No existía periódico derechista para poner al corriente a la opinión. No obstante, las noticias se filtraban por misteriosos conductos. El intento de Cosme Vila de constituir la Milicia Popular llenó aún más de zozobra a todo el mundo. ¿Qué pasará ahora? ¿En qué parará la intervención de las autoridades?
Todo ocurría con lógica implacable. Cosme Vila argumentó ante Julio y el Comisario que no pretendía sino entrenar a sus afiliados para desfilar. Dio pruebas nada triviales: casi todo eran bastones, los fusiles estaban descargados. ¿Qué puede intentarse con fusiles descargados?
Julio llamó al oficial de Asalto. «Enséñenos esos fusiles». Eran viejos, inservibles. Cosme Vila sonrió.
Afuera se había estacionado la masa gritando: «¡Viva Cosme Vila!»
Julio consultó con el Comisario. Decidieron soltarle.
—Pero renuncie usted a la Milicia —dijo Julio en tono categórico—. Si intenta usted concentrar de nuevo a los milicianos, dormirá usted en la cárcel al lado de don Jorge y procederemos a la clausura del local.
Luego el Comisario añadió:
—Y prepárese a recibir otras noticias.
Cosme Vila salió, pero había dejado de sonreír. Estaba preocupado y cansado. Ordenó a los que le esperaban que se dispersasen. Se fue a su casa, quería dormir. «Mañana hablaremos, mañana hablaremos».
A los muchos que entendían que Julio se mostró débil éste les contestaba: «¡Ya está bien, ya está bien! Esto, para Cosme, era básico. Además, ya veis que no avanza un paso. Se desgastará, se desgastará inútilmente».
Al día siguiente, El Proletario atacaba duramente a Julio. Publicaba un clisé en el que se veía a dos agentes disparando sus pistolas contra el camión, que huyó a toda velocidad. Los ánimos de los militantes se habían exaltado lo indecible con todo aquello, pues la posibilidad de disponer de armas y de encuadrarse de una manera orgánica les había entusiasmado.
Cosme Vila acudió al despacho temprano. No sabía si había enfocado bien o mal la Milicia. Tal vez cometiera algún error. Al parecer la voz popular aseguraba que disponía incluso de morteros. Su mujer le había dicho: «Hagas lo que hagas, en seguida te calumniarán, diciendo que pretendes esto o lo otro».
Estaba preocupado y los que le rodeaban se dieron cuenta de ello. Sin embargo, era imposible detener la marcha de los acontecimientos. Víctor se le acercó.
—Oye una cosa. Perdona que escoja este momento… pero la gente se queja.
—¿Qué gente?
—La que va a la Cooperativa.
—¿Y pues…?
—Se les reparte siempre lo mismo. Querrían un poco de carne.
Cosme Vila le miró.
—Ya hablaremos de eso luego.
Víctor salió y entró en el despacho el conductor del primer camión de la víspera.
—Oye. Ayer, con todo aquel jaleo, no pude decírtelo. En el campo piden las bases.
Cosme Vila acabó enfureciéndose: «¡Dejadme solo! ¡Hasta que regresen de Barcelona Gorki y Morales no puedo tomar ninguna determinación!»
Ésta era su preocupación principal. Según las noticias que trajeran los dos delegados, todo estaba resuelto, y los fusiles, aunque descargados, se volverían contra Julio. ¡Sobre todo, el dinero era lo que más falta le hacía!
—Id a la estación a esperarlos y que vengan en seguida.
Gorki y Morales llegaron en el tren de la mañana, en el mismo tren que Ignacio. Nada más verlos aparecer en el umbral de la puerta del despacho, Cosme Vila comprendió que traían noticias medianas.
—Sentaos. ¿Qué hay?
Los dos delegados se pusieron a hablar atropelladamente.
—Nos han recibido como si fuésemos ministros.
—Que insistamos, sobre todo, en la formación de células en los cuarteles…
—Nos han dicho que…
Cosme Vila les interrumpió.
—¡Resultados prácticos, resultados prácticos! —clamó—. ¿Qué hay del dinero?
Gorki contestó:
—Dinero… algo darán, pero peco.
Los ojos de Cosme Vila perdieron el color.
—El Partido tiene poco dinero —justificó el perfumista—. Y naturalmente, todas las provincias lo necesitan.
Cosme Vila se quedó de una pieza. Visiblemente comprendía que el golpe era duro y sus consecuencias graves.
—¿Y Vasiliev? —interrogó—. ¿Qué ha dicho Vasiliev?
Al verle en aquel estado, Morales intentó dar argumentos.
—Vasiliev… habló con mucha lógica. «Puedo pedir la suscripción a Rusia —ha dicho—. Pero tendré que hacer el informe, mandarlo, allá tendrán que preparar la opinión… y ustedes lo que necesitan es ayuda inmediata». A mí me ha parecido…
Cosme Vila pegó un puñetazo en la mesa.
—¿Pero dan algo o no dan algo?
Gorki tomó asiento frente a él.
—Vasiliev vendrá el sábado, él en persona, y algo traerá. Pero desde luego será poco.
El jefe no se hacía a la idea de que aquello era una realidad. ¿Cómo luchar contra la ofensiva que se desencadenaba desde todas partes contra la huelga? Pensó que debía de haber ido a Barcelona él personalmente. Imposible que no se hubieran hecho cargo de la situación. ¡La partida estaba ganada a condición de resistir dos meses más! En vez de esto, se perdían en excusas casi burocráticas. Cosme Vila tomó asiento pensando en el fanatismo de la masa que le seguía, en el esfuerzo de los campesinos. ¡Imposible defraudarlos! Él era el jefe, los llevaba por el camino de la revolución proletaria. Si claudicaba y los obreros, sin protección, se veían obligados a presentarse uno por uno al patrón en demanda de ser readmitidos, le maldecirían hasta la muerte.
Morales leía cólera en su semblante, no desánimo.
—Si me permites, te hablaré de una sugestión que nos han hecho…
Cosme Vila le miró.
—¿Qué sugestión…?
—Tal vez pudiera ser una solución…
Cosme Vila alzó los hombros.
—He de advertiros que la solución se encontrará de todas maneras.
Morales prosiguió, mirándole con fijeza y como dudando de la acogida de sus palabras:
—Se trata de los anarquistas.
Cosme Vila arrugó el entrecejo.
—¿Cómo de los anarquistas?
—Déjame hablar —cortó Morales—. En Barcelona opinan que podríamos sacar partido de dos cosas: del estado en que se encuentra el Responsable y del hecho de que los campesinos de Barcelona sean anarquistas. ¿Por qué no conseguimos que el Responsable pida ayuda a éstos, les pida víveres? Vasiliev cree que probablemente los obtendría. Entonces podríamos hacer algo común en la Cooperativa. Nosotros prestar al Responsable los camiones… ¡En fin! Sin necesidad de que los afiliados se enteraran. O informándolos, lo mismo da.
Cosme Vila oyó aquello en silencio. Al pronto la sugestión le pareció absolutamente grotesca. ¡Unirse al Responsable! ¡Se quedaría con los víveres y, si pudiera, hasta con los camiones!
No obstante, su sentido realista se imponía. Algo quedaba claro, gustara o no gustara: el apoyo anarquista, dadas las circunstancias, podía ser verdaderamente eficaz… ¿Por qué no pensar en el asunto? ¡Y por otra parte algo debía hacerse!
No dijo nada. Sería preciso estudiar aquello.
Vio a Morales y Gorki pendientes de la expresión de su rostro.
—Ésta u otra, mañana os daré una solución —dijo. Abrió un cajón del escritorio y sacó de él un bocadillo.
Cosme Vila cambió de humor. Temía que su reacción contra Barcelona hubiera quebrantado en los delegados el sentimiento de unidad.
—¡Bien, bien! —exclamó, mordiendo el panecillo—. De modo que habéis visto al camarada Vasiliev en persona…
Gorki dijo:
—Hora y media hablando. Ni más ni menos.
Cosme Vila añadió:
—Le dolería no poder ayudarnos…
—Estaba desolado, desde luego.
Cosme Vila asintió con la cabeza.
—Explicadme cómo andan las cosas en Barcelona.
Morales se sintió a sus anchas.
—Andan bien —dijo—. El POUM es duro de roer, pero el Partido conserva una disciplina de hierro. Los socialistas ceden, hasta en Izquierda Republicana tenemos militantes. En fin, lo sabes mejor que nosotros.
Cosme Vila se interesó por los dirigentes de Barcelona que habían asistido a la Asamblea en el Albéniz.
—¿Y el camarada Hernández…?
—Ha mandado su mujer a Rusia. Quiere aprender el ruso para traducir a Gorki.
Cosme Vila asintió complacido.
—¿Y el manco…?
—El manco… de momento se queda en Barcelona. Dice que nuestra revolución campesina es ejemplar y que deberá tenerse en cuenta en su día. En fin, nos ha rogado que te felicitáramos.
Cosme Vila formuló aún una pregunta:
—¿Y armas?
—Vasiliev te hablará de ello.
El jefe no quiso prolongar más la entrevista. Hablaba, pero su pensamiento continuaba fijo en la negativa del dinero. ¡Algo debía hacerse! Veía desfilar ante él los irónicos ojos del Responsable y la ondulada cabellera de Porvenir.
Se levantó bruscamente, como era su costumbre.
—Bueno, de acuerdo. Esta tarde tendremos reunión del Comité en pleno. Ahora hay que ir a trabajar.
—¿Qué hay que hacer?
—Pues… vosotros al periódico. Reseñad vuestro viaje a Barcelona. Dad impresiones sobre aquello. Que salgan en el número de mañana.
—¿Y lo de la Dehesa, qué…? —preguntaron Gorki y Morales, antes de salir del despacho.
—Nada. Unos cuantos tiros sin intención.
* * *
Ignacio llegó de Barcelona contento, por las notas que llevaba en el bolsillo. ¡Segundo curso! Ante la familia y Marta, reunidos en torno a la mesa, habló de las facilidades que había encontrado en los exámenes.
—Temía que surgieran tropiezos y no ha sido así. Los catedráticos muy correctos, todo muy bien. Contesté y me aprobaron. —Miró a su padre—. ¡Ya soy medio abogado! —Matías contestó:
—Neumáticos Michelín.
Las palabras de Ignacio alegraron el corazón de todos.
—¿En la pensión, qué…? —preguntó Carmen Elgazu.
—Pues… todo muy bien. Cama de dos colchones y vista a un jardín. —Luego añadió—: Y una sirvienta estupenda.
Marta hizo un mohín coqueto.
—Me alegro mucho.
Carmen Elgazu estaba segura de que su hijo ocultaba todo lo malo. Se lo agradecía, pero en el fondo estaba inquieta. Le preguntó si todo lo que había visto en Barcelona era tan agradable como la sirvienta.
Ignacio cambió de expresión.
—Pues en realidad yo iba a lo mío. —Luego añadió—: ¡Bueno! Ocurren cosas inexplicables, desde luego.
—¿Por ejemplo? —interesó Marta.
—Por ejemplo… en el tren de regreso —dijo Ignacio—. Un soldado quería saltar por la ventanilla y el cristal no obedecía. Creo que era en el Empalme. Con toda tranquilidad se echó hacia atrás y lo rompió de una patada. Luego, claro está, tampoco pudo bajarse a causa de los trozos de vidrio que habían quedado. Entonces volvió a sentarse sin decir nada, y sin que ocurriera nada.
La familia guardó silencio. Ignacio también. Se había colocado al lado de Marta y de vez en cuando le estrechaba la mano bajo la mesa.
El detalle había puesto sombrío a Matías.
—¿Qué consideras más peligroso? —preguntó a su hijo—. ¿Barcelona o esto?
Ignacio contestó con decisión:
—Barcelona, desde luego.
Marta intervino.
—¿Por qué? Más que esto no puede ser.
Ignacio miró a todos.
—Barcelona es más peligroso —explicó— por la sencilla razón de que es mayor. Todavía hay más mezcla de todo, de toda clase de gente. Aquí es imposible matar a alguien y pasar inadvertido. Esto es aún una ventaja.
Luego explicó que tuvo que ir a llevar una carta… a un tal J. Campistol, y que le pilló en mitad de la calle un tiroteo espantoso. Tuvo que refugiarse en un café, detrás de un mostrador.
Carmen Elgazu se santiguó. «¡Jesús, hijo, con qué tranquilidad hablas de tiros!»
A Matías le pareció recordar que J. Campistol era el Jefe de Falange de Barcelona y le pidió a Ignacio explicaciones sobre la carta.
—Es bastante imprudente llevar cartitas a estas alturas, ¿no te parece?
Había olvidado que Pilar estaba presente. La muchacha al oír aquello enrojeció. Todos miraron hacia ella. Se le habían humedecido los ojos y el pensamiento de todos voló hacia Mateo.
Matías dijo:
—Vamos, vamos, Pilar, no te pongas así.
Ignacio intervino.
—Estamos hablando de los falangistas de Barcelona.
Pilar había sacado el pañuelo. Agradeció la ternura de todas las miradas.
Marta le dijo a Pilar:
—No te preocupes, mujer. Esta noche, Mateo se trasladará a casa de Pedro. Allí estará seguro, de veras. Y además tal vez todo esto dure poco. —Luego añadió, mirando a Ignacio—: Somos muchos los que luchamos para que esto dure poco.
Ignacio se había puesto nervioso.
—Si lo dices por Falange… —contestó.
—¿Qué ocurre?
Ignacio se vio obligado a continuar.
—¡Nada! He conocido unos cuantos en la Universidad.
—¿Y qué…? —insistió Marta.
—Pues… ¡qué sé yo! Vanidosos. Provocando… En fin, unos chulos de marca mayor.
Marta se puso seria.
—Bueno —dijo—. ¿Y cómo conociste que eran de Falange?
—Por la camisa azul.
—Es raro que la llevaran. Lo tenemos prohibido, excepto en ocasiones excepcionales.
—Pues se ve que allá hay ocasiones excepcionales todos los días.
Marta no quedó convencida.
—Te daré otro detalle —añadió Ignacio—. Continuamente se miraban, decían CAFE y se reían.
Al oír aquello Marta quedó roja como la grana. Los demás se miraron perplejos.
—¿Qué significa eso? —preguntó César, tocándose las gafas de montura de plata.
Ignacio levantó los hombros.
—No sé… Yo cuento lo que oí, nada más.
Marta se separó el flequillo a uno y otro lado.
—Muy sencillo —explicó—. Son nuestras iniciales, CAFE. «Camaradas, Arriba Falange Española».
* * *
El subdirector del Banco había sido el encargado de proponer a los Costa el traslado de su fortuna al extranjero. «Nuestro Banco puede hacerlo. Hemos servido ya a tres clientes. Les puedo explicar el procedimiento. Podrán elegir entre Suiza, Inglaterra, Estados Unidos…»
El subdirector llevaba a cabo estas gestiones doliéndole el corazón. Le dolía que salieran divisas de España. Pero lo prefería a que sirvieran para comprar armas con destino a Cosme Vila.
Los Costa le contestaron con dureza poco habitual en ellos. «Mientras haya República, nosotros no sacaremos ni un céntimo».
Estaban desesperados por la huelga, por la milicia, por los asesinatos, por todo; pero querían defender la República.
Era su idea. En su último viaje a Madrid, les habían dicho que el Partido Comunista preparaba una revolución para agosto y los militares el levantamiento para noviembre. «La única posibilidad de hacer fracasar a unos y otros es unirnos en bloque los republicanos de buena fe, que todavía somos unos cuantos».
Los Costa creían que el súbito crecimiento de la tendencia revolucionaria de muchos Partidos, Sindicatos y personas se debía al peligro militar. Su suegro se enfurecía al oír aquello.
—Estáis ciegos —les decía—. Completamente ciegos. Ésta es la excusa que dan. Se van hacia la revolución porque éste es su plan desde el primer momento. ¡Sí, sí, no sonriáis de esa manera! Éste es el plan de todos ellos desde 1931. Y no digamos desde vuestro famoso Frente Popular.
Los Costa se veían obligados a discutir con mucha gente. Algunos viejos de Izquierda Republicana atacaban a Casal en forma que ellos estimaban injusta.
Las esposas da los dos industriales, poco acostumbradas a discutir, habían tomado una determinación: marcharse a País, llevándose a sus respectivos hijos.
Los Costa las habían dejado partir. Sin ellas, el piso les parecía vacío. «Cuando uno se ha acostumbrado a la familia…» Pero consideraban que su puesto estaba en Gerona, ayudando a las personas de sentido común.
¡Válgame Dios, cuan escasas eran esas personas, al parecer!: de pronto El Demócrata anunció que Casal iba a presentar con carácter conminatorio las bases de su Sindicato. «¡Era el único que faltaba!»
Los Costa querían dimitir. «¡Que se vayan todos a freír espárragos!»
La opinión de los Costa no conseguiría enfriar el entusiasmo que Casal, David y Olga sentían por las bases, pues no sólo habían sido redactadas de acuerdo con las últimas experiencias socialistas en el mundo, sino que tenían algo verdaderamente original: nacían aprobadas por la Inspección del Trabajo. ¡Y contaban con el apoyo de las autoridades para ser llevadas a la práctica! Espléndida transformación de la provincia: aprovechamiento de los arrozales, exportación masiva de ajos, nuevos mercados para la industria del corcho, intercambios con Méjico… Las necesidades de cada oficio habían sido estudiadas al microscopio, desde las de los matarifes hasta las de los camareros que habían desertado.
Cien folios, escritos a máquina por Olga. El trabajo había sido duro. Y lo único que los maestros no comprendían era que el catedrático Morales —a quien veían con frecuencia— no hiciera el menor caso de las bases y que El Proletario no se dignase siquiera mencionarlas.
El catedrático Morales se reía de ellos.
—¿Por qué os extraña? Vuestro socialismo es ingenuo —decía—. Todas las inteligencias del mundo están abriendo los ojos… ven que os perdéis en tierra de nadie e ingresan en nuestras filas. No contamos solamente con Teos y similares, no creáis. ¿Por qué no escucháis Radio Moscú? Estos días ha ido allá vuestro escritor favorito, Gide, y ha hablado desde el balcón de la Plaza Roja. Mañana daremos en El Proletario el texto de sus discursos. Ha dicho que el Occidente confía en Rusia para que ésta acuda a salvarle. ¿Qué pretendéis con esos papelitos? ¿Aumentarles el sueldo a los maestros?
Casal barbotaba:
—¡Pues tendrán que tragárselas! Vamos a ver quién habrá sido el táctico esta vez.
Por desgracia, estaba escrito que el tipógrafo no iba a salirse con la suya. Apenas el Inspector del Trabajo había estampado su firma al pie de los cien folios que le presentó Olga, cuando empezó a circular una noticia de la que al pronto no hicieron caso, pero que luego se reveló como cierta: la de que Cosme Vila y el Responsable habían llegado a un acuerdo y que a partir de aquel momento se ayudarían mutuamente en el mantenimiento de sus huelgas respectivas.
—¡Imposible! —clamó Casal—. ¿Cómo puede ser eso?
—Muy sencillo —le contó un afiliado—. El campo gerundense aportara víveres como hasta ahora, víveres al Partido Comunista; por su parte, el campo de Barcelona aportará los que pueda al Responsable. Todo ingresará en la Cooperativa Proletaria de Cosme Vila, pero se beneficiarán en común.
La noticia se confirmó oficialmente. El acuerdo estaba hecho, «sin que implicara aproximación ideológica. CNT-FAI y el Partido Comunista continuarían exigiendo cada cual lo suyo, en forma irreconciliable».
Casal quedó estupefacto. «¡Esto será un aborto! ¡Se echarán unos encima de otros como lobos!» Se equivocó. A los comunistas los ganó la disciplina y a los anarquistas la posibilidad de saciar el hambre y la enigmática sonrisa del Responsable, que decía: «Dejadme hacer, dejadlo de mi cuenta».
Casal pensó luego que todo ello, en el fondo, no cambiaba nada, tal vez lo contrario. Sus bases serían la nota cristalina del sentido común. También esta vez se vio obligado a rectificar. En cuanto Julio lo recibió, tomó el inmenso «Informe» de sus manos, lo hojeó y dijo: «Muy bonito, muy bonito… Arroz, tratados con Méjico… Pero, de momento, ¿qué, amigo? Todos parados, y quién sabe hasta cuándo. Esa gente puede resistir un año…»
Casal se sulfuró.
—Pero ¡publicar las bases, y todo el mundo se pondrá de nuestra parte!
—Se publicarán, amigo Casal, se publicarán. Pero que todo el mundo se ponga de nuestra parte, ya no es tan seguro.
David y Olga, con su natural pesimismo, estaban convencidos de que habían perdido la batalla. CNT-FAI y el Partido Comunista del brazo constituían una fuerza incontenible. El propio general había telefoneado a la Comisaría: «¡A la cárcel toda esa gentuza, a la cárcel!»
El Demócrata publicó íntegras las bases.
—Pero ¿qué están hablando de ajos si ya no queda uno solo en la provincia?
Los militantes de la UGT defendían aquello con tesón.
—Es magnífico, es lo que nos hace falta. Pero ¿cómo ponerlo en práctica?
Los camiones iban y venían. Al pasar bajo el balcón del Centro Tradicionalista, se oía: «Un, dos, un, dos». Hacían la instrucción arriba, a puerta cerrada. Se decía que incluso mujeres aprendían a manejar el fusil. Todas las tardes, bajo el tupido follaje de la Dehesa, Víctor y el catedrático Morales, que ya había terminado el curso en el Instituto, dirigían, pincel en ristre, a los muchachos del Partido que demostraban afición y aptitudes.