La exaltación de los anarquistas por haber reconquistado un puesto de honor en la ciudad fue tan espectacular, que los bares y cafés que continuaban abiertos vieron vaciarse sus botellas en un santiamén. Incluso los que llevaban días olfateando por la orilla del río y por los campos cercanos en busca de algo comestible, hallaron en el fondo de sus bolsillos con qué festejar aquello. ¡Ahí era nada montar en un camión con carteles y banderas, zumbar carretera adelante y regresar al atardecer con montañas de alimentos! Su alegría era tan grande como lo fue su miseria. Era preciso seguir paso a paso la vida del Cojo desde su orfandad para comprender los gritos que daba. Era preciso saber que la novia de Ideal le había dicho a éste: «Chico, ¿para qué voy contigo si no tienes qué comer ni puedes llevarme al cine?», para no sonreír ante la importancia que se daba ahora el muchacho.
Sólo algunos veteranos temían que Cosme Vila les preparara una jugarreta. Los demás, nada. «¿Qué jugada ni qué ocho cuartos? No hay trampa posible. Sus camiones llegan, ¿no es eso? Pues ya está».
El Responsable se sintió capaz de hipnotizar al mismísimo Comisario. «¡Por algo os decía yo: resistir!» Muchos le daban palmadas en el hombro. La gestión en Barcelona la había llevado a cabo con arte consumado. Sus hijas no habían perdido nunca la confianza en él. Ahora le decían: «Nos parece que es el momento de hacer algo grande».
Porvenir, con su pelo ondulado y un traje nuevo, azul marino, volvía a pasear por la Rambla como en los felices días de su llegada a Gerona. Volvió a sacar la calavera, volvió a ejecutar juegos de manos, echaba monedas al aire al ver un grupo de badulaques.
—El anarquismo tiene eso —contaba en el café Gran Vía—. Hoy abajo, mañana arriba. En Barcelona me lo decía el librero: Bakunin pasó malos ratos, pero los pasó muy buenos. Ahora ¿qué? UGT, izquierdas y demás estrechándose el cinturón. Nosotros aquí con tortillas de seis huevos. ¿Eh… Santi, se te apetece una tortilla de seis huevos?
Pero no precipitarse. No para todo ahí. Ahora vendrá todo, hasta la confiscación. No hay que olvidar el programa porque estemos en el paraíso.
El Responsable y Cosme Vila no se hablaban. Su entrevista había sido escueta y brevísima, en terreno neutral: la barbería de Raimundo. La conveniencia mutua los hizo llegar a un acuerdo pero se despidieron sin darse la mano ni desearse salud. Para los asuntos de trámite. Porvenir llamaba por teléfono a Gorki, o Gorki a Porvenir. Su última frase era siempre: «Ahora, cada uno a lo suyo».
El Responsable sentía nacer en su pecho sentimientos contrapuestos. A medida que crecía en entusiasmo, crecía en envidia. Envidia de Cosme Vila. ¡Lo que éste había hecho en poco tiempo! Había suprimido a la sirvienta y al hermano Alfredo. Había pegado fuego a un convento y paralizado la ciudad. Editaba un periódico y estaba organizando una Milicia Popular que podía competir con el Tercio.
El Responsable comprendía que la CNT llevaba leguas de retraso en cuanto a resultados. «¡Pero nosotros cortamos el gas, el agua y la electricidad!», replicaba Ideal. El Cojo citaba la explosión del Polvorín, el miedo que pasó el Inspector de Trabajo al oír en su despacho el petardo. El Responsable no se dejaba impresionar. Sabía que todo aquello había sido bien organizado, pero que duró poco y que la desgracia les impidió hacer más.
Y, no obstante, el hecho de que a la postre Cosme Vila hubiera tenido que recurrir a él le demostró que, en el fondo, el Partido Comunista se andaba por las ramas. «A mí me parece que nosotros atacamos siempre más al centro», dijo el día en que por primera vez, después de la resurrección, reunió en pleno su Comité Ejecutivo.
Porvenir le miró retadoramente, como exigiendo pruebas. Y entonces el Responsable dijo, con naturalidad:
—Os voy a dar una a todos. —Paró un momento—. ¡Nada de suprimir sirvientas ni sacristanes! —Hizo otra pausa—. ¡Nada de volar esta piedra o la otra! Tal como están las cosas, hay que llevar a cabo algo decisivo y CNT-FAI se encargará de efectuarlo: hay que suprimir al comandante Martínez de Soria.
El silencio que siguió estas palabras constituía la prueba del efecto que produjeron. Una sensación de escalofrío recorrió el gimnasio. ¡Suprimir al…!
Pero pronto la tensión cedió. En el fondo de su cerebro, uno a uno fueron preguntándose los anarquistas: «¿Por qué no?»
Ideal fue el primero que abrió la boca.
—Con lo que le importaría a él convertirme en fiambre —dijo.
El Cojo se había sentado en el alféizar de la ventana.
—Debimos hacerlo cuando lo de octubre.
—No es que yo crea por ahora en un levantamiento fascista —argumentó el Responsable—. Pero si dejamos sueltos a los militares, algún día nos la dan, desde luego. A mí me parece que suprimiendo esa estrella se aclararía un poco el panorama.
Porvenir intervino:
—Es el número uno de la ciudad. El otro día me lo encontré y me creí que estaba borracho. ¡Ja, ja! Silbaba. Es más monárquico que Romanones. Tiene una nariz como la del ex rey, que en paz descanse.
—¿Cómo que en paz descanse?
—Para mí, siendo ex, es como si hubiera muerto. El ambiente se había desatado.
—¿Y la hija qué? —preguntó súbitamente el Cojo—. Presume mucho de vestido negro.
A las dos hijas del Responsable les dio un vuelco el corazón. La de Porvenir se escandalizó.
—¡No seas idiota! La chica no tiene nada que ver.
—¿Que no tiene nada que ver? ¿Y montar a caballo?
—Anda, no seas pelmazo. Habla del padre, de acuerdo; pero deja tranquila a la familia.
El Responsable se esforzaba en dominar la situación.
—¿Por qué he propuesto esto…? Por una razón sencilla —explicó—. Porque entiendo que el peligro viene siempre del Ejército. Guardan miles de hombres secuestrados, comiendo rancho y perdiendo oportunidades. Muchas veces he pensado que no habrá progreso hasta acabar con eso. —Luego añadió—: A mí me gusta menos que a cualquiera matar un hombre. Pero, que me zurzan si hay otro remedio.
El Cojo se había bajado súbitamente de la ventana.
—Pienso una cosa —dijo por fin—. ¿Estamos seguros de que el comandante es el número uno de la ciudad?
—¿Quién va a ser, sino?
Se veía que el Cojo tenía una idea fija.
—Total, un comandante… ¿qué? —dijo—. Quedan hasta generales. Yo preferiría asaltar la cárcel y saldarles las cuentas a «La Voz de Alerta» y al don Jorge ese de la madre que…
La novia de Porvenir pareció hallar acertado el plan. Desde un día en que, al salir ella de la Piscina, «La Voz de Alerta» la miró de determinada manera, no podía pensar en el dentista sin sentir ganas de cometer una barbaridad.
—Es una idea que no hay que olvidar —dijo.
Blasco votó en contra.
—Ésos ya están en el garlito —opinó—. Si hay que zumbar, se zumba a los de fuera. Y si no encaja el comandante, se le da pal pelo al notario Noguer o a uno de esos. Material no falta.
Porvenir reflexionaba. A veces sentía celos del Responsable. Comprendía que tenía más experiencia que él. En Barcelona consiguió que la CNT le escuchara y movilizara los campesinos. Porvenir se preguntaba: «No sé si yo hubiera conseguido otro tanto».
—El Cojo tiene razón —dijo—. ¿Quién asegura que el comandante es el cogollo del asunto, que no es un simple criado? ¿Del obispo, por ejemplo, o de ese curita del Museo, que le confiesa todos los días? ¡El curita, sobre todo, a mí…!
El Cojo negaba, negaba enérgicamente con la cabeza.
—Copiar, siempre copiar —decía—. Copiar lo que hacen los demás. ¿No se soltó ya una bomba en el Museo? Mantengo lo de la cárcel. ¡Hay que zumbar a «La Voz de Alerta» y al propietario ese de las cuatrocientas masías!
—Cuarenta.
—Pues cuarenta.
Santi vivía los momentos más intensos de su vida. ¡Andaba pensando que lo mejor sería contentar a todos! Pero no intervenía. El Responsable le tenía prohibido intervenir en las reuniones oficiales hasta haber cumplido los diecisiete años.
El Responsable escuchaba a todos con los ojos bajos, puestos en dos bolas de hierro del gimnasio. Apretaba de tal modo los labios, que su hija mayor temía que de un momento a otro tomaría las dos bolas y las tiraría contra la cabeza de sus colaboradores.
—¡Basta ya! —exclamó por fin, levantando la cabeza y vertiendo acero por la mirada. Se caló la gorra hasta las cejas—. ¿A qué tanto plan y tanta monserga? —Impuso el silencio—. Aquí el número uno es el Ejército. Curas, dentistas, propietarios… ¿Y quién tiene las armas? —Se dirigió al Cojo—. ¿Qué prefieres; que te apunte una ametralladora o un sacamuelas? —Miró alrededor—. Parecéis idiotas. Aquí el número uno es el comandante Martínez de Soria.
Nadie replicó.
—Eso no significa… —añadió el Responsable, cortando el silencio— que no hay más días que longanizas…
El sargento, novio de la hija mayor del Responsable, apenas había dicho nada. Pero era quien más hincha le tenía al comandante. Se alegró del acuerdo tomado, pero conocía a sus camaradas y temía que todo quedara en simple proyecto.
—Ahora viene lo principal —dijo—. ¿Cómo se cumple este servicio?
Aquel léxico cuartelero ponía nervioso a Porvenir. Ideal hizo una observación.
—Hay una pega. El comandante nunca sale solo.
Era cierto. Blasco lo corroboró. Blasco continuaba recorriendo las mesas del café de los militares y dijo: «Siempre anda rodeado de tres o cuatro oficiales jóvenes».
—Y si no, va con su mujer y su hija —informó el Cojo.
La hija del Responsable intervino.
—Antes que hablar de esto quizá debiéramos discutir otro aspecto del asunto: las autoridades.
El Responsable hizo un gesto de gran convicción.
—Nada —cortó. Repitió su gesto—. Nada. Encantados.
—¿Encantados…?
Se quitó la gorra.
—Vista gorda.
Su tono no dejaba lugar a dudas.
—Vamos a ver si por una vez hacemos las cosas con la cabeza —añadió—. Lo primero que hay que hacer es seguirle la pista. A qué hora sale de su casa, cuál es su itinerario para ir al cuartel, etc…
Los demás daban por sentado que el momento más a propósito era cuando el comandante montaba a caballo en la Dehesa. ¿Para qué discutir más? Lo que hacía falta era elegir el arma. Porvenir era partidario de la pistola, el Cojo de la bomba de mano.
—¡A callarse! Esto ya se verá. —El Responsable volvía a estar furioso. Se dirigió a Blasco, Ideal y Santi.
—De momento, vosotros le vigilaréis —ordenó.
El Cojo advirtió con indignación que él quedaba excluido.
—¿Y yo qué…? ¿Bailando la rumba…?
El Responsable le miró con fijeza.
—Tú te plantas ante el Museo y observas los horarios del reverendo en cuestión.