Capítulo LXXVI

Al día siguiente llegaba César en el autobús Bañolas-Gerona. Los criados del Collell, seminaristas, se habían visto obligados a marcharse a pesar de que faltaba un mes para finalizar el curso. Los campesinos de la comarca les hacían la vida imposible, negándose a suministrar víveres al Internado si ellos no se marchaban.

El muchacho bajó en la plaza de la Independencia, con su maletita en la mano. Se dirigió con lentitud a su casa, donde ignoraban su llegada. La gente iba y venía con agitación. Oyó que alguien hablaba de que «todavía ardían maderos» y de «caramelos a los chiquillos».

—¿Dónde arden maderos?

—En el Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana.

Entró en el piso de la Rambla. «¡César…!» Todos acudieron a abrazarle. La maleta cayó al suelo. «¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido en el Collell?» Carmen Elgazu tenía su cara entre las manos y le comía a besos.

César intentó tranquilizarlos. Lo suyo no era nada. Estaba bien, estaba muy bien. Había tenido que marcharse porque la gente de los pueblos protestaba. Pero aquello no tenía importancia. Ya sólo faltaba un mes para finalizar el curso y además, antes de marchar, le dieron los aprobados. ¡Por Dios, lo importante era lo que ocurría en Gerona! ¿Qué ocurría en Gerona que ardían maderos en los Hermanos, que la gente corría por las calles?

Carmen Elgazu exclamó:

—Hijo mío, todo lo que puedas pensar es poco.

César tenía excelente aspecto. De nuevo ocupó la presidencia de la mesa. En los rostros de los suyos leía inquietud, pero a la vez el contento de tenerle entre ellos.

Carmen Elgazu se vio obligada a relatarle la muerte de la sirvienta, la situación en que se encontraba Mateo —escondido en el piso del Rubio—, la situación de Marta, las bases que habían presentado los comunistas.

Había algo que preocupaba mayormente a César. Saber si en los Hermanos había ardido la capilla.

Ignacio informó:

—Fue donde prendieron fuego.

Carmen Elgazu añadió:

—¡La Sagrada Forma ha sido quemada, sí! Ya ves hasta dónde hemos llegado.

Matías hubiera deseado celebrar la llegada de César de otra manera.

—¡Bien, bien! —cortaba—. Ya me estaba yo preguntando: ¿cuándo veremos a César?

César sonreía.

—Ya lo ves. Ya estoy aquí.

Pilar le contó más tarde que habían asesinado al hermano Alfredo. César quedó inmóvil. Se tocó las gafas.

—¿Por qué precisamente al hermano Alfredo?

Ignacio contestó con naturalidad:

—Querían una víctima. Uno u otro tenía que ser.

El seminarista se hallaba visiblemente afectado, pero conservaba una extraña calma.

—¿Y qué pasará ahora? —preguntó.

Carmen Elgazu volvió a intervenir:

—Nada, hijo. ¡Absolutamente nada! ¿Qué quieres? Eran más de mil.

—Bueno, bueno. Dejemos eso —decía Matías.

César se hizo cargo de que con su actitud intensificaba la pena de los demás. Matías se había levantado y miraba al río. El muchacho se dirigió a Pilar, la cual estaba preocupadísima.

—Pilar… —dijo—. ¿Cuándo podré saludar a Mateo?

La muchacha se volvió hacia él como tocada por un resorte.

—¡Imposible! Piensa que te seguirán dondequiera que vayas.

Era inútil eludir un obstáculo; salía otro.

César preguntó por mosén Alberto y por mosén Francisco.

—Mosén Alberto, deshecho por lo de la sirvienta. Mosén Francisco… trabajando como siempre.

Entonces sonó bruscamente el timbre de la puerta.

—¿Quién será?

Por un momento la familia supuso que sería Julio. No, Julio no; tal vez Marta.

—Pilar, vete a abrir.

Era don Emilio Santos. Todos se levantaron para recibirle. Al ver a César, el padre de Mateo tuvo una gran sorpresa y algo así como un presentimiento de que traería aires benéficos. Le puso la mano oí la rapada cabeza.

—Mejor hubieras hecho quedándote donde estabas —le dijo.

César negó, sonriendo.

—Me echaron.

Don Emilio Santos tomó asiento. Carmen Elgazu fue a prepararle café.

—Me sentía solo, y he venido… —dijo. Todos exclamaron:

—¡Bien hecho! ¡No faltaba más!

—Todo esto es una locura, César —comentó, mirando de nuevo al seminarista.

Matías preguntó a don Emilio:

—¿No le han molestado a usted…?

Don Emilio movió la cabeza.

—Pues… ayer tuve una nueva visita de los agentes. —Luego añadió—: Parece mentira que Julio suponga que yo he de delatar a mi hijo.

Ignacio le dijo:

—No sé. No me gusta que se quede usted solo en casa.

—¿Por qué? Yo no temo nada…

Ignacio insistió:

—No diga eso. Todos sabemos que le asusta quedarse solo.

El hombre movió la cabeza.

—No es que me asuste, Ignacio —explicó—. Pero es natural. A mí me gusta la vida familiar, ¿comprendes?

Ignacio no sabía qué decir. Don Emilio suspiró:

—Parece que medio mundo se ha vuelto loco —dijo—. Y lo que asusta —añadió— es pensar que el otro medio se defenderá.

Carmen Elgazu, que acababa de servirle el café, le miró con curiosidad.

—¿Cree usted que la otra mitad se defenderá?

Don Emilio tomó un sorbo.

—¡Claro! —exclamó, sintiéndose reconfortado—. Miren ustedes. Puedo darle un detalle. En la Tabacalera, el cajero, que no es hombre bélico ni mucho menos, les aseguro, se presentó ayer con una de las octavillas de Falange y dijo: «Hay que reconocer que esto es algo».

Ignacio hizo un gesto de escepticismo.

—Sabe usted… —dijo— lo de Mateo es muy bonito, pero…

—¿Pero qué…?

—Pues… que asaltar conventos es más fácil.

—No tan fácil —dijo Matías.

—¡Bueno! Quiero decir que le es más fácil a Cosme Vila ganar adeptos.

Ignacio añadió, después de un silencio:

—Me avergüenzo de lo que está ocurriendo, en serio. Nunca hubiera creído que España pudiera ser así.

Carmen Elgazu asintió con energía.

—Tienes razón, hijo.

—La capacidad de odio que hay es terrible —prosiguió Ignacio—. Estoy verdaderamente avergonzado. Son miles de españoles capaces de cualquier barbaridad.

Don Emilio Santos dejó la taza sobre la mesa.

—¡Ah, no simplifiquemos las cosas! —dijo—. También los hay a miles capaces de lo contrario. Y si no, al tiempo…

Ignacio no insistió. Don Emilio Santos se sentía consolado. En aquella casa se encontraba a sus anchas. Miró a César. Quería preguntarle algo y no sabía qué.

—¿Qué se dice en el Collell? —habló por fin—. ¿A qué se atribuye todo esto?

César le miró con fijeza.

—A que la sociedad se aparta de Dios.

* * *

Por el momento, las medidas tomadas por la Jefatura de Policía eran dos: interrogatorio a Cosme Vila y detención de Teo; por otro lado se buscaba a Mateo y a los dos desconocidos que tomaron parte en el atentado contra el doctor Relken.

Ésta era la reacción práctica registrada en las alturas. Julio había dicho: «Se procederá severamente contra unos y contra otros».

Tocante a la población, la muerte del hermano Alfredo provocó indignación general, y salieron muchas personas afirmando que las acusaciones contra el sacristán carecían de fundamento. Por fortuna, parte del edificio pudo ser salvado, gracias a la eficaz intervención de los bomberos. Pero toda una ala del convento se derrumbó.

Los que con mayor vigor reaccionaron en contra del hecho fueron los innumerables ex alumnos de los Hermanos de la Doctrina Cristiana. En el patio de aquel Colegio habían jugado al fútbol muchos ciudadanos gerundenses y, en algún rincón, fumado el primer pitillo. Por lo tanto, el convento era sagrado para ellos y consideraban que ni la miseria que pudieran pasar los seguidores de Cosme Vila ni la noticia de la paliza al doctor Relken justificaban que hubiera sido incendiado.

En resumen, «la otra mitad» de que hablaba don Emilio Santos sintió por primera vez, con fuerza inequívoca, que algo vital estaba en peligro, que estaba en peligro la propia vida de la sociedad, las creencias, la historia y tradiciones por las que el país había vivido siempre. El sentimiento era inequívoco en el fondo de cada ser, y cada ser lo manifestaba a su manera. Las viejas saliendo de la parroquia del Carmen, pegada a Comisaría, y persignándose al ver pasar a Julio. Los veteranos tradicionalistas coincidiendo en tomar el sol en parajes apartados donde pudieran hablar a sus anchas. Los educandos de los Hermanos yendo una y otra vez a contemplar los escombros de su Colegio, con la esperanza de encontrar el lápiz perdido, los libros. El sobresalto de las taquilleras en los cines al ver entrar por la ventanilla unas manos ennegrecidas. La ausencia en la Rambla de toda persona que no llevase en el bolsillo un carnet obrero con todos los sellos necesarios.

No obstante, esta protesta era en el ánimo de la mayoría un simple sentimiento miedoso. Al notario Noguer, que no se cansaba de repetir: «Hay que tomar una determinación», fueron infinidad los que le contestaron. «¿Qué quiere hacer? La batalla está perdida».

En realidad, en los únicos lugares donde se perfilaba claramente una voluntad de acción, y de acción común, era en el interior de algunos cerebros repartidos por la ciudad; el cerebro de «La Voz de Alerta», los cerebros de ciertos oficiales del Ejército, los cerebros de algunos jóvenes tradicionalistas y de la CEDA, cerebros de falangistas y, dominándolos a todos, el cerebro del comandante Martínez de Soria.

Un indicio claro lo suministraba la manera de tratar a los soldados. Algunos oficiales veían sin lugar a dudas que su autoridad disminuía y eran blanco de bromas y frases alusivas; por el contrario, otros habían adoptado de repente una actitud rígida, imponiendo la más estricta disciplina, como defendiendo en cada orden el amenazado prestigio del uniforme.

En cuanto a los jóvenes tradicionalistas y de la CEDA, tuvieron una curiosa reacción, parecida a la del cajero de la Tabacalera: leyeron con avidez y se pasaron de mano en mano las octavillas de Mateo.

«Es un error suponer que los militantes comunistas se han lanzado a la calle para tener una piscina como la de Novogorod. Nadie se juega la vida por una piscina. Sólo se combate por algo espiritual, aunque 3 veces los propios protagonistas no se dan cuenta».

«Si Falange ha puesto rosas rojas en las tumbas de Jaime Arias y Joaquín Santaló, ha sido porque respeta a los que dan la vida por una idea».

Los hijos de don Santiago Estrada no daban crédito a lo que leían sus ojos. Habían visto arder su Internado en Matará y ante el incendio de los Hermanos revivieron la escena. Las palabras de Mateo penetraban en ellos certeramente. «Nadie combate por una piscina». Nadie combate tampoco por unas prendas de abrigo.

Los dos muchachos se encontraban sin partido y con el local clausurado. Desde aquel momento no pensaron sino en la manera de entrar en contacto con Mateo. ¿Qué hacer? No querían comprometerle; por otra parte, querían oír de sus labios explicaciones concretas. Finalmente, fueron a ver a Marta…

En cuanto a «La Voz de Alerta», la entrada de Teo en la cárcel acabó de convencerle de que el dilema estaba claro: matar o morir. Verse obligado a compartir la celda con el gigante era una tortura superior a sus fuerzas. A través de las rejas del locutorio le dijo a Laura: «¡Vete a ver al comandante Martínez de Soria y dile que te de una pistola! En el momento señalado usaremos de ella, saldremos de aquí y nos uniremos a las fuerzas. Don Jorge está decidido, a pesar de la edad, y los demás lo mismo. Y el primero que desaparecerá será Teo».

Laura se había horrorizado viendo a su marido en aquel estado; el comandante Martínez de Soria, a quien los nervios de aquella mujer inspiraban escasa confianza, le dijo: «No sé de qué fuerzas está usted hablando».

En cuanto a Mateo, por primera vez se atrevió a confiar a sus camaradas que, en efecto, se preparaba un movimiento militar para el caso de que el Gobierno no se decidiera a poner orden en la nación. Después de la paliza al doctor Relken y de restituir la imagen al Museo, aprovechando el caos por la manifestación comunista, se había ido a casa del Rubio y allá se quedó, en la cocina. La madre del Rubio estaba convencida de que era un músico de la Pizarro-Jazz. Y de que también eran músicos Padilla y Rodríguez, los únicos camaradas que, vestidos de paisano, iban a verle.

Mateo, en ausencia de Octavio, Haro y Rosselló, y por ser los dos guardias civiles los únicos no conocidos como falangistas, los nombró jefes de escuadra. Serían los encargados de enlazar con Roca, Jorge y Benito Civil, a quienes, de momento Julio parecía dejar en paz a pesar de lo del cementerio, y con Marta; así como de dar instrucciones a los que ingresaran de nuevo.

Fue, pues, a Padilla y Rodríguez, a quienes Mateo comunicó que el comandante Martínez de Soria estaba en contacto con Barcelona y Madrid «para defender a España con la sangre».

—Está claro que no hay otro remedio —dijo—. La pasividad de Julio y la de todos los Julios en el resto de nuestra pobre Patria resulta monstruosa. Hay una auténtica conspiración masónico-socialista-soviética contra España. Los movimientos de salvación que se inician son muchos, especialmente dentro del Ejército. Falange ha dado la orden de no obedecer sino al jefe militar que pronuncie la palabra «Covadonga»; y ésta es la palabra que pronunció el comandante Martínez de Soria al llamarme, por mediación de Marta. Así que ya lo sabéis. La cosa está prevista para octubre o noviembre, quizá más tarde. Cuando la red quede establecida con seguridades de éxito; en estos meses nos defenderemos como podamos, captando el mayor número posible de adeptos y sin perder nunca contacto.

Padilla y Rodríguez le preguntaron:

—¿El capitán Roberto está al corriente…?

Mateo levantó los hombros.

—No sé… El problema de la guardia civil es muy delicado. No se sabe.

Padilla pareció preocupado. Luego añadió:

—¿Qué generales dirigen el golpe?

Mateo sacó el pañuelo azul.

—Creo que Mola y Sanjurjo… Pero no sé. Hay otros.

Rodríguez preguntó qué impresión se tenía de Gerona, si podría contarse «con muchos fusiles».

Mateo hizo un gesto de duda.

—Depende más de ellos que de nosotros. Si continúan incendiando y matando, creo que podremos contar con… ¡qué sé yo!, con trescientos hombres.

Padilla estimó que la cifra era exagerada. Tenía pésima opinión de las posibilidades combativas de los catalanes, y estimaba que casi todos «estaban liados con la chusma».

—Te equivocas —dijo Mateo—. Aquí hay más reservas de lo que parece. La gente es cauta, desde luego, porque tiene mucho que perder; pero si se acierta con darles la palabra justa, responderán como en Castilla u otro lugar. Ya veis que hasta don Jorge pide un fusil.

Rodríguez se quitó de los labios la colilla.

—Don Jorge ha ido siempre de caza.

Mateo les recomendó en grado sumo que Marta se abstuviera de visitarle. «Si hay algo urgente, que le de el recado al Rubio».

Luego les pidió que, al pasar bajo el balcón de los Alvear, saludaran con la mano.

En cuanto al comandante Martínez de Soria, no se tomaba ya la molestia de discutir el «porqué». Para él ya no existían más que la palabra «Covadonga», la obediencia a los jefes de Madrid y el número posible de «fusiles» con que podría contar en Gerona. Sentía como Mateo las heridas a la Patria, cada ¡Viva Rusia! en labios de mujer española le atravesaba el uniforme; pero quería que dominara en él el militar. Serían muchas vidas las que arrastraría consigo. La suerte de una plaza, quién sabe si la suerte del Movimiento. La provincia era importante, fronteriza, con puertos de mar. «Covadonga». No había dicho nada aún a su mujer; nada tampoco a Marta. Marta se reía de sus precauciones, pues siempre a través de Mateo, y ahora a través de Padilla y Rodríguez, iría sabiéndolo todo.

El comandante contaba con el apoyo de varios oficiales de la guarnición. Había notado en la mirada que le serían fieles. El que recibió en la puerta del cuartel a Teo le había dicho, al ver pasar unos guardias civiles acompañando a los Hermanos al Palacio Episcopal:

—Mi comandante… ¿sabe usted que el general Franco ha escrito varias veces al Gobierno conminándole a que restablezca el orden?

El comandante se había atusado el blanquecino bigote.

—Conminación es mucho decir… Pero, en efecto, parece ser que ha advertido a varios ministros.

* * *

Julio estaba enfurecido contra los Costa y Casal, que no habían querido secundar su proyecto por estúpidos regateos.

—No se dan cuenta —le decía a Antonio Sánchez, volviendo a su primitivo pensamiento— que he de tener algo más que guardias que oponer a esa chusma. Hubiera podido ordenar que se disparara contra los asaltantes, ya lo sé. ¡Hubiéramos podido sacar incluso la artillería! Pero hubiera sido peor. Hay que darles algo que masticar. ¡Quién sabe lo que habría ocurrido de no acceder a clausurar los locales derechistas! Y si hubiésemos intervenido en la manifestación, en vez de incendiar el convento, habrían incendiado los cuarteles.

Y, no obstante, Julio no había perdido ni mucho menos la confianza. Creía en el desgaste de las explosiones revolucionarias. En consecuencia, estaba convencido de que, a pesar del caos del momento, el inmenso clamor de protesta que se levantaba en todas partes acabaría sepultando a los protagonistas de aquella revolución. A su entender, el miedo, los cuchicheos, las miradas de odio, el terriblemente solitario entierro del hermano Alfredo, y, sobre todo, la catástrofe económica y social que significaba la huelga y la absurdidad y despotismo de las bases que la motivaban serían el peor enemigo de Cosme Vila; mucho peor que la artillería. ¡Si los Costa y Casal le hubieran ayudado ya, todo aquello estaría agonizando! A la condena de la brutalidad comunista se añadiría la oferta de otro programa constructivo en que refugiarse. En vez de esto, Casal se limitaba a retirar el carnet de la UGT a los camareros, a ordenar a sus afiliados que el lunes se presentaran al trabajo, y los Costa cerraban sus fábricas y se decidían, ¡ahora!, a hacer una manifestación de Izquierda Republicana y a protestar ante la Generalidad.

La confianza de Julio y sus argumentos sobre el desgaste convencían a Antonio Sánchez; pero no al coronel Muñoz, ni al Comisario y mucho menos al general.

—Mi general —le había dicho Julio a éste—, ustedes los militares pecan muchas veces de falta de perspectiva, y perdone que le hable así. A usted, ver un incendio o la ciudad paralizada le pone tan nervioso que ya le parece que ello ha de durar siempre y que lo que hay que hacer es exterminar a éste o a aquél. ¡Permita que le hable como Jefe de Policía! Todo esto está mal, muy mal. Esa gente intenta asaltar el poder, lo sé. Pero… he de hacerle una pregunta: ¿Qué prefiere usted? ¿Tener un poco de paciencia, utilizar a las personas de orden como las de Izquierda Republicana, como Casal y los que le son fieles, esforzarse con el Inspector de Trabajo para encontrar un punto de coincidencia, estudiar un procedimiento para desgastar a Cosme Vila por la astucia, o ponerse declaradamente en contra del pueblo y favorecer con ello la rebelión militar que se prepara…? ¡Un momento! —exclamó, al ver que el general pegaba un brinco en su sillón—. ¿Qué prefiere usted, oír que el pueblo pide Cooperativas, o ver al comandante Martínez de Soria entrar en su despacho con una pistola y un bando declarando el estado de guerra?

El general casi insultó a Julio.

—¡Qué se ha creído usted! ¡Si sabré o no sabré, puah, lo que pasa en el Ejército! ¡Qué me va usted a decir lo que puede el comandante Martínez de Soria! ¡Nada! ¡Nada!, ¿me oye usted? ¡Todo eso son cuentos! Un comandante es un comandante, ¿no es eso? ¡Y un general es un general!, ¿no es así?

Julio le interrumpió. Y le dijo que no había sólo comandantes complicados en el asunto. Que había generales, y no de poca monta. Sanjurjo, Mo…

No había nada que hacer. El general no creía que Sanjurjo, con la experiencia de 1932, intentara nada ahora.

—¡Usted no se preocupe de eso y meta a todos esos salvajes en la cárcel! —repitió por centésima vez.

El Comisario estaba de su parte, el alcalde lo mismo y muchos más. En realidad, Julio no contaba sino con un aliado: el comandante Campos, veterano del Ejército. El comandante Campos creía con él que sería insensato indisponerse con el pueblo, cuando acaso a no tardar tendrían que recurrir a él para defender la República.

¿Y el coronel Muñoz?

El coronel Muñoz era el más ecuánime. Sentado bajo el triángulo de la Logia, en la reunión del primero de junio expuso su opinión. No compartía los temores de Julio y del comandante Campos respecto a la rebelión militar y, por lo tanto, no era partidario de ceder demasiado ante el partido comunista; tampoco compartía los del general respecto al peligro que significaba realmente Cosme Vila y así no veía la necesidad de meter en la cárcel a todos los dirigentes obreros exaltados. A su entender, el justo medio se imponía una vez más. ¿Qué podía ocurrir? La huelga, muy bien. Todo parado. Duraría una semana, dos. A los quince días, ¿qué comerían los obreros? Ya los anarquistas sabían algo de ello… ¿Se decidirían a saltar tiendas y almacenes antes que considerarse fracasados? Entonces entraría en acción la astucia de que hablaba Julio… El H… Casal irrumpiría en el primer plano de la actualidad. Presentaría sus bases socialistas, compactas, estudiadas, razonables. Ello respaldado por la fuerza pública. Un estudio a fondo de lo que a cada oficio le hacía falta. «Y conjuntamente a las bases, se comunicaría al pueblo que éstas merecían la aprobación del Inspector de Trabajo y de las autoridades. Con aplicación inmediata, además, en beneficio de aquellos que mostraran su adhesión a ellas». ¿Consecuencias de todo ello…? Los industriales y comerciantes verían, por fin, una posibilidad de acuerdo moderado. Se reabrirían algunos locales. En cuanto a los obreros, excepto algunos románticos la mayoría empezaría a reflexionar. Sus mujeres les dirían: «¿Te das cuenta? Fulano de tal cobrará tanto, y tú aquí parado». Todo esto —repetía— respaldado por la fuerza pública. Las patrullas debían circular continuamente por la ciudad.

—Amigos, yo creo que no hay que perder la cabeza. El Frente Popular ha resultado ficticio, de acuerdo. En España pactar con gente como Gorki o el anarquista ese de las botas resulta peligroso para los que amamos el orden y el progreso; y por ello la República se ha preocupado desde el primer momento de la instrucción pública. Sin embargo, no hay que olvidar lo que teníamos antes de la victoria del Frente Popular. En las elecciones compramos la libertad de conseguir avances sociales, la posibilidad de que las grandes potencias no nos consideraran un país de inquisidores y esclavos; es justo que ahora tengamos que pagar un tributo. No hay que perder la cabeza por ello. Que cada uno se mantenga en su puesto. En Madrid saben adonde van, y lo que se tiene ante los ojos no debe perjudicar la visión del conjunto ni de lo futuro. Yo pido, de un lado, que el jefe de Policía se muestre enérgico y, de otro, moderación a los que quisieran tomar medidas draconianas. La Historia no se hace en un día y creo que desde 1931 hemos dado un gran paso en la civilización. Soportemos los contratiempos en homenaje a los ideales que nos unen.

Pocos fueron los que salieron convencidos. El general comprendió una vez más que el coronel era un ingenuo y recordó lo que sus tres hijas solteras decían siempre de él: «¡Qué excelente marido haría!» Julio estaba desesperado viendo que nadie tomaba en serio, ¡ni siquiera los militares!, el peligro del levantamiento. Ni siquiera viendo lo que ocurría con el asunto del teniente Martín, con el traslado del comandante. En cuanto a Casal, al llegar a su casa dejó los guantes blancos sobre la mesa y fue a dar el consabido beso a sus tres hijos. Su protuberante nariz los despertaba a veces. Su esposa no le aconsejó, como antaño, «que obedeciera a los que eran más altos que él». Por el contrario, de un tiempo a esta parte, se había puesto a la defensiva y le contó lo que la mujer de Cosme Vila le había dicho: «Cosme cree que ha llegado la hora».

—¿Qué significa eso? —dijo—. Anda con cuidado. Ya sabes que el instinto no me engaña.

De pronto vio los guantes del tipógrafo sobre la mesa. Los tomó y exclamó: «¡Jesús, qué sucios están! He de lavarlos en seguida».