Hora por hora, las noticias iban siendo alarmantes. El Movimiento fracasaba en muchos lugares. El país vasco se había declarado adicto al Gobierno. El comandante Martínez de Soria no se lo explicaba. ¡San Sebastián se consideraba seguro! Pudo más en los vascos su nacionalismo que otras consideraciones.
En Madrid se combatía encarnizadamente. Valencia era «leal». En Barcelona… por de pronto, el general Aranguren, de la Guardia Civil, se había puesto a disposición de las autoridades gubernamentales. Aquello fue un nuevo golpe para el comandante. El capitán Roberto, de la Guardia Civil, y Padilla y Rodríguez casi lloraban de rabia. «¡La Guardia Civil al lado de estos canallas, no!» Y, sin embargo, era cierto, y muy posible que aquello inclinase la balanza de la ciudad en favor del Gobierno, arrastrando a toda Cataluña, la frontera, los puertos de mar.
Las únicas noticias satisfactorias continuaban llegando de África, de Castilla, de Navarra, ¡de Oviedo!, y de algunos puntos aislados del Sur: Cádiz, Granada… En Sevilla, el general Queipo de Llano manejaba como podía sus hombres y los refuerzos que llegaban de Marruecos por vía misteriosa.
Casi todos los aeródromos en que había aparatos, estaban en manos del Gobierno. La Marina también, tal como previo Julio. El destructor Churruca, después de desembarcar unos legionarios en Cádiz, había zarpado rumbo a puerto gubernamental.
El comandante Martínez de Soria decía: «Madrid se ha considerado siempre perdido, y los planes han previsto desde el primer momento dirigir sobre la capital cuatro columnas, dos del Norte y dos del Sur. ¡Pero habiendo fallado el país vasco, todo cambia!»
Se sabía que en Castilla los falangistas voluntarios se contaban por centenares, y que en Navarra los requetés acudían en masa al llamamiento del general Mola. «Hay familias en que se presentan con boina roja, el abuelo, el padre y todos los hijos», informaba don Emilio Santos. Carmen Elgazu decía: «Los navarros son medio vascos». «¡No me hables de los vascos!», gruñía Pilar. Pero, por otro lado, en muchas plazas «el pueblo» se había lanzado a la calle con absoluto desprecio del peligro.
A última hora de la noche llegó la noticia definitiva, sin remedio, que no dejaba lugar a la esperanza: las fuerzas sublevadas en Barcelona se habían rendido. El propio general Goded, ¡el general Goded!, había hablado por radio pidiendo que se evitara un inútil derramamiento de sangre. Ello significaba que las demás guarniciones catalanas debían seguir su ejemplo.
¡Rendirse! El comandante Martínez de Soria palideció. El alférez Roma y los dos tenientes le miraron con sobrehumana intensidad. El teniente Martín, que también había sido liberado, pensaba: ¿Rendirse? ¡Jamás! Muchos de los voluntarios que montaban guardia en las calles no sabían una palabra de lo que ocurría; suponían que todo marchaba viento en popa.
El comandante Martínez de Soria calculaba las posibilidades sólidas de resistencia. Consideraba que más de la mitad de la población estaba con él. Había pedido flores para el cementerio, para el comandante muerto en octubre, y todo el día fue un desfile de personas llevando ramos. Contaba con edificios macizos, con las murallas, con Montjuich… Pensó en la guerra de la Independencia. En la cima del monumento rugía el león…
Pero comprendía que sería una locura. Siempre se había considerado que en Barcelona las fuerzas sindicales podían organizar en pocas horas un ejército de 80.000 hombres. ¡Éstos y la Guardia Civil acarrearían el fracaso! Caerían sobre Gerona con ímpetu incontenible. Sin contar con los campesinos de la provincia. Sin contar con los enemigos del interior, armados en su mayor parte.
No era posible resistir. Gerona estaba perdida. El comandante suponía que Castilla, Navarra, Galicia —al parecer en Galicia se había triunfado—, Sevilla y África bastarían para organizar desde estos puntos la reconquista del territorio. Estas regiones y algún milagro… Pero Gerona estaba perdida y no cabía otro remedio que rendirse… Ya los huelguistas y otra gente que hablaba de «leales» y «facciosos» —«¿Leales a quién —decía el comandante—, a Casares Quiroga, a Vasiliev?»—, se agitaban, parecían prepararse a caer sobre la presa.
El comandante Martínez de Soria, en el cuartel, pidió que le sirvieran coñac. Pensó en su esposa, en la arenga que leyó en sus ojos. Pensó en Marta, que se hallaba en el Hospital Militar con el botiquín esperando heridos, que por fortuna no llegaban… Pensó en los doscientos treinta y cinco hombres a los que había arrastrado a la aventura. En los otros doscientos, como el profesor Civil, cuyos servicios no se habían utilizado pero que figuraban en las listas.
El comandante sabía que le tocaría morir. Podía tomar un coche y acercarse a la frontera. A la sola idea sintió que su carne se despreciaba a sí misma. ¡Gritaría «¡Viva España!» hasta que el plomo mandara callar su corazón! Mejor era morir de esta suerte que no haber perecido unos días antes en manos del Cojo… Por lo menos ahora había plantado la semilla. Y se reuniría con su hijo. «¿Dónde estaba su hijo?» Mateo decía: «En los luceros». El comandante sonrió. El otro, Fernando, estaba en Valladolid… y Valladolid era de España. ¡Barcelona se ha rendido, Barcelona se ha rendido! Se hubiera dicho que las voces salían de los muros. El comandante se levantó. Era preciso dar la orden de retirada a los voluntarios, advirtiéndoles que se había fracasado y que quedaban libres de irse a sus casas o tomar la decisión que estimaran conveniente. «Hay que indicarles que probablemente las represalias serán espantosas». ¡El Movimiento acabaría por triunfar!, pero de momento en Gerona no había esperanza. Los soldados… que regresaran al cuartel. Los oficiales debían imitar su ejemplo personal, y él pensaba entregarse a las autoridades. ¡Que cada uno sepa morir con honor, como caballeros del Ejército Español!
Era una noche cálida, en la que se hubiera dicho que todos los misterios de la antiquísima ciudad salían a flote. Lluvias de estrellas descendían sobre la Catedral y el profesor Civil, viéndolas, le decía a su mujer que presagiaban la guerra. En el empedrado de las calles solitarias se oían pisadas. Rodríguez, que patrullaba, les decía a sus compañeros que aquellas pisadas eran las de la tropa que luchó contra Napoleón. «¡Entonces hasta las mujeres tomaron un fusil!» «Ahora no ha habido más que una mujer: Marta». Rosselló le contestó: «Si hay guerra verás como saldrán Martas por docenas». Los que montaban guardia en la vía oían el rumor de las turbias aguas del Ter, Del fondo del pozo de la casa Pilón subían chillidos de extraños pajarracos. Tras las murallas, las estaciones del Vía Crucis, pintadas en blanco, trepaban por la colina recibiendo el beso de la luna. Era una milagrosa ciudad en donde se hubiera dicho que el amor debía de ser rey. Bajo los arcos se hubieran podido cantar salmos, uno tras otro, en letanía inefable.
En cambio, la consigna que comenzó a circular recordaba más bien el Dies irae. Retirarse, se había fracasado; la represalia sería espantosa. Los pajarracos del pozo de Pilón cruzaban la bóveda subterránea como locos. En una hora escasa los doscientos treinta y cinco voluntarios conocieron la verdad. ¿Cómo era posible? ¡Ahora empezaban a comprender las sonrisitas que vieron a última hora, las frases alusivas! Blasco había gritado con insolencia: «¡Mañana, todos calvos!» Los voluntarios se miraban unos a otros bajo la lluvia de estrellas, con el pánico retratado en el semblante. Las diferencias de edad acusaban mayormente la situación. ¡Retirarse…! Sálvese quien pueda. Goded se había rendido. ¿Y el comandante Martínez de Soria?
—El comandante Martínez de Soria es quien ha dado la orden.
Un soldado dijo:
—Se acabó la farsa.
Aquélla fue la revelación del electricista, del último alistado. Traspasó su fusil a la mano izquierda, y acercándose al soldado le arrancó el gorro de la cabeza y con él le dio en la cara a modo de guantazo. Hubo un altercado tremendo, el primero desde la declaración del Estado de Guerra. El soldado barbotó: «¡Ya nos veremos, guapo!» Mateo acudió. Había sido presentado al electricista a media tarde. «Has hecho muy bien», le dijo. Luego se dirigió al soldado:
—¿A qué llamas tú farsa? ¿A la redención de España?
El soldado, sonriendo, se alejó. Entonces un oficial le ordenó cuadrarse y le dio un bofetón de una dureza inimaginable.
Cada hombre hacía sus planes. Algunos suponían que no les ocurriría nada y se volvían a sus casas dispuestos a permanecer en ellas. A otros les entró un miedo indescriptible, y pensaban en los más inverosímiles lugares donde esconderse. Otros decían: «Inútil, inútil; darán con nosotros dondequiera que nos metamos». Alguien insinuó tímidamente que los militares se habían precipitado y que no era como para agradecerles el lío en que los habían metido.
La orden era: «Devolver el arma al cuartel». Algunos obedecieron, otros la guardaron consigo. Todos pensaban en sus familias, en cómo los recibirían al verlos regresar derrotados, en el miedo que se apoderaría de todos. Voces serenas hacían oír su timbre. «¡Qué más da! Hemos cumplido con nuestro deber. ¡Viva España! ¡Arriba España!» Los ojos se humedecieron al oír aquello: «¡Viva España!»
Empezaba a clarear cuando las calles se desalojaron. La ametralladora de Correos había desaparecido, lo mismo que los cañones. Sólo quedaban los guardias civiles, algunos soldados y algunos oficiales y los de Falange. Los demás hombres se habían retirado.
«La Voz de Alerta», al llegar a su casa y contar a Laura lo ocurrido, temblaba de pies a cabeza. «¡Tengo que huir, tengo que huir!» Comprendía que no tenía salvación. Pensaba en los Costa. «¡Hay que avisar a tus hermanos en seguida!» Laura lloraba. «¿Qué quieres pedirles? Estaban furiosos por la sublevación. Además que no sé si conseguirán nada. ¡Dios mío!, ¿qué vamos a hacer?» En la puerta de la alcoba sonaron dos golpes. Era la criada, Dolores. «Señorito… sé lo que ocurre. Todo el día de ayer estuve pensando en usted. Cojamos el coche y nos vamos a mi pueblo. Ya sabe usted que allí todos le queremos. Le defenderemos todos, ¡todos!» «La Voz de Alerta» sintió que aquellas palabras eran el Evangelio: «¡Haz las maletas! Pon esto, pon lo otro…»
El notario Noguer subió a ver a mosén Alberto, el cual no se había acostado. El notario le dijo: «Hay que pasar la frontera inmediatamente. Hay que ir en coche hasta donde sea y luego buscar un guía. Usted se viene también con nosotros».
Mosén Alberto dudó. Dijo que no podía tomar ninguna determinación sin consultarlo con el señor Obispo. «¡Pues vaya a Palacio y vengan a casa antes de las ocho! El comandante no hablará con las autoridades hasta media mañana. No hay tiempo que perder».
Don Pedro Oriol no quería moverse del piso. «Estoy fatigado. Además, ¿qué pueden hacerme? Supongo que les interesarán otras víctimas».
Mateo reunió a todos los falangistas y les dijo: «Camaradas, ya sabéis que en Gerona el Movimiento no ha fracasado. Quien diga lo contrario, miente. Aquí hemos triunfado… sin resistencia además. Nuestra labor ha resultado inútil. Ahora tenemos que retirarnos porque en Barcelona ha habido traición. ¡Pero no importa! Tal vez muramos todos, pero España se salvará. Con sólo un reducto que hubiera quedado bastaría, y han quedado no sólo reductos, sino provincias enteras. Que Dios nos proteja. ¡Arriba España!»
Todos le rodearon con efusión. Rosselló le dijo: «Por lo menos tú, ponte a salvo». Mateo contestó: «Yo me voy a visitar a mi padre. Tal vez volvamos a vernos. Os doy mi palabra de honor de que haré lo que crea mejor para el servicio de España. Si pudiera dar la vida para salvar la de José Antonio o la vuestra, la daría».