Capítulo LXXXIII

Don Emilio Santos, don Pedro Oriol, el profesor Civil, Matías Alvear y, en general, todas las personas de su edad y mayores no conseguían dormir. Pasaban la mitad de las noches prácticamente en vela. Matías Alvear oía dar las tres en la Catedral, las cuatro, las cinco. Hacia el alba conciliaba el sueño, lo mismo que Carmen Elgazu.

Los diálogos entre esposos, en la misma almohada, daban la medida de lo que ocurría, de la angustia reinante. Algo amenazante, suspendido a ras de los tejados, podía describir la parábola de un momento a otro.

Cada persona pensaba en la manera de defender lo que le fuera más querido; si las monjas trasladaban pianos y Pilar se había cosido el retrato de Mateo en el interior de los vestidos, el arquitecto Ribas, jefe de Estat Català presentía pruebas terribles para Cataluña y, por encima de todo, procuraba mantener el fuego sagrado. Temía que las demás preocupaciones alejaran de las mentes la que a su entender era la principal: el bienestar y la prosperidad de Cataluña. Si se quemaba una iglesia, pensaba: un monumento que Cataluña pierde. Si saltaba hecho pedazos un trozo de vía férrea, decía a sus colaboradores: un trozo de vía que perdemos. El arquitecto Ribas estaba seguro de que el principal objetivo del comandante Martínez de Soria era cerrar con llave las cuatro provincias catalanas. De modo que se mantenía al acecho para salvar de unos y otros cuanto pudiera; y le había dicho al arquitecto Massana: «Deberíamos conseguir permiso del Departamento de Cultura de la Generalidad para incautarnos de lo que estimáramos de valor, si vemos que la cosa huele a quemado». El arquitecto Massana estimó acertado el proyecto y consiguieron el permiso sin dificultad, con ayuda de Julio.

Cosme Vila también defendía lo que le era más querido: el prestigio del Partido. Temió que el acuerdo con los anarquistas sentara mal a la opinión y buscó la manera de distraerla, como había ocurrido cuando el incendio de los Hermanos; esta vez le pareció oportuno hablar de la célula trotskista y así lo hizo. El Proletario inició una campaña violentísima contra Murillo, Salvio y sus secuaces. La acusación que éstos formulaban a Cosme Vila y al Partido Comunista era concreta y opuesta a la de Pedro: había traicionado al proletario mundial, supeditando sus intereses a los de Moscú. «¡Vasiliev es el amo absoluto! ¡Si ordena darle el pico al Responsable, se hace; si ordena agotar los recursos de la provincia, se le obedece!» Murillo aportaba datos de los tiempos en que él, «ofuscado», había formado parte del Comité Ejecutivo.

Cosme Vila aseguró en El Proletario que Murillo, resentido por su expulsión, planeaba repartir a los suyos por las carreteras y atentar contra los camiones de víveres que continuaban asegurando el suministro. «¡Vigilad las carreteras!» En los pueblos, los propios campesinos establecieron turnos de vigilancia.

No sólo podía temerse la acción de Murillo y los suyos. «¿Dónde estaban Mateo y los demás que atacaron al doctor Relken? Imposible dar con ellos, a pesar de los registros domiciliarios. Sin duda se escondían por los campos y el hambre y el odio los llevaría a cometer cualquier barbaridad».

El período de vigilancia se inició. Se vigilaban las carreteras y los pasos a nivel, se vigilaban las imprentas y la Cooperativa; la guadaña suspendida en los tejados; y unos a otros, los hombres. Guardias de Asalto recorrían la ciudad: «¡Documentación!» Se buscaban pistolas y revólveres. Por ello la gente de la edad de Matías Alvear no podía dormir. Por ello Cosme Vila cuidaba más que nunca de su seguridad y de su prestigio.

Algunos patronos de poca monta habían acudido a verle y le habían dicho: «Oye. Concretamente, ¿qué es lo que querrías…?» Cosme Vila se había mostrado implacable. «Las bases están claras. Que el taller sea de la comunidad».

En la visita que Vasiliev hizo a Gerona llevó el cheque prometido, exiguo, pero en compensación recorrió las calles escoltado por el Comité en pleno; se personó en la Cooperativa, donde fue aclamado por las mujeres; subió a uno de los camiones y recorrió la provincia; la cual era, en efecto, un jardín. «Tal vez la provincia más hermosa y variada de España».

Ya en la estación, sin embargo, al despedirse le había dicho a Cosme Vila: «Todo eso está muy bien; lleváis las cosas como es debido, en todas partes nos dais gran satisfacción. Ahora bien, he echado de menos algo… fundamental, que un jefe de partido no debe olvidar jamás». Cosme Vila había abierto los ojos con curiosidad infinita, contento de que se lo dijera a él a solas, sin que los demás le oyeran: «¡Entre los milicianos que aprenden la instrucción —prosiguió Vasiliev—, he visto que tu mujer no estaba!»

El tren partió y Cosme Vila permaneció un minuto clavado en el andén. ¡Su mujer! Vasiliev tenía razón. Se apoderó de su pecho un entusiasmo sin límites por la sagacidad de aquel hombre y de la revolución que representaba. Se sintió pequeño, un simple aprendiz…

Su mujer quedó estupefacta. «¿Yo un fusil? Pero ¿por qué? ¿No comprendes que el crío…?» Cosme Vila hundió en los suyos sus ojos, esperando, esperando, sin añadir una palabra más. Y aquel silencio dio a entender a la mujer del jefe que Cosme Vila debía de tener razón, que si él estimaba que debía ir a aprender la instrucción, por algo sería. Y dejó el biberón y se fue al primer piso del Centro Tradicionalista, donde su presencia paralizó de emoción a los dos brigadas de la guerra de África, a todos los milicianos, a la valenciana y a las demás mujeres que marcaban el paso y aprendían a desmontar y montar el cerrojo a gran velocidad.

¡Y Cosme Vila no paró ahí! Le obligó a su suegro a hacer otro tanto. «Ya cuidará del paso a nivel tu mujer». Su suegro le miró perplejo, pero poniéndose el chaleco, dijo: «Andando».

Entonces Cosme Vila en persona se puso a vigilar a los que hacían la instrucción. La inhabilidad de su mujer le ponía nervioso y al llegar a casa le decía: «No quiero cenar». Era el castigo que le imponía. No cenar y prohibirle que le diera un beso a su hijo. El crío ya no se comía el pie; ahora señalaba con el índice los caballos, las vacas, las jirafas de un libro en colores que el suegro le trajo. A veces el niño alcanzaba con su rechoncha mano un ejemplar de El Proletario y lo desmenuzaba, babeándolo luego. Cosme Vila se le plantaba entonces delante y no sabía qué hacer. Le parecía raro que aquel minúsculo ser sentado en el suelo, con aquella cabeza pequeña y chata, fuera hijo suyo. No quería dejarse conmover. ¡Tampoco podía llevarle a hacer la instrucción! Pero podía mandarle a Rusia en cuanto tuviera edad de soportar las inclemencias del viaje.

La vigilancia había ganado la ciudad. Padres a hijos, vecinos a vecinos. La huelga continuaba. El doctor Relken se ofreció a los arquitectos Massana y Ribas: «Si para vigilar los monumentos y las obras de arte puedo serles útil, cuenten conmigo».

El catedrático Morales les decía a David y Olga: «¿Qué os parece el cambio dado en poco tiempo? Mi abuelo era rico. Murió sin haber empleado un cuarto de hora de vida en pensar que existía una palabra llamada pueblo. Ahora esta palabra ha pasado a primer término. Es la principal preocupación de todo el mundo. Me parece que conseguir esto bien vale mantener unas cuantas fábricas cerradas».

David y Olga le preguntaban:

—Pero, en definitiva, ¿qué os proponéis?

El catedrático Morales les contestaba:

—Aquí, obligar al alcalde a dimitir, y que el Teatro Municipal se llame «Teatro del Pueblo». Luego seguir escalando las bases, una a una. En toda España nos proponemos hacer lo que se hizo en Rusia. Con permiso de la UGT…

En el Banco, a Ignacio le habían dicho que podía tomarse las vacaciones anuales cuando quisiera. «¿Vacaciones…? ¿Para qué?» No podría salir de la ciudad, ni a Puigcerdá ni a la costa. No podía salir ni siquiera de su casa a partir de las ocho de la noche. Su padre se lo tenía prohibido. No hacía otro trayecto que el necesario para llegar a casa de Marta, adonde subía diariamente. «Ya me tomaré las vacaciones más tarde… Por Navidad o ya veremos».

En casa de Marta parecía no ocurrir nada. El hecho de que padre e hija disimularan sus respectivas actividades los obligaba a hablar en la mesa de temas generales y a afectar aire tranquilo; y, sin embargo, se vigilaban más que nunca entre sí, y la esposa del comandante los vigilaba a los dos.

Ignacio le había dicho a Marta:

—Lo que no comprendo es una cosa. Con la mezcla que estáis haciendo —Renovación, CEDA, Falange, etc…—, ¿qué pasará si triunfáis? Supongo, desde luego, que se acabó la República…

Marta reflexionó.

—Ya ves —dijo—. Te juro que no había pensado en ello. Nunca se me había ocurrido pensar concretamente en lo que vendría después. No sé por qué me figuraba que pondríamos en práctica el programa que predica Falange.

Ignacio movió la cabeza.

—Eso demuestra muchas cosas, pero, en fin… Supongo que los de «arriba» saben perfectamente lo que quieren.

Marta reflexionó.

—Pues… te diré —replicó—. No sé si sabrán más que yo.

Ignacio hizo un gesto de asombro.

—¡Sí, hombre, no te extrañe! Supongo que de momento lo que quieren es restablecer el orden en la nación. Luego… no sé —prosiguió—. Por ejemplo, mi padre querría restaurar la Monarquía; pero tengo entendido que muchos de los generales que intervienen son republicanos y que quieren mantener la República.

Ignacio la oyó pensativo. Finalmente, dijo:

—Claro, claro… Seguramente todo depende de como vaya la cosa. De si resulta fácil o difícil.

Por primera vez, Marta, al oír aquello, le asió las muñecas y le miró profundamente a los ojos.

—Dime, Ignacio —preguntó, con voz dulce—. ¿Tú qué deseas, que resulte fácil o difícil…?

Ignacio le sostuvo la mirada.

—Siento decepcionarte… —contestó por fin—. Pero no puedo contestar como desearías.

—¿Cómo que no?

—No. Comprenderás… —añadió el muchacho— que no me hace ninguna gracia ver a la valenciana con un fusil apuntando a tu padre, a ti y a todo aquel que no vista mono azul. En fin, que no me hace gracia nada de esto. Ahora bien… tampoco veo claro lo que vendría después. De manera —concluyó— que mi papel es exactamente el de un imbécil.

Marta le soltó las muñecas. Bajó la vista y dijo:

—¿Continúas pensando que España no tiene salvación…? ¿Que no hay nada que pueda elevar los sentimientos de la gente, despertarla?

Ignacio se encogió de hombros.

—Lo veo difícil, la verdad… «La Voz de Alerta», el notario Noguer. ¿Qué es lo que los hará cambiar? Si ganan, volverán a las de siempre. Más duros que antes porque la conciencia les remorderá menos, puesto que han sufrido. Pero, en fin, no quiero hablar por los demás; quiero hablar por mí. No sé qué nos ocurre, Marta, en este país. Pero somos… yo creo que somos locos. Tú crees que yo vivo tranquilo, ¿verdad? Que pienso con la cabeza, que he mejorado mucho… ¡Cómo no! Aprobé segundo curso, ya no subo nunca a la UGT… Pues bien, te aseguro que estoy más excitado que nunca y que soy el mismo de antes o peor. Influible, según el clima me da. A ti misma te respeto… pero creo que por ti, no por mí, ¿comprendes? Creo que por miedo a perderte. Y en casa me domino los nervios porque mi madre lo merece. En fin, que si hubiera nacido en una esquina, a estas horas montaría en esos camiones o tal vez los volara en la carretera. ¿Qué esperanzas hay, Marta? Somos… ¡qué sé yo! El profesor Civil venga a hablar de la cultura mediterránea. ¿Por qué vemos gigantes en todas partes? Sí, claro, dicen que somos más sensibles que los demás, que nos anticipamos… Me gustaría que me convencieras de que lo vuestro es una cruzada, ¿comprendes? ¿Cómo puede ser una cruzada si la mayoría de los que la llevan a cabo…? ¡Sí, ya veo! La idea, superior al hombre, etcétera. Con medios mínimos se pueden obtener grandes resultados.

No sé, no sé. «Por sus obras los conoceréis…» Y te juro que las obras de don Jorge…

Marta le escuchaba emocionada. Miraba al muchacho que tenía enfrente, moreno, de rostro enérgico y trabajado, de expresión muy parecida a la de Matías Alvear, excepto en los ojos, que eran de su madre, de aire ligeramente madrileño a pesar de no haber vivido allí, y sentía que le admiraba. Admiraba su lucha, su franqueza. No le faltaba más que un empujón… Comprender que estaba precisamente en sus manos, en las manos de la gente como él y su padre, de la clase media eterna y sana, dar categoría y elevar el tono de la misión emprendida de reconquistar a España.

—Tu error tal vez consista en no ver más que «La Voz de Alerta» y que el notario Noguer… y que las personas como mi padre —le dijo—. Pero has de saber que hay otras muchas. Hay muchachos como Roca y Haro, como Padilla y Rodríguez, y personas como el subdirector de tu Banco. Habrá dos albañiles y un electricista… Mucha clase media, mucha. Será la base de la nación. Te comprendo muy bien, y no pretendo convencerte ahora. Ya lo verás por tus propios ojos. Mira… ¿Por qué insistir? ¿Quieres un detalle? Supongo que va a servirte de punto de referencia. ¿Sabes quién fue a ofrecerse para salir con arma? Adivina.

—No sé.

—Pues vas a saberlo: el profesor Civil.

* * *

Encabezando la lista de los vigilados figuraba el comandante Martínez de Soria. El Rubio fue quien se dio cuenta de ello. El comandante creía que su asistente se limitaba a sacarle brillo a las polainas, a cuidar de su caballo; en realidad, el Rubio le había tomado afecto, principalmente por ser el padre de Marta.

Y, además, conocía las maneras de sus antiguos camaradas. Le bastó ver a Ideal mirar al balcón ocultando el rostro para comprender que algo ocurría. Luego, ante el cuartel, vio a Blasco encendiendo un cigarrillo cara a la pared; más tarde a Santi sentado en la acera con aire aburrido.

Comprendió de qué se trataba. ¡Qué poco sabían disimular! De no ser la cosa trágica, pues soltar un tiro era a la vez lo más difícil y lo más fácil del mundo, el Rubio se hubiera reído. Sin embargo, sintió como un cosquilleo en el corazón. Y después de reflexionar con la nariz pegada a los cristales, le dijo a Marta:

—Marta, siento decírselo a usted, pero… creo que es mi deber, mire quién está allí.

Marta miró y vio a Ideal, detenido ante una tienda de plumas estilográficas.

—¿Y pues…?

—Quieren matar a su padre de usted.

Marta enrojeció y se volvió hacia el Rubio con actitud de pánico. Pensó en su hermano, caído en Valladolid. No sabía qué decir.

—¿Usted cree que…?

—Los conozco. Por eso se lo digo.

El Rubio le contó lo que venía observando de una semana a esta parte. Y concluyó:

—Avise a su padre sin tardar. Y mi consejo es que salga lo menos posible… y nunca solo. Y, desde luego —añadió—, que se busque otro asistente.

—Si yo le acompañara sería peor. No les importaría darme también a mí.

—Pero ¿por qué?

Marta conocía la historia. Comprendió que la razón era aceptable. Entonces sintió una ola de agradecimiento hacia aquel muchacho que Mateo consideraba demasiado frívolo. Pensó que Ignacio tenía razón cuando decía de él: «¡Bah! ¡Es más serio de lo que él mismo cree y de lo que su saxófono podría dar a entender!»

Marta no perdió ni un minuto y se dirigió al cuartel. En el camino, cerca, vio a Blasco encendiendo un cigarrillo… Pasó sin dificultad, los centinelas la conocían; y llegada al despacho de su padre le comunicó la advertencia que el Rubio acababa de hacerle.

El comandante Martínez de Soria se quedó de una pieza. Se pasó la mano por la cabeza.

Marta quería echársele al cuello, pero se contuvo. El comandante dijo mirando afuera:

—Claro, claro, he de ir con cuidado.

Y de pronto enrojeció. Le entró una rabia incontenible. Barbotó una retahíla de juramentos que por su incoherencia se parecían a los del general. Marta le escuchaba muerta de pánico. Nunca había visto a su padre en aquel estado, lo que le dio idea más clara aún del peligro que todo aquello significaba. En el patio del cuartel, unos pocos soldados se paseaban con aire provocadoramente aburrido. «¡Todo esto acabará, todo esto acabará!»

A decir verdad, la noticia sorprendió al comandante. Esperaba un ataque por el lado comunista, pero nunca por el lado del Responsable. De momento acusó al coronel Muñoz y a Julio de instigadores; luego murmuró, bajando el tono de voz para tranquilizar un poco a Marta: «No, no, nada de eso. Son ellos mismos, esa pandilla de cretinos».

Todo aquello reveló a Marta algo importante: que su padre no estaba exento de miedo. Durante varios minutos le notó en los hombros una inclinación inequívoca, que denotaba miedo. Luego dio la impresión de que intentaba dominarse, y de que por fin lo conseguía. La cólera se adueñó de su espíritu, o tal vez efectuara una autocura de pensamientos nobles.

Porque, si era cierto que fue el temor de un balazo en la sien el que al pronto paralizó al comandante, también lo era que, acto seguido, el hombre sintió con más fuerza aún la responsabilidad de lo que llevaba entre manos. Nadie más que él dirigía el movimiento en Gerona; si le ocurría algo, el enlace quedaría roto, otros tendrían que volver a empezar.

Pensó que el hecho de que sus atacantes fueran unos irresponsables tenía dos facetas opuestas. De una parte, parecía más fácil escapar a ellos, puesto que sus planes no habrían sido científicamente meditados; de otro parecía más difícil, puesto que cualquiera de ellos era capaz de dar la vida para acabar con la suya.

Reflexionó. Lo más urgente era conseguir que saliera Marta. Llamó a dos soldados y les ordenó que la acompañaran. Él quedó reunido con el alférez Roma y dos tenientes que con éste formaban su escolta de confianza.

Los oficiales se enfurecieron al conocer la noticia. Su juventud los movía a concebir planes de gran espectacularidad. El comandante disimulaba su estado de ánimo:

—¡Cuidado, cuidado, mucho cuidado!

Cuando calculó que Marta habría llegado a casa se hizo acompañar por todos ellos y salieron. Bajaron por las escaleras del Seminario. Andaban con naturalidad, pero entre todos vigilaban de continuo puertas, balcones y esquinas. No vieron a nadie sospechoso y alcanzaron con tranquilidad el piso. Sólo al entrar en él Marta les dijo:

—Mirad, allí hay uno de los centinelas.

Ideal continuaba absorto en la contemplación de las plumas estilográficas.

El alférez Roma le miró con infinito desprecio.

—¿Ese escarabajo?

El comandante, a la vista de Ideal, enrojeció de nuevo.

—¡Y pensar que esos tipejos tienen en jaque al Ejército!

El comandante Martínez de Soria seguía como todo el mundo el curso de los acontecimientos. Lo que más le indignaba eran «los ultrajes al Ejército». Según él, el Ministerio de la Guerra asistía impasiblemente a una serie de traslados y combinaciones, que afectaba siempre a los oficiales de más pundonor. Muchos ascensos y lugares de responsabilidad, en la mayoría de los casos eran concedidos a aquellos que eran considerados por sus compañeros como más ineptos. «Es más importante ser adicto al Frente Popular que haber defendido a España y tener una hoja de servicios impecable».

Él se había salvado… por puro milagro. Su amistad con Goicoechea le había valido. «Personas como él —decía— mientras no les pegan un tiro no dejan de tener sus recursos…»

Por ello no admitía de ningún modo que un crío como Ideal pudiera tumbarle de un balazo. Después de muchos proyectos, que iban desde encerrar a todos los anarquistas en un calabozo en compañía de serpientes boas, hasta permanecer él recluido en casa, sin salir, decidieron algo que les pareció más decisivo: informar a Julio de lo que ocurría, advirtiéndole que respondía con su cabeza de la del comandante.

La idea fue del propio padre de Marta. Encargó de la misión al alférez Roma y al mayor de los dos tenientes, el teniente Delgado.

—Ya lo sabéis. Id a la Jefatura… y que la cosa no deje lugar a dudas.

Los oficiales continuaban pensativos. Les gustaba el proyecto, pero… todo lo que no fuera la supresión de los del complot lo estimaban insuficiente.

—Tranquilizaos, tranquilizaos —les dijo el comandante—. Eso no significa que me vaya a la Dehesa a exhibir el tipo. —Sonrió—. Oficialmente, hoy empiezo a estar acatarrado. —Les dio una palmada en el hombro y los acompañó a la puerta.

Marta moría de curiosidad por saber lo que se había decidido. Su padre le dijo, al verla salir precipitadamente de su cuarto: «Ya te informaré, pequeña, ya te informaré».

Los oficiales se dirigieron a Jefatura. Ninguno de los dos había hablado nunca con Julio. Le conocían porque su sombrero ladeado era inconfundible, así como su boquilla y su tez morena. Además ¿quién no sabía de él? Era el personaje más importante de la ciudad; tal vez seguido de cerca por Cosme Vila y por doña Amparo Campo. En efecto, ésta no le iba en zaga. El coche de que Julio disponía como Jefe de Policía raras veces estaba a su disposición. Doña Amparo Campo recordaba sus caminatas por los campos de la Mancha cuando niña y quería resarcirse. Apenas si saludaba a sus amigas como Carmen Elgazu. Vivía una vida de puro ensueño, limitada a deslumbrar a la criada, a contemplarse los quimonos y coleccionar chismes. Y le decía a Julio: «No comprendo que mantengas al Comisario en su puesto. Tan burro como es. ¿Por qué no ocupas tú también ese cargo?» En realidad sólo admitía como personas dignas de codearse con ellas al coronel Muñoz y al doctor Relken. «Doctor, véngase a comer con nosotros». El doctor aceptaba casi siempre. «Pero, doña Amparo… poco aceite, poco aceite…»

La entrada de los dos oficiales en el despacho de Julio dejó boquiabierto al agente Antonio Sánchez. El alférez Roma no pudo dejar de mirar a la puerta de la izquierda, tras la cual sabía que continuaban cantando himnos subversivos Octavio, Haro y Rosselló. Luego dijo a Julio que querían hablarle a solas. Antonio Sánchez se retiró. Julio guardó consigo a Berta y el pisapapeles nevado. La conversación fue rápida, fulminante.

—Señor García, los anarquistas proyectan un atentado contra el comandante Martínez de Soria. El Responsable, su sobrino, Porvenir, el limpia, etcétera… Nosotros y unos cuantos oficiales más a los que en estos momentos representamos, tenemos el máximo interés en que eso no se lleve a cabo. Nuestra propuesta es la siguiente: cuide usted de atajar la cosa. Es usted el Jefe de Policía y está en sus manos. Si no ocurre nada, nada y todos contentos. Si le ocurre algo al comandante —aunque sea por otro conducto que el anarquista…—, sentimos no poder responder de lo que suceda luego.

—¿A quién?

—Exactamente a usted. ¡Viva España! —Y salieron del despacho.

Julio permaneció inmóvil tras su mesa de escritorio. Un hecho le pareció que quedaba fuera de dudas: aquellos oficiales, llegado el caso, cumplirían su palabra. Por lo tanto, era preciso reflexionar. Julio había alcanzado un momento de plenitud en su carrera y no era cosa de perderlo todo alegremente. Ahora mismo, la sala de espera estaba llena de personas que deseaban verle. ¡El arquitecto Massana, alcalde, guardaba turno! Iba a pedir autorización para que los camiones de víveres pagaran arbitrio al entrar en el término municipal. La correspondencia de Barcelona y Madrid llevaba en gran parte la advertencia: «Para el jefe en persona». La vida se le daba generosamente y los tiempos en que en Madrid recorría anónimamente y sin un céntimo los puestos de churros, habían terminado. Como le decía al doctor Rosselló: «En casa conviene mejor Wagner que el folklore andaluz».

Imposible, pues, admitir por un momento tan sólo que dos apuestos oficiales cortaran en seco todo aquello. Curiosa situación. De pronto la vida del comandante Martínez de Soria se convertía en preciosa para él. Casi tan preciosa como la de doña Amparo Campo. Porque, detrás de aquellos oficiales, debía de haber otros, y luego otros…

Era preciso respetar la vida del comandante… Y, sin embargo, los oficiales debían comprender que no podría vivir siempre pendiente del pulso de su jefe. De momento, sí. ¡Que estuvieran tranquilos! No sólo llamaría al Responsable y a todos sus colaboradores, sino que les daría órdenes draconianas. Él sabía cómo hacerlo: acompañándolas de alguna promesa o concesión.

Ahora bien, esto no bastaría. El alferecillo había dicho: «Aunque el atentado llegue por otro conducto…» ¿Insinuó que no eran sólo los anarquistas los que habían sentenciado al comandante?

Julio, echándose el sombrero para atrás, se preguntaba cómo habrían llegado a conocimiento de ello. Porque el hecho era cierto. Personalmente lo supo gracias a Murillo, quien, muerto de miedo por las amenazas de Cosme Vila, era ahora escudero y esclavo del policía. Murillo le había comunicado que el Partido Comunista preparaba la supresión de varias personas de la localidad, entre las que se contaban el comandante Martínez de Soria y algunos médicos. «¿Por qué algunos médicos…?», le había preguntado Julio al jefe trotskista. «Es la táctica rusa —contestó Murillo—. Suprimir médicos. No sé por qué». En todo caso, lo importante era que el comandante encabezaba también la lista negra de Cosme Vila.

Julio acarició a Berta. La voz del alférez Roma volvía a su cerebro. ¡Cuánto odio delató! «Después de todo —pensó— yo les pago en la misma moneda».

* * *

Mosén Alberto, vigilado; el comandante Martínez de Soria, vigilado; Julio, respondiendo con su cabeza. El Proletario repetía: «Murillo y Falange intentan hacer volar a pedazos los camiones de víveres».

Un hecho extrañaba a la ciudad: la insistencia con que Cosme Vila pedía la destitución del alcalde. El arquitecto Massana decía a unos y otros. «¿Eso os extraña? Quiere entregar la vara el catedrático Morales».

Tal vez fuera cierto. El catedrático se estaba convirtiendo en el hombre del día, empujado por las alabanzas del periódico y por la convicción que tenían los huelguistas de que un hombre como él realzaba el prestigio del Partido.

Cosme Vila hacía cuanto podía para aumentar la popularidad del futuro alcalde. Ocasiones no le faltaban para ello. Le encargó de un viaje de propaganda entre los campesinos, preludio de las Bases Agrícolas. Su voz se derramó por las comarcas anunciando a los colonos que la canalización del río Ter estaba en estudio, así como la creación de unos embalses que convertirían toda la provincia en tierra de regadío. Al parecer, la única dificultad estribaba en las expropiaciones. Los propietarios se negaban rotundamente a ceder un palmo de terreno, al modo como en las fábricas los patronos se negaban a ceder una sola de sus acciones. «Esto retrasará las Bases, ¡pero llegarán! Unidos todos, y venceremos».

El catedrático Morales cumplía cuanto le ordenaban, con la felicidad retratada en el semblante. La valenciana, a veces, le tiraba de la chaqueta y le decía: «Anda, Lope de Vega. Que te estás haciendo el amo, ¿eh?» El catedrático se reía pues nunca hubiera imaginado que la valenciana conociera el nombre de Lope de Vega.

El estado de pánico en que vivía la ciudad, la profusión de banderas revolucionarias, la ausencia de la risa, los súbitos silencios que se producían en las calles, a veces constituían para el hombre motivos de reflexión. «La etapa necesaria», se repetía. Se miraba al espejo. ¿Qué tenía que ver su fealdad con todo aquello, con la obediencia ciega a Cosme Vila, aun cuando éste fuera a su lado un ser primario, o en todo caso mucho menos refinado? Nada. Absolutamente nada. La única causa de que prestara juramento fue su convicción de que la hora había sonado, la hora de la rebelión de las masas en el mundo. Hasta el presente dichas masas habían tardado siempre uno o dos siglos en captar las ideas que elaboraban para sí las élites. De suerte que cuando las muchas valencianas del mundo empezaban a hacerlas suyas, ya las élites habían dado un viraje o vuelto a antiguos moldes. Ahora, por primera vez, masas y élites se fundirían, constituirían un mismo organismo. Por todo ello valía la pena prometer canalizaciones a los campesinos, ver la invasión de perros famélicos en la ciudad. Los patronos se arruinaban con la huelga, las ratas les roían el negro color de los cabellos. Un rumor de protesta crecía, crecía, se formaban grupos en las esquinas, ¡en la Cámara de Comercio se hablaba de ametralladoras!, por primera vez hombres que hasta entonces sólo se habían preocupado de vender telas o latas de conserva al precio más alto posible, se iban a las murallas de Montjuich y apretaban los puños sin levantarlos, en dirección a donde suponían que podían hallarse la mongólica cabeza de Cosme Vila, la gorra del Responsable, el ladeado sombrero de Julio.

Ahora hablaban del catedrático Morales. Especialmente la élite, que se anticipaba en uno o dos siglos. Morales leía en los ojos de antiguas amistades suyas —otros catedráticos, abogados, el propio doctor Rosselló— un miedo cerval. Como si estos hombres supusieran que el catedrático Morales les señalaba con el dedo, daba sus nombres y descubría sus bajezas, el desequilibrio entre sus creencias y sus actos, en la indiferencia con que escuchaban a los clientes pobres, en su horror por Marx no porque habiendo éste localizado el cáncer propusiera remedios antihumanos, sino porque sus profecías se cumplieran de manera implacable.

El catedrático tenía unos ojos que parecían comprados, de quitapón, separados de su alma por una hoja metálica. Con ellos observaba la reacción de sus grandes enemigas las mujeres. Las mujeres, entré las que hubiera deseado brillar. A su entender, eran las que alarmaban a sus maridos para permitirse el lujo de infundirles coraje luego. Aseguraba que los grandes sentenciados de la ciudad vivían acoquinados a causa de sus mujeres. Era la sirvienta de mosén Alberto la que le decía a éste: «Cuidado, mosén, que todavía le están vigilando». Era la esposa de don Santiago Estrada la que le decía de continuo al jefe de la CEDA: «¿Quiénes son esos que nos siguen? ¿Has visto la insignia que llevan en la solapa?» Era la esposa del comandante Martínez de Soria la que entraba y salía de la iglesia con una gravedad de viuda de guerrero que ponía los pelos de punta al comandante. Era Laura la que levantaba en vilo la cárcel, eran las mujeres de los comerciantes las que protestaban: «¡Pronto tendremos que ir a pedir limosna!» Y, por su parte, ellas mismas lloraban y pataleaban en su intimidad, maldiciendo el hondo rumor del pueblo en marcha.

El catedrático Morales fue quien sugirió la exterminación de varios médicos. Excepto el doctor Rosselló, los demás de la localidad tenían más fe en la moral que en la ciencia. Médicos de cabecera, medio curas, ponían el termómetro en las axilas con la sonrisa en los labios. Vertían en las familias extemporáneas dosis de resignación. Eran libres para obrar de aquel modo, y acaso no fuera malo. Ahora bien, en las revoluciones actuaban de silenciador, eran los grandes mitigadores del dolor humano y lo mismo curaban a un hombre del pueblo que a un explotador. El propio Cosme Vila había quedado pasmado al escuchar de boca del catedrático: «El grito de un hombre al que nadie sepa cortar la pierna, tiene más eficacia revolucionaria que la acción de gracias a la Virgen por haber sido operado satisfactoriamente».

La ciudad correspondía a Morales apretando los puños en las murallas y en los hogares. A diario pasaban trenes procedentes de Francia, abarrotados de viajeros que se dirigían a Barcelona con motivo de la anunciada Olimpiada Popular. Estos viajeros, mejor que amantes del deporte parecían, por su aspecto e indumentaria, combatientes de algún ejército fantasma. Levantaban el puño en las ventanillas, llevaban alrededor del cuello pañuelos idénticos a los del Cojo o Ideal. El catedrático Morales fue varias veces a desplegar banderas a su paso. La gente aseguraba que los trenes que se detenían descargaban misteriosas cajas para el Partido Comunista.

Todos los días la gente desplegaba el periódico esperando la gota decisiva, la cerilla que prende fuego. Ni siquiera los ríos de Gerona estaban de acuerdo. El Oñar bajaba seco; sus charcos olían como siempre. La valenciana hubiera chapoteado a gusto en ellos… si hubiese podido hacerlo al lado de Teo. En cambio el Ter, como si temiera su próxima canalización, bajaba crecido, arrastrando aguas turbias. El mes de julio caía con fuerza astral sobre las cabezas, calentándolas. Sol que no se daba descanso desde el alba hasta el anochecer. A mediodía había un momento, el momento en que caía vertical, en que la gente quedaba inmóvil en las calles, como reseca, como chupada por los rayos. Las almas temblaban entre los huesos.

Muchas personas acudían a diario a la estación a esperar la llegada de la Prensa. Entre estas personas se contaba Matías Alvear, quien tomaba La Vanguardia, el único periódico que le inspiraba confianza.

Un día, el tren se retrasó. Matías Alvear fumó varios cigarrillos paseando por la acera. La Vanguardia no llegó hasta el mediodía, en el momento del sol vertical. La gente se precipitó sobre los vendedores. Matías Alvear vio que los titulares eran mucho mayores que los de El Proletario. Consiguió un ejemplar. Vio una patrulla de Asalto y decidió irse a casa sin leer nada. Lo leería en el comedor tranquilamente.

Subió las escaleras con lentitud, abrió la puerta y se instaló en el sillón. Carmen Elgazu notó algo raro y le pasaba con frecuencia por detrás mirando por encima del hombro para enterarse de lo que ocurría.

Matías comprendió en seguida que la cerilla había sido echada a los leños. Sucesos de gravedad sin precedentes ocurrían en la capital de España, a juzgar por lo que acontecía en los escaños del Parlamento. Matías no sonrió como antaño al leer: «Tumultos en la sala»; por el contrario, su rostro expresó desde el primer momento la mayor preocupación.

Calvo Sotelo había descrito la situación de España en tono patético. Al parecer, no era sólo el río Ter el que bajaba crecido. Calvo Sotelo dio las cifras oficiales de lo ocurrido desde el 16 de febrero: 400 bombas habían estallado aquí y allá, 330 asesinatos, 1.511 heridos, 170 iglesias destruidas totalmente, 295 destruidas parcialmente, 485 huelgas; en cárceles y calabozos se hallaban unos doce mil ciudadanos pertenecientes a partidos derechistas…

Las palabras de Calvo Sotelo habían causado una impresión profunda en las Cortes, y el Presidente del Consejo, señor Casares Quiroga, le amenazó por cuarta vez. Entonces Calvo Sotelo alzó los hombros. «¡Bien, señor Casares Quiroga! Me doy por notificado de la amenaza de Su Señoría. Y le digo ante el mundo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: “Señor, la vida podréis quitarme, pero más no podréis”. ¡Pues no faltaba más! Tengo anchas las espaldas».

A la salida, en los pasillos, «La Pasionaria» había dicho en voz alta: «Este hombre ha hablado por última vez».

Matías Alvear arrugó el entrecejo. Carmen Elgazu, al pasar, no había leído más que «Santo Domingo de Silos». «¿Por qué no dejarán a los santos en paz?» —había exclamado.

Matías Alvear sufría porque desde el primer instante intuyó que aquello no quedaría en meras palabras, que se llevaría a cabo conduciendo a una situación irremediable.

El hermano de la Doctrina Cristiana refugiado en casa del subdirector le pregunté a éste: «Pero… ¿son ciertas estas cifras?» —El subdirector le contestó: «¡Ni siquiera se atreven a desmentirlas!»

Cuando Ignacio leyó: «La vida podréis quitarme, pero más no podréis» recordó que su madre, el día en que Julio subió a verlos, pronunció casi las mismas palabras con relación a la muerte de la sirvienta. Cosme Vila pensó: «Es la etapa necesaria». El comandante Martínez de Soria admitía que Ideal fuera capaz de pegarle un tiro, pero no que el Gobierno de la República ordenara hacer lo propio con Calvo Sotelo.

Matías Alvear en el Neutral, encontró a la gente muy excitada. Don Emilio Santos era el que estaba de mejor humor, pues había recibido noticias de Cartagena: «¡Mi hijo vive todavía!»

Eran horas lentas. El catedrático Morales anotó en sus cuadernos: «Élite y masa empiezan a fundirse: el Presidente del Consejo y el Cojo sentencian a las personas por los mismos motivos».

* * *

No hubo descanso porque no podía haberlo. Y no podía haberlo porque la gente cumplía su palabra. Cuando Santi prometía comerse una tortilla de seis huevos, se la comía.

Por ello, al llegar el 13 de julio todo el mundo comprendió. A Matías Alvear no le sorprendió; al comandante Martínez de Soria tampoco… Cuando la radio, La Vanguardia y El Proletario dieron la noticia de que el Presidente del Consejo había cumplido su palabra, todo el mundo comprendió que tenía que ser así, que no había acaso descanso porque no podía haberlo.

«La Dirección del cementerio del Este, de Madrid, ha comunicado al Ayuntamiento que, sobre las cinco de la madrugada, ha sido dejado allá un cadáver que ha resultado ser el del señor Calvo Sotelo».

La sorpresa se la llevó la esposa del comandante, al ver que las manchas del rostro de éste adquirían un tono violáceo. Y Carmen Elgazu, al ver que Matías se sentía incapaz de continuar con el periódico en las manos y se levantaba y salía a la calle.

La sorpresa se la llevó el alférez Roma al ver llegar al comandante al cuartel, en contra de su decisión de no salir sin escolta.

—¿Qué ocurre?

El comandante no le contestó:

—¿A qué día estamos hoy? —preguntó.

—13 de julio.

13 de julio. Las radios dieron los consabidos detalles. Guardias de Asalto se habían presentado en el domicilio de Calvo Sotelo invitándole a que los siguiera. En la camioneta le atravesaron la nuca de un balazo. David y Olga lamentaban el hecho. Casal lo atribuía a un acto de venganza de los guardias. «Falange había asesinado al teniente Castillo, de su compañía, y han querido vengarle».

El comandante no se avenía a razones. Por primera vez había gritado: «¡Asesinos!» Los periódicos publicaban fotografías del incesante desfile, en Madrid, por la casa mortuoria. El comandante Martínez de Soria fue el primero en patentizar desde Gerona su adhesión. Mandó un telegrama de pésame. Don Pedro Oriol le imitó y don Santiago Estrada. Pronto se formó la caravana. Matías Alvear, con el lápiz en la oreja, le dijo a Jaime: «Esto me recuerda aquellos días de octubre».

Carmen Elgazu vivía un poco ajena a los datos concretos y desconocía la real importancia que podía tener Calvo Sotelo. Cada día desconfiaba más de las mujeres que para defenderse o defender a sus maridos decían: «¿No ha leído usted…?» A ella le parecía que lo bueno y lo malo estaban perfectamente delimitados en el fondo de cada uno; y cuando existían dudas, no cabía sino mirar las Tablas de la Ley.

Así que en aquel momento no preveía la dirección precisa de los cambios políticos que podía haber, y entendía que, en realidad, el hecho de ser presidente de un Consejo no alteraba las bases por las cuales un hombre no debía amenazar a otro. Había preguntado a Ignacio: «¿Calvo Sotelo era católico…?» E Ignacio le había contestado: «Sí».

Aquello le bastó. Creyó comprenderlo todo. Por un momento imaginó una desgracia que abarcaba a la Patria entera. Pero, de pronto, el espacio le dio vértigo. Algo instintivo la obligó a ceñir el problema a lo que pertenecía de forma inmediata a sus entrañas. Como si su corazón le dijera: «¿Qué entiendes tú de los demás?»

Tuvo el presentimiento de que se avecinaba una catástrofe no en el cementerio del Este de Madrid, sino en el seno de su familia. Tal vez ello ocurriera porque se encontraba sola en el piso, porque ninguno de sus hijos estaba allí y Matías se había marchado de aquella manera.

No sabía qué hacer. Podía leer el periódico para enterarse mejor; pero no quiso. Miró afuera. Un maravilloso cruce de sombras iba envolviendo los tejados. En las casas de enfrente se encendían luces. Se veían mujeres preparando la mesa.

La mesa. La mesa eterna. Hubiera querido ver a todos los suyos en la mesa. ¿Qué hora era? Entró en el cuarto de Ignacio y encendió una mariposa ante la imagen de la mesilla de noche.

Sonó el timbre. Era Pilar. Carmen Elgazu sonrió al verla. Le dio un beso con fuerza desacostumbrada «¿Qué te ocurre?» —le preguntó la chica—. «Nada, hija, nada. No me pasa nada».

Llamó Ignacio. Carmen Elgazu le dio un beso como siempre.

—¿Ha venido Marta? —preguntó el muchacho.

—No, hijo.

Regresó Matías. Habría ido al Neutral. Miró afuera, al río. Carmen Elgazu pensó: «Todos van llegando». Quitó el periódico de la mesa y puso el mantel. Un mantel amarillo, con flores en cada esquina.

Faltaba César. Probablemente andaría por la parroquia. Reunía a los chicos y jugaba con ellos. A veces interrumpía los juegos y les daba una explicación plástica de la muerte de Cristo. Arrimaba sus espaldas a la pared, pegado su cuerpo a ella desde los tacones y extendía los brazos en cruz. Su actitud era tan dramática, que los chicos perdían la respiración.

El timbre sonó. Pilar fue a abrir deslizándose por el mosaico del pasillo. Carmen Elgazu, al ver a César, suspiró. Se le acercó y le dio un beso, que el seminarista le devolvió.

—¡Fuerte, fuerte! —reclamó Carmen Elgazu.

César la miró con aire extrañado.

—¿No te lo he dado fuerte? —preguntó.

Matías se puso los auriculares de la galena. Ignacio vio sombras en los muros.

—¿Qué es eso?

—He encendido la mariposa en tu cuarto.

—Es poco divertido.