Capítulo LXXXII

Mateo, durante su encerrona en casa del Rubio había intimado poco más que antes con el muchacho. Cuantas veces había intentado hablarle del «Sindicato Vertical y de las rutas del mar», el Rubio se había tocado el casquete militar o, en su defecto, el de la «Pizarro Jazz» y le había contestado:

—Yo te digo una cosa. Con la novia que tienes no comprendo que te metas en esos líos.

Mateo se sentía decepcionado. Y dando vueltas por el piso, alrededor de la madre del Rubio, casi ciega, se preguntaba cómo podían vivir los reclusos en cuyo pecho no latieran grandes ideales. «Deben de morir de aburrimiento y de asco».

Mateo llevaba la camisa azul. Le gustaba permanecer escondido porque podía llevar la camisa azul. A veces se sentía un personaje importantísimo, voluntariamente en la sombra, dirigiendo desde ella el destino de millones de seres. Otras veces pensaba que, en realidad, había echado al combate media docena tan sólo, pero aquello bastaba para detenerle el corazón. Le parecía que en «Las Confesiones» de San Agustín, que Pilar le había mandado, aprendía a aquilatar el valor real de una sola alma, de un alma simplemente, los abismos y las cumbres a que puede llegar. Y cuanto más le leía, más convencido estaba de que, de haber vivido en aquel momento y en España, San Agustín hubiera sido falangista.

Cuando el Rubio le dijo: «Puedes trasladarte a casa de Pedro», no supo si alegrarse o no. Empezaba a acostumbrarse a los objetos de la casa, a los programas de la orquesta en las paredes, a la luz. Sin embargo, por otro lado también le atraía el piso del comunista disidente y solitario.

Rodríguez subió y le prestó el uniforme. Al ponerse el tricornio, Mateo se miró al espejo. Ni él mismo se reconocía. El Rubio se rio.

Los correajes le molestaban. Era ya de noche, y en el momento de salir a la calle se encomendó a la patrona del Cuerpo.

Todo fue como una seda. Nadie sospechó de él. Entró en la calle de la Barca y advirtió que la basura de que hablaba Rubio había sido recogida. Subió al piso de Pedro. Llamó en la forma convenida y la puerta se abrió.

Pedro le recibió con su seriedad de siempre. Mateo quería agradecerle el rasgo y, además, tener la seguridad de que no ocultaba intenciones peligrosas de ningún género. Por ello le tendió la mano y le miró profundamente a los ojos. Pedro pareció sentirse intimidado. Le estrechó la mano y luego se reclinó en el esqueleto de la máquina de coser que había en un rincón.

Mateo le dijo:

—Oye una cosa. No querría pecar de insolente ni nada parecido. No veas ninguna mala intención en lo que voy a decirte. Pero querría preguntarte por qué has accedido a esconderme.

Pedro contestó con naturalidad:

—Pues… ¿Por qué no iba a hacerlo…? —Mateo se sintió tranquilo.

Pedro había adelgazado con la huelga. Ahora volvía a trabajar en las canteras como siempre, y el sol implacable que caía todo el día, había teñido de negro su rostro.

Mateo le dijo:

—Bien, ya estoy aquí… Pero no te preocupes; haz tu vida como siempre. Yo permaneceré donde tú me digas, sin hacer ruido.

—He pensado en eso —contestó Pedro—. Ya ves cómo está esto —señaló el balcón—. Se ve todo desde fuera. Me parece que no deberías salir de la cocina.

—Pues muy bien, me quedaré en la cocina.

Pedro añadió:

—Si quieres, llévate la radio allí.

Mateo sonrió:

—Te lo agradezco mucho.

Se veía que Pedro tenía hecha la lista de cuanto debía decirle.

—En caso de apuro, la llave de la azotea está ahí —señaló detrás de la puerta—. Siguiendo los tejados alcanzarías la iglesia de San Félix.

Aquella invitación devolvió a Mateo a la realidad. En un momento, ¡zas!, Julio podía dar con él.

Pidió permiso para entrar en la cocina.

—Cuando quieras.

Mateo entró. Lo primero que vio fue un papel matamoscas colgando. Luego un cordel que cruzaba la estancia de uno a otro lado. Un grifo goteando. Una ventana pequeña y roñosa.

Junto a la puerta, reclinada en la pared, una silla de mimbre, de patas cortas.

—¿Era la silla de tu padre?

—Sí.

En el muro, una mancha grasienta de los cabellos, de una cabeza humana que se había apoyado allí.

Mateo, instintivamente, se acercó a la ventana. ¡La Catedral! Aquello le alegró el corazón. Pequeña ventana, pero suficiente para que desde ella se viera la Catedral. El campanario parecía estar al alcance de la mano, gigantesco.

—Se oirán bien las horas.

—Tú dirás.

Todo quedó decidido. Mateo le dio dinero para la manutención. Cocinaría para los dos. Al regresar Pedro del trabajo, encontraría la comida hecha.

—Ya me dirás qué es lo que te gusta.

—Me gusta todo.

Mateo quedó un instante pensativo. Faltaba ponerse de acuerdo sobre un punto delicado.

—Tendré que estar en contacto con alguno de mis camaradas… —dijo.

Pedro le miró. Reflexionó a su vez.

—¿Hay alguno que no esté fichado?

—Sí, varios…

—Pues que venga uno de esos. Uno solo.

—Bueno, de acuerdo. Vendrá uno… a ver, déjame pensar. Uno de mí estatura. También vestido de guardia civil.

No había más que hablar. Un colchón en la cocina y una manta; Pedro, un camastro en el comedor. A las siete de la mañana, Mateo hirvió la leche para Pedro, y éste se fue a trabajar al sol, a las canteras.

Al quedar solo en el piso, Mateo pensó inmediatamente en Pilar. ¡Si pudiera verla! Dura separación. ¿Por qué el taller de costura no estaría situado en la casa de enfrente? Hubiera podido verla, asomando un solo ojo por el postigo del balcón.

Antes del mediodía llamaron a la puerta. ¡Pam, pam, pam! Un cuarto golpe. Era Rodríguez. ¡Válgame Dios! Mateo le esperaba con impaciencia.

—¿Qué hay, qué hay?

Rodríguez no podía estar mucho rato.

—Volveré mañana. He de ir a ver a Marta. Dame el uniforme.

—Pero ¿qué pasa?

—Nada. Todo marcha bien. —Le dejó un ejemplar de El Proletario para que se enterara de las últimas novedades.

Mateo le pidió que al día siguiente le llevara una Historia Universal.

—Pídesela a Marta o a Ignacio. ¿A qué hora vendrás?

—Lo mismo que hoy. A las once.

Aquello le salvó. La Historia Universal. Al día siguiente Rodríguez se la llevó y a Mateo le pareció reconocer en seguida el ejemplar. ¡Exacto! Era el que Pilar estudiaba cuando iba a las monjas.

Mateo lo tomó con emoción. En la cubierta, guerreros a caballo. «Compendio de Historia Universal». Lo abrió por la primera página; y en letra infantil leyó:

Virgen santa, Virgen pura,

haced que me aprueben

de esta asignatura.

¡Gran consuelo para Mateo! En los momentos en que por la pequeña ventana de la cocina penetraran el calor o el desaliento, la letra infantil de Pilar le devolvería el ánimo. Mateo lanzó una especie de grito de júbilo. Rodríguez le dijo: «¿Qué te pasa? ¿Te vuelves loco?» Mateo quiso guardar la emoción para sí.

Rodríguez vivía un mundo más real. Y le costó muy poco hacer que Mateo entrara en él.

—Perdona, Rodríguez, perdona. Hablemos de lo que importa.

Rodríguez le enteró de pe a pa de la marcha de la Cooperativa, de la Milicia, de la unión de Cosme Vila con los anarquistas; le entregó un ejemplar de El Demócrata con las bases de Casal. Mateo las leyó atentamente. «¡Ni una palabra sobre el hombre, portador de valores eternos!»

El guardia iba a verle todos los días a horas distintas. El uno de julio, por la manera de llamar a la puerta, Mateo comprendió que ocurría algo extraordinario. Y, en efecto, fue así: tres obreros, con mono de trabajo… se habían presentado a Benito Civil, al salir éste del despacho de los arquitectos Massana y Ribas.

Mateo se levantó.

—En serio —explicó el guardia—. Quieren ingresar en Falange.

Los ojos de Mateo se humedecieron.

—Pero… ¿Quiénes son? ¡Explícate!

—Dos albañiles y un electricista.

La cosa iba en serio. Rodríguez se lo contó con detalle. Los tres pertenecían a la UGT. Las bases de Casal los habían decepcionado. «Nadie combate por una piscina». Una de aquellas octavillas caídas de los tejados se habían detenido en la mano de uno de ellos. Discutieron. El electricista era un chico romántico, que «escribía versos y tal». Los dos albañiles estaban cansados de tanto desorden y de oír tantas blasfemias.

Mateo sacó el mechero de yesca. ¡Si pudiera ver a Ignacio y agarrarle de la solapa! Tenía una apuesta hecha con él. Ignacio le había dicho: «Obrero, ninguno». Ya tenía tres. Dos cansados de oír blasfemias y uno que escribía versos y tal.

Mateo le dijo a Rodríguez:

—Hay que comunicar al comandante que contamos con tres fusiles más a su disposición.

Rodríguez dijo:

—Ya lo sabe. Con los de la CEDA que se alistaron, sumamos quince.

—¡Dieciséis! —rectificó Mateo.

—Claro, contándote a ti, sí. —El guardia civil añadió—: Y si cuentas a Marta, diecisiete.

Mateo negó con la cabeza.

—Nada de armas para Marta. En todo caso, cuidará del botiquín.

Mateo le preguntó por las últimas novedades sobre el alzamiento.

—Es curioso. Yo soy el jefe y ahora el que recibe instrucciones.

Rodríguez le dio la última lista.

—La CEDA llega a cincuenta hombres, Renovación a doce, Liga Catalana a treinta y cinco. Los tradicionalistas, muchos; no sé exactamente.

—¡Treinta y cinco Liga Catalana! —Aquello era un triunfo para Mateo—. Ya veis que los catalanistas, si se les habla como es debido, también entienden.

Rodríguez no dio su brazo a torcer.

—Sí, pero ya veremos el día de los tiros.

Mateo preguntó:

—¿Se sabe algo más sobre los generales?

—De la Península, no; pero sí de Baleares y Canarias.

—¿Quienes tienen el mando?

—En Baleares, el general Goded; en Canarias, Franco.

A Mateo le había exaltado la noticia de los obreros. Aquel día, su curiosidad era insaciable.

—¿Por qué crees que el Gobierno ha dejado a Mola en Navarra? Precisamente los requetés…

—Nada, un despiste. Mejor para nosotros.

—¿Cuándo viste al comandante?

—Ayer.

—¿Y qué dice?

—Pues… hablamos de las plazas que se consideran seguras, que responderán.

—¿Cuáles son?

—El comandante considera ganadas Alicante, San Sebastián, Oviedo y Santander.

¡Alicante! Mateo se entusiasmó pensando en que José Antonio estaba allí.

—¿Y Barcelona y Madrid?

—Dudoso. En Barcelona, tal vez dependa de nosotros, de la guardia civil.

A Mateo se le antojaba estar ya en vísperas del día señalado. La soledad y las ganas de salir a la calle, a respirar aire puro, tenían la culpa de ello.

—¿Dónde tenemos que presentarnos nosotros? ¿En el cuartel de Artillería o en el de Infantería?

—¡Uy, qué prisa tienes! Nadie sabe eso, ni siquiera el comandante.

—Bueno, bueno, de acuerdo. —Mateo añadió—: Oye una cosa. ¿Y los oficiales?

Rodríguez dijo:

—Como siempre; mitad y mitad. Pero el comandante opina que con los que hay basta para ganar.

Mateo se movió en la silla.

—Una última pregunta. ¿Qué piensa hacer con el general…?

—Pues… si se opone… —El guardia civil hizo ademán de cortarse el cuello en redondo.

Entonces entró Pedro, con polvo amarillo en las pestañas. Llevaba siempre El Demócrata, nunca El Proletario. Rodríguez se levantó. Mateo preguntó a aquél:

—¿Por qué no llevas nunca El Proletario?

Pedro conectó la radio.

—No quiero dar ni una perra a esos traidores.

* * *

Mosén Alberto se dio cuenta de que un hombre le vigilaba. No podía salir sin tropezar con él. Y cuantas veces, desde el interior del Museo, miraba afuera, le veía pasar, cojeando, bajo los arcos, hablando con los taxistas o con los limpiabotas, mirando de vez en cuando a los balcones.

—¿Quién es? —le preguntó a César—. ¿Le conoces?

César asintió con la cabeza.

—Le llaman el Cojo. Es el sobrino del Responsable.

—¿De la FAI…?

—Sí.

El error del Cojo consistió en no ocultarse debidamente, en querer hacerlo a plena luz, airearlo, como entendía que debía obrar un anarquista.

Los partes que iba dando al Responsable se parecían terriblemente unos a otros.

—Sale a las ocho y se va a la cábila de los jesuitas. Allá se mete en la sacristía y sale disfrazado. Siempre le ayuda a misa el calvo ese del Banco Arús. A las nueve, a casa. Supongo que se desayuna como Dios, porque sale más pimpante que tú y que yo. Se va a Palacio. A las once, directo a ver al notario Noguer. Allí conspira hasta la una. A la una, comida. Por la tarde, casi no sale del Museo. A veces, hacia las siete, se vuelve a casa del notario. A las nueve entra. Algún día visita a los fascistas más fascistas de la Rambla, los parientes del compañero de Madrid que estuvo aquí.

—¿Los Alvear…?

—Eso, el de Telégrafos.

El Responsable asentía con la cabeza.

—Y… ¿quiénes le visitan a él?

—Poca gente. Se ve que ese Museo no interesa ni a la de tres.

—Pero ¿quiénes le visitan te digo?

—Pues… la que más, la hermana de los Costa. ¡Menudo pájaro! Luego, claro está, la sirvienta entra y sale. Luego monjas. Y desde luego, por la tarde, no falla nunca el seminarista pelado, el de las orejas.

El Responsable se limitaba a asentir con la cabeza sin dar nunca la orden de acabar con mosén Alberto.

—¿Y el comandante, no va nunca?

—Nunca. Bueno, ya lo sabes todo —insistía el Cojo—. ¿Cuándo entramos en acción? A mí me parece que lo mejor es cuando sale de Palacio. Allá arriba no hay nunca nadie, está aquello desierto.

La prudencia del Responsable permitía a mosén Alberto continuar viviendo. Viviendo con el miedo en el cuerpo, pero viviendo. Aquella persecución le tenía fuera de sí. Soñaba con el Cojo, con su pañuelo rojo. Varias veces estuvo a punto de detenerle en la calle y preguntarle: «¿Qué le pasa a usted, qué quiere?» Pero César le había aconsejado que tuviera paciencia, que no los enojara más aún. «Tal vez acabe pronto todo esto».

Mosén Alberto había cambiado. Hablaba con menos seguridad y celebraba la misa con más fervor. ¡Incluso admitía que el día de la polémica con Ignacio, éste le cantó unas cuantas verdades! Por eso iba ahora con frecuencia a ver a los Alvear. Por lo demás, aparte la fidelidad de Carmen Elgazu, sabía que con sólo citar a Marta tenía tema agradable asegurado para toda la sesión.

Un hecho le molestaba: que ni siquiera Carmen Elgazu le hablara nunca del movimiento que se preparaba, a pesar de lo enterados respecto de él que sin duda estaban todos en la casa. Matías Alvear se hacía siempre el tonto, como si los militares no existieran o no hicieran más que leer revistas en el cuartel o jugar al dominó. Pilar había pasado unos días encogida como un caracol, pero ahora apretaba los labios para comunicarse energía. ¡Ni siquiera César soltaba la lengua! El seminarista se limitaba a repetir de vez en cuando su: «Tal vez acabe pronto todo esto».

De modo que a mosén Alberto, para seguir paso a paso el curso de los preparativos, no le quedaba más remedio que hacer lo que contaba el Cojo: visitar diariamente al notario Noguer. Porque ni Laura ni las demás mujeres que iban a verle al Museo sabían nunca nada preciso. Laura le decía: «¿Cómo voy a saberlo? Nadie tiene confianza en mí. El propio comandante me ha puesto bonitamente de patitas en la calle». Sus hermanos, según ella, andaban despistados y siempre tardaban veinticuatro horas más que los demás en enterarse de las cosas.

No obstante, en punto a información, al sacerdote le bastaba con el notario Noguer. El ex alcalde conocía al dedillo el curso de todos los acontecimientos. Se había ganado por completo la confianza del comandante Martínez de Soria. «Como siempre —decía sonriendo— en los momentos difíciles la Liga Catalana da consejos».

El sacerdote deseaba con toda su alma que el levantamiento llegara cuanto antes. Todos los días, en el Palacio Episcopal, era esperado como el portavoz digno de crédito por antonomasia. El Cabildo estaba dividido en opiniones. A unos, la cosa les infundía esperanza, a otros no. Muchos consideraban que, en caso de triunfo, los militares los salvarían del peligro de los incendios, pero que por otro lado presentarían factura y tratarían a la Iglesia en forma despótica. Los viejos aseguraban que la mayoría de los jefes del Ejército eran pésimos cristianos, aficionados a la bebida, de costumbres dudosas. La fama que tenía el comandante Martínez de Soria los confirmaba en esta opinión.

Mosén Alberto les decía:

—De momento, que defiendan la posibilidad de continuar ejerciendo nuestro ministerio. Luego veremos. Supongo que en el Ejército hay de todo, como en todas partes.

Pero los canónigos no se dejaban convencer, y al cantar en el coro de la Catedral miraban temerosamente hacia la puerta de entrada.

Mosén Alberto continuaba siendo el consejero de toda la familia religiosa femenina de la ciudad. Las Superioras de todos los conventos le visitaban. Mosén Alberto les aconsejaba que pusieran a salvo cuanto de valor tuvieran en los conventos. «Saquen los pianos, mándenlos a alguna casa particular…» «Toda la ropa de valor tendrían que esconderla». Algunas Madres Superioras le hacían caso; pero la mayor parte de ellas decían: «Pero ¡por Dios! ¿Por qué van a molestarnos a nosotras? ¿Qué hemos hecho?»

El notario Noguer atendía a mosén Alberto con más afecto que de ordinario porque consideraba que, después del señor obispo, quien más peligraba era él. La noticia de que el Cojo le vigilaba le tenía preocupadísimo. No sabía qué hacer. «Porque prevenir a las autoridades sería perder el tiempo», decía. Mosén Alberto le pedía por todos los santos que no se preocupara de él. «Será lo que Dios quiera, no se preocupe. Cuénteme las últimas novedades».

El notario Noguer había hecho a su vez un gran cambio. De natural pacífico, ahora manejaba con auténtica fruición pelotones de hombres armados. Todos los objetos de su mesa de notario se convertían en simbólicos instrumentos de agresión. «Se ocupará toda la ciudad en un momento. Frente a Correos, un cañón. Ahí, frente al Ayuntamiento, otro. Frente a la Emisora… no recuerdo. El comandante cree que en Teléfonos bastará con una escuadra. En Comisaría tres por lo menos. Intendencia quedará instalada donde Cosme Vila tiene ahora la Cooperativa».

Pretendía saber que Falange había pedido ocupar el lugar de más peligro. «De todos modos, el comandante los considera demasiado jóvenes. Además de que su idea es mezclarnos a todos, los paisanos y la tropa».

Mosén Alberto callaba al oír hablar de los falangistas. Continuaba teniéndolos por irresponsables y paganos; pero reconocía que eran valientes. Y la paliza al doctor Relken le había llegado al corazón.

Luego hablaban de la situación general. El notario decía: «los enemigos de la sociedad»; mosén Alberto «los enemigos de la Iglesia». El notario había presenciado en Barcelona un desfile socialista y se le puso la carne de gallina. «Con cabos gastadores, con banderines rojos, ¡Vivas al Ejército Popular! Al pasar delante de los cuarteles levantaron el puño». «El subdirector del Banco tiene razón —decía—. La Masonería lleva las riendas de todo eso. Ahora Barcia se ha ido a la reunión del Gran Oriente en Ginebra. ¡Dios sabe las consignas que traerá!»

Con frecuencia hablaba de Julio y de Olga. El notario los consideraba los dos personajes más responsables de la ciudad. «¿No ve lo que hace Julio? Espera a ver por dónde se inclinará la cosa. En cuanto a Olga, es una inteligencia de primer orden, por desgracia mal empleada. Asiste impávida a todo cuanto ocurre».

Mosén Alberto le oía sin pestañear. Compartía la opinión del notario, añadiendo, sin embargo, que existía otro personaje tan nefasto como los dos citados: el coronel Muñoz. «Es un elegante de cubierta de barco. Vería arrasar la ciudad y no perdería la compostura».

El notario Noguer decía:

—El comandante le teme más al coronel Muñoz que al propio general. Dice que la primera medida a tomar ha de ser…

El notario había llegado varias veces a este punto de la frase y nunca la había terminado, al extremo que a mosén Alberto el hecho le llamó la atención. ¿Qué le ocurría? ¿Qué medida era la que cortaba en seco su facultad de hablar?

La situación era curiosa y mosén Alberto suponía que el propio notario acabaría dando una explicación un día u otro. Finalmente, éste pareció decidirse. Una mañana particularmente cargada de noticias dijo:

—Mosén… muchas veces he pensado hablarle de algo. —Se quitó las gafas y continuó—: Ya sabe usted que me he comprometido a salir a la calle, el día que se me ordene, con un fusil. El problema es el siguiente: ¿Qué pasa si tengo que hacer uso de él…?

Mosén Alberto trasladó su manteo de uno a otro brazo. La esposa del notario no estaba presente, lo cual facilitaba el diálogo.

—En resumen —replicó el sacerdote, después de reflexionar—, me pregunta usted si, dadas las circunstancias, es lícito matar.

—Exacto.

El sacerdote permaneció unos instantes con la cabeza baja. Luego contestó:

—A mí me parece que, por las razones que usted y yo analizamos a diario, el alzamiento militar está justificado desde el punto de vista moral. De forma que tomar parte en él es, en sí, lícito. Ahora bien —añadió—, existe el alma de cada individuo. Más claro, depende de la intención personal. Si el día señalado sale usted a la calle y mata por odio, pecará… Si lo hace en defensa propia, no pecará.

El notario Noguer se quedó pensativo.

—Sabe usted… —dijo—. Esa distinción es válida hecha aquí, en frío, tomándose unos bizcochos. Ahora bien… en el momento de apretar el gatillo…

El sacerdote entendió que aquello llevaría lejos.

—Lo que vale es el acto primero, el acto consciente de salir a la calle en defensa propia o creyendo cumplir un deber. La borrachera del combate… ¡qué quiere usted!

El notario Noguer le miró con fijeza.

—Conclusión… que puedo salir tranquilo.

Mosén Alberto se mordió los labios.

—Yo creo que sí.

Luego se pasó la mano por la cara.

—De todos modos… —añadió—, me gustaría que planteara usted el problema a otro sacerdote. A mosén Francisco, por ejemplo…

El notario Noguer le contestó:

—¡Uy, puedo hacerlo! Pero ya sé lo que va a contestarme mosén Francisco.

—¿Cómo que lo sabe?

—Mirará a los bancos del catecismo y dirá: «Puede usted salir… no tenga miedo».

Aquel día mosén Alberto se despidió del notario con preocupación. Consideraba que dar un consejo semejante no era casi «obra de hombres…» Menos mal que el notario le había dicho: «Le voy a hablar de hombre a sacerdote…»

¡Sacerdote! Mosén Alberto pensó en la palabra matar. A medida que andaba hacia el Museo, evocaba en su memoria «los motivos por los cuales…» En la calle veía por todas partes señales de violencia y peligro. Grupos en las esquinas, una bandera de la FAI inesperadamente clavada en un quiosco de periódicos.

Sacerdote… Todo aquello le situaba ante un problema moral hondo: el de que muchas personas como el notario Noguer se lanzarían a la calle más que nada para defenderlos a ellos; en resumen, para defender a la Iglesia.

Mosén Alberto sintió que unos meses antes ello le hubiera situado al borde de la vanidad. Se hubiera dicho que no era cosa despreciable ser ministro de una institución por la que tantos seres humanos ofrecerían gustosos su vida.

Ahora pensaba en la responsabilidad. Había mejorado. Lo notaba con sólo cruzar la puerta del Palacio Episcopal. Ante aquellos tapices dorados que colgaban del techo recordaba la visita a Roma, en compañía del notario Noguer, con motivo del Jubileo.

«¿Por qué tanta riqueza?», había preguntado éste al salir del Vaticano. La sombra de los primeros cristianos, pobres y descalzos, flotaba sobre la frente del notario. Mosén Alberto, entonces, le contestó: «¿Cómo querría usted que la Iglesia se defendiera si continuara en unas catacumbas, si el Papa viviera en un garaje? La Iglesia cuenta ahora con millones de prosélitos, tiene que recibirlos, hacer frente a las persecuciones, ayudarla en los países en que sufre. Nazareth era lógico cuando sólo había doce pescadores que creían en Cristo. Ahora esos doce pescadores han triunfado y el Vaticano simboliza este triunfo».

A mosén Alberto continuaba pareciéndole acertado todo eso. Sin embargo, aquel día en que había dado a un hombre licencia de armas pensaba que era preciso añadir algo: que el ministro simple y escueto de esta Iglesia triunfante debía de continuar viviendo en su intimidad como los doce pescadores. Que debía pisar las alfombras de Palacio, por mullidas que éstas fueran, con ausencia absoluta de soberbia o voluptuosidad. ¡Que, a ser posible, debía ponerse granos de arena en los zapatos!

Mosén Alberto quería ser bueno, despojarse de lo superfluo. Muchas veces, paseando solo por las salas del Museo, se detenía pensando en la bomba que estalló. ¡Qué aviso del Señor! Un ser como Murillo, con sus bigotes y su gabardina sucia, podía dar fin en un segundo a su facultad de juzgar a los demás, y situarle a él frente al Juez Supremo, frente al que le preguntaría: «¿Qué hiciste del talento que te di?» «Señor —tendría que contestarle—, lo empleé en vanagloriarme de ser perito en retablos antiguos, en deslumbrar con citas bíblicas a almas sencillas como Carmen Elgazu». Hasta que un día, en la rueda eterna de los tiempos, vería a Carmen Elgazu ocupando en el cielo una de las sillas doradas de que ahora él gozaba en el Palacio Episcopal.

¡Arena en los zapatos, bomba en el Museo! Ahí estaban los dos hilos mediante los cuales el remordimiento tiraba de su alma para arriba. En resumen, César y la sirvienta…

Especialmente César. El muchacho, desde que había vuelto del Collell, le tenía obsesionado. ¿Qué había en aquel muchacho, cuyo lenguaje era superior al de los canónigos? Le tenía obsesionado porque había descubierto en él algo más importante que su labor en la calle de la Barca: había descubierto que César deseaba morir.

La cosa era evidente, se le notaba en los ojos y en cada palabra. César ahora decía siempre: «El pecado se ha adueñado de la ciudad». No eran las banderas las que se habían adueñado de la ciudad, ni los milicianos: era el pecado. El pecado de unos y otros, los pecados del propio César. Sintiéndose impotente para expiar todo ello con actos diminutos, quedándose sin postre o llevando cilicio, César quería realizar el acto supremo: el de dar su vida. En realidad, mosén Alberto comprendió por fin el verdadero significado de la frase que el seminarista repetía a menudo: «Tal vez dure poco todo esto». ¡Santo Dios! Era evidente que con ello no pudo referirse jamás a la unión CNT-Partido Comunista, ni al coche que llevaba a doña Amparo Campo a comprar cosas aquí y allá. Era evidente que, sin saberlo, se refería a sí mismo, a su carne flaca y estirada, como queriéndose ir al cielo. César quería ofrecer su ser insignificante por la salud espiritual de Gerona, y, sobre todo, por la salvación «de los enemigos». En realidad, César no pedía a Dios permiso para matar sino para morir. Mosén Alberto lo veía claro. ¡Sobre todo quería salvar a Teo! Siempre hablaba de él. Quería ir a la cárcel a verle, a llevarle tabaco. Le parecía que Teo, con su estatura, representaba la aparatosidad de lo que un día u otro ha de empequeñecerse para presentarse ante el Tribunal de Dios. Mosén Alberto pensaba en todo ello. Y se sentía mejor hombre y mejor sacerdote. Sólo al ver bajo los arcos al Cojo, espiándole, sentía que su corazón pertenecía aún a este mundo, que no le era fácil transformar, como hacía César, el odio en amor.