Capítulo LXXXIV

Julio comprendió que los dados estaban echados. No era de prever que los militares esperaran hasta noviembre. Aprovecharían el clima creado por los últimos sucesos para intentar dar el golpe. El policía lamentaba que Gerona fuera tan pequeño. Imposible esquivarse unos a otros. Sabía que si pasaba por la Rambla se encontraría con el alférez Roma; si daba la vuelta, se encontraría con el teniente Delgado.

Leía en los rostros de éstos una sonrisa irónica. Le miraban a la cabeza. Julio se decía: «No seáis bobos; en casa, Wagner y no folklore andaluz…»

Se entrevistó con el general y con el coronel Muñoz. Les manifestó sus temores: sería preciso entregar armas al pueblo.

El general supuso que Julio se había vuelto loco. Le rebatió los argumentos uno por uno, por centésima vez. ¿Sanjurjo, Franco? ¿Qué podían hacer? Uno en Portugal, el otro en Canarias. Lo de las armas al pueblo era una propuesta inaudita, dadas las circunstancias. «Tengo entendido que los campesinos organizan una concentración aquí. ¿Por qué no les damos un par de cañones?»

Julio les dijo:

—Viven ustedes en el limbo. Un día de éstos se encontrarán en el calabozo. El comandante Martínez de Soria arengará a la tropa y la repartirá por la ciudad. Supongo que cuenta con unos doscientos paisanos, quizá trescientos. Nos fusilará a todos. ¡A todos!

Las tres hijas del general llamaron a éste por teléfono. Aquello salvó a Julio de encontrarse en los sótanos del cuartel haciendo compañía al teniente Martín, quien les decía a los centinelas que lo más duro de la cárcel era verse privado de mujeres.

Julio no se arredró. Tenía su plan y lo pondría en práctica. ¡Un general era poco para echar las cosas a rodar! No podía confiar en nadie. «Tendré que salvar personalmente la ciudad».

Comprendía que era el único enlace posible con Cosme Vila, con el Responsable, con Casal y con todos. Hizo un rápido cálculo de los hombres. Pensó en Mateo. «Mateo cree que sólo ellos están dispuestos a dar la vida. Va a ver los que surgen en el otro lado. Me gustará darle una lección a ese crío».

Doña Amparo Campo admiraba la calma de su marido. Con tantos quebraderos de cabeza, y nada le impedía hacer su vida normal: tomarse su baño diario, escuchar unos discos, leer a Voltaire. A veces permanecía con el doctor Relken, hablando de filosofía, hasta las tres de la madrugada. «Las dos ideas, las dos ideas de que yo hablaba —decía el policía—. El mundo se está dividiendo en dos bandos». El doctor Relken entendía que los problemas eran más complejos. Se reía de él. «Así, pues, las partes del mundo ya no son cinco —bromeaba—; son dos».

El doctor Relken también era partidario de armar al pueblo. «Y debería usted encarcelar al resto de Falange».

Julio negaba con la cabeza al oír esto último.

—Se han alistado otros muchos. Las familias se exasperarían más aún. Los padres de los falangistas irían a ofrecerse al Ejército.

Julio no perdía la cabeza porque tenía la seguridad de que la sublevación sería un fracaso. Tal vez provisionalmente, y por sorpresa, los militares ganaran en alguna plaza; pero en la mayoría sería un desastre. Por lo tanto lo que le preocupaba era el aspecto individual. Salvar a Gerona. Porque veinticuatro horas les bastarían al comandante o al alferecillo aquel para acabar con su baño y su discoteca…

Al doctor Relken le aconsejó que se marchara. «Váyase a Barcelona. Se lo ruego. Hasta que todo haya pasado. De la primera escapó usted; de la segunda no sé…» El doctor estimó que Julio le aconsejaba razonablemente.

—Pero… ¿no cree usted que podría serles útil?

—No lo veo. Usted ya cumplió su misión cuando las elecciones.

El doctor quedó pensativo.

—Siento marcharme porque me interesaba lo de las minas —añadió.

—¿Qué quería hacer? ¿Meter baza en el asunto?

—Pues… ¿por qué no? Es un asunto muy importante para todos.

Julio le dijo:

—¡Pero no sea idiota! Ya volverá. Cuando todo esté despejado; y entonces sacaremos del Pirineo hasta platino si le place.

Cosme Vila y el Responsable acudieron al llamamiento de Julio. Y éste quedó estupefacto al ver la naturalidad con que ambos le contestaron: «Nosotros daríamos la vida en el acto».

Julio les preguntó si sus afiliados estarían dispuestos a hacer lo propio. El Responsable se indignó, consideró que la duda era humillante. En cambio, Cosme Vila movió la cabeza. La sugestión le pareció interesante.

Imposible contestar. ¿Por qué no enterarse?

Cosme Vila no pensaba nunca en la muerte. Le parecía que ello paralizaría sus acciones. La doctrina por la que luchaba era tan grandiosa, que se perpetuaba en el tiempo. Por lo tanto ¿a qué pedir más? Él podía disolverse en la tierra; su obra se habría realizado.

Y, sin embargo, la pregunta de Julio le recordó que el peligro era colectivo y que su decisión personal no bastaba. Era preciso conocer uno por uno los granos de arena para calcular su resistencia. En realidad, el fichero de su despacho indicaba que unos hombres estaban dispuestos a vivir, y querían que este vivir se desarrollara dentro de un orden nuevo; pero no especificaba si estaban dispuestos a morir. ¡Diablo de Julio! Cosme Vila pensó en ello. Habló con el catedrático Morales. A Morales la idea le entusiasmó. Era preciso completar el fichero. No podía hacerse con rapidez. Sería preciso arrancar verdades sin que dolieran, mirar profundamente a los ojos, en medio de una conversación.

—¿Preguntar a quién?

—A los afiliados. A los hombres de más de veinte años.

Cosme Vila reflexionó. Le parecía un poco espectacular. Y sin embargo… Pensó que no bastaba con saber que sus afiliados obedecerían una orden. La verdadera potencialidad radicaba en la disposición previa, arrebatada y ciega.

Cosme Vila salió del despacho y miró al azar entre los militantes. Gorki y Morales podían realizar la labor. ¿Qué importaba? La conciencia no podía ser un secreto.

Morales empezó al día siguiente, al regresar de la redacción. El local estaba lleno a cualquier hora, gracias a la huelga. Todos los camaradas, al verle, le saludaban. «¡Hola, Lope de Vega!»

Habló con un hombre de unos cuarenta años, cojo, accidente del trabajo en las canteras. Hablaron en un rincón. El hombre vivía enfurecido ante la inminencia de la sublevación militar y juraba que él lo había previsto hacía tiempo.

Morales asentía con la cabeza. De pronto le preguntó:

—¿Tú estarías dispuesto a dar la vida para derrotarlos?

El hombre no titubeó un solo instante.

—Desde luego.

Morales hizo un signo de satisfacción. Luego dijo:

—A mí me llena de orgullo todo eso. En el fondo soy novato en el Partido y vuestro ejemplo me infunde mucho valor.

—Yo tengo el carnet 120 —explicó el hombre.

Morales le miró con fijeza.

—A veces pienso una cosa —prosiguió—. Los momentos son graves. ¿Qué haríamos si el Partido nos pidiera el máximo de sacrificio? Por ejemplo… —añadió, después de una pausa— si nos pidiera dar la vida, no por los militares sino… sin explicarnos la causa. ¿Qué haríamos?

El hombre quedó perplejo. Se pasó la mano por la cabeza.

—¿A qué viene eso?

—A nada. Me lo pregunto.

El hombre marcó a su vez una pausa. Luego dijo:

—Eso no se sabe nunca. Yo… creo que la daría.

El catedrático Morales pareció emocionarse.

—¿Eres casado o soltero?

—Soltero.

Gorki no había oído aquella conversación. La misión le gustaba, pero le daba miedo. «Preguntarle a un hombre si estaría dispuesto a morir es mucho preguntar…» Sin embargo, Cosme Vila le había dicho: «¿Qué importa? Total, la conciencia no debe ser un secreto».

Sin saber cómo, se encontró en el balcón interrogando al carnet número 171. Un muchacho de unos treinta años, empleado de una tintorería. Estudiaba ruso hacía tiempo, sin resultado. «¿Darías la vida por el Partido?»

—Desde luego.

—¿Casado o soltero?

—Casado.

Gorki invitó a su interlocutor a fumar. Recordó los consejos de Cosme Vila.

—¿Y si el Partido nos pidiera algo peor? —prosiguió Gorki, en tono distraído.

El militante sonrió.

—No sé qué puede haber peor que dar la vida.

Gorki echó una bocanada de humo.

—Pues… hay algo peor… Dar la vida de otro.

—¿De otro?

—Sí. De otro.

El militante no comprendía.

—No comprendo.

—De cualquiera —prosiguió Gorki—. De cualquier camarada… de Víctor. —Se reclinó en la barandilla. Luego añadió, en el mismo tono—: Dar la vida de tu mujer.

El militante se echó para atrás Por un momento supuso que aquello iba en serio.

—¿Qué ha hecho mi mujer? —preguntó.

Gorki le tranquilizó.

—No, no, no tengas miedo. No se trata de que haya hecho nada. Tenemos una conversación, ¿no es eso?

Cosme Vila se acercó a ellos. El militante daba vueltas a la gorra con una sola mano. La idea de la mujer le obsesionaba.

—Pues… para mi mujer —dijo, mirando súbitamente a Cosme Vila— querría saber el porqué.

Cosme Vila disimuló. Hizo un gesto como denotando que ignoraba de qué estaban hablando. Y, sin embargo, arrugó imperceptiblemente el entrecejo. Al sugerir la pregunta a Gorki y Morales lo hizo por un placer casi exclusivamente intelectual. Ahora, al tener ante sí un hombre de carne y hueso, casado, comprendió que la cosa tenía verdadera importancia. Hasta tal punto que se preguntó a sí mismo si sacrificaría a su mujer. Recordó sus facciones, su pálido rostro después del parto, su manera inhábil de manejar el fusil en el Centro Tradicionalista. Le pareció que la sacrificaría. Se reclinó en la barandilla. El militante se había marchado, nervioso. Cosme Vila pensó en su hijo, en el crío que ya señalaba con el índice caballos y vacas en el libro en colores. «Al crío, no. Al crío no —se dijo—. También querría saber de qué se trata».

Esta frase le salió casi en voz alta, de modo que Gorki le interpeló:

—¿Qué estás diciendo?

—Nada, nada —contestó Cosme Vila.

Morales proseguía su labor. Se sentaba frente a los interrogados. Recordaba los exámenes en el Instituto, cuando preguntaba a los alumnos: «¿Quiénes fundaron Roma?» Ahora las preguntas las hacía a hombres y eran mucho más importantes.

* * *

El comandante Martínez de Soria había procedido, sin saberlo, a una encuesta parecida. En realidad, cuantos oficiales, en la sala de armas, le habían dado su palabra de honor habían hecho con tal acto ofrecimiento de sus vidas. Y lo mismo los doscientos treinta y cinco hombres que sumaban las últimas listas —la lista definitiva— suministradas por los cuatro Partidos que él llamaba nacionales.

Pocas horas después de conocida la muerte de Calvo Sotelo había recibido la orden de prepararse. Ante la dramática situación, el Alzamiento se adelantaba en cuatro meses a la fecha prevista. De un momento a otro recibiría la orden de concentrar las fuerzas disponibles y declarar el estado de guerra en la ciudad. «Queda usted facultado para tomar las medidas que estime convenientes».

El comandante se paseó por el cuartel, inhóspito y sucio. Leyó en los muros toda suerte de inconveniencias escritas por los soldados. Éstos, al licenciarse, querían dejar constancia de su desacuerdo. Ponían la fecha y el nombre, lo cual era honrado de su parte.

El alférez Roma y el teniente Delgado no se movían de su lado. Por fin el telegrama llegó, cifrado. Decía escuetamente: «Día 19».