Capítulo LXXIX

La huelga se extendió en forma implacable. Izquierda Republicana abrió cuantas fábricas y talleres pudo. Sin resultado. La buena voluntad de los Costa quedaba anegada en la oleada popular.

La huelga trastornaba implacablemente los puntos vitales de la industria y el comercio y servicios tan importantes —¡el matarife tenía razón!— como el de recogida de basuras. Por lo demás, las calles estaban ocupadas por los huelguistas. Cosme Vila hubiera podido suspender el reparto del correo, pues varios funcionarios eran afiliados y se le habían ofrecido; pero no se atrevió.

Los economistas de la ciudad consideraban todo aquello una catástrofe sin precedentes. Los viajantes que llegaban a la estación con los muestrarios se volvían en el primer tren. Muchos patronos, con su fiel contable al lado, repasaban los libros y se llevaban las manos a la cabeza. Las ratas habían hecho su aparición en varios almacenes de la ciudad. Se paseaban al acecho, por encima de las cajas, haciendo tintinear botellas vacías.

Los Bancos parecían establecimientos mortuorios. Montañas de impagados. Al subdirector todo aquello le dolía en su carne y, desolado, se contemplaba las uñas. Algún cliente despistado llegaba de fuera.

—¿Qué ocurre?

—Huelga. Hay huelga.

Y no obstante, la primera impresión que daba la ciudad era más bien de fiesta, impresión que el propio cierre de establecimientos corroboraba, así como la profusión de banderas. Todo ello tenía una causa concreta: la puesta en práctica de la recogida de víveres que ideó Cosme Vila, y la apertura en el local del Centro Tradicionalista —el de las Congregaciones Marianas no pudo ser conseguido— de la Primera Cooperativa Proletaria Gerundense.

En efecto, aunque no sin vencer dudas y resistencias, el plan de abastecimiento campesino iba siendo una realidad. Las dudas se habían manifestado principalmente entre las mujeres de los huelguistas, las cuales, ante el decreto de huelga ilimitada, habían previsto el hambre para al cabo de una semana. «¡Os ocurrirá lo que al Responsable!», habían advertido a sus maridos. La alocución radiofónica de Cosme Vila anunciando que se establecería una cadena de camiones entre la provincia y la ciudad no había disipado su escepticismo.

Al ver que la primera caravana de vehículos se disponía efectivamente, a salir al campo por los cuatro puntos cardinales de la ciudad se acercaron a los militantes montados en la parte de atrás diciéndoles: «¡A ver, a ver…! ¡Os traeréis un par de calabazas y gracias…! ¡Unos cuantos nabos!» Su argumento era simple: los payeses eran unos avaros; era ingenuo pensar que darían algo.

Y, sin embargo, todo ocurrió de otro modo. Cuando, a la caída de la tarde, los mismos camiones hicieron su aparición cargados de toneladas de productos de la tierra, la estupefacción y el júbilo no tuvieron límites. Y de ahí el aspecto festivo de la ciudad. Todo el mundo andaba de un lado para otro preguntando: «¿Y dónde repartirán eso, dónde repartirán eso?»

—En lo que fue Centro Tradicionalista.

Las más impacientes acudieron allá en seguida con sacos, capazos y toda suerte de enseres en los que cupiera algo. Otras les decían: «¡Pero no tanta prisa…! ¡Ya darán instrucciones!» — «¿Qué instrucciones ni que tonterías? El estómago no espera». Y allá se fueron, a la Primera Cooperativa Proletaria Gerundense, haciéndose acompañar de sus hijos, por si la carga resultaba demasiado pesada.

Entonces comenzaron las decepciones. En primer lugar, las mujeres imaginaban que todo aquello funcionaría al buen tuntún. En vez de esto se encontraron con una organización estricta y severísima, que haría imposible el escamoteo. Se habían improvisado unos mostradores detrás de los cuales un equipo de militantes, capitaneados por la valenciana, haría la distribución.

—Pero ¿qué diablos esperáis aquí? ¡Fuera, fuera!

Las mujeres quedaron estupefactas.

—¿Y todo eso qué? ¿Para vosotros?

—¡Sal de ahí!

La valenciana estuvo a punto de arrancar el moño a una militante de los barrios extremos.

Por fin se supo algo. El reparto empezaría el jueves, a las ocho en punto de la mañana. Era preciso llevar en papel de la alcaldía certificados del número de familiares, y el carnet del Partido a la vista.

Aquello fue el origen de una de las mayores concentraciones femeninas que se recordaban en la Plaza Municipal. En las veinticuatro horas que había de plazo, el Ayuntamiento fue asaltado. El conserje volvió a salir enfurecido de su cuartucho de objetos perdidos. ¡Atrás, malas brujas, atrás! Le molieron materialmente. Dos andaluzas le encerraron con llave en su chiscón. El conserje armó un ruido infernal y los urbanos le liberaron. Entretanto, las mujeres habían subido hacia la oficina del Censo. ¡Un certificado, un certificado! Apenas, si, teóricamente, existían familias de menos de seis miembros. Las discusiones eran interminables. El arquitecto Massana, desde su despacho de alcalde provisional, oyó la algarabía y salió hecho un basilisco. Ordenó a los urbanos que utilizaran las porras. «¡Fascistas! —gritaban las mujeres—. ¡No queréis ni certificar cuántos somos! ¡Fascistas, querríais que estuviéramos muertos!»

Todo pasó y los certificados se extendieron, no sin ser valorados en un real por el municipio.

Y el jueves, a la hora convenida, se abrieron las puertas de lo que había sido Centro Tradicionalista. A las ocho y cinco minutos la primera mujer —la esposa del sepulturero— cruzó el umbral llevando un cesto enorme repleto. Un murmullo de admiración se levantó de la cola interminable que se había formado. Inmediatamente salió otra mujer —una pariente lejana de Teo— izando con entusiasmo un monumental melón sobre su cabeza. Los «huirás» a Cosme Vila y a la Cooperativa Proletaria empezaron y llevaban trazas de prolongarse quién sabe hasta cuándo. «¡Viva el Partido Comunista!» «¡Viva Cosme Vila!» «¡Viva Rusia!» Otras mujeres iban saliendo con sus cestos rebosantes.

Muchos maridos se habían instalado en la acera, esperando.

—¿Qué te han dado? ¿Qué te han dado?

—¡Mira, ya lo ves! Patatas, arroz, harina, ciruelas. ¡Huele, huele esta sandía!

—¿Y de eso qué…? —preguntó uno, cerrando la mano y frotando pulgar e índice.

—Nada, ni una perra.

La resistencia había sido vencida. La huelga podía durar semanas. En el interior del almacén, Víctor revisaba los certificados y los carnets, Gorki se encaramaba por unos sacos tratando de alcanzar algo, y la valenciana se cuidaba de las balanzas que ella hubiera deseado básculas.

—¡Abre el saco, abre el saco!

—¿Qué…? ¿Pensabas que iba en broma?

Algunas mujeres se quejaban de la ración. Les parecía que las primeras beneficiarías habían obtenido mejor lote.

—¡A ver si te arranco lo que yo me sé! —gritaba la valenciana. Y entre carcajadas iba sirviendo patatas, harina, cerezas… Muchas veces las cerezas las colgaba, riendo, de las orejas de los militantes.

Las mujeres desfilaban hacia sus casas. Jamás habrían cocinado con tanto entusiasmo. ¡Menudo arroz…! Los maridos, a medida que la mañana avanzaba, se alejaban de allá y se sentaban en las aceras y en la barandilla a lo largo del río. Poco a poco fueron liando un cigarrillo y desdoblando El Proletario, por el que se enteraron de que el Ampurdán era la comarca que de momento iba a la cabeza en la entrega de víveres; que el ojo del doctor Relken tenía un color morado menos intenso que en la víspera; que en la provincia de Madrid el Partido avanzaba con ímpetu incontenible, y que en Rusia, en el primer trimestre del año, el nivel de vida de los obreros había aumentado en un treinta y cinco por ciento.

Las autoridades, que no habían tomado del todo en serio ni la alocución radiofónica ni lo de los certificados familiares, arrugaron el entrecejo. A mediodía, doña Amparo Campo le dijo a Julio:

—¿Te das cuenta? ¿Sabes lo que ocurre con eso? Que las pocas tiendas que hay abiertas prevén que pronto todo escaseará y aumentan los precios que da gusto.

Julio no la oyó siquiera. La dirección que todo aquello imprimía a la huelga era insospechada. ¡Diablo de Cosme Vila! Pensó en el coronel Muñoz: «Dentro de quince días, ¿qué?» Se fue a Comisaría y convocó a los de siempre: Comisario, Alcalde, Fiscal, los Costa, doctor Relken…

Entretanto, Cosme Vila, sentado ante su escritorio, recibía informes sobre la marcha de los acontecimientos. Su consigna era no dormirse sobre los laureles. El catedrático Morales le dijo: «¡Vamos a la imprenta…! ¡El Proletario es tan importante como los víveres!» Morales le demostró la imposibilidad material de sacar El Proletario todos los días. «Haría falta un cuerpo de redacción». Cosme Vila contestó: «Bien, de acuerdo. Pero prefiero que salga una hoja sola todos los días a que salgan cuatro páginas un día sí y otro no».

Cosme Vila le despidió. Quería quedarse a solas. A solas podía permitirse saborear su triunfo. No tanto el de la Cooperativa —conseguir vivas regalando arroz es fácil— como el del campo. Las noticias que traían los militantes que llegaban con los camiones eran eufóricas. Nunca hubieran supuesto una tal predisposición en los cantaradas de la provincia. Varios conductores le contaron detalles tan magníficos del desinterés y entusiasmo con que eran recibidos y con que los payeses les regalaban los víveres que Cosme Vila, por primera vez después de mucho tiempo, sintió que se le humedecían los ojos.

—¿Os reciben bien, sí…?

—¡Cómo! ¡Tendrías que verlo!

Verlo, verlo… Era la invitación que faltaba. Cosme Vila lo abandonó todo y decidió participar en uno de los viajes. Eligió una caravana de seis camiones que se dirigían a la comarca de La Bisbal. Subió en el primero.

—¿Cuándo salimos?

—En seguida.

Todo aquello era un brusco cambio de decoración. Los carteles «Ayudad a los huelguistas de Gerona», tremolaban al aire. Por las carreteras se veían niños y niñas saludando a su paso. De pronto, a unos diez kilómetros escasos, el primer camión vio alguien en la cuneta agitando una bandera.

—¡Ahí, ahí tienen algo preparado!

Frenaron. Un campesino dijo:

—¡Camaradas! Tenemos algo para vosotros.

Mes de junio. Las faenas de la siega estaban en su apogeo. El camión se internó por el campo. En toda la provincia las hoces cortaban espigas. Los militantes saltaron al suelo. Cosme Vila los imitó. Los militantes saludaron con el puño. Los payeses contestaron cruzando con él la hoz. Detrás, a su espalda, se extendían las doradas mieses. La provincia debía de ser, en efecto, un jardín, como decía Gorki.

Los acompañaron a un cobertizo abarrotado de sacos. «Para los camaradas de Gerona». Etiquetas con letra parecida a la de Teo.

Se acercaron mujeres que lavaban en una acequia.

—¡Eh…! ¡Dadles aquellos higos que hay en el cesto!

La enorme cabeza de Cosme Vila asistía inmóvil a la escena. El jefe llevaba alpargatas nuevas. Uno de los militantes era bajo y jorobado, y los sacos tenían dónde apoyarse. Cosme Vila no revelaba su identidad a los payeses. Los miraba a los rostros, duros, duros, de nariz enorme, parecida a la de Casal. Se les leía el fanatismo en los ojos pequeños, inquietos, puntos negros titilando. Un camión se llenó. «¡A ver, las cuerdas!» Todo acontecía con extrema simplicidad. Poco ruido. Escaso número de personas, ancho paisaje. Parecían contrabandistas. Algo de rito religioso. «¡Dentro de quince días, volved!» Cuando la caravana arrancó, un payés gritó: «¡Decid a Gerona que esperamos las bases!»

Cosme Vila oyó el grito. Salía de entre las espigas. Las bases agrícolas. Las mujeres se volvieron a las acequias a lavar. Las bases. Era evidente que en todo aquel rito latía la esperanza de las bases. Los donantes eran colonos; llevaban generaciones encorvados inútilmente.

La peregrinación continuó. Llegaron hasta cerca del mar. El viento del camión en marcha despejó los pensamientos de Cosme Vila. Paralelo a la carretera asomó el tren pequeño, lento, que iba a la costa, con los primeros veraneantes acodados en las ventanillas. Ni uno solo contestó a sus puños levantados. «¡Fascistas!», les gritó el conductor. Pero no le oyeron.

A Cosme Vila, los donantes espontáneos —las banderas agitándose de pronto en la cuneta— le llenaban de gozo. Y sin embargo, prefirió en mucho las citas prefijadas, las colectas en las células comunistas. «Campesinos del mundo, uníos». En ellas todo se ejecutaba con un sentido instintivo de la organización. El jefe local presentaba al conductor una lista de lo preparado. En el papel, el sello del partido garantizaba que no faltaría un kilo y que la calidad era la mejor. «Hubiéramos querido llegar a setecientos quilos, pero ha sido imposible». En muchos portales se veían aún carteles anunciando la manifestación en Gerona. El secretario preguntaba: «¿Cuántos sois los que hacéis la revolución?» Se les informaba del número aproximado: «Un millar». Jefe y secretario se miraban. Sería preciso intensificar la ayuda. Se dirigía al conductor. «Vamos a ver si el viernes os mandamos algo por ferrocarril». Luego pedían órdenes. «¿No traéis ninguna orden?» Levantaban el puño. «¡Salud, y a mandar!»

El regreso a Gerona fue triunfal. El paisaje era hermoso, pero sería preciso aprovechar mejor el terreno ¡y canalizar el río! Cosme Vila comprendía que la unión entre la ciudad y el campo se estaba realizando, las dos tenazas de que hablaban los comunistas alemanes. Magnífica idea la huelga, su nutrición. ¡Las tapias de las grandes propiedades amurallaban de trecho en trecho la carretera! Con los vidrios sembrados como uñas de señores medievales.

Al llegar al paso a nivel, Cosme Vila oyó: ¡Cosme! Pero el tren se interpuso. Luego, la barrera se levantó. Sus suegros le saludaron con la mano, emocionados al verle sentado, coronando la inmensa pila de sacos del primer camión.

En los arrabales había mujeres esperando el paso de los camiones. Clima de euforia. Por todas partes señales de agradecimiento. La caravana frenó al entrar en el casco urbano. Cosme Vila pasaba a la altura de los balcones. Algunos habían cerrado, agresivos, como el de la Inspección de Trabajo; en otros, por el contrario, las familias palmeteaban.

Cuando la caravana se detuvo frente al Centro Tradicionalista para descargar, la valenciana apareció en el umbral de la puerta. Estaba agotada. Sin embargo, tuvo ánimo para decir: «Hoy hemos hecho más adeptos que en un año de discursos».

Frente al Centro Tradicionalista vivía don Pedro Oriol. Vio la llegada de Cosme Vila. Entornó los postigos meditabundo. Don Pedro Oriol sufría, era de los seres que más sufrían en la ciudad. En aquel Centro había pasado muchos años de su vida; su destino actual le llenaba de congoja. Y echaba de menos El Tradicionalista.

Por otra parte, le habían anunciado que cerca de la ermita de los Ángeles, uno de los camiones había dejado una mancha de gasolina en el camino, y que se veía humo, humo en la montaña.

* * *

—¡Peor para él, mucho peor para él! —le había dicho el coronel Muñoz a Julio al ponerle éste al corriente de la situación—. ¡Los que dan son los colonos, y dan lo del propietario! ¡Cuando les muerdan a ellos, dirán que nones! ¡Y entonces va usted a ver a los de aquí, acostumbrados como estarán…!

A los ocho días de Cooperativa Proletaria y de huelga, el resto de la población estaba asustado. Los suegros de los Costa habían telefoneado a éstos: «¡Nos están robando el arroz, nos están robando el arroz!»

El Partido Comunista daba la impresión de haber decidido jugarse su existencia a cara o cruz. Era el tema de las conversaciones. Y, sin embargo, un detalle escapaba a la comprensión. Se justificaba que Cosme Vila, por su origen y por las meditaciones a que podía dar motivo su antiguo empleo, fuera comunista. Parecía lógico que lo fueran Teo, Gorki y la valenciana; pero nadie se explicaba la súbita revelación del catedrático Morales. «¿Qué tiene que ver ese hombre con la chusma?» Todo el mundo sabía que formaba parte del Comité Ejecutivo. ¡Al salir del Instituto de comentar el Quijote o una tragedia de Racine, se iba a la Cooperativa a repartir ciruelas! Y después al periódico.

Era gran amigo de David y Olga. En tiempos fue simple maestro como ellos. David y Olga tuvieron esperanzas de ganarle para el socialismo: él les había dicho siempre: «Dejadme reflexionar, dejadme reflexionar». El resultado de las reflexiones había sido su adhesión al Partido Comunista. «Todos los defectos y crueldades las sé —confesó a los dos maestros—. Pero considero que es una etapa que hay que franquear, desgraciadamente inevitable. Luego se verá que no ha sido inútil». Era un gran admirador de Rusia y consideraba que aquella nación había dado un paso gigantesco desde 1917, adaptándose a la vida moderna y multiplicando sus posibilidades. «Una nueva revalorización del hombre, que hay que poner en práctica en el mundo entero». Otros que le conocían atribuían todo aquello a un problema sexual. Le consideraban un profesor resentido por su fealdad, al que las mujeres no hacían caso; y que por ello odiaba la sociedad y se sentía a sus anchas al lado de la valenciana o colgando ciruelas en las orejas de otras horribles militantes.

Su actitud había producido estupor y nerviosismo entre la población. Desde el punto de vista práctico, David y Olga eran de las pocas personas que no podían lamentar la decisión del catedrático. ¡Gracias a su intervención consiguieron que —¡por fin!—, aunque un mes antes de finalizar el curso, en un par de docenas de escuelas los alumnos construyeran cometas, cultivasen un campo, se lavaran la cabeza, se turnasen democráticamente en la vigilancia, diesen una explicación científica del cosmos y escucharan con atención las peroratas higiénico sexuales de sus profesores!

Morales les decía, sonriendo: «En pago, los productos que saquen del campo servirán para la Cooperativa…»

Casal asistía confuso a todo aquello. Preguntó a David y Olga qué se proponían.

—¿Qué pretendéis con todo esto?

Los maestros le miraron con fijeza, como si por fin se decidieran a darle una explicación franca. Por último le dijeron: «Amigo Casal, vamos a hablar claro. No creas que todo esto tenga nada que ver con el Manual… Lo que pasa es que tenemos pruebas de que lo del levantamiento militar es cierto».

—¿Cómo…?

—Como lo oyes —David prosiguió—. Y en consecuencia creemos que deberíamos unirnos todos y no alimentar discrepancias.

Casal les miró a los ojos. Se le hacía difícil dudar de ellos.

—¿Habláis en serio…? —preguntó.

Olga le contestó:

—Nos consta que es cierto.

Tanto, que de Barcelona habían salido para Francia varios representantes de la República, con la misión de asegurarse la ayuda del Frente Popular francés para cuando el momento llegara…

Casal no sabía qué decir. Olvidó la Cooperativa Obrera, los malabarismo de Cosme Vila y las dificultades con que tropezaba para redactar unas bases que satisficieran a todos.

—Así que Julio tenía razón… —masculló. Luego volvió a dudar—. ¡Imposible, imposible! ¿Qué pueden esperar? Serán cuatro jefes aislados. La mayoría de los militares están por la República.

—No seas iluso —añadió David—. Lo que pasa es que estamos olvidando dónde radica el verdadero peligro.

Casal se dejó ganar por el nerviosismo. Consultó inmediatamente con los jefes de la UGT de Barcelona. De Barcelona le contestaron: «Es cierto. Cuidado con los militares, los carlistas y Falange».

La mujer de Casal le dijo: «¿A ti te extraña que se subleven? ¿Qué van a hacer, si no? Cosme Vila los iría matando poco a poco a todos».

A Casal le entró un furor incontenible. Comandante, carlista, Falange. ¿Qué pasaba con Mateo que no daban con él?

Tal vez Cosme Vila estuviera en lo cierto… ¿Iba a verle o no iba a verle? Estimó que ya se había rebajado demasiado. ¡Y además aquel piso destartalado! ¡Qué desnudez! Casal pensó que la confortable cama en que dormía con su mujer le impedía cometer ciertas barbaridades. Pero era evidente que el peligro era grave. El tono de convicción de David y Olga no mentía. A Casal le pareció comprender por qué el Partido Socialista le aconsejaba no indisponerse demasiado con Cosme Vila.

David y Olga le informaron sobre la actitud de los suegros de los Costa. «La mitad del pueblo de País es suyo y se quejan porque les han escamoteado quinientos quilos de arroz».

* * *

Ignacio no perdía detalle de cuanto acontecía. Y recordaba que en una conversación con el profesor Civil le dijo a éste: «Cuando vea claro, lucharé…»

¡Santo Dios! ¿No veía claro aún? ¿No quedaba suficientemente claro que para detener las toneladas de veneno que caían a diario sobre la ciudad proponían aumentar el sueldo a la gente? Su padre advertía que la violencia de los preparativos que veía a su alrededor contagiaban a Ignacio. «No seas estúpido —le dijo—. Para ser valiente no es necesario tomar un fusil. Yo, en tu lugar, estudiaría más que nunca y me vendría de Barcelona con media docena de sobresalientes».

Estas palabras, en vez de inquietar a Ignacio, intensificaron su malestar. No por lo que le concernía, sino por la situación de Mateo. Ya no era posible. ¡Media docena de sobresalientes! Exámenes convocados y Mateo no podría presentarse. El profesor Civil se había lamentado de ello a diario. «¡Decidme dónde está, decidme dónde está, iré a darle clase aunque tenga que pasar por la chimenea!» El profesor Civil también soñaba. Pero Ignacio no le dio nunca la dirección.

Ignacio comprobaba hasta qué punto quería a su amigo. Se sobresaltaba tanto o más que Pilar. Al igual que a César, le preocupaba su escondite. Cualquier día subirían a casa del Rubio a hacer un registro. Era preciso que Mateo cambiara, que buscara otro sitio. ¿Dónde? Marta compartía su opinión. «Hay que hablar con el Rubio, él acaso indique un lugar».

Antes de marcharse a Barcelona quería dejar aquello resuelto. Por la calle se había encontrado con Julio quien le dijo: «¡Hombre, Ignacio! Tal vez tú puedas indicarme dónde se encuentra Mateo…» Luego el policía había sonreído dando a entender que bromeaba y había intentado darle una palmada amistosa en la espalda. Ignacio le había detenido la mano. «Con nosotros ha terminado», le había dicho.

Mateo había hecho saber que los exámenes le tenían absolutamente sin cuidado. En cambio, la idea del traslado le pareció acertada e inmediatamente propuso la casa de Pedro. «Me aceptará —dijo—. Me aceptará, estoy seguro. ¡Y por lo menos allá tendré una radio!» Pilar había caído casi desmayada. «¡En casa de un comunista!» Por el contrario Ignacio aprobó el plan. «¿Dónde mejor? ¿A quién se le ocurrirá buscarle allá?» Ignacio estaba seguro de que Pedro no delataría nunca a Mateo… a menos que se lo ordenaran directamente de Moscú.

Quedaron en que el Rubio hablaría con Pedro. El Rubio le conocía de antiguo y también estaba seguro de él. «¿Cómo lo va a delatar si es un chico que no dice nunca una palabra?» Por lo demás, sabía que Pedro odiaba a Cosme Vila, a Teo, a Vasiliev, a todos. A todos los consideraba traidores a Rusia y, al repasar el Boletín, había exclamado: «¡Trucos de fotografía! Lo que hay allá es mucho mejor».

Marta había propuesto un plan, al margen de lo de Mateo: proponía que Pilar acompañara a Ignacio a Barcelona. «¡Te conviene distraerte! Aquí te consumirás». Pilar se negó rotundamente. «Imagínate que mientras estoy allá ocurre algo…»

A Ignacio no le quedó otro remedio que hacer las maletas solo. Permanecería tres días lo menos fuera. Muchas personas, entre ellas el subdirector, le dieron toda clase de consejos. «Vete con cuidado en la Universidad. Hay muchos estudiantes que son de las Juventudes Libertarias. Y, sobre todo, cuidado en la pensión… No hables con nadie, ni una palabra sobre política y sobre tus ideas».

El profesor Civil fue a despedirle a la estación. «¡Repasa la lección cuarenta y tres!» Marta le dio un beso en la frente. En el momento de arrancar el tren se acercó a la ventanilla, le puso un sobre en las manos. «Deberías entregarlo a la persona misma». El sobre decía: «J. Campistol, Balmes, 110, Barcelona». Luego sacó el pañuelo para despedirle; e Ignacio vio que era un pañuelo azul.

J. Campistol era el jefe de Falange en Barcelona. ¡Válgame Dios! La cosa estaba clara. La chica quiso situarle ante el hecho consumado.

¿Y por qué llevaba pañuelo azul? Le había advertido mil veces de que no provocara a nadie.

Ignacio barbotaba mil juramentos desde la ventanilla. La chica gritó: «¡Que Dios te proteja…!»

En cuanto el tren desapareció, Marta se metió el pañuelo en la manga. Y al instante experimentó una clara sensación de soledad. Miró al profesor Civil. Luego se dijo que las circunstancias no permitían lloriqueos. Al contrario. En aquellos días lo que debía hacer era redoblar su actividad. La gente, en la estación, tenía los periódicos desdoblados y los leía con avidez. ¿Qué ocurría? Las noticias eran alarmantes. En el Parlamento, las discusiones entre diputados eran violentísimas. Calvo Sotelo había sido amenazado claramente, sin rodeos. José Antonio continuaba en la cárcel; y Calvo Sotelo era precisamente el jefe político del comandante Martínez de Soria.

Marta se fue a su casa y desde aquel instante no cejó. Procuraba imitar de su padre la energía que éste demostraba en determinadas circunstancias. Muchos de sus consejos de estrategia los llevaba impresos en la memoria. Ahora le parecía que debía ponerlos en práctica. Marta pensó en uno de ellos: «Es preciso conocer lo mejor posible los colaboradores de que uno dispone».

Marta pensó en el acto en sus camaradas. ¿Eran buenos o malos? Un poco de todo. En conjunto, no podía quejarse.

La encantaban, desde luego, Jorge y Roca. El hijo de don Jorge, a pesar de su aspecto engomado, se mostraba valiente. En la manifestación comunista había descubierto la presencia de los dos principales colonos de su padre. Los esperó en la Rambla y les dijo: «Mi padre está en la cárcel y a mí me ha desheredado. Pero como intentéis nada contra él o contra otro miembro de la familia, os las entenderéis conmigo. Y ya sabéis que yerro difícilmente una perdiz…»

Roca también le gustaba a Marta. Era algo ingenuo. Estaba seguro de que triunfarían «porque Hitler también había empezado así y había triunfado». A él le hubiera gustado reunirse con los camaradas en una cervecería, como el jefe alemán; pero en Gerona no las había y tenían que coincidir en la barbería de Raimundo, o ver a Marta en casa de ésta, que en el fondo continuaba siendo el lugar más seguro. Pero Marta le quería. Podía contar con él. A su padre le habían despedido de guardia urbano. «Porque yo marchaba contra dirección», había bromeado el muchacho.

En cambio, Marta quería menos a Benito Civil. El hijo del profesor le parecía un pobre hombre. Sus chalecos eran de por sí algo inadmisible. Tal vez tuviera la culpa su mujer, que no cesaba de lamentarse. Cuando Benito fue al cementerio a poner las rosas rojas, su mujer le dijo: «A lo mejor ya no vuelves». Y se le había echado al cuello. Marta tampoco quería mucho a Octavio, a éste menos que a ninguno, y no comprendía que Mateo le apreciara tanto. «Hipócrita y presuntuoso». Se alegraba de que estuviera él en la cárcel, y no Jorge o Roca, por ejemplo. A Rosselló le echaba de menos por su impetuosidad y porque le plantaba cara a su padre; a Haro le conocía muy poco.

Padilla le decía a Marta: «Es curioso. En conjunto sois unos críos. A veces me pregunto si no me he metido en un lío». Marta le contestaba: «Siéntate y calla». Y le soltaba otra circular.

El comandante Martínez de Soria espiaba, por su parte, los manejos de su hija. Ahora le parecía que Falange le sería de utilidad el día del Alzamiento, a pesar de que eran tan pocos. «Lástima que no sean doscientos». Con todo, tenía más confianza aún en los tradicionalistas. «Los tradicionalistas tienen una ventaja —pensaba—. Casi todos son cazadores; en cambio, de esos chicos posiblemente sólo Jorge sabe manejar un fusil». Además, entre los tradicionalistas había muchos mayores de edad. Gente como don Pedro Oriol que, al dirigirse al cuartel, lo haría a conciencia. El comandante estaba satisfecho porque después de muchas dudas se había entrevistado con el notario Noguer, y el notario le había contestado: «Cuente conmigo». El notario Noguer le dijo luego que no podía calcular el número de afiliados que se pondrían a sus órdenes en cuanto los avisara. «Ya sabe usted. Esto es muy grave… Y está por medio el asunto Cataluña. Sin embargo… me parece que muchos responderán. —Luego añadió, poniendo la mano sobre la mesa como si ésta fuera un acta—: De todos modos, cuente por lo menos con treinta hombres».

¡Treinta hombres! ¿Quiénes eran, más o menos? Un abogado, un médico, tres industriales, dos agentes comerciales… «Basta, basta», interrumpió el comandante. Aquello le satisfizo. Se sintió optimista. De Renovación podía contar con diez. Don Santiago Estrada le había prometido cincuenta. Tal vez exagerara, pero tal vez no.

«Lo que siento —pensaba a veces el comandante, mientras su esposa rezaba el Rosario en voz alta y él se perdía por los pasillos de la casa— es que el chico no esté aquí. En Valladolid se ganará seguro; en cambio, aquí me prestaría un gran servicio». También le dolía que no pudiera hablar de todo aquello con el hombre que acompañaba a su hija; aunque no dudaba que Ignacio acabaría siendo de Falange un día u otro.

El comandante echaba de menos a «La Voz de Alerta». «Éste sería el personaje clave». Pero ya no confiaba en que saliera de la cárcel. La quincena había transcurrido y no le sacaban. También echaba de menos al teniente Martín, «ese majadero que insulta a los muertos»; aunque había encontrado un sustituto eficaz en el alférez que recibió a Teo, el alférez Roma, de pudiente familia barcelonesa.

El comandante ignoraba que el Rubio alojara a Mateo. Le había admitido de asistente sabiendo que había sido anarquista, por creer que ello desconcertaría a determinados oficiales. Le mandaba hacer recados, que sacara brillo a las polainas, que cuidara del caballo; pero tenía buen cuidado de que no husmeara en sus papeles.

Marta se reía una vez más de estas precauciones y se complacía en demostrar ante su padre la amistad que la unía con el Rubio.

—Pero… ¿qué te pasa con ese bromista? —le preguntaba el comandante—. Deberías tener más cuidado con él.

Marta le contestaba:

—¡Ah…! ¿no tienes tú secretos? Yo también… —Y acercándose a su padre le pellizcaba en las rojas mejillas.

* * *

Cosme Vila no se dormía sobre los laureles. Desde el primer momento había previsto la dificultad de que habló el coronel Muñoz. La cantidad de víveres que se necesitaba era fabulosa. ¿Hasta cuándo resistirían los campesinos? Por otra parte, había varios productos básicos —carne, leche, aceite— que no entraban en la distribución.

El jefe consideraba que sería un error exprimir demasiado el jugo de la provincia, especialmente teniendo en cuenta que de momento la ciudad no podía corresponder. El sentido común aconsejaba evitar que a los campesinos pudiera ocurrírseles siquiera que se abusaba de su generosidad. Quince días más exigiendo el mismo ritmo en las entregas y los primeros toques de alarma se harían sentir. Una mujer que al advertir el bajón dado en la pila de garbanzos miraría a su hombre conteniendo el mal humor. Otra que al ver partir, eufóricos, a los militantes de los camiones comentaría con recelo: «¿Sabes que esa gente ha encontrado el sistema?»

Cosme Vila era el único en anticiparse a este peligro. Los demás vivían absolutamente confiados. ¿Quién dijo que los campesinos sólo darían lo del propietario? Ahora ya se mordía en su carne y no por ello habían cambiado de actitud.

Entre los militantes de la ciudad se comentaba mucho esta prueba de fraternidad. Algunos obreros confesaban que los campesinos eran más fanáticos que ellos. «Desengañaos, lo son, lo son. No les llegamos a media pierna».

El catedrático Morales, en sus conversaciones con David y Olga, y sobre todo con Víctor, a quien pretendía deslumbrar sin conseguirlo, daba una explicación del fenómeno.

—Los campesinos ven en el comunismo una solución más fulminante aún que los industriales —decía—. Los obreros industriales saben que la fábrica produce lo accesorio, y que esta condición no se alterará aunque un día su riqueza les pertenezca en común; en cambio, a los campesinos les consta que en cuanto se les reparta la tierra, ésta les suministrará lo necesario para vivir.

A ello atribuía que las células en los pueblos agrícolas fueran menos espectaculares que las de la ciudad, pero más conscientes y aún más violentas. Lo mismo que Cosme Vila, había hecho un viaje por la provincia regresando edificado. Asistió a las reuniones cotidianas de los militantes. Contaba y no acababa de lo que vio. «Los payeses se reúnen en los cobertizos o en la era, porque en la taberna o en el estanco siempre está el sargento de la guardia civil. Palabras, pocas; rondas de vino, muchas, y muchas miradas fuera, a los campos, y mucho prestar oído al mugido de las vacas». Cosme Vila era considerado como un padre por aquellos que le conocían; un ser mitológico por los que no. Los primeros les describían y hablaban de la anchura de su frente, para medir la cual se veían obligados a levantar la visera de la gorra. Algunos le preguntaron al catedrático: «Y a letra te gana incluso a ti, ¿no es eso?»

Siempre había un labrador que explicaba la doctrina comunista. Sí lo hacía en términos elementales, los ojos brillaban; si empleaba palabras raras los oyentes se pasaban la lengua por las encías. «Sí, claro, claro —comentaban—. Debe de ser eso».

Entendían que para ser felices era preciso matar al cura. Y luego al sargento de la guardia civil. Hecho esto, se podría colectivizar. La colectividad la concebían como un haz de esfuerzos en común en el momento de las faenas duras: tractores que servirían para todos, abonos que llegarían a placer, avionetas con líquidos para matar los escarabajos, para desinfectar los olivos; en el momento del reparto darían lo que tocara dar, pero cada uno sabría que era el amo. «Darán lo que tengan que dar —le contaba el catedrático a Víctor—. Pero cada uno quiere poseer un pedazo de tierra y unos cuantos animales».

Por ello llenaban los camiones, contentándose con recibir a cambio ejemplares de El Proletario.

—¿Y de las bases qué…?

—Cosme Vila las está redactando. Los fascistas le ponen dificultades, pero caerán.

—Bueno, bueno, dile que sabemos esperar.

Y, sin embargo, y a pesar del entusiasmo de Morales, Cosme Vila sabía que no podrían esperar. ¡La tierra se cansaría de ser nodriza! Por otra parte, el número de beneficiarios aumentaba a diario en la Cooperativa. Algunos anarquistas se habían presentado con la cabeza gacha, por el plato de lentejas. Cosme Vila comprendió que tenía que conseguir dinero para que los huelguistas pudieran comprar carne, leche y aceite y para pagar a los campesinos.

Dinero, dinero. No debía decir nada a nadie, pero necesitaba dinero. La situación era eufórica en la ciudad. Prácticamente lo dominaba todo, y las autoridades se tambaleaban. Faltaba un tirón más. Un tirón y el alcalde dimitiría, y el Comisario. ¡Si el Municipio fuera suyo! Con los recursos que había en él. Todo llegaría. En cambio, parecían fallarle los pescadores; los pescadores le habían contestado: «El comunismo ya nos lo hacemos nosotros, y si queréis pescado traednos billetes».

Billetes, para comprar también pescado para los huelguistas.

No quedaba más remedio que hablar con Barcelona. El manco le había hecho promesas, el camarada Vasiliev también. El camarada Vasiliev le había dicho: «Si hace falta, se abrirá una suscripción en Rusia»; Cosme Vila entendió que era la ocasión, y por ello el jefe decidió el viaje a Barcelona, o tal vez enviar como delegados a Morales y a Gorki.

Un hecho resultaba evidente: Cosme Vila no era el único personaje que tomaba decisiones. Simultáneamente a sus monólogos interiores, se desarrollaban interminables diálogos en la Jefatura de Policía. El Comisario entendía que las cosas habían llegado al extremo. Su decisión consistió en encararse con Julio con energía insospechada, poco habitual en él. «¡Hay que mandar un ultimátum a ese imbécil!», había dicho. Julio no se dejó impresionar; sin embargo, consideraba que el Comisario tenía razón y que era preciso hacer algo.

La población no conseguía víveres pagando, mientras los comunistas llenaban sus cestos cada mañana en el Centro Tradicionalista. En la estación se negaban a descargar bultos, según el destinatario. «¿Eso para quién es? ¿Costa, Corbera…? ¡Ahí se queda!»

Por otra parte, los propietarios se habían levantado en bloque para protestar. Los colonos les decían: «¡Se acabó de ordeñar la vaca! ¡Lo hemos entregado a los camaradas de Gerona!» Algunos propietarios se dejaron amedrentar por las amenazas, que por regla general salían de boca de las mujeres; otros, a imitación de los suegros de los Costa, habían levantado acta notarial y presentado pleito al juzgado.

Todo esto tenía suma importancia, pues los abogados veían una ocasión para tomar la palabra, y además el juez, que no olvidaba que Cosme Vila había querido substituirle sin contemplaciones, parecía predispuesto a fallar en favor de los propietarios.

Las consecuencias de la situación podían ser gravísimas. Ya El Proletario escribía en letras de molde: «¡Los propietarios intentan impedir el suministro de víveres al pueblo! ¡El juez se entrevista con los propietarios! ¡Defenderemos a los colonos con todos los medios de que dispongamos!»

Ahí estaba. Julio advertía claramente cuál era el plan de Cosme Vila: conseguir que los propietarios, por cansancio, renunciaran a sus derechos. En este caso, los campesinos habrían conquistado posiciones definitivas, gracias al Partido Comunista.

—¡Naturalmente que es eso! —rubricaba el Comisario, al ver que Julio iba más allá que él mismo en sus acusaciones—. ¡A ver, pues, si terminamos el asunto de una vez!

Cosme Vila oyó rumores de lo que se estaba tramando en contra suya. Entonces decidió no ausentarse personalmente de la localidad y mandar a Barcelona a Gorki y a Morales. «Yo me quedaré aquí a parar el golpe», dijo.

La masa de afiliados vivía ajena a estas preocupaciones. ¡Y era preciso ocuparse de ella! Cosme Vila no olvidaba ni un momento la observación del catedrático: hay que ocuparles el pensamiento… Porque, en efecto, se veía que los afiliados, inactivos a causa de la huelga, se aburrían. Algunos habían empezado a beber. Otros hablaban de formar una Compañía teatral y un Orfeón.

Era el momento, no cabía duda. Era el momento de poner en práctica el proyecto de la Milicia Popular. Mientras las autoridades se preparaban a lanzar la ofensiva contra el Partido Comunista, éste se prepararía para defenderse. Base número nueve. ¿No se acordó así? Con bastones, con algunos fusiles. ¡Convenía no perder minuto! El jefe echaba mucho de menos a Teo. No obstante, pensó que, dadas las características del asunto, debía cuidarse personalmente de todo. Constituir la Milicia y además —otra cuña esencial— fundar células en los cuarteles, entre la tropa.

Por lo demás, todo estaba preparado. Para los cuarteles contaba con un alférez de Artillería, chusquero. Y tocante a la organización de la Milicia, al día siguiente de haber sido acordada por el Comité Ejecutivo había hablado con dos veteranos del Partido. Militares retirados —brigadas en la guerra de África— y ambos aceptaron con entusiasmo encargarse de su formación. «Cuando quieras, camarada». Uniformes, el Partido los tenía. Gorros también; y los bastones los habían suministrado, de madera de roble, las células agrícolas de los Pirineos.

¿De cuántos hombres se compondría la Milicia? Cosme Vila consultó el fichero del despacho. Veía desfilar los rostros en las cartulinas como Julio los ojos de los suicidas. Eligió un total de doscientos cincuenta varones de dieciocho a cuarenta y cinco años. No quiso citarlos por medio de El Proletario para evitar la publicidad; les mandó aviso personal a domicilio, acompañado de un paquete que contenía un mono azul y un gorro también azul.

—A la Dehesa, a las seis de la tarde, con este uniforme y alpargatas.

Los doscientos cincuenta hombres recibieron el aviso sin saber de qué se trataba. «¿Sabes algo?» «¡Nada! ¡Absolutamente nada! ¿Por qué nos habrán dado ese mono?»

La curiosidad los llevó a ser puntuales. Cosme Vila los esperaba en compañía de los dos brigadas. A medida que los seleccionados llegaban, los iba saludando uno por uno. «¿A qué viene eso?» «La Milicia. La Milicia Popular». ¡La Milicia Popular…! Los hombres se miraban unos a otros. ¡Por fin! «¿Y armas?» «¡Todo se andará!» Sin querer adoptaban aires marciales.

Cosme Vila los arengó con léxico parecido al de los cuarteles. Los rostros no se parecían a los de las fotografías. Eran menos cerrados, más débiles. Sería preciso imponer severa disciplina.

—¡Manos a la obra!

Los dos brigadas dieron un paso al frente. Una lista por orden alfabético dividió la Compañía en secciones y escuadras. Se oían peticiones: «A nosotros nos gustaría ir juntos». Cosme Vila contestaba:

—¡Esto no es un convento de monjas!

De pronto, una voz ordenó: «¡Nombramiento de sargentos y cabos!»

Los militantes se mordieron las uñas; hubo gran expectación.

Cosme Vila dio los nombres. «He tenido en cuenta los servicios prestados al Partido, la mayor o menor experiencia —algunos de vosotros han hecho ya el servicio militar— y las facultades físicas».

Los dos brigadas de África, a uno de los cuales no le faltaban siquiera los bigotes afilados, revivían días históricos. A los sargentos y cabos que resultaron elegidos les entregaron un fusil; a los simples números un recio bastón. El brigada de los bigotes, Molina de apellido, le dijo a Cosme Vila: «Esto nos gusta porque aquí, por lo menos, sabemos que todos son voluntarios».

Surgió una dificultad: el altavoz de la Piscina. Vomitaba bailables tan estentóreamente que su ritmo era obsesionante. Segunda dificultad: los curiosos. Surgían de todas partes, sobre todo de la Piscina. —La mayoría de estos últimos eran anarquistas e iban con slip—. Destacaban Porvenir y la hija menor del Responsable, la cual exhibía este verano maillot blanco.

Pero los dos brigadas superaron aquello. «¡Alinearse… Mar!» Los doscientos cincuenta hombres obedecieron, distanciándose con el brazo. Las secciones formadas, impecables. Cosme Vila contemplaba todo aquello reclinado en un plátano milenario.

Pronto, bajo el follaje, y aprovechando los intermitentes silencios del altavoz, se oyeron los gritos marciales: «¡Un, dos, un, dos!» Por el momento la uniformidad era dudosa, y las alpargatas se revelaban demasiado ligeras para hacer crujir la arena como los brigadas hubieran deseado. «¡Media vuelta… Mar…!» Algunos continuaban en línea recta, como atraídos por el maillot blanco de la hija del Responsable. Otros se dirigían hacia Cosme Vila; los dos brigadas, que también exhibían mono azul, tan nuevo que se les abombaba en el pecho, se miraban con aire desesperado.

Vuelta a empezar, otra vez agrupados, cada uno en su puesto. «¡Un, dos, un, dos!»

De pronto, todo salió a la perfección. «¡Izquierda, mar!» Todos a la izquierda. «¡Derecha, mar!» Todos a la derecha. «¡Media vuelta…!» Los milicianos obedecieron como un solo hombre. Y entonces, ante la estupefacción de todos, se encontraron frente a frente de una formación idéntica a la suya, pero compuesta de caballos.

Los brigadas enmudecieron. Nadie acertó a explicarse qué había ocurrido. ¿De dónde salieron? ¿Cómo? ¿Quiénes eran los jinetes? El sol y el sudor emborrachaban y nadie acertaba a distinguirlo.

Cosme Vila permanecía impasible. Había visto aparecer los caballos a la entrada de la Dehesa, a trote más agresivo aún que el del comandante Martínez de Soria cuando daba vueltas al circuito. «Ahí va el regalito de Julio García…», se dijo. Y, en efecto, a no tardar reconoció los gorros de los guardias de Asalto.

La caballería. La prometida y esperada caballería. El teléfono de la Piscina había comunicado con Jefatura y ante la escalofriante noticia de la Milicia Popular, las autoridades exclamaron: «¡Es el momento! No hace falta ni siquiera el ultimátum». Allí estaban ahora los animales relinchando, mirando a los milicianos con ojos acuosos, siendo mirados por éstos con una expresión que iba transformándose de sorpresa en cólera y deseo de que un rayo cayera sobre sus crines, a medida que descubrían de qué se trataba.

El momento fue de intenso desconcierto. Dos secciones de guardias a pie habían hecho su aparición envolviendo a la Milicia. Los milicianos se sentían ridículos, formados de aquella manera, con el bastón en el hombro; los que llevaban fusil sabían que estaba descargado; y algunos se alegraban de ello dada la expresión del oficial de Asalto que se había apeado de su caballo.

Este oficial era un gigante parecido a Teo, con menos ángulos en la cara. Parecía llegar dispuesto a no perder tiempo. Se dirigió a Cosme Vila: «De orden del Comisario va usted a entregarme los fusiles y venirse conmigo. Y disuelva en el acto la formación».

Cosme Vila le escuchó. El altavoz de la Piscina había parado. «¡Camaradas, no entregar nada! ¡Corriendo a vuestras casas!»

Los milicianos no esperaban aquello. Sin embargo, como tocados por un resorte se quitaron el gorro y echaron a correr en todas direcciones. Por otra parte, los guardias de a pie desplegaron y a cincuenta metros escasos les obstruyeron el paso. Los del bastón se rindieron sin resistencia apenas, aunque ninguno cedió el arma sin acompañar el gesto de una sonrisa irónica. Los del fusil forcejearon con dureza, pero a la postre quedaron indefensos.

El oficial ordenó a todos: «¡Andando! ¡Y poco ruido!» Algunos obedecieron. Otros miraron a Cosme Vila y se hacían los remolones. Varios, con franca insolencia, sacaron las tabaqueras del bolsillo. «¡Andando, o habrá jaleo!» E indicó las porras de sus agentes. La prudencia se apoderó de los milicianos. Lentamente empezaron a dispersarse. «¡Andando!» Los agentes los persiguieron porras en alto y los milicianos, por último, pusieron pies en polvorosa.

Cosme Vila había quedado allá, escoltado por un grupo de guardias.

—Usted se viene conmigo a Comisaría —repitió el oficial.

Cosme Vila no se inmutó.

—¿Me llevarán a caballo o a pie?

—A pie. —El oficial enfundó su pistola—. ¡En marcha!

Ordenó a los jinetes que se volvieran al trote y a la casi totalidad de los de a pie los mandó regresar por el otro lado. Sólo cinco agentes quedaron escoltando a Cosme Vila.

Echaron a andar. Cosme Vila dio unos pasos más adelante. Alguien entre los curiosos gritó: «¡A la cárcel!»

Cosme Vila meditaba su situación. La avenida central de la Dehesa era larga. Las botas de los guardias resonaban con más contundencia que el calzado de la Milicia Popular. El jefe consideraba que Julio cometía un error llevándole a pie. Según el itinerario que siguieran al entrar en el casco urbano la masa de afiliados se daría cuenta de lo que ocurría y organizaría lo que hiciera falta en su defensa. ¡En línea recta sería preciso pasar ante el local del Partido!

Por el momento, sin embargo, se había quedado sin defensores. Los curiosos que se iban agrupando más bien le eran hostiles. «¡A la cárcel!», se oyó otra vez.

En la Catedral dieron las siete de la tarde. Ya los caballos habían desaparecido. Cosme Vila irrumpió en la calzada que conducía a la Plaza de Telégrafos. En todo lo que alcanzaba su vista no se veía concentración alguna de militantes.

—Tal vez más adelante. Los milicianos habrán avisado a alguien. Todavía no da tiempo.

De pronto, el panorama cambió. Al llegar al Puente, en el que convergían varias carreteras de entrada a la población, oyeron a su espalda una algarabía infernal. Gritos, ruidos de motores y bocinazos.

Cosme Vila volvió la cabeza, y los guardias lo mismo. ¿Qué ocurría? Un camión, y luego otro y luego otro. Cosme Vila comprendió: entraba en Gerona la caravana de víveres procedente de Bañolas. «Víveres para los huelguistas de Gerona». Pedían paso a través de los transeúntes. Iban cargados de ajos y en las cúspides aparecían sentados felices militantes.

Cosme Vila no perdió un momento. Se irguió sobre sus pies, miró en dirección a los camiones y luego levantó el puño con energía estremecedora.

Los militantes, desde sus torreones de ajos, le reconocieron en seguida. Vieron a los guardias. ¡Detenido! Llevaban al jefe detenido. El grito se escapó de sus gargantas. Las bocinas sonaron al unísono en colosal estruendo. Los militantes saltaron desde los camiones al suelo y en actitud suicida se dirigieron de frente hacia los guardias. Algunos, faltos de otra cosa, llevaban manojos de ajos en las manos.

La circulación se interrumpió. Algunas mujeres se mezclaron entre los militantes. Los balcones se abrieron.

Dos guardias quedaron escoltando a Cosme Vila y los tres restantes, con las porras en alto, esperaron la acometida de los militantes. El oficial tocó el pito, pero ningún otro agente apareció por los alrededores.

A la vista de las porras los militantes no se decidían a avanzar. De pronto de la parte trasera de uno de los camiones salió una piedra que dio de lleno en el hombro de uno de los guardias. Éste cayó al suelo.

—¡Animales! —gritó el oficial. Y sacó su pistola.

Los demás guardias le imitaron. Se oyeron tres disparos.

El pánico fue indescriptible. Algunos militantes se refugiaron detrás de los camiones, otros se dispersaron. En las ventanas no había quedado nadie.

Súbitamente, el primero de los camiones puso el motor en marcha y arrancó, de prisa, sorteando a los guardias. Se arrimó a Cosme Vila. El conductor gritó, dirigiéndose a éste: «¡Sube, sube!» Y había abierto la portezuela.

Cosme Vila dudó un momento.

—¡No! —rehusó—. ¡Pero concentraos en Comisaría!

Los guardias, al advertir la inclinación de Cosme Vila, supusieron que iba a subir y dispararon contra los neumáticos.

Cosme Vila se volvió furioso.

—¡Ya está bien, ya está bien!

El camión huía a toda velocidad. En la puerta de Telégrafos había aparecido Matías Alvear con bata gris y lápiz en la oreja. Pero, al oír los disparos, volvió a entrar.

Cosme Vila prefería ser llevado a pie, ahora que todo el mundo estaba alerta. La valenciana asomaba a lo lejos, seguida de una patrulla de militantes. Se veía su inmenso escote. El guardia herido se había incorporado por sí solo. Era preferible que fuera así.

—¡Andando!

El trayecto fue lento, pues era preciso sortear continuamente montones de basura. La huelga de barrenderos y de los encargados de la recogida continuaba. La ciudad hedía, y algunos parajes iban resultando inaccesibles. Se hablaba de que la tropa se encargaría del servicio. Perros famélicos iban por aquí y por allá, parecidos al que siguió a César en la calle de la Barca.