Cosme Vila había anunciado la concentración de militantes y adheridos al Partido Comunista para las tres y media de la tarde. La mañana transcurrió, pues, con extraña calma. Nada de barricadas, ninguna coacción. Los únicos huelguistas que se veían circular pertenecían a la hornada anterior, eran los hijos del Responsable. A las razones que éstos tenían de desear reintegrarse al trabajo —cansancio, falta de reservas— ahora se unían las ganas de llevar la contraria a Cosme Vila. No obstante, el Responsable había ordenado: «Aguantar firme. Todo el mundo sabe que fuimos nosotros los que abrimos brecha. Vamos a ver con quiénes desearán tratar las autoridades, si con ellos o con nosotros».
Y, sin embargo, el Responsable vivía amargado. Eran malos días para él. Tenía que resignarse a asistir al desarrollo de las maniobras comunistas. Lo mismo que en la noche de la Asamblea, aquella tarde él y Porvenir, instalados en un café, tuvieron que limitarse a contemplar las riadas de hombres con gorro de ferroviario y de mujeres que llevaban insignias del Partido de Cosme Vila, que iban agrupándose en la Rambla en medio del orden más perfecto.
El Responsable decía:
—No pasan de quinientos tíos.
Porvenir jugaba con una baraja entre las manos.
—¡No seas optimista! A estas horas ya nos doblan.
Y faltaban todavía sesenta minutos para la hora fijada.
A las tres y media en punto, en la Rambla no cabía nadie más. Era una tarde bochornosa. Fue el momento en que aparecieron en el Puente de Piedra Cosme Vila, Víctor, Teo y la valenciana. Cosme Vila se había puesto por primera vez corbata roja, que llameaba al sol.
La multitud, al verlo, enmudeció. ¿Quién iba al lado de Cosme Vila? Los más próximos reconocieron al místico orador de Barcelona, al que le faltaba un brazo. Su presencia emocionó a todos. Apareció un taxi descubierto, en el cual se había instalado un altavoz. Gorki iba en él, de pie, y sería el encargado de transmitir las órdenes. Se veían muchos balcones cerrados, así como muchas tiendas.
Gorki leyó ante el micrófono una cuartilla escrita por Cosme Vila. Era preciso desfilar, en acto de protesta, primero ante la Inspección de Trabajo, por no haber sido aceptada la jornada de seis horas. Luego ante Comisaría, etc… Señaló el itinerario. Citó el local de la CEDA, cuya clausura al parecer había sido ficticia, ya que por la escalera de atrás iban retirando las cuatro mil prendas de abrigo con que por Navidad quisieron comprar el voto de los pobres.
Todo el mundo vestía ropa de trabajo. Se veían algunas alpargatas nuevas, relucientes. E inmediatamente comenzó el desfile.
El Inspector de Trabajo, al serle notificado que se acercaba la manifestación, adoptó una decisión espectacular: cerró balcón y ventanas, entornando incluso los postigos. Y lo mismo él que los funcionarios permanecieron en el interior, trabajando como si tal cosa.
Cuando el gentío se hubo situado enfrente del edificio, Cosme Vila llamó a Teo. Le entregó un papel que contenía la nota de protesta. Le dijo: «Sube y espera la respuesta». Teo cumplió; el Inspector rompió en pedazos la comunicación en las propias narices del carretero. Teo apretó los puños y bajó. Cosme Vila escuchó su relato. Luego miró a los balcones y dijo a Gorki: «Comunica esto a los camaradas». Gorki, de pie en el taxi y por medio del micrófono, describió a la multitud la entrevista.
Éste fue el sistema que empleó el jefe en cada uno de los jalones del itinerario. En la Comisaría fue Julio quien recibió a Teo y quien le dio una nota escrita: «La Jefatura de Policía no consentirá nunca que se implante en la ciudad una dictadura proletaria. Y se mostrará implacable contra cualquier ciudadano, grupo o masa que intente alterar el orden público o adueñarse de la calle».
Gorki comunicaba cada vez a la multitud, por medio del altavoz, la respuesta de las autoridades, añadiendo: «¡Camaradas! ¡Nuestra réplica es ésta: huelga general!»
Después de Comisaría se dirigieron, siguiendo la calle de Ciudadanos, hacia el Ayuntamiento. Al pasar ante el Banco Anís, Cosme Vila miró hacia los grandes ventanales opacos. Se entreveía una luz dentro. Reconoció la de la mesa del subdirector. El subdirector estaría allí, movilizando invisibles ejércitos contra la Masonería.
En el Ayuntamiento, el alcalde no estaba; el secretario, tampoco; ningún concejal.
—¿Es que habéis abandonado esto? —preguntó Teo, agitando el papel de protesta en la mano.
Un hombre de edad avanzada salió de un cuartito donde se guardaban los objetos perdidos.
—¿Qué pasa?
Vio la multitud afuera, a Cosme Vila con las manos en los bolsillos. Teo le entregó la nota.
El hombre se puso las gafas.
—Cooperativas, Servicios gratis… —Se quitó las gafas y miró a Teo—. Y el señor alcalde limpiándoos lo que yo me sé, ¿no es eso?
Era el conserje fiel: cincuenta años de servicio.
—¡A callar! —ordenó Teo—. ¡Entrega esto al alcalde y que conteste por escrito!
Gorki gritó por el altavoz:
—¡Camaradas, ya veis que el recorrido va siendo pródigo en resultados!
La multitud se impacientaba. En aquel momento aparecieron patrullas de guardias de Asalto que por lo visto iban siguiendo la cosa de cerca. Hubo un momento de silencio. Todo el mundo miró hacia Cosme Vila.
Por el lado del río se oyó, al mismo tiempo, un timbre de bicicleta. Alguien montado en bicicleta pedía abrirse paso. Llevaba un pañuelo rojo en el cuello y gritaba: «¡Dejadme pasar, dejadme pasar!»
Algunos querían echar el intruso al río, pero otros reconocieron en él al hijo del sepulturero.
—¡Quiero hablar con Cosme Vila!
El hijo del sepulturero, bordeando los límites de la manifestación, consiguió llegar a presencia del jefe. Bajó de la bicicleta, saludó puño en alto y le comunicó que en aquellos momentos dos falangistas habían entrado en el cementerio llevando algo rojo en las manos.
Cosme Vila enrojeció, pero contestó: «Bueno, bueno, ahora no estamos para falangistas», Y dirigiéndose a la multitud ordenó:
—¡Nada, nada! ¡Adelante, continuad hacia la CEDA!
La masa se puso en marcha de nuevo. Y al alcanzar el local de la CEDA comprobaron que, en efecto, todo había sido evacuado por una puerta trasera. Aquello puso furioso a todo el mundo, especialmente a la valenciana. De vez en cuando se apoderaba del micrófono el manco de Barcelona y, dirigiéndose a la ciudad en general, decía: «¡Ciudadanos, secundad nuestra huelga!» Huelga, huelga. Ésta era la consigna. Los militantes, enardecidos por el recorrido y por el sol que caía, iban invitando a los comerciantes a cerrar sus tiendas y ostentaban carteles. ¡Sobresalían los murcianos, que de pronto habían abandonado al Responsable y se habían unido a Cosme Vila, al igual que los camareros! Cosme Vila sabía que, a partir de aquel momento, empezaba lo importante: la manifestación ante los cuarteles. Probablemente los oficiales habrían sido avisados. ¿Qué ocurriría? Era preciso ser prudente.
Cruzaron el Puente de Piedra. Hubo una escena jocosa, pues abajo, en el río, había varios pescadores de caña, absortos en su cometido. A los murcianos les pareció aquello una traición. «¡Eh, eh —les gritaron—, que estamos en huelga!»
Y entonces ocurrió lo inesperado. Llegó otro mensajero, esta vez un hombre de edad avanzada, obeso, camarero del Hotel Peninsular. A codazos se abrió paso en dirección a Cosme Vila y le comunicó en voz alta:
—Camarada… el jefe de Falange y dos desconocidos han asaltado en el Hotel la habitación del doctor Relken y han dejado al doctor sangrando por todos lados.
Cosme Vila quedó inmóvil. Le pareció entender que Falange había elegido aquella tarde para dar un golpe decisivo. Cementerio, doctor Relken. ¿Qué más prepararían?
Cosme Vila recobró la calma. Se acercó a Gorki y le dio instrucciones. Gorki comunicó a la multitud el atentado falangista. «¡Han irrumpido en la habitación de un amigo del pueblo, el doctor Relken, y, atacándole tres contra uno, le han causado heridas graves!»
Se oyó un inmenso rugido. Y de pronto gritar: «¡Ar… mas, ar… mas!» Cosme Vila había supuesto que la masa pediría ir al piso de Mateo Santos, en la plaza de la Estación. Pero ocurrió lo contrario. El instinto les dictaba que antes que otra cosa era preciso pedir armas y ya los más avanzados habían doblado la esquina en dirección a los cuarteles de Artillería. Entretanto, el cielo se iba tiñendo de un rojo caliginoso, indescriptible. Nubes temblorosas, de tarde, cruzaban el horizonte por el lado de la Catedral, huyendo del sol.
De repente, este cielo grandioso pareció ensombrecerse. Como si algo se interpusiera entre la multitud y el sol. ¿Qué ocurría? Bandadas de pájaros surgían de los tejados. No eran pájaros, era algo más leve aún. Eran octavillas que descendían con lentitud por el espacio, remontando a veces a pesar de la falta de aire.
El desconcierto duró un segundo tan sólo. ¡Octavillas de propaganda! Todo el mundo, incluso el propio Gorki, imaginó que era una sorpresa que les había preparado Cosme Vila, y los brazos se levantaron esperando los papeles.
Por fin Gorki, desde un taxi, tomó, arrugándolo, el primero que se puso a su alcance. Lo desdobló y se dispuso a leerlo ante el micrófono. Pero en aquel momento Cosme Vila se lo arrancó de las manos.
«¡Españoles…! ¡Os habla Falange Española! ¡Hoy hemos puesto cinco rosas rojas en la tumba de Jaime Arias, porque entendemos…!»
Cosme Vila apretó los dientes. Y al mismo tiempo oyó un rumor profundo, de mar bravía. Cada militante agarraba una octavilla pensando que era el Partido Comunista quien le hablaba. Al comprender que era Falange Española, barbotaba algo ininteligible. Los guardias de Asalto, con octavillas en la mano, miraban atónitos a los tejados.
Los cuarteles estaban a la vista. «¡Armas! ¡Armas!» Cosme Vila se puso en marcha, todo el mundo le siguió.
El centinela, al ver la muchedumbre que se acercaba, salió de la garita. «¡Cabo guardia…!» Éste salió. Llamó al oficial. Un alférez joven que se dispuso a esperar al emisario.
El emisario fue, como siempre, Teo. El alférez tomó la nota en sus manos. «Teniente Martín, Milicia Popular, entrega de armas…»
El alférez miró al gigante. Luego gritó:
—¡Guardia, a formar…!
Salieron los soldados y la guardia formó. Algunos de los soldados habían asistido a la Asamblea del Partido Comunista y sonreían bajo el casco. El alférez, en cambio, era amigo del teniente Martín y, sobre todo, sentía gran respeto por el comandante Martínez de Soria.
El alférez dijo a Teo:
—Contesta a tus jefes que transmitiré esto. Son mis palabras como oficial de guardia. —Luego añadió—: Como simple oficial del Ejército, diles que siento no disponer de un bombardero para lanzar una tonelada de píldoras sobre todo vosotros. ¡Rompan filas…! ¡Mar…!
Teo se caló la gorra hasta los ojos. Transmitió el recado a Cosme Vila. Gorki lo comunicó a la multitud.
Era algo más de lo que podía pedirse. Una piedra salió zumbando y dio en un cristal del cuartel. Cosme Vila comprendió la gravedad de la situación y se apoderó personalmente del micrófono. «¡Camaradas, seguidme! ¡Seguid a vuestro jefe! ¡Ya volveremos aquí!» Su intención era alejar a la masa de la zona militar. Le costó lo suyo. Especialmente las mujeres insultaban al oficial, quien continuaba impertérrito en la puerta del cuartel.
Sólo la esperanza de que Cosme Vila los llevara hacia algún sitio concreto desde donde preparar el asalto consiguió vencer a la multitud. «¡Armas, armas!» Siguieron a Cosme Vila. Éste no llevaba dirección fija, reflexionaba solamente. De pronto apareció al otro extremo de la explanada que se extendía detrás de los cuarteles una nube de chicos, que visiblemente salían de la escuela. Con carteras a la espalda, con sus libros en la mano, jugando a los boliches.
Los pequeños, al ver la manifestación, se asustaron. Algunos echaron a correr, otros se refugiaron en los portales o en la reja del monumento militar de la plaza, altísima columna en cuya cima rugía un león.
Cosme Vila observó que algunos de estos últimos llevaban papeles en las manos. ¡Octavillas falangistas! Se les acercó y les preguntó:
—¿De dónde habéis sacado esto? —Ninguno contestaba.
—¿De dónde habéis sacado esto? —repitió, enfurecido.
Uno de ellos contestó.
—Han caído en el patio de los Hermanos.
—¡De los Hermanos…! —Gorki oyó al chico. Miró a Cosme Vila. Cosme Vila asintió con la cabeza.
—¡Camaradas, el patio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana está lleno de octavillas falangistas!
No hubo necesidad de añadir nada más. El cordón que formaba la Presidencia fue roto, el taxi de Gorki quedó detenido, envuelto por la multitud. Todo el mundo se dirigió corriendo hacia los Hermanos de la Doctrina Cristiana. Vagas y oscuras acusaciones se abrían paso en los espíritus. Alguien entró en un garaje y salió con latas de gasolina. Teo y la valenciana fueron los primeros en llegar ante el edificio, que aparecía quieto y extático entre campos de legumbres, dorado por el sol que había empezado a desplomarse tras las montañas de Rocacorba.
Los comunistas irrumpieron en el patio, cuya verja estaba abierta. Las octavillas se esparcían aquí y allá, aunque en pequeño número. Cruzaron hacia el otro lado, donde aparecía una puerta interior abierta. Entraron y no vieron a nadie. Los pasillos, desiertos. Se hubiera dicho que el Colegio estaba abandonado. Unos se desparramaron por las clases. Teo y la valenciana, con mejor instinto, atacaron una espaciosa escalera que se ofrecía ante ellos. Al llegar al primer piso se detuvieron. Se oían murmullos. «¡Allí…!» Siguieron por un corredor y de pronto apareció ante sus ojos algo oscuro, recogido: la puerta de la capilla. Al fondo, cirios encendidos, un altar: dos hileras de cabezas y un canto monótono.
La capilla quedó abarrotada de militantes que se dirigieron al encuentro de la Comunidad reunida. Los Hermanos volvieron la cabeza y, estupefactos, se levantaron. El armonio había enmudecido. Destacaba algo dorado en el altar, con un círculo blanco en el centro. Las intenciones de Teo eran inconcretas. «¡Todos ahí…!», ordenó, señalando la pared. Uno a uno, los hermanos obedecieron. Entonces, inesperadamente, surgió de la sacristía, con una vela en la mano, un hombre raquítico, que al ver a toda aquella gente quedó paralizado. Teo lo reconoció en el acto. ¡El hermano Alfredo!
Teo se acercó a él en dos zancadas y, derribando la vela de un manotazo y asiéndole por entre las piernas, le levantó como si fuera de papel.
La visión del Hermano enardeció a todos. Abajo, otros comunistas iban entrando en el patio. Arriba, la Comunidad asistía con los ojos desorbitados a todo aquello y el director no dejaba de mirar la Custodia. Pequeños misales, otros libros, sillas, caían sobre el altar. Un cirio se dobló y brotaron pequeñas llamas.
Teo, llevando al hermano Alfredo, se había dirigido al armonio y le obligaba a pisar las teclas con los pies. No brotaba ningún ruido y aquello volvía a poner furiosa a la valenciana.
Alguien se acercó al altar y roció de gasolina las proximidades de las llamas. «¿Qué haces?», gritó una voz. Dos de los Hermanos que estaban en, la pared intentaron dirigirse allá, pero fueron detenidos por brazos vigorosos.
Una súbita llamarada se levantó, ocultando tras una cortina de humo la imagen de San Juan Bautista de la Salle.
Teo continuaba jugando con el hermano Alfredo. Pero al oler a quemado y a la vista del incendio se dirigió a los ventanales. Quería abrir uno de ellos, pero en un santiamén los murcianos rompieron los cristales de todos. Sin embargo, el humo y la sofocación iban haciendo la capilla irrespirable. Gritos por todas partes. El humo que salía y la aparición de Teo llevando en hombros al hermano Alfredo enardeció a los de abajo.
«¡Caramelos, caramelos…!», gritó alguien. El grito hizo fortuna. «¡Caramelos a los chiquillos!» Alguien tiró una piedra. «¡Animal!», gritó Teo.
La valenciana no pudo resistir la tentación. Se acercó por detrás a Teo y dio un empujón al raquítico cuerpo del hermano Alfredo para tirarlo abajo. Teo resistió. Sin embargo, los de abajo habían visto la operación y por otra parte el incendio de la capilla se extendía a los bancos.
—¡Tíralo, tíralo!
Se formaban cordones de hombres como dispuestos a recibir el cuerpo del Hermano, pues el ventanal era bajo. El Hermano había perdido el conocimiento, vencido por el vértigo y los zarandeos de Teo.
En aquel momento entró en el patio el taxi de Gorki. Teo no supo lo que le ocurrió. Oyó algo de Jaime Arias. Izó al Hermano y lo lanzó al espacio, hacia la derecha, donde vio que había un claro y unos peldaños.
Al instante, la primera llamarada brotó del primer ventanal. Una suerte de pánico se apoderó de todos. Los Hermanos se asfixiaban con el humo. La valenciana se dirigió hacia la escalera dando gritos de entusiasmo. Todo el mundo la siguió. Abajo eran muchos los que habían dado media vuelta y salido del patio. Aparecieron unos guardias de Asalto.
Poco después, parte del convento ardía. Algunos chiquillos se habían ocultado en la huerta. No sabían si contemplar aquello o el incendio tras las montañas de Rocacorba.