Capítulo LXXI

Cuando Mateo llegó a la Jefatura de Policía el agente que estaba a la puerta le dijo que esperara y llamó al despacho de Julio. Al cabo de un momento, Antonio Sánchez asomó la cabeza. Miró a Mateo y dijo: «Siéntese, por favor».

Mateo tomó asiento. En aquel instante daban las ocho en la Catedral.

A los diez minutos fue Julio en persona quien apareció en la puerta.

—Pase, haga el favor.

Mateo entró en el despacho del jefe en medio de la más exquisita corrección.

Cuando se halló sentado ante Julio se dio cuenta de que le molestaba más aún la presencia del extremeño Antonio Sánchez, que tenía los labios finísimos y delgados y una expresión sibilina. Permanecía de pie entre el jefe y el fichero.

Lo primero que le preguntó Julio a Mateo, ahorrando otro preámbulo, fue si el teniente Martín pertenecía a Falange.

A Mateo la pregunta le sorprendió. Contestó:

—Pues… no.

—¿No a secas…?

El muchacho pareció meditar:

—Puedo aclarar la cosa —dijo—. Pidió el ingreso, pero le fue negado.

—¿Por qué razón?

—Se juzgó que su temperamento no se adaptaría.

Julio encendió un pitillo.

—Sugiere que ustedes no habrían profanado nunca una tumba… izquierdista.

Mateo contestó:

—Exacto.

Antonio Sánchez sonrió. Mateo le miró y dijo:

—Cuando el atentado contra las de Galán y García Hernández, José Antonio fue el primero en protestar.

Julio asintió con la cabeza. El policía parecía dispuesto a entablar con Mateo un diálogo amable, un simple cambio de impresiones.

—¿Qué sabe usted de una carta escrita por José Antonio a los militares de España?

—Absolutamente nada.

—… En la cual cita una frase de Spengler que dice: «A última hora, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización».

Mateo meditó un momento.

—Creo que la afirmación de Spengler es certera, pero de la carta no sé absolutamente nada.

Julio se echó para atrás.

—¿Qué opinión tiene usted de «La Voz de Alerta»?

Mateo se encogió de hombros.

—Mala.

—¿Por qué?

—Representa… el espíritu egoísta y rencoroso contra el cual luchamos.

—¿Qué opinión tiene usted de don Jorge?

—Don Jorge… es más excusable.

—¡Vaya…!

—Le educaron así.

—¿A qué otras personas de la ciudad desprecia o excusa?

—Sería largo de contar.

Julio consultó un papel que tenía delante.

—¿Qué relaciones tiene usted con el comandante Martínez de Soria?

—Muy escasas.

—¿Qué opinión tiene usted de él?

—Dio un hijo por nuestra causa. Me inspira un gran respeto.

—¿Cree usted que ha recibido una copia de la carta dirigida por José Antonio a los militares de España?

—No sé nada de la carta.

Mateo comprendió que Julio quería insistir hasta el fin. Sonrió.

—Con franqueza —preguntó Julio—. Hablemos de Falange. ¿Qué se proponían ustedes? ¿Llegar a ser unos cuantos y hacer qué…?

Mateo escuchó la pregunta sin inmutarse. Contestó:

—Nos proponemos llegar a ser los suficientes para devolver a España su unidad y su razón de ser.

—¿Cuál es la razón de ser de España…?

—Ser fiel a sí misma. —Viendo que se había hecho el silencio, añadió—: Y derramar su luz espiritual al mundo.

Julio miró un momento a Berta, que avanzaba hacia él. Luego preguntó, moviéndose en la silla:

—¿Qué haría usted conmigo, si pudiera?

Mateo hizo una mueca de desagrado.

—Podrían hacerse muchas cosas. Por ejemplo… —El acusado reflexionó un momento—. Se le podría preguntar qué se propone hacer con Gerona, y con España… —Viendo que Julio no reaccionaba, prosiguió—: También me gustaría situarle ante un público de tres mil personas y ponerle a discutir con… ¡qué sé yo! Vamos a poner… con José Antonio. A ver qué pasaba. —Viendo que Julio permanecía quieto, añadió bruscamente—: Luego le expulsaría de la Masonería.

Julio enrojeció. Se echó para atrás. No comprendió el alcance de la frase.

—¿Qué quiere usted decir?

—Nada. Nada de particular. —Viendo el furor del policía, añadió—: Le expulsaría por una razón que no tiene nada que ver con… —Se calló—. Le expulsaría por inteligente. —Mateo se sentía molesto, sentado en el centro del despacho, sin respaldo en qué apoyarse. Miró a Julio y prosiguió—: De veras. Es usted demasiado inteligente para ser masón.

Julio pegó un puñetazo en la mesa.

—¡Basta!

Mateo se calló. Al cabo de un momento dijo:

—Ha sido usted quien me ha preguntado.

Se hizo el silencio. Julio había conseguido dominarse. Alargó el brazo y apretó un botón. Mateo cerró los ojos. Al darse cuenta de que la luz no le daba de lleno, levantó los párpados. Julio había vuelto a consultar el papel que tenía delante.

—¿Qué opinión tiene usted de Casal?

Mateo contestó, con calma:

—Un equivocado.

—¿Y de Cosme Vila…?

El muchacho movió la cabeza.

—Uno de los personajes más nefastos de la ciudad.

—Cuando entregó usted la carta de José Antonio al comandante Martínez de Soria, ¿qué comentario hizo éste?

—No sé absolutamente nada de la carta.

—¿Cree usted que muchos oficiales de la guarnición le serían fieles?

El falangista se encogió de hombros.

—¿Cuántos paisanos calcula usted que tomarían las armas?

Mateo continuó callado.

—Nos interesa saber eso. Saber si muchos oficiales seguirían al comandante. Y también el número aproximado de paisanos que se unirían a él.

—No sé de qué está usted hablando.

Julio esperó un momento.

—Sí lo sabe. Hablo del levantamiento que se prepara contra el Gobierno de la República.

Mateo hizo un gesto de asombro.

—¿Gobierno…? No sabía que esta República tuviera un Gobierno.

—¿No…?

—No.

Julio apoyó los codos en la mesa.

—Prefería usted el gobierno de Gil Robles.

Mateo negó con la cabeza.

—No, por cierto.

—Ya… No cree usted en regímenes parlamentarios.

—No.

—¿En qué cree usted, pues…?

Mateo se protegió los ojos con la mano.

—En un hombre con sentido profético.

—¿Como Mussolini o Hitler…?

Mateo sentía vértigo. Su postura y la expresión de Antonio Sánchez le daban vértigo. Julio apartó un momento el foco de luz.

—¿Por qué causas cree usted que hemos detenido a sus tres camaradas?

Mateo arrugó el entrecejo.

—Pues… a Rosselló, por tenencia ilícita de una pistola; a Octavio y Haro, por haber gritado «¡Arriba España!»

—¿Cómo supone que les tratamos?

—Con corrección.

Julio abrió inesperadamente un cajón del escritorio y preguntó:

—¿Por qué guardaba usted esto en su despacho? —Y sacó un trozo de papel. Estaba escrito por el hermano de Mateo, detenido en Cartagena.

Al ver el trozo de papel, Mateo se puso serio. Julio lo desdobló y leyó: «Es terrible estar entre cuatro paredes cuando hay tanto que hacer fuera. Tus noticias me han llegado bien. Continúa».

—¿Qué noticias? ¿Qué es lo que debe usted continuar?

Mateo no contestó. Julio, sin insistir, volvió a guardar el papel en el cajón.

—¿Su hermano es mayor que usted?

—Un año más.

—¿Ingresó en Falange cuando usted?

—Exactamente.

—¿Y qué es lo que tiene usted que hacer fuera?

Mateo volvió a protegerse los ojos.

—¡Yo qué sé! —dijo, aburrido.

Antonio Sánchez se impacientó. Entonces Julio informó a Mateo de que en aquellos momentos se estaba efectuando un nuevo registro en su despacho.

Mateo le preguntó:

—¿Podría quedar yo en la cárcel y mis tres camaradas en libertad?

—Eso incumbe al Comisario.

Julio consultó de nuevo la lista.

—¿A qué atribuye usted que ningún obrero le haya ofrecido sus servicios?

Mateo contestó:

—A que aquí no nos conocen. En otras partes tenemos a muchos obreros afiliados.

—¿Y por qué se alistan?

—Porque están cansados de demagogia.

—¿Ustedes proponen Sindicato Único?

—Sindicato Vertical.

—¿En qué consiste eso?

—Sería largo de contar.

Julio meditó un momento.

—Así, pues… el resumen de su doctrina es: Hombre profético, Partido Único, Sindicato Vertical.

Mateo negó con la cabeza.

—No. El resumen de nuestra doctrina es: amor a España.

Julio se puso nervioso. El sonsonete le estaba fatigando. Se levantó y se reclinó en la pared. Pero de repente notó que un inesperado sentimiento abría brecha en él. Pensó en Pilar. Pensó que Pilar quería a aquel muchacho que tenía delante. Y también pensó en don Emilio Santos, con quien tantas veces había jugado al dominó en el Neutral. El hecho de que aquellas dos personas vivieran enteramente para el falangista impresionó a Julio de una manera súbita y penetrante. Se reprochaba haber cedido a la tentación de utilizar el foco de luz.

Mateo callaba. Se mostraba fatigado. No sabía qué hacer con su pañuelo: tan mojado estaba. Parecía absurdo, sentado en un taburete en el centro del despacho sin respaldo en que apoyarse, la mecha amarilla colgándole del bolsillo del pantalón.

Julio contempló a Berta que había llegado a sus pies. Entonces se acercó al falangista y le sometió a un interrogatorio de intensidad creciente. Y mostró estar enterado de todo cuanto había hecho desde su llegada a Gerona, desde sus primeros contactos con Octavio hasta la reciente entrega del carnet a Marta Martínez de Soria y el telegrama a Madrid. «A las órdenes siempre». Le preguntó qué entendía por revolución, por qué hasta el momento se había abstenido de la menor acción violenta. Por qué llevaba dos semanas entrevistándose con un capitán de la Guardia Civil. Por qué había colocado al rubio ex anarquista de asistente del comandante Martínez de Soria. Por qué le dijo por teléfono a J. Campistol de Barcelona: «Absteneos de venir». Por qué sus tres camaradas, al ser interrogados sobre el particular, se habían mirado entre sí con estupor. Por qué Octavio llevaba en la cartera una lista de personas de la ciudad encabezada por los Costa; por qué Haro había escrito en un papel: «El acento del doctor Relken no es alemán, es checo». Por qué Benito Civil introducía con frecuencia su mano derecha entre los papeles personales de los arquitectos Massana y Ribas. Por qué el hijo de don Jorge le había dicho a un colono: «Necesitaría cien sacos vacíos, altos de noventa centímetros». Dónde había visto Mateo que los pájaros disecados tuvieran una puertecita en el vientre, que se abría con sólo tocarles una pata. Dónde había oído que un hijo le dijera a su padre: «Sí, sí, ya lo sé. Pero nada importante se ha hecho en el mundo sin el empleo de la fuerza». Por qué hablando en la Tabacalera de una remesa de habanos que tenía que llegar en noviembre, había exclamado: «¡Bah! ¡Quién sabe lo que pueda ocurrir en noviembre!»

Julio le dijo a Mateo que al llegar noviembre no habría ocurrido absolutamente nada de particular. Tocante al escudo de la camisa, debía escoger entre quedarse sin escudo o sin camisa; y en cuanto al doctor Relken, no era alemán ni checo: era simplemente el doctor Relken, sabio arqueólogo, aficionado a antigüedades.

Julio le dijo a Mateo que no bastaban un pañuelo azul y un mechero de yesca para fundar una célula fascista en una provincia como Gerona, fronteriza, de gran responsabilidad. Hacían falta cierta experiencia, algunas canas e incluso simpatía personal. Tampoco bastaba con decir: «Me voy a Abisinia». Lo importante era ir; y en tal caso volver. De todos modos, que no se imaginara que una Jefatura de Policía era una tribuna dialéctica. De momento, las acusaciones contra él eran concretas y era preciso que las oyera, pues a pesar de todo la República no negaba posibilidades de defensa a ningún ciudadano. Quedaba acusado de haber intentado fundar en Gerona una asociación política declarada ilegal en Madrid, de haber utilizado para ello menores de edad y de haberles repartido armas, de estar dispuesto a obedecer a jefes de esta Asociación antes que a las autoridades gubernamentales, de haber confeccionado listas con miras a una acción de represalia, de participar en un movimiento clandestino de rebelión que se iniciaba y de haber entregado una carta al comandante Martínez de Soria, cuyo texto incitaba a éste a tomar el mando de dicha rebelión en la plaza de Gerona.

Durante todo este discurso, Mateo había continuado protegiéndose los ojos con su mano. De haber oyentes, se habría esforzado en esgrimir argumentos; allá entendía que no valía la pena. Estaba fatigado. Lo que deseaba era la sentencia, conocer la suerte que le esperaba.

La violencia de la luz había terminado por ocasionarle un vértigo tal, que a lo último oyó a Julio como si la voz de éste brotara del fondo de un parque con niebla. Ahora que se había hecho el silencio, el vacío era más intenso, más doloroso aún. Tenía la sensación de que esperaban algún comentario de su parte, unas palabras, la defensa que el Gobierno de la República no negaba a ningún ciudadano; pero no podía. De pronto se había quedado absorto, contemplando estúpidamente un objeto del escritorio, el pisapapeles, dentro del cual Julio, sin querer, había desencadenado una nevada.

Mateo tenía la sensación de que los músculos de su rostro se relajaban, de que alteraban su forma. La frente se le ensanchaba enormemente. Estaba seguro de que sonreía y por nada del mundo quería hacerlo en aquella circunstancia. La voz de Julio había callado. No se oía nada.

De pronto le pareció oír ruidos de puertas que se abrían, de pasos. Y al instante unas sombras se irguieron ante él, amenazantes, ocultando la sonrisa de Antonio Sánchez. Eran hombres, que se dirigían a él, que acaso quisieran esposarle o llevarle quién sabe dónde, acusado de tener un depósito de armas en el vientre de un pájaro disecado.

Mateo no pudo reprimir un grito de espanto, al reconocer, entre aquellas sombras, muy próximo a sus ojos, un objeto de su despacho que imaginaba lejos, un objeto agujereado, amarillento. Lo sostenían dos manos de venas rojas, que temblaban ligeramente: la calavera. La calavera de su escritorio. La hubiera reconocido entre mil. ¿Qué había ocurrido, por qué la habían llevado allí?

Entonces oyó claramente la voz de Julio, que le preguntaba:

—¿Reconoce usted eso…?

Mateo abrió los ojos. Advirtió con sorpresa que veía con claridad, que distinguía las formas. Una gran sensación de alivio le invadió. Miró a Julio, y vio que éste había reclinado contra la lámpara un retrato con marco. Reconoció en el retrato a José Antonio, que le miraba sin pestañear.

—Sí, le reconozco. Me lo dedicó en 1933, en El Escorial.

* * *

La gran sorpresa de Mateo fue que, a pesar de todo aquello y de la gravedad de las acusaciones, fue puesto en libertad. Julio subió a ver al Comisario y al bajar dijo:

—Bien, va usted a ver que no somos tan fieros como nos pintan. El Comisario dice que le soltemos. Así que queda libre; en cambio, sus tres camaradas, de momento, quedan retenidos en el calabozo. De todos modos considérese en libertad vigilada. Tenga la bondad de no ausentarse de Gerona, y de presentase cada cuarenta y ocho horas aquí. El agente de servicio en la puerta tendrá un libro de firmas a su disposición. Ahora puede usted marcharse, y perdone las molestias.

Mateo se levantó, desconcertado. Las piernas le temblaban. Tenía la sensación de que los ojos le hervían. Advirtió que la mecha amarilla le colgaba del pantalón y la introdujo en el bolsillo. Echó a andar en dirección a la puerta. Tropezó con un obstáculo imaginario. Luego recobró el equilibrio y salió.

No tenía idea del tiempo transcurrido. Vio que el agente de servicio no era el mismo. Aquello le hizo suponer que debía de ser muy tarde. Maquinalmente se tocó la camisa y vio que el escudo le había sido arrancado. Recobró la conciencia y una ola de indignación le invadió. Los últimos pasos hasta la puerta de salida los dio con su energía habitual.

Al llegar afuera vio inmediatamente unas sombras que se le acercaban: eran Pilar, Ignacio y Marta.

Las dos muchachas le asieron del brazo. Él preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las diez. Las diez menos cinco.

Antes de continuar miró al aire. Sintió que Pilar, Ignacio y Marta le llevaban calle abajo. Había un cielo rutilante, cielo de mayo, por encima de los tejados. Pilar le preguntaba:

—¿Qué te han hecho, qué te han hecho?

Mateo contestó:

—Dejemos eso; ya hablaremos.

Sentía el temblor de las manos de Pilar, asidas a su brazo. Miró a la muchacha. Vio sus brillantes ojos, su expresión dulcísima; percibió una gran atención en todo su ser. Pilar le llevaba como el mejor tesoro recobrado, como defendiéndole contra los transeúntes. Mateo sintió que amaba a aquel ser directo y sencillo. A pesar del peinado, poco elegante aquel día, pues, según dijo Pilar, tenía que lavarse la cabeza.

Al llegar a la Rambla, Pilar quería que subiera con ellos.

—No, no. Me voy. Mañana hablaremos.

—Sube a casa. Yo misma iré a avisar a tu padre y vuelvo.

Mateo dijo:

—No, de veras. Es mejor que vaya a casa.

Ignacio opuso que era lo más prudente.

—Yo te acompañaré.

—Te acompañaremos todos —dijo Marta.

Mateo pidió que sólo le acompañara uno de ellos: Pilar. Pilar le agradeció la elección. Sus dedos presionaron una vez más el brazo de Mateo. Ignacio dijo: «Mañana nos contarás…» Mateo respondió: «Nada, ha ido bien». Marta le estrechó la mano. «¡Arriba España!» Él contestó: «¡Arriba!» Mateo y Pilar echaron a andar.

Cruzaron el Puente de Piedra y tomaron la dirección del domicilio de Mateo. Había una extraña calma en la ciudad. La temperatura era templada y dulce. Circulaban pocas personas. Pilar quería decirle muchas cosas y no le salían. Andaban muy despacio, ella con su cabeza reclinada en el hombro de Mateo.

Sólo le preguntó, sin modificar esta posición:

—¿Qué eran unos paquetes que llevaban dos agentes que han entrado?

Mateo contestó:

—El retrato de José Antonio y la calavera. Pilar prosiguió:

—Te duelen los ojos, ¿verdad? —Un poco.

—Subiré a prepararte algo. —No, no hace falta.

Llegados frente a la casa, Mateo se detuvo. Sus dos manos retenían las de Pilar. Con sus ojos, que le dolían, miró los de la muchacha.

—Perdona, ahora tendrás que regresar sola.

—No importa.

Mateo prosiguió:

—Mañana iré a veros después de comer.

—De acuerdo. Por la mañana te telefonearé.

—No, no. Es mejor que no lo hagas.

Pilar calló un momento.

—¿No puedo hacer nada…? ¿No tienes que darme ninguna instrucción?

—Pues… sí. Espera un momento. Déjame pensar. —Inclinó la cabeza—. Sí. Vete a ver a Jorge y dile que mañana pase por la Tabacalera antes de las doce.

—Entendido.

Pilar deseaba que Mateo le diera un beso, pero éste no lo hacía. Pilar se puso de puntillas y le besó en la frente. Mateo le devolvió el beso. Se despidieron. «Vete de prisa a casa». «Iré despacio, pensando en ti».

Mateo se disponía a franquear el umbral de la puerta cuando percibió una sombra en el balcón. Era don Emilio Santos. Mateo sintió una gran emoción en el pecho.

—¿Subes? —le preguntó su padre.

—Sí.

Subió las escaleras apoyándose en la barandilla. Tenía ganas de abrazar a su padre cuando éste le abriera la puerta.

No tuvo necesidad de llamar. La puerta estaba entreabierta. La cabeza de su padre apareció tras ella. Don Emilio Santos le estrechó la mano e hizo: «¡Chiiissst…!» Y cerró la puerta sin hacer estrépito.

—Tienes visita —le dijo en voz baja.

—¿Quién?

—En el comedor. Dos guardias civiles.

Mateo tuvo un sobresalto.

—¿Qué quieren?

Don Emilio Santos dijo:

—No sé. No creo que tengas nada que temer.

Mateo se miró al espejo del perchero y se compuso la corbata sobre la camisa azul. Dio unos pasos y entró en el comedor.

Los dos guardias civiles se levantaron al verle. Uno aparentaba unos veinticinco años; el otro era bastante mayor, gordo y con cara de persona de gran fidelidad.

Mateo se les acercó. El mayor de ellos dijo:

—El capitán Roberto nos ha hablado…

Mateo los miró profundamente. Le pareció no equivocarse, leer sinceridad.

Contestó:

—Depende de vuestra capacidad de sacrificio.