La reunión que Julio tuvo con los Costa y Casal, a la que asistió el doctor Relken en calidad de consejero, fue un fracaso. El plan de Julio era conceder a Cosme Vila algo de lo que pedía —para dar impresión de imparcialidad— y negarse a todo lo restante. Pero al precisar este «algo» fue cuando se produjeron las discrepancias.
Cuando Julio sugirió acceder a la clausura de los locales derechistas, los Costa se opusieron a ello en nombre de la libertad de asociación que preconizaba la República. Cuando sugirió la clausura de los conventos, se opuso Casal en nombre de la libertad de cultos. Las Cooperativas obreras, subvencionadas por los bienes del Obispado y los Bancos, a los Costa les parecieron una patochada. No hubo acuerdo.
Ni siquiera el doctor Relken, con su eterno sonsonete de «unidad», consiguió mejor resultado.
De modo que, después de prolijas discusiones, los reunidos se dispersaron. ¡Y, sin embargo, era preciso hacer algo en contra de Cosme Vila! Los Costa decidieron apelar a la Generalidad, Casal consultó con Barcelona y el Partido Socialista le contestó: «No es cosa de que por un puntillo de provincias echemos a perder las buenas relaciones que nos unen con el Partido Comunista». Por si fuera poco, la logia le ordenó: «Aténgase a las normas generales del Sindicato».
Y, no obstante, nada de ello alteró la decisión de Julio: las bases fueron denegadas. Julio, de acuerdo con el Inspector de Trabajo, publicó la nota oficial. Sólo se accedía a la número cinco: clausura de los locales de los partidos derechistas y del taller en que se imprimía El Tradicionalista. Lo demás era considerado un atentado, y las autoridades tomaban las medidas necesarias para sofocar cualquier intento de imponer las bases por la fuerza.
Apenas la radio y El Demócrata hicieron pública esta decisión, todo el mundo comprendió que la ciudad entraba en un momento decisivo.
Todo el mundo sabía que el Comité Ejecutivo del Partido Comunista estaba reunido en sesión permanente, en compañía de dos delegados de Barcelona que quedaron en Gerona en espera de la respuesta oficial; era de prever que la réplica de Cosme Vila sería fulminante.
Y, no obstante, Cosme Vila dio prueba, una vez más, de sangre fría. Recibió la nota escrita. Teo se levantó como una torre y preguntó: «¿Qué se hace?» Cosme Vila le miró y contestó: «De momento, ir a la Comisaría, agradecer la aceptación de la base número cinco y preguntar cuándo será puesta en práctica. Luego veremos».
Los dos delegados de Barcelona asintieron con la cabeza; y Cosme Vila, acompañado de Gorki, realizó la gestión.
Julio los recibió en su despacho. Cosme Vila llevaba la lista de los locales afectados por la orden de clausura: imprenta de El Tradicionalista; redacción de este periódico, que era a la vez el local de los monárquicos; CEDA, Liga Catalana, Acción Católica, Congregación Mariana. Cosme Vila preguntó:
—¿Cuándo será cursada la orden?
Julio contestó:
—Ya está cursada, excepto Liga Catalana. Liga Catalana —añadió en tono enérgico— continuará abierta…
Cosme Vila le miró y no insistió. Luego, el jefe del Partido Comunista dijo:
—Nosotros deseamos alquilar la imprenta de El Tradicionalista. En cualquier caso, pagamos cinco pesetas más que el mejor postor.
Julio contestó:
—Se abrirá un concurso legal.
Cosme Vila y Gorki se retiraron. Hasta media tarde, pues, no informó Teo de que las órdenes habían sido efectivamente cursadas a don Pedro Oriol, a don Santiago Estrada, al Obispo en persona, y que los guardias de Asalto habían sellado los locales. Entonces el jefe del Partido Comunista decidió movilizar a sus afiliados. Se personó en la emisora y decretó la huelga general. Luego convocó a todo el mundo para el día siguiente, a las tres y media de la tarde, en el Puente de Piedra. Y mandó enlaces a las células de los pueblos, especialmente a los campesinos, para que acudieran en masa a la manifestación.
Mosén Alberto, que desde la muerte de la sirvienta parecía otro hombre, obsesionado por la idea de hacerse digno del trágico fin que tuvo la mujer, al oír la alocución de Cosme Vila se levantó, se dirigió a su cuarto y arrodillándose rezó con toda su alma para que Dios tuviera compasión de la ciudad.
* * *
Mateo comprendió que el momento era propicio para actuar. Comprendió que ni el señor obispo ni don Pedro Oriol ni don Santiago Estrada estaban en condiciones de replicar de una manera eficaz. La independencia ideológica de Falange le abría las puertas, una vez más…
Cuando el hijo de don Jorge fue a verle a la Tabacalera, cumpliendo el encargo que le había hecho Pilar, Mateo le puso al corriente de su conversación con Julio y le dijo:
—Mi despacho está sellado, y el Partido declarado ilegal. Y, sin embargo, tengo que hablaros. El Rubio ha accedido a que nos reunamos en su casa. Avisa, pues, a todos los cantaradas para que vayan allí a las siete y media. A todos, excepto uno: Roca. Dile a Roca que le excluyo simplemente porque es indispensable que, por lo menos, uno de nosotros quede a salvo… En el puesto de Roca asistirán dos nuevos camaradas ingresados… dos guardias civiles: Padilla, muy eficaz, ya le conoceréis, y otro llamado Rodríguez. Avisa también a Marta.
Jorge cumplió. Y, entretanto, Cosme Vila hizo su declaración por radio. De modo que Mateo se dirigió a casa del Rubio consciente de la importancia capital de aquella reunión.
Se reunieron en la cocina, y el Rubio salió al balcón, con el casquete de la Pizarro Jazz, para distraer a los vecinos…
Mateo se dio cuenta en seguida de que un punto de desánimo había ganado a sus camaradas. Sólo la presencia de los dos guardias civiles operó benéficamente. Pero todos pensaban en el peligro, y en el calabozo en que se mordían los puños Octavio, Haro y Rosselló. Mateo les dijo:
—Camaradas, la huelga general ha sido decretada. La situación será caótica. Es el momento propicio para hacer oír nuestra voz, al modo como elegimos el de los incendios en las montañas para repartir nuestras primeras octavillas. Esta vez es preciso obrar. No temáis que nuestras acciones queden diluidas por el hecho de que Cosme Vila ocupe el primer plano de la actualidad; por fortuna, Falange tiene estilo propio y nada de cuanto hagamos, por insignificante que sea, pasa inadvertido. Yo propongo a vuestra aprobación dos acciones simultáneas. Una, que demuestre que estamos en contra de quienes, en nombre de la izquierda y de los avances sociales, desintegran a España; otra, que demuestre que estamos en contra de quienes, en nombre de la derecha y de la defensa de España, cometen barbaridades. Es decir, iremos de un lado, contra el teniente Martín; de otro, contra el doctor Relken.
Hubo un murmullo de curiosidad.
—Para darle una lección al teniente Martín, Falange irá al cementerio —dos camaradas— y reparará la ofensa que aquél infirió a Joaquín Santaló y a Jaime Arias. La tumba del diputado continúa llena de barro, y la cruz en el suelo. Se pondrá en pie la cruz, se limpiará la lápida, de forma que el nombre aparezca de nuevo, y se colocarán cinco rosas a sus pies. Y lo mismo ante la fosa de Jaime Arias. Se quitará la indigna placa de metal que hay y se colocará en su lugar una pequeña lápida que encargué a Pedro, en la que hemos borrado la palabra «Taxista». Dice simplemente: «Jaime Arias, cuarenta y dos años. Murió el 7 de octubre de 1934. Deseamos su descanso eterno». Y a sus pies, otras cinco rosas. —Mateo marcó una pausa. Luego añadió—: Y se rezará un padrenuestro en cada tumba.
Los asistentes estaban emocionados y Mateo continuó:
—Creo que los camaradas Jorge y Civil son los indicados para llevar a cabo este acto de servicio. Y sería de desear que, a pesar de las circunstancia, llevaran camisa azul.
Jorge fue el primero en reaccionar.
—¿Crees que nuestro acto será bien interpretado? —preguntó.
Mateo repuso:
—Demostraremos que no nos gustan los ataques a quienes no pueden defenderse. Y si no somos bien interpretados, nosotros habremos cumplido. —Luego añadió—: Si alguien tiene algo que objetar, le ruego que lo diga.
Nadie decía nada. El mayor de los guardias civiles preguntó:
—¿Y la segunda acción de que hablaste?
Mateo acercó un poco más la silla a los asistentes.
—Ya os lo he dicho: se trata del doctor Relken. Supongo estaréis de acuerdo conmigo en que lo que ocurre es una ignominia. Lleva ya muchos meses aquí dándonos la lata. Nos ha tratado de trogloditas, de analfabetos, de estadio intermedio entre el cafre y el hombre civilizado. No le gusta nuestro aceite, ni el horario de las comidas, ni que matemos toros jugándonos la vida. Nadie le dice nada, nos roba hasta nuestras Vírgenes. Conclusión: hay que pegarle una paliza fenomenal, que le impida ver la huelga desde fuera de la cama.
La reacción fue instantánea. Todo el mundo se ofreció voluntario; incluso Marta… Sobre todo, los guardias civiles parecían gozar de antemano el placer de saldar las cuentas pendientes con el doctor.
—¡Calma, calma! —rogó Mateo—. A mí me parece… que hay que hacer esto mientras Benito y Jorge están en el cementerio; así que, la elección no es dudosa. —Se dirigió a los guardias civiles—. Vosotros dos, vestidos de paisano, y yo.
—¿Tú también…? —preguntó Marta.
—Hija mía —repuso Mateo—, eso no me lo pierdo yo por nada.
El menor de los guardias civiles preguntó:
—¿No es mucho tres contra uno? Su compañero, Padilla, respondió:
—¿Por qué…? Bastante expuesto es el asunto.
Mateo asintió con la cabeza.
—Tenemos que ser varios, por diversas razones —explicó—. No se trata sólo de pegarle una paliza. Creo que, además, deberíamos pelarle al cero esa cabeza rubia tan mona que tiene.
Marta se retorció la muñeca izquierda con entusiasmo.
—¡Cuando lo sepa Pilar! —exclamó.
—Luego —añadió Mateo—, ya que no le gusta el aceite corriente, se lo daremos de ricino.
Jorge hizo una mueca de repugnancia.
—Y sobre todo —continuó Mateo— hay que rescatar todas las imágenes y devolverlas al Museo.
Padilla, el mayor de los guardias civiles, parecía hombre experimentado y habló de los inconvenientes que presentaría la ejecución del acto.
—De eso hablaremos luego nosotros —dijo Mateo—. Pero no creo que sea demasiado difícil. Mañana es sábado y en los hoteles hay mucho jaleo.
Jorge y Benito Civil vivían un poco ajenos al proyecto del Hotel, No pensaban más que en lo suyo, en la cara que pondría el sepulturero al verlos entrar en el cementerio y dirigirse a las tumbas de Joaquín Santaló y Jaime Arias. «Creerá que las diez rosas que llevamos son diez cargas de trilita».
Padilla continuaba rascándose la cabeza.
—Hay otro asunto —dijo— del que no hemos hablado. —Miró a todos—. ¿Qué pasará luego…?
Todo el mundo cayó en la cuenta de que existían autoridades.
—A vosotros… nada —dijo el guardia, señalando a Benito Civil y a Jorge—. Nadie podrá haceros nada por rezar un padrenuestro en el cementerio. A nosotros —continuó, señalándose a sí mismo y a su compañero, Rodríguez— tampoco. Vestidos de paisano no nos reconoce ni Dios en Gerona; y tanto mejor. Pero si pasamos a…
—Perdona —le interrumpió Mateo, al oír que nadie los reconocería—. Es preciso que se sepa que ha sido Falange.
—¡Ya se sabrá, hombre de Dios, ya se sabrá! —exclamó Padilla—. Pero una cosa es que se sepa que ha sido Falange, y otra que se sepa que ha sido Padilla y Rodríguez, ¿no te parece? —El guardia añadió—: En resumen: aquí el único que peligra eres tú. —Se dirigió a Mateo—. ¿Qué harás luego?
Mateo hizo un gesto de impaciencia.
—¡Huy, no preocuparse por mí! Ya hablaremos luego de lo mío. Ahora lo que interesa es eso. Explicar a la gente el porqué Falange ha llevado a cabo estas dos acciones. Naturalmente… el doctor dará mi nombre. —Reflexionó un momento—. Pero además creo sería preciso repartir unos folletos fijando nuestra posición.
Rodríguez guiñó el ojo a la manera andaluza.
—Echarlos desde las azoteas, como hacían en Sevilla.
Padilla dio su conformidad al plan. Luego preguntó, cortando:
—¿Dónde se imprime eso?
Mateo exclamó:
—¡Oh! Aún hay que redactarlo.
Marta se apartó el flequillo a uno y otro lado.
—Mi padre en el cuartel tiene ciclostyl —dijo—. Me lo prestará.
Mateo le preguntó:
—¿Estás segura…?
—¡Claro que sí!
Padilla la miró. Se veía que en tal clase de asuntos desconfiaba de las mujeres.
—Muchas veces voy a ver a mi padre allí —explicó Marta—. El ciclostyl lo tiene en su despacho. Además… se lo digo. Y me acompañará.
Mateo salió en defensa de Marta y dio la cosa por resuelta.
—De acuerdo —dijo—. Esta tarde tendrás el texto.
—¿Cuántos imprimo? —preguntó la chica.
—Saca los que puedas.
Padilla insistió en saber qué pensaba hacer luego Mateo.
—Piensa que Julio, tocándole al doctor…
Mateo se pasó la mano por la frente.
—Sí, claro… —admitió—. No sé. —Luego añadió—: No tendré más remedio que permanecer escondido en algún sitio.
Marta le miró presa de repentina emoción.
—Claro, claro —añadió Mateo. Se sacó un pitillo y el mechero de yesca—. Adiós, luz del sol.
Hubo un momento de silencio.
—Vamos a ver —propuso Padilla—. Tal vez el Rubio te permita quedarte aquí.
Mateo movió la cabeza. Luego hizo un gesto de impaciencia.
—¡Bueno! Dejemos eso ahora. Ya lo pensaré.
Terminada la sesión llamaron al Rubio. El muchacho apareció en la puerta de la cocina llevando en las manos el saxófono.
—¿Qué pasa?
Al verlos a todos reunidos con tanta seriedad, revivió sus tiempos de conspirador anarquista.
—Menuda orquesta tengo yo aquí.
Mateo sonrió.
—Nos vamos —dijo.
El Rubio tomó asiento mientras algunos se levantaban.
—No vais a salir todos juntos, supongo.
—Nada de eso. —Mateo señaló a Benito Civil y a Jorge—. De momento saldrán ésos.
Jorge preguntó:
—¿A qué hora lo del cementerio?
—Mañana, a las cuatro de la tarde.
Mientras los dos muchachos se despedían, Rodríguez dijo, dirigiéndose al jefe:
—Hay otro aspecto de la cuestión… Todo esto perjudicará a Octavio, Haro y Rosselló…
Mateo guardó un instante de silencio. Luego dijo:
—No hay otro remedio.