Mateo recibió la orden mientras estaba preparando la comida de Pedro.
Le ocurría una cosa estúpida, sin explicación. Las horas se le hacían tan largas que continuamente se acercaba a la ventana de la cocina y miraba la inmensa mole de piedra del campanario de la Catedral. Y de pronto le parecía que este campanario, en el que el sol daba de lleno, empezaba a inclinarse, a inclinarse, que su base era móvil y que de un momento a otro caería sobre su cabeza. Mateo retrocedía en la cocina, tropezando con la silla de patas cojas. Se pasaba la mano por los ojos. Aquello era una pesadilla. Quería dominarse y volvía a la ventana. Luego se dirigía a los fogones a preparar la comida de Pedro.
Pedro se había dado cuenta de su nerviosismo y le había dicho:
—Si quieres, iré a buscarte una mujer. Tendremos las luces apagadas.
Mateo, por más esfuerzos que hizo, no pudo indignarse. Comprendió que tal vez Pedro estuviera en lo cierto. No obstante, se dominó. No sólo por el peligro y su promesa de vida casta, sino por Pilar. La Historia Universal continuaba ofreciéndole a menudo la entrañable plegaria: «Virgen Santa, Virgen Pura, haced que me aprueben de esta asignatura».
Rodríguez le dijo: «El día diecinueve, a las seis y media de la mañana».
La preocupación de Mateo era saber si subiría a ver a Pilar o no, antes de presentarse en el cuartel. Las seis y media de la mañana le parecía una hora inconveniente. A veces dudaba y pensaba: «Me parece que mi obligación sería subir a ver a mi padre, que se lo merece de sobra».
A Pedro no había podido sino arrancarle una confidencia: Estaba seguro de que en Rusia el hombre era feliz.
—Mi padre, en Rusia, no se hubiera suicidado —dijo.
Mateo le miró con simpatía.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no, porque allí hubiera sido feliz.
Mateo intentó explicarle que en Rusia la felicidad era imposible porque los creyentes se veían perseguidos y los no creyentes llevaban en el alma, como en todas partes, la angustia de lo incompleto; pero Pedro negaba con la cabeza, mientras comía sardinas, que era lo que más le gustaba.
—Ojalá fuera esto como aquello. Mi padre no se hubiera suicidado.
El muro que constituía Pedro a veces descorazonaba a Mateo. Se preguntaba si después de la victoria conseguirían convencer a alguien. Pensando en los albañiles y el electricista, cobraba ánimos. Pero se decía que cada alma en torno suyo buscaba lo absoluto y que lo absoluto —bien claro se veía en San Agustín— no podría darlo aquí abajo ni siquiera Falange… Entonces llegaba Rodríguez y en el entusiasmo del guardia civil bañaba de nuevo su espíritu.
Mateo tenía otra preocupación: que el comandante Martínez de Soria les permitiera custodiar al general, al Comisario y a Julio García hasta que se decidiera sobre su suerte. Mateo creía que nadie como Falange era digna de confianza para tal misión.
Rodríguez le preguntó:
—¿Has tirado muchos tiros?
Mateo sonrió.
—En Madrid.
—¡Caray, cuántas cosas hacíais en Madrid! —comentó el guardia.
«La Voz de Alerta» y don Jorge supieron por Laura que se acercaba el momento de su liberación, pero no conocían la fecha exacta. Desde aquel momento vivían con el oído atento a las pisadas en la escalera. Reconocían el caminar de todos los de la cárcel y pronto se miraban decepcionados. Sólo el gitano les daba a veces alguna esperanza, pues el ritmo de sus pies era variable. Casi siempre subía soñoliento; pero alguna vez parecía bailar. Los pasos del baile les sugerían la imagen de un emisario haciendo tintinear las llaves… y llevándoles armas en abundancia.
Laura había conseguido introducir un revólver por entre las rejas. Don Jorge lo quería para él, «La Voz de Alerta» también. A veces, cuando Teo se paseaba por el patio, «La Voz de Alerta» le apuntaba con la imaginación. Pero en varias ocasiones había sentido pena por el gigante. Teo no parecía el mismo desde su entrada en la cárcel. La decepción que sentía por el hecho de que Cosme Vila no le liberara, era indescriptible. El mundo se le caía encima. Toda su escala de valores se veía transformada. «¡Yo, que hubiera dado la vida por él!» Tampoco se explicaba que no acudiera a liberarle la valenciana, Don Jorge había advertido que Teo, fuera del contagio de la multitud y separado de su carro, era un niño. La gigantesca plataforma de su carro y la multitud le convertían en algo que no era él, en un bruto, en un loco.
Uno de los abogados hacía observar a don Jorge y a «La Voz de Alerta» que probablemente también ellos habían cambiado… Fuera de la cárcel, imposible soñar en que hallaran un punto humano en Teo. Al oír esto, ambos pensaban en los consejos de mosén Francisco el día en que se confesaron con él. Y de rechazo en el peligro que continuaba cernido sobre sus cabezas. «Hacemos muchos planes de liberación y quién sabe si saldremos vivos».
La ciudad comprendió que la hora crucial se acercaba, porque de pronto los trenes fueron suspendidos. Al parecer, en Barcelona existía un especial estado de alarma y se habían declarado varias huelgas y las comunicaciones habían quedado rotas. Los que tenían parientes en aquella capital se inquietaban.
El Responsable entendía que ya no podía dilatarse más el plazo concedido al comandante Martínez de Soria… Sus costumbres eran conocidas, la sublevación era inminente. ¡Manos a la obra! Se había decidido «disparar contra él con pistola, por la espalda, en cuanto doblara la esquina de la Plaza Municipal, bajo los arcos, al dirigirse al cuartel por la tarde, entre tres y cuatro». Existía allá una escalera que comunicaba con una extraña azotea… El fugitivo caería a través de ella en una buhardilla que ocupaba un limpiabotas amigo de Blasco.
Como autor del atentado se había designado a Porvenir. El Cojo fue considerado demasiado impulsivo. Era preciso apuntar a la nuca, como los guardias a Calvo Sotelo.
Era de suponer que el alférez Roma y los dos tenientes titubearían un instante y que su gesto sería el de atender al comandante al verle caer; aquellos segundos le bastarían a Porvenir —quien, por lo demás, iría disfrazado— para penetrar en el portal y cerrarlo. Porvenir le dijo a Blasco: «A ver sí tu camarada el limpiabotas me tiene preparada una media de ron».
La hija del Responsable le preguntó:
—¿No te temblará el pulso? Al fin y al cabo, el comandante es un hombre.
Porvenir negó con la cabeza.
—A su hija, no podría… —dijo. Luego añadió—: Pero a él, que lo parta un rayo.
Referente a mosén Alberto habían surgido dudas. En todo caso se vería luego. Primero interesaba el comandante, puesto que los trenes ya no marchaban y se esperaba de un momento a otro la noticia.
Y, no obstante… Porvenir pasó tres días disfrazado de otro ser, con bigote y barba, en la escalera que hacía esquina en la Plaza Municipal, sin ver al comandante.
El comandante no había olvidado la advertencia del Rubio. El hecho de haber desaparecido Ideal, Blasco y el resto le hizo suponer que el período de vigilancia había terminado; su última salida fue el día en que recibió el telegrama. A su regreso decidió permanecer en casa hasta la madrugada del día 19, con un fusil ametrallador al alcance de su mano.
El Cojo lanzaba terribles improperios: «¡Nos lo merecemos! ¡Por haber tardado tanto!» El Responsable estaba furioso. Ideal proponía asaltar el piso. «Nos achicharraría», contestaba el jefe.
Cosme Vila había desistido, por su parte. Supuso que el comandante habría aleccionado suficientemente a un substituto; y nada le molestaba tanto como una acción que creara enemigos y que no fuera eficaz en sí misma. Su única preocupación consistía en saber la fecha exacta, el día de la sublevación. Hablaba de ello con Julio. No conseguían dar con la llave. Julio se inclinaba a creer que sería el primero de agosto. Cosme Vila creía que antes. El doctor Relken, antes de marchar, les dijo: «De todos modos, Gerona tiene poca importancia. A la larga tendrán ustedes que correr la suerte de Barcelona».
El Responsable, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, alteró sus planes. Ordenó a Porvenir ocultarse en un piso frente al que ocupaba el comandante y en el que una vieja les alquiló una habitación exterior. Desde esta habitación se dominaba la salida de la escalera. Ideal y Santi se turnarían en la vigilancia; en cuanto el comandante asomara, Porvenir se lanzaría a la calle y se confiaría al azar.
El comandante suponía, más o menos, todo aquello, y vivía horas angustiosas, lo mismo que todo el mundo. El profesor Civil había ido a ofrecerse para salir con armas a escondidas de su mujer. ¡Era la primera cosa que le ocultaba desde la guerra de Cuba! Y sentía remordimientos. Sin embargo, el notario Noguer le había dicho:
—Se lo agradecemos mucho, profesor. Que una persona como usted se haya decidido, nos prueba que cumplimos con nuestro deber. Pero tal vez no hagan falta tantos hombres. En todo caso, no pierda cuidado; si le necesitamos, le mandaremos aviso.
El profesor se sintió algo humillado. Supuso que le rechazaban por la edad. También él oía dar las tres en la Catedral, las cuatro, las cinco, como Matías Alvear. A veces preguntaba: «¡Si me habré contagiado de ese diablo de Mateo!» Porque las peroratas del profesor en contra de la violencia habían sido muy numerosas, tanto como los alegatos en favor del concepto de Gobierno legítimamente constituido y similares; conceptos que daban risa a Mateo, que siempre le contestaba que era suicida y estúpido circunscribir el porvenir de la Patria a un problema jurídico.
Y a pesar de ello, el profesor Civil se había decidido. Se decidió el día en que vio a Vasiliev desfilar, entre una doble hilera de mujeres, ante la Cooperativa. En la mirada del ruso le pareció descubrir una ironía incalificable. «¡Mujeres españolas!», exclamó el profesor Civil. Pensó en la suya. Ignacio le hizo observar que aquella exclamación podía haberla lanzado Mateo. Por lo demás, Ignacio había observado que muchas personas, sin darse cuenta, utilizaban el lenguaje de Falange. El propio Prieto en sus discursos hablaba de «lo nacional», «de los valores del espíritu», de «las aventuras históricas». El subdirector hablaba «del hondo patrimonio de la raza».
El profesor Civil entendía que la cosa en él era más simple. Se había contagiado, no de Mateo, sino de Benito, de su hijo. Había claudicado ante él. El profesor quería demasiado a sus hijos para no hallar razones con que justificar sus locuras… y aun seguirlas. Su claridad mental y su dominio en el terreno teórico sucumbía frente al sentimiento de la familia. A lo largo de su vida se había dado cuenta de ello en ocasiones sin importancia; ahora la cosa había afectado a lo principal. El profesor decía: «Si uno de mis nietos, con una peonza en la mano, me pidiera que perdonara a los judíos, creo que les perdonaría».
Ignacio había sacado de todo ello una conclusión: la atmósfera reinante alteraba los cerebros. Se operaba una gran transformación. Se advertía incluso en los rostros. La Torre de Babel tenía una nariz más afilada que antes, con un punto de crueldad; Carmen Elgazu se hundía en sus grandes ojeras, que le infundían aspecto dramático. El flequillo de Marta había empequeñecido y ahora sólo le brotaban de la cara los ojos. Unos ojos decididos, serenos, negros, de una intensidad indefinible; mirando a Ignacio, a César, a Pilar, a todos, al comandante Martínez de Soria, a Padilla y a Rodríguez, a la ciudad, con todo el ardor de su juventud; mirando de vez en cuando, sin hablar de ello con nadie, al balcón tras el cual Ideal y Santi cuidaban de Porvenir como de un tenor en día de estreno.
* * *
El día 17, la señal de alarma resonó en la ciudad: algunas guarniciones de África se habían sublevado. El comandante Martínez de Soria no acertaba a explicárselo, pues la consigna era para el día 19. Supuso que el temor de que el Gobierno tomara medidas en aquella zona, considerada vital, había forzado a sus jefes a adelantarse a la Península en cuarenta y ocho horas.
Sin embargo, no se sabía nada. Sonaba el nombre del general Franco. Este nombre inspiraba gran confianza al comandante, porque conocía el prestigio del general entre las fuerzas de Marruecos. De todos modos, se hablaba más que nada de la Legión. «Entonces, es el teniente coronel Yagüe», informaba el comandante.
Imposible saber nada en claro. El coronel Muñoz había objetado: «¿Cómo puede ser Franco, si está en Canarias?» El coronel pretendía conocer a los jefes y estaba seguro de que Sanjurjo se hallaba en España desde muchos días antes y de que la cabeza directora de todo era el general Mola.
Hasta el día siguiente, 18, las radios no empezaron a dar noticias algo precisas. Lo de África era un hecho y no se trataba solamente de la Legión. Todas las fuerzas marroquíes y todas las guarniciones: Melilla, Ceuta, Tetuán, Larache… En el Banco hacían semana inglesa y el subdirector se pasaba las horas oyendo emisoras de onda corta. El Hermano de la Doctrina Cristiana estaba a su lado. El aparato lanzaba gritos de «¡Viva España!» En los llanos de Axdir, el Caíd había convocado a los guerreros de Beni Urriaguel y les había dicho: «¡Por la gloria de Dios, por la fuerza y el poderío que residen en Él. Al glorioso héroe, tan afortunado de mano, alma y corazón: al general Franco! ¡Que las bendiciones divinas sean sobre ti y los que contigo combaten en la buena senda! Nosotros no regresaremos de España hasta que los mayores y los menores gocen de vuestra paz. Porque Dios ayuda al siervo tanto como dure la ayuda del siervo a su hermano. ¡Y veréis como a nuestros heroicos hombres no les importa la muerte!»
Julio estaba al corriente de aquello y le pareció comprender que el proyecto de los que empezaban a ser llamados «rebeldes» sería utilizar tropas marroquíes. «¡Bendiciones divinas! —ironizó—. Siempre lo mismo. Musulmanes defendiendo el catolicismo».
Lo que no comprendía era cómo lograrían transportar las tropas a la Península, pues Julio estaba convencido de que la Marina se pon iría de parte del Gobierno y bloquearía el Estrecho de Gibraltar.
—Las transportarán por el aire —sugirió el agente Sánchez.
—No sé de dónde sacarán los aparatos.
A última hora se decía que el Gobierno era dueño de la situación.
Aquello desencadenó una crisis de alegría entre todas las personas opuestas a la sublevación. Casal, David y Olga no salían de la UGT, pendientes de la radio. Los Costa habían recibido una llamada telefónica de sus mujeres, desde País. «¿Qué pasa, qué pasa? Venid aquí con nosotras. Estamos asustadas». Los Costa les prometieron ir, pero su intención era muy otra. La sublevación les había devuelto todo su entusiasmo democrático. Olvidaron la huelga, el cierre ilegal de los locales de derechas. Y pensaron con renovada seriedad en el problema de Cataluña. El arquitecto Ribas tenía razón. Aquello significaría el fin de Cataluña. Era la voz que se iba extendiendo por toda la ciudad. «¡Veríamos a los moros invadiendo Cataluña!» Alguien creía saber que el proyecto era trasplantar en masa la población catalana. Por fortuna, las noticias de África eran optimistas. «¡Y si fracasan en África ni siquiera se atreverán a continuar!»
Cuando uno de los guardianes de la cárcel anunció con indignación el levantamiento contra la República, «La Voz de Alerta» sonrió: «¿A eso le llaman República? Son una pandilla de bandoleros».
El comandante Martínez de Soria no se dejaba impresionar y comprendía que en África el movimiento había triunfado. Lo mismo que en Canarias. Era la primera etapa. Al día siguiente, 19, se decidiría la suerte de la Península…
El comandante temía que durante la noche el general y Julio mandaran ocupar la ciudad, tomando como fuerza básica los Guardias de Asalto. No suponía que se atrevieran a armar al pueblo.
Se acostó sin quitarse el uniforme, dispuesto a dormir intermitentemente. De vez en cuando se levantaba y, acercándose a la ventana miraba afuera. Al ver que todo estaba tranquilo y que las calles continuaban libres le decía a su mujer: «¡Cuidado que son ingenuos! No comprendo que no vean que eso tiene que ser hoy».
Empezó a clarear. El comandante Martínez de Soria saltó de la cama. ¡Era el momento! Su mujer se levantó a su vez y, aprovechando que el comandante había salido del cuarto, se arrodilló ante el crucifijo. El comandante, al regresar, la sorprendió en esta actitud. No dijo nada. Se le acercó y le dio un beso en los cabellos. Marta se estaba vistiendo en su cuarto. Tenía un botiquín sobre la mesilla de noche con las iniciales: CAFE.
Marta había advertido a su padre que los anarquistas vigilaban desde uno de los balcones de enfrente, por lo que el comandante había ordenado al teniente Delgado que fuera a buscarle en coche. De este modo a Porvenir o a quienes fueran, no les daría tiempo de actuar.
A las seis y cuarto llegó el Rubio. A las seis y diecisiete minutos, tres soldados de confianza. Los cuatro permanecerían en el piso custodiando a la esposa del comandante.
A las seis y veinte minutos un coche se detuvo ante la puerta, en silencio. «¡Ahí están!» El comandante y Marta bajaron saltando los peldaños. La portezuela del coche se abrió. Penetraron en él. «¡Viva España!» El teniente Delgado ocupaba el volante. Pisó el acelerador. El comandante le preguntó:
—¿Todo el mundo en su puesto?
—Todo el mundo, mi comandante.
Camino del cuartel se veían hombres que andaban pegados a los muros o por el centro de las calles, disimulando. Eran los voluntarios, los que habían prestado juramento.
Una hora después, la ciudad quedó ocupada. Todo funcionó con precisión matemática. Tropa, guardia civil y paisanos. El general, en pijama, daba vueltas en su cuarto, horrorizado. Sentados en tres sillas le contemplaban, arma al brazo, el alférez Roma, Benito Civil y un muchacho de la CEDA. Este último había pedido a una de las hijas del general una taza de café. El coronel Muñoz se encontraba encerrado en su despacho, en compañía del comandante Campos, bajo la vigilancia de un capitán, de Padilla y del hijo de don Jorge. El Comisario quedó detenido en su domicilio, lo mismo que Cosme Vila, el Responsable y Casal. Los únicos que no se habían dejado sorprender habían sido Julio y el doctor Relken. El doctor Relken salió la víspera para Barcelona, en coche. Julio no se hallaba en casa. Cuando el guardia Rodríguez, a las órdenes de un teniente, llamó a la puerta, salió con los ojos desorbitados doña Amparo y dijo: «¿Qué quieren ustedes? No está, no está». Registraron el piso y no estaba. Doña Amparo se negó a dar noticias sobre su paradero. «Le esperaremos», dijo el teniente. Y puso en marcha la gramola.
A medida que la ciudad despertaba, se iba dando cuenta de lo que ocurría. Era domingo. Muchas personas, al salir de casa con el misal en la mano, retrocedían un momento. ¡Hombres armados! Al reconocer a las personas que llevaban fusil, sentían que el corazón les latía con sentimientos indefinibles. ¡Dios mío, la suerte estaba echada! Algunos se alegraban francamente, otros lo consideraban una canallada. Más de una docena miraban a los paisanos voluntarios y se decían: «Yo debí hacer otro tanto».
En el campo contrario la reacción fue sórdida, de una violencia interior indescriptible. Los huelguistas salieron a la calle y sus miradas expresaban odio de siglos. Pero las consignas eran severas. ¡Dispersarse! Prohibidos los grupos de más de cuatro personas. El día se presentaba radiante. En cuanto alguien se resistía, las culatas de los fusiles se prestaban a actuar. En la actitud de algunos soldados se advertía cierta reticencia, pero los oficiales vigilaban de cerca. Los paisanos voluntarios cumplían su misión con una conciencia que llenaba de gozo al comandante.
Éste declaró el estado de guerra, montado en su caballo. Un momento pensó en el jefe que cayó en octubre, en idéntica actitud…
«La Voz de Alerta», don Jorge y los demás propietarios habían sido liberados. Teo, al verlos marchar, apretó los puños, aunque suponía que era el término legal de la condena. «¡Decidle a Cosme Vila que es un c…!» Todos los sentimientos humanitarios de «La Voz de Alerta» habían desaparecido.
Octavio, Haro y Rosselló salieron asimismo del calabozo. Estaban pálidos como víctimas de una enfermedad. Al ver aparecer, en el calabozo, el rostro de dos guardias civiles a aquella hora de la mañana, se habían mirado inquietos. Al oír ¡Viva España! se pusieron en pie de un salto. Al ver que se les tendía un fusil a cada uno, comprendieron. Cruzaron la puerta dando gritos y al asomar a la calle miraron al cielo nítido, y luego vieron a Mateo, que los esperaba sonriendo. «¡Arriba España!», gritó éste. Los tres falangistas querían abrazarle. «¡Arriba!», contestaron. Mateo les dijo: «Vuestro puesto está en el Hospital Militar. No perdáis tiempo. Presentaos al sargento Hurtado».
Mateo había salido a las seis y quince minutos. Pedro, que los domingos se levantaba tarde, al verle aparecer en el comedor y dirigirse a la puerta temió que se repitiera la escena del suicidio de su padre.
—¿Dónde vas? —le preguntó.
Mateo le dijo:
—A defender a España.
Pedro se incorporó. No comprendía. Temía que Mateo se hubiera vuelto loco.
Mateo le informó:
—Lo de África es cierto. Hoy nos toca a nosotros.
Pedro, súbitamente, comprendió. Le miró con ira repentina.
Mateo se le acercó con decisión.
—Te agradezco mucho lo que has hecho. Y no olvides que hay diez mil falangistas en España dispuestos a corresponderte en cuanto nos necesites.
No dio otra explicación. Comprendió que le sería imposible convencer a Pedro. Salió a la calle y no fue a ver ni a su padre ni a Pilar; directamente al cuartel. Pero pasó por la Rambla y su mirada se dirigió, emocionada, al balcón de los Alvear.
Todavía no había conseguido conocer a los dos albañiles y al electricista, los cuales montaban guardia en la estación.
Hacia mediodía, las calles se hallaban llenas de curiosos. En realidad, las fuerzas eran pocas, dada la extensión de la ciudad. Había zonas de ésta que daban la impresión de que la cosa no iba en serio. El espíritu crítico se adueñaba de muchos, pues había personas, como el subdirector, a las que el fusil en la mano les sentaba como alpargatas en día de fiesta. En cambio, don Jorge lo llevaba con maestría, lo mismo que don Pedro Oriol.
Se hablaba de sublevación en Barcelona, en Madrid y en todas partes. Alguien aseguraba que en todas partes era un éxito. Por el contrario, llegaban noticias de combates en las calles de Barcelona. La sublevación de algunas plazas, como la de Zaragoza, había dejado estupefacto al general. «¿Cómo es posible? ¡En Zaragoza está Cabanellas, republicano como yo!» El muchacho de la CEDA que le custodiaba levantaba los hombros irónicamente. «¡Qué le vamos a hacer, mi general! Tal vez Cabanellas no llevara mandil». El alférez Roma reprendió severamente al chico. Su conciencia de militar le impedía mofarse del comandante de la plaza. A gusto le hubiera pegado un tiro al general, pero de ninguna manera consentiría ofenderle.
Ante los sindicatos, la guardia era sólida. Prohibida la entrada. Ello impidió las consabidas concentraciones. Los militantes de Cosme Vila, del Responsable, de Casal y los miembros de Izquierda Republicana y Estat Català se hablaban entre sí en una esquina, o se visitaban a domicilio. «¡Esto es intolerable! ¿Qué hacer?» Unos decían: «Yo tengo arma; yo un fusil, yo una pistola». Pero ¿cómo organizarse? Al saberse que los respectivos jefes estaban detenidos, el furor de unos y otros aumentó. «¡Hay que hacer algo!» El catedrático Morales temía que fusilaran a Cosme Vila. Olga estaba convencida de que lo mismo le ocurriría a Casal. «¡Hay que hacer algo!» Pero… aunque pocas, allí estaban, en lugares estratégicos, las ametralladoras. Y un par de cañones. Todos tenían la sensación de que habían sido unos imbéciles. «¡Si nos lo estaban diciendo ellos mismos!»
Era evidente que ante el enemigo común se despertaba de hombre a hombre un sentimiento de solidaridad. Muchos militantes se repartían por la ciudad en actitud provocadora. Elegían los lugares custodiados por los muchachos de la CEDA y de Falange. Se detenían y sacaban la petaca. Rosselló y el hijo mayor de don Santiago Estrada no se avenían a razones y se les acercaban apuntándoles. Ante el Matadero Municipal, Mateo ordenó a varios: «¡Manos arriba!» Y procedió a registrarlos. Halló un bulto extraño. Era una pipa. El militante sonrió. A otro le halló un revólver. Mateo se llevaba detenido a este militante. Un alférez se le acercó. «¿Qué ocurre? No hagas nada sin consultármelo a mí». Fue el alférez quien se llevó al detenido.
Gran número de familias habían prohibido a sus hijos salir de casa. Algunas no les permitieron ni siquiera ir a misa. El número de personas que encontraban justificada la sublevación era crecido, pero de una parte el desconocimiento de las verdaderas intenciones de los militares y de otra el temor de que todo aquello fuera un fracaso, con las terribles represalias que ello traería consigo, mantenían los ánimos en un estado de angustia incalculable.
Matías Alvear había prohibido a los suyos que salieran. Sólo hacia las once de la mañana, al ver que en realidad en las calles no había nada que temer, accedió a los constantes ruegos de Ignacio y Pilar y permitió que ambos fueran a dar una vuelta, con la orden de no separarse. Ignacio quería ver el aspecto de la ciudad, a los sublevados en acción, y a Marta; Pilar quería ver a Marta con el botiquín… ¡y sobre todo a Mateo! Las cuatro horas de espera, de las siete a las once, se le habían hecho interminables. Continuamente oteaba la Rambla desde los cristales del balcón. Había visto a muchos soldados, al notario Noguer, a «La Voz de Alerta», pero no a Mateo. Al salir, cruzaron calles y más calles sin resultado. No veían ni a uno ni a la otra. Finalmente, delante del Matadero, vieron a Mateo.
Pilar perdió la respiración. Allí estaba su novio, con camisa azul, unas flechas bordadas en el pecho, arma al brazo. Pálido por la encerrona; larguísimos cabellos, que reclamaban unas tijeras. Mateo no la veía. Fue Padilla quien le dijo: «Me parece que allá viene alguien sospechoso».
Mateo se volvió como un rayo. Al ver a Pilar quiso acercarse, instintivamente. Pero el alférez le miró con fijeza. La chica vio que Mateo, sin insistir, desde lejos se dirigía a ella inclinando la cabeza, y comprendió que aquello era lo máximo que le estaba permitido. Apretó los dientes y se hubiera puesto a patalear. Entonces se dio cuenta de que a cinco metros escasos había una ametralladora y que unos soldados les hacían signos de que se alejaran. Pilar contempló aquel artefacto diabólico, nervudo, con tentáculos de muerte. Se hubiera echado a llorar. Quería gritar: «¡Mateo!»; pero éste había dado media vuelta otra vez, cumpliendo alguna orden. Por su parte Ignacio, al ver a su amigo con el arma, había recibido una impresión fortísima y todas sus conversaciones sobre la «dialéctica de las pistolas» le vinieron a la mente. ¡Mateo, en 1935, ya se había alistado a un proyecto de marcha sobre Madrid, desde la frontera de Portugal! Ahora observaba sus gestos siguiéndolos uno a uno. Al verle acercarse a un grupo de hombres y registrarlos, experimentó un indecible malestar, a pesar de que Mateo actuaba sin fanfarronería. Luego dirigió la vista hacia la ametralladora, lo mismo que Pilar. Y su angustia aumentó. El cañón, increíblemente estrecho y delgado, apuntaba a la fachada de Correos, a la puerta por donde a diario entraba y salía Matías Alvear.
Ignacio asió a Pilar del brazo. «¡Vamonos! Cuando todo esté terminado, que venga él a casa». Pasaron frente al local comunista. Desierto. El letrero cubría el balcón como algo no estrenado. La Catedral dio las horas. La luz temblaba en Montjuich, como si las murallas sintieran vivir jornadas importantes.
Imposible dar con Marta. ¡Por Dios, que no le ocurriera nada! «La Voz de Alerta» gritaba en el Puente: «¡Dispersaos!» Llevaban arma personas que no se hubiera sospechado nunca. Varios empleados del Banco, bajo los arcos, usaban metáforas futbolísticas para profetizar la derrota de los militares.
De repente, Ignacio vio al comandante. Pasaba en coche, con el teniente Delgado, lentamente. El comandante sacó la mano por la ventanilla y los saludó a él y a Pilar. Pilar, sin darse cuenta de lo que hacía, se llevó la mano a los labios y les mandó un beso. ¡Continuaba queriendo mucho al padre de Marta! Le tenía por un valiente; y el comandante continuaba obsequiándola con cocktails a escondidas.
Ignacio se limitó a inclinar la cabeza.
El paso del comandante transformó a Pilar. La chica pensó que, en realidad, ella también hubiera debido salir… con botiquín. ¡Ahora se daba cuenta! ¿Y si los comunistas empezaban a disparar desde los balcones? ¡Dios mío, qué pocas enfermeras debía de haber! Claro que ella no sabía ni siquiera poner inyecciones… Y, sin embargo, lo hubiera dado todo por encontrar a Marta y preguntarle qué debía hacer. Ignacio le decía: «¡Ale, a casa, que ya deben de estar intranquilos!» Por la Rambla pasaba el subdirector. Encontró el medio de acercarse a Ignacio. Estaba desesperado. Pensó que la primera providencia sería ir a la Logia de la calle del Pavo y poner al descubierto todo aquello, y el comandante se había negado. Un teniente se les acercó: «Basta de conversaciones».
Ignacio y Pilar subieron las escaleras. La mesa estaba puesta. ¡Don Emilio Santos sentado en el comedor! Al verlos, se levantó. No había podido resistir la soledad, en su piso, con su criada que de tan nerviosa había roto un plato y una taza a la hora del desayuno. Se quedaría a almorzar con ellos.
—¿Habéis visto a Mateo…?
—Sí. Está delante de Correos.
Don Emilio Santos había recorrido media ciudad sin dar con él.
«¡Hubiera podido venir a verme!», lamentó. Ignacio dijo: «Si no lo ha hecho, es que le estaba prohibido. Hay un alférez que los tiene en un puño».
Don Emilio Santos había escuchado las radios. En muchas ciudades se luchaba a brazo partido. «¡Cuánta gente está muriendo en estos instantes!» Se sabía de varias provincias en que el Alzamiento había fracasado. Las emisoras del Gobierno daban noticias alarmantes para los sublevados… Se veía que las autoridades no habían dudado en entregar armas al pueblo. Al parecer, casi todo el litoral mediterráneo se había declarado adicto al Gobierno.
Las palabras de don Emilio Santos convirtieron la fuente de arroz en algo frío y poco apetitoso. A todos se les hizo un nudo en la garganta. ¡El litoral! Aquello significaba que Cartagena… Pero don Emilio Santos tenía confianza en que sería un bulo. Ignacio pensó también en Alicante, donde estaba detenido José Antonio… «A lo mejor, en los primeros momentos le han liberado…» «¡Cuánta gente está muriendo en estos instantes!» Esta frase martilleaba los cerebros, mientras los tenedores subían lentamente hacia la boca. Carmen Elgazu pensó: «Deberíamos encender otra vez la mariposa». Sin embargo, en vez de encenderla a San Ignacio, no sabía por qué le pareció más adecuado hacerlo a San Francisco de Asís.
Don Emilio Santos le dijo:
—San Ignacio, San Ignacio, que era militar…
—¿San Ignacio era militar? —preguntó Pilar, sorprendida.
Carmen Elgazu accedió a los deseos del huésped. Matías Alvear estaba nervioso. Era de las personas que con más hondura sentía la importancia de lo que se estaba ventilando. Comprendía que cualquiera que fuera el resultado, los acontecimientos seguirían una marcha loca. Pensaba en su hermano de Burgos. Burgos, probablemente, quedaría en manos de los militares. En toda Castilla, Falange era poderosa. Aunque los campesinos… ¿Qué harían los militares con su hermano, jefe de la UGT? En Gerona se decía que a Casal iban a fusilarle… ¿Y si los mineros asturianos bajaban al asalto de Castilla…?
Carmen Elgazu preguntó si se sabía algo del Norte. Don Emilio Santos no sabía nada. «No se sabe, no se sabe… El Norte es católico. Estará al lado de los militares. Pero no se sabe nada».
César oía a unos y otros sin pronunciar una palabra. Le había impresionado en grado sumo la arenga del Caíd, que don Emilio Santos también había oído por radio. «Las bendiciones sean sobre ti». «Dios ayuda al siervo tanto como dure la ayuda del siervo a su hermano». ¿Qué significaban estas últimas palabras? Era la imprecisa poesía musulmana. El Caíd también había dicho: «¡Ya veréis cómo a nuestros heroicos hombres no les importa la muerte!»
César pensó: «A mí tampoco». Luego se arrepintió de su vanidad. Y, sin embargo, era lo cierto. Mejor dicho, la deseaba. Él no entendía una palabra de lo que estaba ocurriendo. No sabía si la dureza de la mirada del comandante era loable, si eran ciertas las cifras dadas por Calvo Sotelo; si estas cifras justificaban lo otro… Lo único evidente era que en España había faltado caridad, y que para expiar el mal era preciso que alguien diera la vida. Él se ofrecía. Él no era Cosme Vila, ni soldado ni pertenecía a Falange; él era un seminarista. En resumen, representaba a la Iglesia renovándose eternamente; pero también al pecador. Había ido a misa a las seis y media de la mañana, y su regreso coincidió con la salida de las tropas. ¡Fue de los escasos ciudadanos que oyeron la primera declaración de Estado de Guerra! En la misa le pareció que mosén Francisco, en el momento de la Elevación, contemplaba la Hostia con ojos de súplica infinita. Como si supiera que «en aquella jornada morirían muchos hombres». Mientras don Emilio Santos hablaba, César pensaba en mosén Francisco. Estaba seguro de que a mosén Francisco tampoco le importaría la muerte.
Carmen Elgazu le dijo a César:
—¿Qué te pasa, hijo? ¿Por qué no comes?
El sol caía a chorros sobre la ciudad.