; al teniente Delgado, pálido como un cadáver; al teniente Martín y a los demás; los que preferían esperar que de un momento a otro pudiera despejarse la escolta y echar todos los oficiales al río, y los que al grito de «¡Armas!» se sintieron subyugados por esta palabra, recordando las que habían visto la víspera en manos de los amotinados, la ametralladora de Correos y los cañones. Los primeros continuaron cercando a los oficiales; los segundos entraron en tromba dentro del cuartel.
El general comprendió que era tarde para actuar, y que la media docena de sargentos que había dejado en el cuartel sería impotente para contener el alud. En cuanto al comandante Martínez de Soria dio un grito en dirección del coronel Muñoz: «¡Me ha prometido usted velar por mi hija!» El coronel le contestó: «Y he cumplido, no tenga usted miedo».
Los soldados licenciados fueron los guías de los que prefirieron entrar en el cuartel. Los acompañaron a través de largos corredores en dirección al depósito de fusiles, de bombas de mano. En uno de los patios aparecieron dos cañones. Los milicianos montaron en ellos. A gusto hubieran disparado. Querían arramblar con cuantas armas pudieran. Algunas bombas de mano, por su tamaño, no les cabían en los bolsillos; otras sí. Se llenaban de ellas la pechera. Cogían balines y los tiraban al aire o hundían las manos en ellos, dejándolos caer en cascada. Muchos se pusieron uno en la boca. El contacto frío y metálico los refrescaba. Los más sagaces descubrieron fusiles ametralladoras, se apoderaron de ellos y salieron afuera. Otros se ponían correajes con dos pistolones. Trozos de bandera servían para colocárselos en el cuello, a imitación del Cojo. Algunos se los doblaban en la cabeza a la manera de los piratas. Los soldados decían: «¡En el cuartel de Infantería hay mucho más!» El camión que había fuera fue abarrotado de armas y alguien lo condujo a toda velocidad hacia el local del Partido Comunista.
Entretanto la otra comitiva avanzaba, cruzando el Puente de Piedra. La gente había ocupado las aceras y contemplaba el paso de los oficiales detenidos. «¡Asesinos, asesinos!» «¡En Barcelona han muerto tres mil camaradas!» «¡En Madrid dos mil!» Aquellas cifras impresionaban al general. Los guardias de Asalto se multiplicaban para que ningún oficial ofreciera blanco seguro a la muchedumbre.
Al entrar en la Rambla se produjo el choque inesperado. En dirección contraria avanzaban, en fila, Cosme Vila, el Responsable, la valenciana, el catedrático Morales y Julio. Los primeros acababan de ser liberados. Julio se había decidido a salir de su escondite en casa del doctor Rosselló.
El Comisario, al verlos, gritó: «¡Ahí están!» El general ordenó avanzar sin hacer caso. Pero la multitud había visto a sus jefes y, dirigiéndose a su encuentro con los puños en alto, gritaba: «¡Viva Cosme Vila! ¡Viva el Partido Comunista! ¡Viva la CNT! ¡Viva Rusia!» El alférez Roma le dijo al teniente Delgado: «Ni un solo viva a la República». El teniente Delgado no pudo contenerse y gritó: «¡Viva España!» Solo le oyeron unos cuantos. El coronel Muñoz le miró por primera vez retadoramente. El teniente Delgado le dijo: «¿Un coronel se asusta de oír Viva España?»
Cosme Vila parecía un muerto. En veinticuatro horas sus ojos se habían hundido de forma inverosímil, como si los centinelas que le tocaron en suerte no hubieran cesado de apretar en ellos los dedos.
Alrededor de la cabeza tenía aún mucho pelo, pero arriba la calvicie era absoluta y ahora relucía al sol. Iba en mangas de camisa, con el cinturón ancho regalo de su suegro y las alpargatas ligeramente abiertas. Correspondió a los vivas de la multitud levantando el puño como sólo él sabía hacerlo. Todo el mundo advirtió que en el costado derecho llevaba un enorme pistolón.
El Responsable llevaba dos. Su gorra, puesta con energía increíble, su visera saliendo agresiva, no bastaban a ocultar, allá al fondo, el color gris de sus ojos. Era más bajo que Cosme Vila, pero al andar se afincaba más en el suelo. Cosme Vila revelaba al andar su origen burocrático, de empleado de Banca. Había llevado zapatos durante muchos años. El Responsable apenas levantaba el pie. Y avanzaba, avanzaba con ritmo incontenible. Daba la impresión de que hubiera podido atravesar los cuerpos del comandante Martínez de Soria, del general, de la multitud, y continuar avanzando sin detenerse. Los suyos le habían rodeado. Santi, de un salto, se le había colgado al cuello y le habla dado un beso. Luego miraba los dos pistolones y los acariciaba. El Cojo decía, mirando al teniente Martín: «¡Y no podemos matarlos!»
La valenciana llevaba el escote de las grandes solemnidades. Al ver a los críos de los murcianos se enterneció. «¡Cinco hijos, cinco hijos!», gritó, señalándose los senos. Julio le dijo: «Ale, ale, no decir tonterías».
El catedrático Morales llevaba un libro debajo del brazo y su aspecto era digno. Parecía el teórico de todo aquello, que interiormente sacaría grandes conclusiones sobre la psicología de las masas. En cuanto a Julio, estaba serio. Aquello no le gustaba. Al ver a los oficiales detenidos y la multitud siguiéndolos, comprendió lo que había pasado. Su primera intención al salir de su escondite había sido dirigirse al cuartel y hacerse cargo personalmente de todo; pero comprendió que era el momento de ganarse o perderse a Cosme Vila y al Responsable. Y prefirió ganárselos. «Si todos nos pusiéramos en contra, no habría nadie capaz de frenarlos».
Estaba contento porque la multitud le vio junto a ellos, en medio de los dos jefes, identificado. Aquel gesto bastaba. Ahora podría dedicarse a entorpecer los proyectos de ambos, que imaginaba apocalípticos.
El Comisario, al verle, se le acercó. «¡Gracias a Dios!», exclamó. La frase sonó extemporánea en aquel ambiente. La valenciana lanzó una carcajada. «¡Eres más fascista que Lope de Vega!»
Cosme Vila y el Responsable, al alcanzar la comitiva, se miraron un momento y parecieron ponerse de acuerdo. ¡Los eternos guardias de Asalto! Ni siquiera se permitía al pueblo tomarse la justicia por su mano respecto a los militares. El Cojo tenía razón.
El coronel Muñoz se acercó a Cosme Vila. «Le ruego que distraiga a esa gente. A los militares hay que juzgarlos oficialmente. Es ley en todo el mundo».
Cosme Vila miró al coronel. Julio apoyó la tesis del coronel Muñoz, ¡e incluso el catedrático Morales! «Es ley en todo el mundo». Fue un acierto psicológico del coronel. Cosme Vila pensó en la prensa del mundo entero relatando los hechos.
—Distraiga a esa gente.
Cosme Vila miró al Responsable. Éste estaba furioso y los suyos bailoteaban alrededor, esperando órdenes. Por otra parte, el general no se había detenido, de modo que los oficiales y la escolta se habían distanciado unos doscientos metros.
—A nosotros estas leyes no nos interesan —dijo el Responsable—. ¿Quién las firmó? ¿Alfonso XIII?
Cosme Vila se encogió de hombros.
—Tú haz lo que quieras con los tuyos. Yo creo que a los militares hay que juzgarlos.
El coronel suspiró. Dio media vuelta y se alejó. El Responsable se mordió los labios. Estaba en juego su amor propio. Se le acercaron sus hijas.
El catedrático Morales intervino:
—Pero hay que exigir que el Tribunal sea popular, que sea el pueblo.
Aquellas palabras provocaron un entusiasmo indescriptible. ¡Tribunal del pueblo! La valenciana se veía con toga y una campanilla, sentenciando a derecha e izquierda. La idea subyugó al mismísimo Responsable.
—Pero que sea pronto —dijo.
La agitación entre la muchedumbre que no oía el diálogo crecía por instantes, al ver que se perdía contacto con la comitiva. Ya los oficiales y los guardias habían doblado la esquina de la Plaza Municipal. «¿Qué se hace, qué se hace?» El caudal de energía disponible era incalculable.
Entonces se oyeron bocinazos. El camión que había ido a dejar las armas del Partido Comunista regresaba abarrotado de militantes, los de los pañuelos en la cabeza a modo de piratas. Todos llevaban fusil ametrallador. En el centro de ellos iba Gorki. Cosme Vila reconoció entre los del camión al obrero de la tintorería, que dijo: «Para mi mujer querría saber de qué se trata».
Gorki pegó un salto desde el camión, a pesar de su barriga, y se acercó a Cosme Vila. «¡En Madrid están muriendo los nuestros por centenares! ¡El Ejército y los curas se han atrincherado en el Cuartel de la Montaña!»
Los curas, los curas… Fue la palabra mágica. Fue el acierto psicológico de Gorki.
«¡Camaradas, el pueblo da su sangre, en Gerona el pueblo ha ganado! ¡A exterminar las cuevas de la oposición!»
Cosme Vila, en mangas de camisa, con su cinturón ancho y sus alpargatas, se puso en marcha en dirección opuesta a la de los militares. Su decisión estaba tomada. Era preciso arrasar las iglesias de la ciudad. ¡No más farsa ni espera!
La dirección que tomaba era la de la iglesia del Sagrado Corazón, la de los jesuitas. Era la más cercana. La multitud comprendió en seguida y se olvidó del comandante Martínez de Soria con sorprendente facilidad. También comprendió Julio y, disimulando, se retiró, tomando el camino de Comisaría. Cosme Vila arrastró tras sí el millar de fanáticos entre gritos, vivas y mueras. La iglesia apareció a la vista de todos. El espectáculo de sus torres grises, serenas, y, sobre todo, el de su enorme puerta cerrada, acabó de enardecerlos. «¡Han cerrado, sabían lo que les esperaba!» Junto a la iglesia estaba la residencia de los jesuitas, abandonada. Alguien sabía que a través de ella se comunicaba con el templo. ¡Adelante!
Los conductores de la turba irrumpieron en la residencia. Nadie, todo desierto. En la sala de espera, una mesa y un enorme álbum cronológico de los Papas. Santi se había colado entre los primeros y tocaba todos los timbres que hallaba a su paso. A través de un corredor austero dieron con la puerta de comunicación. Entraron en la iglesia. Los que habían quedado fuera esperaban que de un momento a otro la inmensa puerta del templo se abriera de par en par.
Cuando oyeron los primeros golpes no pudieron contenerse y todos a una subieron los peldaños y, embistiendo con los hombros, ayudaban a los que forcejeaban desde dentro. «¡A… hoop! ¡A… hoop!» A la sexta tentativa la puerta cedió. Y al instante se encendieron todas las luces del templo. Santi había dado con el tablero de interruptores en la sacristía y había iluminado la fiesta. El templo se manifestó impotente para contener a todos. Se oyeron disparos. El Responsable, con su arma, disparaba contra el Sagrado Corazón del altar mayor. No fallaba un tiro, pero la imagen no se caía. Casi siempre le daba en la boca, de modo que la imagen, a cada tiro, cambiaba de expresión, lo cual enardecía más y más a todos. Otros asaltantes destrozaban los altares laterales, los bancos. La valenciana se había mojado la cara en agua bendita. Gorki se había subido a uno de los púlpitos y con un bastón larguísimo que alguien le dio intentaba alcanzar la enorme lámpara central, cuyos cristales tintineaban.
Lo que más obsesionaba a la mayoría eran los confesonarios. En cada uno había una tarjeta con el nombre del confesor. «¡Lástima que ninguno de ellos esté ahí dentro!» La madera era dura, resistente. Los culatazos apenas hacían mella en los ángulos. Unos se sentaban en el interior, otros se arrodillaban. «¡Las cosas que habrán pasado ahí!»
Porvenir era el atleta. Fue el primero en acercarse al inmenso crucifijo de la entrada. Agarrándolo por los pies pidió ayuda. «¡Al río, al río!», gritó. Pronto docenas de manos se ofrecieron. «¡Paso, paso!» La caravana salió. Cristo había quedado tendido, inclinado hacia abajo, pues los que sostenían la imagen por detrás eran más altos que Porvenir. Al alcanzar la barandilla del río se ofreció el Oñar, fangoso, a su vista. Para tirar la Cruz abajo tuvieron que apoyarla en la barandilla y levantarla con esfuerzo sobrehumano. «¡Va…!» Cristo cayó, dando media vuelta completa. Se cayó y quedó clavado en el barro como una flecha. Los brazos de madera de la cruz eran patéticos, señalaban en todas direcciones. La imagen, cabeza abajo, como San Pedro.
En el interior de la iglesia la lucha de los hombres contra la materia estaba en su apogeo. No habría otro remedio que emplear el fuego. Todo era de primera calidad. «¡Lo que tendrán ahí esos tíos!» Cosme Vila fue el primero en incendiar el altar mayor. Se decidió a ello porque calculó que, dado el espesor de la piedra, el edificio no ardería, de modo que no habría peligro para la vecindad. Sólo arderían los altares. Las llamas prendieron en las telas. Ardió un confesionario, luego unos bancos. El Responsable disparaba ahora contra la lámpara y muchos le imitaron. Cosme Vila, al ver a Gorki en el púlpito, de repente pensó: «En realidad, el alcalde tiene que ser él».
El catedrático Morales no comprendía que fuera tan fácil destruir cosas que tenían siglos. Y lo que le llamaba la atención era que todo ocurría sin apenas intervención de la voz humana. Cada ser empleaba las manos, los pies; derribaba obstáculos empujándolos con el vientre, disparaba; unos se reían, otros pensaban en que se habían casado allí; sonaba una bandeja como si fuera un gong, temores supersticiosos de que se cayera algo y los aplastara; Ave María Grafía Plena Dominus Tecum siguiendo la concavidad de la cripta; colores; sorpresas al tacto, pero apenas intervención de la voz humana. El catedrático Morales se reía viendo actuar a Raimundo el barbero. ¿Por qué se mezclaban hipócritas en aquella labor?
De pronto las llamas crecieron de tamaño. El humo se iba haciendo espeso. Todos, el propio Cosme Vila, comprendieron que había sido un error provocar el incendio tan de prisa. Aquello los obligaría a salir. ¡Con la cantidad de juegos que podían inventar allá dentro! Ninguno estaba satisfecho de lo que había conseguido. Sólo Porvenir… Porvenir destrozaba los tubos del órgano.
—¡Fuera, fuera…!
Todos obedecieron. Era una pena. El incendio era oloroso. Todo el templo despedía olores excitantes: la madera, el incienso. Olor a cosa buena. La lámpara central acababa de desplomarse y el chico de uno de los murcianos se había salvado de milagro.
Al aparecer en la puerta, Cosme Vila se llevó la gran sorpresa. Imaginaba que la muchedumbre que no había cabido en el templo se habría estacionado fuera, y no era así. «¿Dónde están?», preguntó. Vio que en realidad, excepto los de dentro, no había quedado casi nadie.
—Se han ido —informó alguien—. A otras iglesias.
Era cierto. No habían podido soportar el suplicio de la inactividad y pronto se había formado otra columna, capitaneada por Blasco, que se dirigió a la iglesia del Carmen.
Cosme Vila se enfureció. Hubiera querido organizar todo aquello metódicamente. Pero no era posible. Entonces el Responsable se dio cuenta, por su parte, de que en realidad Cosme Vila dirigía la orquesta. ¡Con el trabajo que había en la ciudad! Llamó a los suyos y sin decir una palabra echó a andar hacia otro lado, como tocado por una idea repentina. Antes de abandonar la calle, volvió la cabeza. Y vio que la primera llama gigantesca salía por la puerta principal. Era extraño que uno no quisiera tan sólo ver el remate de la obra empezada, que se cansara uno tan pronto de operar en el mismo lugar. Era la riqueza. La cantidad de guaridas de la oposición que se ofrecían a su labor purificadora.
Mientras la iglesia de los jesuitas ardía por dentro, en la del Carmen, ocupada por Blasco y su grupo, se repetía la escena anterior, pero con mayor experiencia. El Cojo, que odiaba copiar —y, sobre todo, copiar a Cosme Vila o a Gorki—, en vez de subirse al púlpito y otras zarandajas, se había dirigido directamente al Sagrario, destrozándolo de un culatazo. Su idea era sacar el copón y así lo hizo. Lo tomó en sus manos y de pronto se volvió. «¡Fratres, fratres!», gritó. Lo levantó cuanto pudo. Los llamaba a todos, invitándolos a que se acercaran. Los milicianos acudieron, aunque de momento no comprendían las intenciones del Cojo. Sin embargo, de súbito sus cerebros se iluminaron. ¡La comunión! El Cojo los invitaba a eso. Algunos se arrodillaron, otros permanecieron de pie. El Cojo afectaba aire serio y con su pata coja se acercó al comulgatorio. Entonces empezó a distribuirles una pequeña Forma a cada uno, murmurando cada vez: «Miserere nobis». Al llegar a la docena no pudo contener la risa. Soltó una carcajada y entonces abriendo la pechera de Blasco, que hacía de monaguillo, le vertió el resto de las Sagradas Formas entre la camisa y la piel. Blasco se movió como una bailarina. El limpiabotas cogió una Forma e intentó pegársela a la frente. Le pareció que el momento más divertido sería cuando, echando a correr, los discos blancos fueran saliéndole por debajo, por los pantalones.
El Cojo trepó entonces por los peldaños del altar mayor. Se situó tras la imagen de la Virgen del Carmen y de un empujón la tiró abajo. Entonces él ocupó su lugar, la hornacina, y extendió los brazos como un predicador. Alguien había encendido las luces, por lo que las costras de los labios del Cojo eran visibles, en tono amoratado. Se oyeron disparos, auténticas ráfagas con destino a las imágenes. El Cojo temió que le confundieran con un santo. «¡Cuidado!» Y pegó un salto. La madera del altar cedió bajo sus pies y se encontró hundido hasta medio cuerpo, causándose rasguños de los que brotó sangre. Aquello desató su ira. Pudo liberarse con la ayuda de varios camaradas. Al pisar terreno firme vio un marco y un cristal que relucían en el suelo. Los destrozó de un taconazo. Era el Evangelio de San Juan.
Este grupo de asaltantes parecía tener más imaginación. A los de Cosme Vila, en realidad, había terminado por deslumbrarles el oro. El oro de los candelabros, de las coronas, de la custodia. Moverse entre objetos de oro pudiendo destrozarlos; el Cojo y sus huestes se inclinaron más bien por la parodia. Atacaron al hombre posible mejor que a los objetos. Así que, en vez de sacar a la calle el mayor Crucifijo, sacaron dos confesonarios. Y un comunista salió del interior de uno de ellos mostrando a los transeúntes una colección de postales pornográficas y diciendo que las había encontrado allí. Del otro confesionario otro individuo sacó un porrón. «¡Eh, eh, para rociar los pecados!» Se puso a beber. Todos querían participar de la ronda. Algunos transeúntes se reían. La mujer de Casal —su piso estaba allí mismo— había salido a la ventana y preguntaba: «¿Sabéis dónde está Casal, sabéis dónde está Casal?»
Nadie la oía. Del interior del templo surgían también llamas. Unas llamas inmensas, lenguas de monstruo, de tonos diversos. El material parecía más combustible que el del Sagrado Corazón; los olores menos penetrantes.
En toda la ciudad se estableció una suerte de competencia. Lo que empezó siendo una multitud, eran ahora grupos dispersos de cincuenta a cien individuos. La sensación de que eran libres había despertado en muchos de ellos la idea de constituirse en jefes. No se resignaron a ayudar a Porvenir a tirar a Cristo al río. Quisieron obrar por su cuenta.
Ello originó que en dos horas escasas fueran ocho las iglesias que se incendiaran en la ciudad. Y tres conventos de monjas —el de Pilar, las Dominicas y las Escolapias— habían quedado destrozados. ¡El pupitre en el que Pilar había estudiado, hecho astillas! Y las camas virginales de las monjas, orinadas. Y los pianos. Los pianos de aquellos conventos cuya Madre Superiora no quiso seguir el consejo de mosén Alberto. ¿Y dónde se habían metido las monjas? Los milicianos no encontraban una sola, pero, en cambio, descubrían sus secretos… En las Escolapias, víveres para cinco años; en el convento del Corazón de María… un pasadizo subterráneo.
«¡Las catacumbas, las catacumbas de que hablaban!» «Sí, sí, catacumbas, esto debe de comunicar con la sacristía de San Félix, con los curas. ¿O creéis que dormían solas?» El capitán de aquel grupo era Ideal. El chico, con una lámpara eléctrica, se internó por el oscuro pasillo. Adelante, adelante. Los demás le seguían con la seguridad de dar, ¡por fin!, con el centro vivo y oculto donde radicaban las orgías eclesiásticas y las torturas. De pronto notaron humedad. Agua, mucha agua. «¿Cómo puede ser si el nivel de esto es mucho más elevado que el río?» «¡Lo habrán inundado, lo habrán inundado para que no veamos nada!» Desesperados, tuvieron que regresar. Pero pronto descubrieron una bifurcación. Y entonces, a pocos pasos, hallaron una especie de patio rectangular en el que se veían losas adosadas a la pared y montones de tierra removida. Ideal se detuvo. Le acompañaba el brigada Molina, de la Milicia Popular. «¿Qué hay aquí?» Alguien trajo un pico y un martillo. Con el pico despegaron una de las losas, que cedió con facilidad y la atrajeron hacia sí. «¡Esqueletos!» ¡Allí estaban! «¡Miserables!» «¡Allí escondían los cadáveres!» Alguien dijo: «Los cadáveres de los críos que tenían de extrangis». Bien claro se veía. Eran esqueletos raquíticos, como encogidos. Una a una fueron despegando las losas. Ideal hundió sus manos entre los huesos de un esqueleto y el armazón se desmoronó. En cambio, otros se conservaban enteros dentro de ataúdes de madera. «¡Afuera con eso, afuera con eso!» Sacaron los ataúdes. Subieron con ellos al convento. Salieron. «¿Dónde los dejamos?» «¡Ahí en la acera, para que todo el mundo los vea!» «¡Puercas, cochinas!» «¡Traed aquel del crío, el pequeño!»
La exposición de los esqueletos en la acera desató la imaginación de todos. Murillo, que capitaneando su célula trotkista era quien trabajaba en el convento de enfrente, en el rico convento de las Escolapias, fue informado del hallazgo en el convento del Corazón de María. Le pareció que limitándose a no dejar títere con cabeza y a comerse los víveres de cinco años, hacía el ridículo. ¡Un disidente tenía que superar a los adversarios en todo! Su lugarteniente era Salvio, el novio de la criada de Mateo. Murillo había visto demasiado yeso roto en sus tiempos de decorador para que derribar imágenes o fusilarlas le impresionara. Por lo demás, desde aquella parte de la ciudad se veían cuatro incendios. El más cercano, el de San Félix. De modo que quiso superarse. La plaza del convento era la de las escalinatas de la Catedral. El decorado era, pues, grandioso. Entró en la sacristía con un grupo y todos se pusieron las vestiduras sagradas. Murillo un alba que le llegaba a media pierna y luego la casulla más dorada que encontró y un bonete viejo que colgaba en el perchero. Salvio se puso una sobrepelliz y se enroscó una faja roja en la cintura. Y otra casulla. Ni uno solo dejó de ponerse casulla. Tomaron el hisopo, dos incensarios y misales. Y luego el palio. Alguien descubrió un pequeño palio que las monjas utilizaban cuando el obispo visitaba su capilla. Y luego la custodia, que Murillo tomó en sus manos. Y de este modo salieron afuera.
Al otro lado, en la acera, los esqueletos. A este lado la procesión improvisada, cantando Miserere nobis. Todos cantaban Miserere nobis. En el centro, la inmensa escalinata de la Catedral y luego la fachada, altísima, majestuosa, y luego el campanario, que continuaba dando las horas como siempre, como cuando las oía Matías Alvear, de noche, desde la cama.
Ideal fue informado a su vez. Salió con los demás a contemplar la farsa. Murillo, bajo palio, subía ya los peldaños de la escalinata. Los incensarios bamboleaban en el aire. Sus poseedores eran inhábiles en el manejo y se golpeaban las rodillas, lo cual provocaba hilaridad. De pronto, Murillo se volvió con la custodia. Sus grandes bigotes le daban aspecto feroz. Y en aquel momento se cansó de todo aquello. Le pareció que, en realidad, aquello no era nada al lado de los esqueletos que había encontrado Ideal. Lanzó la custodia al aire y quiso bajar de prisa como poseído repentinamente de una idea. Pero la casulla le estorbaba. Todo el mundo se rio. Los del palio se sintieron desamparados. Por suerte, alguien con un cáliz iba repartiendo vino. Aquello alegró a todos, aunque pronto unos y otros volvieron a mirar a uno y otro lado, como queriendo contemplar de nuevo lo hecho, e imaginar nuevas cosas que hacer.
En realidad, era increíble lo poco que daba de sí una custodia. Ideal hubiera creído que uno podía mofarse de ella durante toda una vida; una vez rota no era nada, no se diferenciaba de cualquier trasto de los que Blasco tenía en su habitación.
Sin embargo, los cuatro incendios crecían en tamaño y mantenían aquel estado de ánimo. «¡A ver lo que ha pasado en San Félix!» Todos juntos, Murillo y los suyos, anarquistas y el resto se lanzaron pendiente abajo. Sólo dos o tres mujeres permanecieron ante los esqueletos, montando guardia a los huesos y repitiendo: «Hay que ver, esas cochinas».
La iglesia de San Félix olía a sangre. Las llamas brotaban de aberturas inverosímiles y mucha gente se había congregado en la plaza contemplándolo. El campanario era hermoso como cuando, en otros tiempos, en la noche de San Juan, lo iluminaban con focos desde abajo.
En el centro de la muchedumbre congregada destacaba por encima de toda ella un hombre, un gigante: Teo. A las nueve de la mañana había salido liberado junto con el gitano y el mozo que persiguió a un hermano suyo con una hoz. Teo sabía que Cosme Vila había dado la orden de liberación; pero no se lo agradeció. ¡Días y días olvidado! No quiso presentarse a Cosme Vila. Contempló el paso de los oficiales desde el balcón de un amigo. Y luego vio que la multitud se dirigía al templo del Sagrado Corazón… sin contar con él. Ni una vez se habla vuelto Cosme Vila para preguntar: «¿Dónde está Teo?»
Entonces Teo obró por cuenta propia. Bajó a la calle en el momento en que el Responsable había formado su columna dirigiéndose hacia el convento de las Dominicas. La imponente humanidad de Teo consiguió arrastrar consigo unos cincuenta de estos hombres y dirigirse a San Félix. «¡Después de la Catedral es lo más importante!» Antes hubiera querido ir al piso de «La Voz de Alerta» y al de don Jorge, pero comprendió que la gente exigía trabajos de importancia.
Por ello San Félix olía ahora a sangre. Porque los que siguieron a Teo, casi en bloque, fueron los murcianos. Cosme Vila los intimidaba, pero no Teo. De modo que al penetrar en el templo y descubrir que, contrariamente a lo ocurrido en el Sagrado Corazón, los bancos no estaban desiertos, todo el sol que había caído sobre sus cabezas en la plaza de S’Agaró, todas sus súplicas al arquitecto para obtener agua potable, todas las escenas de su infancia en su tierra pusieron una venda ante sus ojos, los cegaron y apenas se dieron cuenta de lo que hacían.
Se acercaron a los bancos, antes de incendiar nada. Cada uno llevaba un fusil ametrallador: en el cuartel habían sido «de los sagaces». Y en los bancos hicieron otro descubrimiento: las personas que había allí arrodilladas no eran personas como ellos las entendían, no eran como sus hermanas o sus mujeres: eran monjas. Y los murcianos, contrariamente a Ideal, que acusaba a éstas de tener bebés en los pasadizos subterráneos, las acusaban de no querer tenerlos, de no querer ser madres, de traicionar a la humanidad. Por ello, y por sus moños ridículos, y por sus vestidos largos, y por sus aires de moscas muertas, y por el pánico de sus ojos al volverse y ver aquellos hombres con pañuelos rojos en la cabeza, y por los diminutos puntos luminosos de los rosarios que tenían en las manos, las acribillaron a balazos. No sabían cuántas eran; cinco o seis. Unas se doblaron hacia delante, apoyadas en el banco de enfrente como si continuaran rezando. Otras se cayeron de lado, sobre las piernas de las primeras. Una, la más joven, se echó para atrás y su cara, chata, desorbitada, se quedó contemplando la bóveda del templo, extendidos los brazos.
Teo no supo si aquello era bueno o malo. En todo caso, algo, era un acierto: se había hecho sin tener orden de Cosme Vila. Por lo demás, ¿qué más daba? ¿No creían en el cielo? Allá se encontrarían con el hermano Alfredo. Por más que, según decían, a éste no le gustaban las mujeres…
De todos modos, a Teo el espectáculo le desagradó. Llevaba días sin ver la plataforma gigantesca de su carro y no creía ya en una disciplina que aconsejaba a un jefe abandonar en la cárcel a un militante como él. Su alma individual se había reencontrado a sí misma. De modo que no pudo resistir la visión de los murcianos introduciendo las manos entre los vestidos de las monjas para ver qué había dentro, si joyas o carne que no era de mujer. Y decidió quemar la iglesia. Lo decidió sin que ello hubiera sido su intención al ponerse en cabeza de la columna. Su intención había sido simplemente comprobar una cosa que le torturaba desde su infancia: la historia de la incorruptibilidad del cuerpo de San Narciso, que era el patrón de la ciudad y que guardaban en una urna de cristal en aquella iglesia, tras el altar que llevaba el nombre del Santo. Teo recordaba que su madre, cuando las Ferias, los había llevado allí a él y a su hermano y les hacía besar el relicario. ¡Quería conocer la verdad! Porque estaba seguro de que todo el cuerpo era de madera. No le quedaba más remedio que quemar la iglesia, para que el espectáculo de las monjas muertas no le persiguiera y para no ver a los murcianos haciendo tonterías. Ahora bien… ¿por qué no sacar antes, afuera, la urna con el cuerpo del Santo e incendiar la iglesia luego? «¡Eh, eh…!» Llamó a los más forzudos. Todos querían ayudarle. Les costó horrores, la urna estaba empotrada. Pero lo consiguieron. Teo era un gigante. «¡A mi casa, a mi casa!» leo vivía allí mismo, al comenzar la calle de la Barca. Subieron a su casa y abandonaron la reliquia. Y cuando regresaron al templo, ya éste ardía por dentro, ya las llamas brotaban de inverosímiles aberturas.
Aquello olía a sangre… y no a madera ni a incienso. Olía a sangre para los murcianos y para Teo, los únicos que conocían la verdad, Murillo, al ver al gigante, retrocedió. Recordó que cuando su expulsión en la Asamblea, al escapar del escenario, Teo había intentado hacerle la zancadilla. Y, sin embargo, ahora todo ocurría de otro modo. Teo también le había visto, y al descubrir la casulla, el alba hasta media pierna y el bonete en la cabeza, todos sus resquemores desaparecieron y hasta el desagrado por los cinco —o seis— asesinatos. Teo lanzó una carcajada. «¡El obispo, el obispo!» Se acercó a Murillo, Todo el mundo le siguió. Teo recordó que Murillo odiaba a Cosme Vila. Le abrazó. Murillo no comprendía. Detrás de él, Ideal, con su hisopo, bendecía la escena.
La ciudad entera parecía un campo volcánico del que de pronto pudiera surgir la última llama, la grandiosa y definitiva. Docenas de corazones sentían en su centro, en ese diminuto y exacto centro sólo perceptible en las grandes ocasiones, que la humanidad del hombre había muerto, que en su lugar se había introducido entre los huesos algo inferior, ajeno a él, participante a la vez del estado primitivo y del que tal vez dominara en los últimos instantes del universo, que le convertía en un ente desenfrenado, que buscaba saciar su sed precipitando al abismo el agua de todas las fuentes.
Mosén Francisco, desde una ventana de cocina parecida a la que se asomó tantas veces Mateo en casa de Pedro, había visto a Teo sacando en hombros la urna del cuerpo de San Narciso, y luego vio las llamas brotar del templo. Se arrodilló en el suelo de la cocina, con las manos en el rostro, y sus sollozos inundaron la casa y un gato que había allí, sobre los fogones, le miró como electrizado y se le acercó, restregando su pelo suave en su sotana. De pronto mosén Francisco se levantó y quiso lanzarse escaleras abajo, como si recordara la frase del Caíd que César le había aplicado desde el fondo de su memoria; pero los dueños de la casa le detuvieron. Le dijeron que era demasiado joven para morir. Mosén Francisco quería salvar la Custodia, el cáliz, el cuerpo de San Narciso, a Teo y al mundo; el dueño de la casa pidió una cuerda a su esposa y ató el vicario a una silla. Le ató las manos y los pies y le puso en un rincón. Mosén Francisco entendió que la voluntad de Dios era que continuara vivo y entonces dejó de presionar con sus brazos para romper las cuerdas. Sonrió. Dijo: «Hágase tu voluntad». Y rogó al dueño que le liberara una mano, una mano tan sólo para acariciar al gato.
Docenas de personas seguían con angustia la división de las columnas por la ciudad, y sabían que el Responsable, en las Dominicas, incendiaba no sólo la capilla, sino el edificio entero, e Ignacio había visto al huir del Banco —¡el Banco trabajaba, a pesar de todo!— que Cosme Vila subía en persona, escoltado por seis milicianos, al domicilio de don Jorge, y otros al de «La Voz de Alerta» y otros al de don Santiago Estrada, y cómo inesperadamente, de una tienda de música brotaban guitarras, violines —¡y pianos!— e iban a parar al río, donde unos se hundían en el barro hasta quedar ocultos y otros se clavaban en él como el Cristo del Sagrado Corazón.
Todo el mundo sabía que el general y los veinte oficiales habían llegado ya al cuartel de Infantería y que los veinte detenidos habían quedado encerrados en el calabozo, sin estrellas, sin guantes blancos. Todo el mundo sabía que Julio había salido alocado, echándose el sombrero a uno y otro lado, en busca de Cosme Vila, para que pusiera coto a su obra demoledora. Todo el mundo sabía que en muchas ciudades de España los combates continuaban, que en Barcelona los anarquistas habían llevado el peso de la batalla, que otros como Cosme Vila y el Responsable alcanzaban su plenitud revolucionaria, que misteriosas radios anunciaban que en el puerto de Cartagena los marineros se habían sublevado contra los oficiales y los habían tirado uno a uno con piedras y bolas de hierro atadas al cuello y en los pies, al mar, al Mediterráneo que tanto amaba el profesor Civil, y aquella noticia había paralizado el corazón de don Emilio Santos, pensando que su hijo mayor estaba allí, y, en cambio, había llenado de gozo a su criada, la cual por primera vez desde que estaba a su servicio le dijo a don Emilio que le odiaba, «por fascista».
Cosme Vila y el Responsable sabían todo eso y más. Ahora sabían que por el lado de la Catedral se habían hecho sensacionales descubrimientos: víveres para cinco años… y esqueletos. Esqueletos de bebés en las monjas. Se decía que estaban expuestos a los pies de las escalinatas de la Catedral. ¡Era preciso ir a verlos! Era preciso comprobar aquello, hacer fotografías, informar a Vasiliev, a los anarquistas de Barcelona, a Rusia, al mundo entero. «¡Víctor, trae tu máquina fotográfica!» El Responsable prepararía su andar incontenible. «Reunidos todos los hombres y en marcha hacia los esqueletos, a los pies de las escalinatas de la Catedral».
Así se hizo. Y aquella consigna que recorrió las calles volvió a reunir a todo el mundo. De un golpe, sin saber cómo, los mil hombres y mujeres —los dos mil quizá— que cuando la rendición de los oficiales se habían congregado ante el cuartel, se encontraron de nuevo todos sin que faltara uno solo, en la plaza de la Catedral, dispuestos a contemplar los esqueletos.
Pero todos tuvieron una decepción. Eran huesos, pobres huesos nada más. Todos se dieron cuenta de que un esqueleto, fuera de monja o de hijo clandestino, no era más que un montón de huesos como el que cada uno llevaba consigo, que con sólo tocarlo se desmoronaba. Además… ¿quién decía que eran de bebé? El tamaño no correspondía; a menos que las monjas, por gracia especial, dieran a luz cuerpos ya crecidos.
La decepción ante el espectáculo de lo muerto dirigió la mirada y el pensamiento de todos hacia lo vivo. Se interrogaban unos a otros. ¿Qué había, próximo a ellos, que estuviera vivo? ¿Lo más vivo posible, el mismísimo símbolo de la vida, de la fuerza, de lo que perdura por encima de los años? ¡La Catedral! Fue un grito que salió del fondo de alguna garganta reseca, que no había participado ni de la ronda de porrón en la iglesia del Carmen ni de la de cáliz que organizó Murillo. ¡La Catedral! Todos miraron las inmensas escalinatas, en uno de cuyos peldaños brillaba abandonada una casulla. Y vieron la fachada y luego el campanario. La cima de éste era la cima de la ciudad. Era lo más alto, lo que presidía, era el principio de vida. A su altura ningún hombre, ni siquiera Teo. Sólo las montañas del Pirineo, visibles al fondo de los meandros del Ter.
Cosme Vila y el Responsable se miraron. ¡A la Catedral! Santi llevaba una bandera roja. Se hubiera dicho que las fabricaba con su propia carne, o con la sangre que había brotado del Cojo al saltar éste desde la hornacina de la Virgen del Carmen. Todos juntos empezaron a subir, en filas compactas, las escalinatas. Cosme Vila tenía un presentimiento: no llegarían arriba sin que ocurriera algo. ¿Cuántos peldaños había? Los chicos del Instituto aseguraban que noventa, otros decían que ciento. En todo caso eran muchos y el sol caía sobre ellos y la calva de Cosme Vila.
Cosme Vila tenía el presentimiento de que ese algo que ocurriría sería la aparición del señor obispo. El señor obispo habría sido informado del incendio de esto y lo otro, de los jesuitas, de las Dominicas. El señor obispo era de prever que lo permitiría todo excepto eso: que le incendiaran la Catedral. Para él la Catedral debía de ser lo que para Cosme Vila sería el Kremlin, llegado el caso. ¿Qué no haría Cosme Vila por salvar el Kremlin?
Los mil hombres y mujeres —dos mil quizá— subían lentamente los peldaños ajenos a los pensamientos de Cosme Vila. Y, no obstante, y como siempre, fue éste quien tuvo razón. Antes de llegar arriba apareció alguien. No era el obispo: eran los arquitectos Massana y Ribas, delegados de Cultura de la Generalidad. Y a su lado otro hombre con un libro en la mano: el catedrático Morales.
¿Qué ocurría? Los tres hombres extendieron sus brazos en lo alto de la escalinata indicando con ello que querían hablar a la multitud. Todo el mundo se detuvo y ellos hablaron. Comprendían los sentimientos que inspiraban al pueblo, su propósito de tomar venganza, pero… aquello sería un error fatal y la revolución tenía que ser constructiva y no destructora. ¿Qué sacarían con incendiar la Catedral? El mundo entero hablaría de ello. Si como iglesia merecía ser incendiada, como obra arquitectónica, especialmente por la amplitud de su nave, era única en la tierra y por eso tenía que ser guardada y convertida en Museo del Pueblo. Se incendiaría todo lo que hubiera en ella de religioso: altares, imágenes, misales; se fundirían incluso las campanas para fabricar armas con su bronce, armas con que sostener al pueblo donde le hiciera falta, en Zaragoza, Castilla o en Madrid, en el cuartel de la Montaña. Pero el edificio tenía que ser respetado y convertido en Museo del Pueblo, instalando allí todos los trofeos y la historia viva de las conquistas de la revolución. Cataluña entera se lo agradecería. Sería una honra para Cataluña. «¡Viva la Revolución, viva Cataluña, viva el Museo del Pueblo!»
La voz del arquitecto Ribas obró el milagro. Enardeció al propio Cosme Vila. Éste comprendió que el arquitecto tenía razón y el asentimiento del catedrático Morales a sus palabras le confirmaron en ello. ¡Museo del Pueblo…! Idea excelente. Llevarían allí el árbol genealógico de don Jorge, el sillón de dentista de «La Voz de Alerta», que parecía un sillón de tortura, el cuerpo «incorrupto» de San Narciso.
Cosme Vila se volvió de cara a la multitud.
—¡Camaradas! ¡El camarada Ribas tiene razón! ¡Dispersarse! ¡Basta por hoy! ¡Él, el arquitecto Massana y representantes del pueblo se encargarán de este Museo! ¡Por ello el arquitecto Massana acepta presentar su dimisión de alcalde, porque tendrá que encargarse de este Museo! ¡Por ello propone como sustituto el camarada Gorki, y éste también acepta! ¡Camaradas, a las seis todos en la Plaza Municipal! —Cosme Vila sentía que debía decir algo para contentar al Responsable y a los anarquistas—. ¡Nos hemos unido todos para hacer frente al enemigo común! ¡La Cooperativa continuará funcionando para todos! ¡Que las mujeres vayan a buscar lo que les haga falta! Ahora mismo, los encargados de ella se dirigen a abrir las puertas. ¡Salud! ¡Viva la Revolución!