El Responsable y Porvenir estaban convencidos de que si el Frente Popular había ganado, era gracias a los anarquistas. Si el millón y medio de afiliados se hubiesen abstenido, como en 1933, la derrota hubiera sido total.
Ello los hacía plenamente conscientes de sus derechos. Y su carácter violento les impedía aceptar una lenta evolución de las condiciones sociales. Por si esto fuera poco, recibieron la visita de los anarquistas de Barcelona, los cuales les dijeron: «Camaradas, tenéis que ayudarnos. Es preciso hacer un ensayo en Gerona». En consecuencia, presentaron a la Inspección de Trabajo, con carácter conminatorio, unas bases pidiendo el control obrero en las Empresas, reparto equitativo de beneficios, salario a los patronos, etc. En caso de no aceptar, se declararía la huelga general ilimitada.
Estas bases fueron hechas públicas y la ciudad entera se escandalizó. Los murcianos que trabajaban en S’Agaró abandonaron sus barracas al leerlas y se trasladaron a Gerona, por cuyas calles desfilaron con carteles que ponían: «¡Saludamos a las Bases CNT-FAI y a la emancipación del obrero!»
Casal, Cosme Vila, los Costa y las autoridades tomaron aquello a chacota. «Son unos imbéciles», dijo Casal. El Inspector de Trabajo —flamante Inspector llegado a Gerona, amigo personal de Largo Caballero— llamó al Responsable y en tono de indignación le dijo:
—Pero ¿qué se ha creído usted? ¿Cree usted que la gente regala así como así la caja de caudales, y que una fábrica se dirige como quien dirige un coche? A los dos meses de esta confiscación, no quedarían más que unas cuantas máquinas destartaladas y la gente pidiendo que comer. ¡Reparto de beneficios! ¿Por qué no repartir también las mujeres? Lo mejor que puede usted hacer es… ¡qué sé yo! Publicar otra nota en El Demócrata. Aplazar este asunto. Usted es inteligente y encontrará la fórmula.
El Responsable, que liaba un cigarrillo, no se inmutó.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Eso es todo.
El Responsable salió y convocó Asamblea General.
—¡Camaradas… desde 1933 un Gobierno cavernícola nos ha tenido así! —Hizo ademán de enroscar un tornillo—. ¡Ahora el pueblo gana las elecciones, la CNT presenta sus Bases y se nos contesta que los patronos no soltarán eso y que nosotros lo echaríamos todo a rodar! ¡Camaradas, en Gerona hay tres mil familias trabajando para una docena de propietarios! ¡La CNT se lanza al combate y declara la huelga general!
Huelga, huelga… La palabra llegó inmediatamente a oídos de la población.
Julio, al leer la noticia, llamó por teléfono al Gimnasio.
—Sois unos idiotas —dijo, sin preámbulo—. Me obligaréis a sacar las fuerzas de Asalto.
Le respondió Santi, que era el único anarquista que había quedado de guardia. Santi puso el auricular boca abajo e hizo: ¡Uh, uh…!
A los anarquistas de la ciudad se unieron inmediatamente los de la periferia, así como algunos descontentos por la premiosidad con que actuaba la UGT.
Cabía la esperanza de que el movimiento fuera caótico, sin sentido; pero ésta se desvaneció pronto. La huelga fue organizada según los métodos más ortodoxos. El Responsable entendía de aquello más de lo que el Inspector de Trabajo suponía.
Cosme Vila y Casal publicaron una nota dirigida a sus afiliados respectivos. «Acudid al trabajo, excepto en el caso de que los huelguistas usen de la violencia».
El Responsable meditó un minuto largo… Sus hijas estaban a su lado. «Si te rajas, te habrás lucido».
El Responsable dijo: «A las doce en punto, todos reunidos en el puente de Piedra».
La orden fue cumplida estrictamente. A medida que se acercaba la hora, el grupo iba aumentando en número. Laura desde el balcón calculó en mil individuos los que se concentraban.
Los obreros que no se habían solidarizado con la huelga tomaban la cosa a broma. «Si no sacáis los tanques…»
Y, no obstante, pronto tendrían que cambiar de opinión. A las doce y cuarto, a una orden de Porvenir, cada grupo salió disparado hacia una dirección que le había sido fijada previamente. Unos carros se les habían anticipado, descargando en las aceras sacos de arena, piedras y ladrillos. A la vista de este material el entusiasmo de los amotinados creció. El Responsable movía sus ojos a uno y otro lado.
En un santiamén, ante cada puerta de fábrica y taller, brotó una barricada. Las piedras y los ladrillos estaban en el suelo, al alcance de la mano.
Entre los edificios ocupados se contaban la Central Eléctrica más importante de la ciudad, la Fábrica de Gas y el Suministro de Agua, si bien el Responsable había ordenado que de momento se asegurara el funcionamiento de estos Servicios.
La ciudad entera quedó asombrada ante aquella súbita demostración de fuerza. Cosme Vila y Casal comprobaron que ni un solo establecimiento industrial había sido olvidado. «Por lo menos el fichero de que disponen es tan completo como el nuestro», admitieron.
Los más asombrados… los Costa. Los Costa se dieron cuenta de que a ellos no se les exceptuaba ni se les diferenciaba de patronos monárquicos como don Pedro Oriol. La fundición fue bloqueada, así como las canteras y los hornos de cal. Entonces comprendieron la alusión del cantero el día de la comida de hermandad. Sin embargo, no era cosa de permitir que los pisotearan. «Vamos a poner los puntos sobre las íes».
Los Costa visitaron a Julio. Julio los recibió acariciando a Berta, lo cual los dejó perplejo. Los dos industriales ilustraron a Julio sobre las pérdidas que para ellos y la ciudad acarrearía aquella huelga estúpida. Julio les contestó:
—No puedo decirles sino una cosa. Hablaré con el Comisario, con el Alcalde, con todo el mundo. Intentaremos hacer entrar en razón a los huelguistas. Sin embargo, he de recordarles que la huelga es un derecho, y que si se formó el Frente Popular fue para conseguir ciertas libertades. Siento hablarles así. No diría esto a cualquiera, pero estimo que dos diputados republicanos tienen suficiente preparación política para comprender que, un mes después de haber ganado las elecciones gracias a los votos de los obreros, no podemos dar orden de utilizar las porras si se extralimitan un poco.
—¿Un poco?
—O mucho, lo mismo da. Por lo demás, a esos murcianos, por ejemplo, les impresionará muy poco el argumento de las pérdidas. Contestarán que ellos no han tenido nunca nada que perder.
Los Costa salieron más que inquietos y sólo su temperamento optimista les impidió tomar alguna intempestiva resolución. Sus esposas les dijeron:
—Nosotras, lo que haríamos es cerrarlo todo. Al fin y al cabo, con lo del Banco y lo de casa ya tendríamos para vivir. ¿Por qué no?
Anda, pensadlo. Nos iríamos a vivir a País. Los papas más que contentos con ese par de críos.
Un capítulo de responsabilidades se abría ante los Costa. En Izquierda República había mal humor por la huelga, por las noticias que traían los periódicos. Era cierto que en Toledo, Madrid, Cádiz, Granada, se multiplicaban las manifestaciones revolucionarias y en muchos otros lugares el fuego enlazaba uno a otro los campanarios. Los Costa decían que Azaña hacía cuanto podía para contener aquello, lo mismo que Indalecio Prieto. «Parece ser que Azaña confía en Cataluña, Vascongadas y Galicia para que le ayudemos a mantener las riendas. Por eso concede el Estatuto y da todas las facilidades. Y, sin embargo, ya lo veis. Aquí mismo, tan moderados, se permite que hombres como el Cojo anden sueltos con ladrillos en la mano».
A las setenta y dos horas de huelga el Inspector telefoneó a Julio:
—El Responsable acaba de mandarme un ultimátum.
—¿Qué ha hecho usted?
—Nada. No transigir.
Julio le felicitó; y, sin embargo, la respuesta del Comité de Huelga fue fulminante: se dio vuelta a las llaves. La electricidad, el gas y el agua fueron cortados.
El triple corte provocó la mayor confusión que se recordaba en la ciudad. Todo quedó a oscuras. El inspector intentó telefonear de nuevo a Julio. Las tiendas cerraron en el acto, los grifos de los lavabos dejaron caer su última lágrima, en las cocinas se oían las más extravagantes maldiciones.
El Comisario, Cosme Vila y Casal opinaron que la insolencia pasaba de la medida.
A Casal, el apagón le sorprendió en el momento en que ultimaba la tirada de El Demócrata. La máquina paró en seco y las bombillas se apagaron. El aprendiz del taller encendió una vela. ¿Qué ocurría? En realidad, se encendían velas en todas partes. Casal comprendió en seguida de lo que se trataba y salió a la calle, dirigiéndose a la UGT. Al entrar en el local recibió una impresión fortísima, pues le pareció que entraba en una iglesia, dado que David y Olga habían ido a comprar cuatro velas. Lo mismo ocurría en la Jefatura de Policía y en el Partido Comunista. El despacho de Cosme Vila parecía un altar, en el que Stalin era el santo, pues su retrato se hallaba rodeado de velas.
Casal y Cosme Vila se pusieron inmediatamente al habla, acuciados, además, por Julio, a quien doña Amparo Campo había ido a ver diciendo: «¡Te irás a cenar al restaurante! Sin agua no se puede cocinar».
Cosme Vila comprendió que el Responsable, por encima de los lamentos de las amas de casa, estaba a punto de conseguir un éxito rotundo, pues la reacción en general era favorable. Se hubiera dicho que el propósito anarquista de llevar las cosas hasta el fin se contagiaba incluso a personas a las que todo aquello perjudicaba. Se oían frases sintomáticas. «Desde luego tienen razón. La Fábrica Soler ganó en 1935 seis millones de pesetas». «Si las autoridades no intervienen es porque comprenden que están en falso». «Vale la pena estar unos días sin agua si a fin de año le dan a uno un cheque…»
Cosme Vila le dijo a Casal:
—Ya sabes mi criterio. Los anarquistas son una pandilla de bandoleros. Os dije que los tratábamos con demasiadas contemplaciones. Ahora, desde luego, se ha terminado. Tú verás si me sigues. Yo, desde luego, pienso pedir fuerza armada y salir en su busca.
Casal frunció las cejas.
—No comprendo —dijo—. ¿Qué te propones?
—Que el lunes, a las ocho en punto de la mañana, tus afiliados y los míos vayan a trabajar, cueste lo que cueste.
Casal se rascó la cabeza.
—Julio no querrá ayudarte.
—Julio ayudará. Esto le conviene menos que a nosotros.
Casal comprendía que lo absurdo había sido no resistir al principio.
—Debimos entrar a pesar de las barricadas.
Cosme Vila no compartía su opinión.
—Siempre ves las cosas a medias. Entonces hubieran sido unos mártires, se les habría impedido manifestar su opinión. ¿Qué mejor que cometan barbaridades? No olvides la ley. Hay que procurar que el enemigo fracase por sí solo.
* * *
El acuerdo tomado por Cosme Vila y Casal llegó inmediatamente a oídos del Responsable. Éste, que se preciaba de conocer el paño, después de analizar la situación dijo que no sólo los comunistas responderían en bloque al llamamiento de su jefe, sino que, como siempre, arrastrarían con ello a los que dependían de Casal. «Éstos son los perros de aquéllos», sentenció.
La única probabilidad de resistir, dada la intervención de la Fuerza Pública, le pareció que estribaba en una participación masiva de los anarquistas de la provincia. Sin embargo, no cabía contar con ello. El Responsable sabía que entre la población campesina dominaba Cosme Vila. «Los campesinos andaluces son anarquistas —explicó—, pero en esta provincia son conservadores. Confían en los repartos de Moscú».
Toda la jornada del domingo la pasó recorriendo las diferentes barricadas. Y en seguida se dio cuenta de que no le iba a ser fácil dominar a sus hombres. La huelga les había dado el gusto de la pelea. Por lo demás, pensaba poco en los demás Sindicatos. Los principales enemigos continuaban siendo para ellos los patronos, los Presidentes con sus coches, los curas, los militares que se paseaban mirando irónicamente aquellos rústicos parapetos. Los enemigos continuaban siendo «La Voz de Alerta», los Costa, mosén Alberto, el comandante Martínez de Soria. Y la Falange de la ciudad, que en cualquier momento podía disparar desde las azoteas.
Hacia el atardecer, al Responsable le pareció haber convencido a sus camaradas. «Era preciso evitar la sangre». ¿Por qué? —le había preguntado Blasco, que montaba guardia en la Central Eléctrica—. El Responsable le contestó:
—Nos matarían como moscas. —Luego añadió—: Les daremos «pa el pelo» de otra manera.
Pero apenas llegó la noche, la ciudad a oscuras volvió a exaltar a los amotinados. En las barricadas se organizaron hogueras para esperar el alba. Las mujeres de los anarquistas hacían compañía a éstos. En muchos sitios se bebió y hasta se cantó y se tocó la guitarra. Porvenir era el camarada ideal para improvisar juergas bajo las estrellas del firmamento. Santi brincaba de uno a otro lado.
A las siete y media de la mañana del lunes salieron las primeras patrullas de guardias de Asalto. Aquello acabó de inspirar confianza a los obreros socialistas y comunistas que habían recibido orden de reintegrarse al trabajo.
A las ocho menos diez minutos, los primeros obreros se acercaban pegados a la pared, por la acera, cuando entró en escena un elemento inesperado, espectacular, que alteró la faz de los acontecimientos: la caballería. Julio mandó caballos a los lugares de mayor concentración, y los jinetes se acercaron a las barricadas en actitud de franca disposición al combate. Aquello decidió la lucha. Hubo entre los anarquistas un momento de desconcierto, que les fue fatal. Las colas de obreros, procurando no rozar a ningún huelguista ni derribar las barricadas, abrieron las puertas de las fábricas y, en medio de un gran silencio, empezaron a entrar en ellas. En la fábrica del Gas el Cojo pegó un ladrillazo a un hombre raquítico y se armó un tumulto, pero no pasó de ahí. En la fundición de los Costa, las dos hijas del Responsable arañaron a la mujer que limpiaba el despacho, pero nada más. Los anarquistas se sentían en ridículo y desde lo alto de los caballos los jinetes les decían: «¡Ale, ale! Lo mejor es que entréis también, a ver si el sábado cobráis».
Se sentían en ridículo porque cada grupo constaba de un número reducido de hombres. Pero a medida que en las esquinas aparecían otros grupos que también habían sido desbordados, el aumento del número multiplicaba la indignación. Los caballos impedían que se formara la auténtica concentración de huelguistas a que ellos podía dar origen. De pronto, las máquinas empezaron a funcionar. ¿Qué ocurría? Se encendieron absurdamente los faroles a aquella hora de la mañana. La Central Eléctrica también había capitulado. En las cocinas los grifos chorreaban, y en los lavaderos. Las mujeres se felicitaban de balcón a balcón.
Entonces el Responsable dijo en voz baja:
—Dispersaos, pero id por las bombas…
Esta palabra logró entre los amotinados un efecto mágico. A la mayoría les pareció de tanta responsabilidad la decisión, que ningún espontáneo se atrevió a obrar por su cuenta como se podía temer. Los jefes de grupo recobraron en el acto su autoridad. Todo ello ocurría entre el Puente de Piedra y la Rambla. Lo mismo Laura que el profesor Civil, desde sus balcones, vieron perfectamente cómo Porvenir tomaba la dirección de la Plaza de la Independencia encabezando una docena de camaradas, y que el Responsable y otros tantos, siguiendo la orilla del río, parecía dirigirse hacia el campo de fútbol o hacia las canteras de los Costa.
La fuerza pública, que no había oído la frase del Responsable, creyó que se trataba de la dispersión definitiva, que todo estaba terminado, y continuó patrullando, pero ya con aire aburrido.
Sólo volvió a reaccionar cuando a las diez de la mañana se oyó el primer estruendo. Provenía de la Dehesa. La primera bomba había estallado en la Dehesa. La colocó Porvenir. Eligió aquel lugar porque le pareció adecuado empezar entre un marco de plátanos milenarios. En aquel momento no pasaba nadie por allá; únicamente cerca de la Piscina había un acuarelista solitario, sentado en un taburete portátil, y hacia el Puente de la Barca un campamento de gitanos. El resto, desierto. Era una Dehesa invernal, de color pardo y violáceo, con un vaho de neblina.
Porvenir eligió una encrucijada de avenidas, que los domingos era utilizada por Bernat y los suyos para jugar a las bochas. La bomba levantó una polvareda inmensa, una gran cabellera de granos de arena y hojas muertas, y se calló. Algunos impactos en los árboles, de cuyos troncos surgieron aristas; una de las cuales le sirvió luego a Bernat para colgar en ella su gorra y su reloj.
Aunque la explosión sólo fue oída por los vecinos de aquella parte de la ciudad, pronto la cosa se supo y cundió el pánico. Casal salió del taller de El Demócrata y se dirigió a la UGT. David y Olga le imitaron. En el Banco de Ignacio se interrumpió el trabajo. El Comisario ordenó fuera de sí: «¡Que se vigile la Telefónica!»
Un cuarto de hora después sobrevino la segunda detonación, mucho más intensa. Provenía del lado de Montjuich. Alguien dijo que se trataba de un barreno en las canteras, pero pronto quedó en claro que se trataba de algo mucho más grave: del polvorín.
—¡Imposible! —clamó el Comisario.
Julio meneó la cabeza con aire que no dejaba lugar a dudas.
El coronel Muñoz no comprendería nunca cómo fue posible que la bomba no causara ninguna víctima. Al parecer, la escuadra de servicio se había alejado circunstancialmente a cortar leña; el centinela, fusil al hombro, se había sentado detrás de una roca, a unos trescientos metros de allá.
Se opinó que era abandono de servicio. El centinela prefirió esto a haber quedado descuartizado.
Por fortuna, en el polvorín había muy poca cosa. Una semana después de las elecciones había sido retirado el material. Sin embargo, algo quedó, por lo que el estruendo fue tal, que las mujeres que lavaban en los arroyos del valle de San Daniel se asustaron; y a este lado de la montaña se asustó todo el personal del cementerio: el sepulturero y los muertos. Los soldados de la Guerra de África abrieron los ojos como si se encontraran de nuevo en 1921, cuando las emboscadas de los moros.
En cambio, los vivos parecían tocados de inconsciencia. Sólo las mujeres y los niños se encerraban en las casas, y algunos establecimientos bajaron con rapidez sus persianas metálicas. El resto de la población —taxistas, cobradores de Banco, camareros, etc.— se habían apostado en las esquinas a pesar de que los guardias de Asalto intentaban con renovada energía impedir las aglomeraciones.
Julio le decía a su fiel agente Antonio Sánchez:
—Lo terrible de esa gente es eso, que son poetas. ¿Dónde estallará la tercera? No se sabe. Imprevisible en el tiempo y el espacio. Las patrullas buscaban inútilmente a los anarquistas por las calles. Todos habían desaparecido. ¿Bombas de reloj? ¿Caídas del cielo? Acaso no estallara ninguna más.
A las once en punto, las personas que se hallaban en la Plaza de la Independencia oyeron el tercer estruendo. Pero fue un simple petardo. Un gran susto y nada más. Estalló en la mismísima Inspección de Trabajo. El Inspector, amigo de Largo Caballero, se tiró al suelo y se refugió bajo el escritorio. Al ver que no ocurría nada, cerró el puño y gritó: «¡Pronto sabréis quién soy!»
En aquel momento, toda la ciudad se sentía indefensa, a merced del Responsable. Incluso el coronel Muñoz. Al coronel, cualquier cordón que se arrastrara por el suelo en el cuartel le parecía sospechoso.
Todo el mundo se sentía a merced del Responsable, excepto Cosme Vila. Cosme Vila, a quien Teo tenía al corriente de cuanto ocurría, entendió, por el contrario, que el Responsable había perdido definitivamente la batalla en el momento de ejecutar el primer atentado.
—Analizad la situación —les decía a los suyos, los cuales miraban con inquietud el desarrollo del plan anarquista—. No os dejéis llevar por la espectacularidad del momento. Basaos en los hechos. ¿Qué buscaba la CNT? El paro de las fábricas, gracias a las barricadas. ¿Qué consiguió? Las fábricas y los talleres zumban que da gusto; las barricadas ya no existen. Luego cortaron la luz, el gas y el agua. También ahí han capitulado de una manera imbécil. Por burros, pues esta arma es revolucionaria ciento por ciento. Todo ese ruido de ahora no es más que el clásico funeral. Lo único que no debían haber hecho era eso: disgregarse y soltar bombas; lo que tenían que hacer era lo contrario: unirse y presentarse como mártires. ¡Qué se le va a hacer! A la gente no le gusta que la metralla le roce la cabeza; sobre todo, cuando solo se la roza, sin arrancársela. Así que, han perdido la oportunidad. ¡El polvorín! ¿Para qué? Para que el general les enseñe las polainas. La Dehesa, la Inspección… Eso es lo absurdo, lo propio de locos: entrar en litigio con el Inspector de Trabajo y echarle un petardo a él, en el escritorio.
Los oyentes se rascaban la cabeza. A todos les parecía que tener a la ciudad en un puño era en cualquier caso una demostración de poder.
—No seáis burros. Lo que hay que ver es lo que vendrá luego. Se han echado la opinión en contra.
Teo opinó:
—Pero han sembrado.
—¿Sembrado…? Sí, para nosotros.
Hubo un momento de perplejidad.
Cosme Vila dijo:
—El Inspector estará ahora como un cordero conmigo.
Nadie concedía a esto la menor importancia.
—Es esencial, teniendo en cuenta que el sábado a más tardar llegará nuestro turno, ¿no es eso?
—¿Qué turno?
—Nuestra presentación de Bases —explicó Cosme Vila—. Bases en serio, científicamente revolucionarias.
El jefe los miró de uno en uno. Le pareció que sus palabras abrían brecha. La valenciana estaba nerviosa y como preguntando a qué se esperaba.
Cosme Vila se dirigió a ella.
—¿Qué…? —le preguntó, en tono que todos sabían que preludiaba una súbita decisión—. Te gustaría meter baza cuanto antes… No estás convencida, ya lo veo…
Ella se sentó, con gesto aburrido.
—Pues… si quieres… puedes empezar —añadió Cosme Vila, acercándose al escritorio—. Puedes acompañar a ése. —Y señaló a Murillo.
—¿A qué? —preguntó el aludido.
Cosme Vila, que había adquirido expresión grave, abrió un cajón, sacó un paquete y se lo entregó.
—A redondear el prestigio del Responsable.
Todos quedaron estupefactos. El paquete contenía un objeto pequeño, ovalado, que pesaba increíblemente. Cosme Vila había tomado asiento.
Todo aquello era inesperado.
—¿Adónde hay que llevarlo? —preguntaron.
—Si no tenéis nada que objetar —dijo Cosme Vila—, yo escogería el Museo Diocesano.
Fue la orden. Orden recibida con extraño temor y extraño júbilo a la vez. Teo se hundió en un sillón, desesperado por no haber sido el elegido. Víctor se tocaba la cabellera. Murillo, con su gabardina sucia y sus bigotes de foca, sostenía el artefacto como quien sopesa un metal precioso.
Todo salió a pedir de boca. La orden fue cumplida sin pérdida de tiempo, con rapidez increíble. Hasta el punto que los guardias y los taxistas que rondaban la Plaza Municipal, en la que se hallaba el Museo Diocesano, no se explicarían nunca cómo había ocurrido aquello, ante sus narices, mientras ellos vigilaban. Al oír la detonación, seca, próxima, terriblemente próxima, puesto que la madera y los cristales del balcón que tenían encima de la cabeza saltaron hechos pedazos, se tiraron al suelo, cortada la respiración.
Murillo había entrado en el Museo tranquilamente, pues era día de visita. Lo había recorrido de un extremo a otro sin que ello asombrara a nadie, pues con frecuencia subía a él a contemplar imágenes antiguas. Antes de bajar, dejó su huella tras una puerta. Fue esta huella la que estalló minutos después.
Cosme Vila hubiera preferido los salones del fondo, donde había dormido el Padre Claret; pero Murillo, por razones personales, prefirió el salón rectangular, alto de techo, en que se erguía sobre pequeños pedestales la colección de vírgenes policromadas.
La valenciana, que esperaba en la calle a su lado, aprobó su plan. Lo aprobó porque de pronto, al tiempo que los guardias y los taxistas se tiraban al suelo, vio descender del balcón una catarata de miembros sueltos de aquellas vírgenes. El espectáculo la entusiasmó, sobre todo en el momento en que una cabeza de Niño Jesús, rebotando en el empedrado, fue a parar a sus pies. Estuvo a punto de recogerlo y gritar: «¡Otro hijo, otro hijo! ¡Seis hijos!» Pero el movimiento de los guardias le llamó la atención. Algo ocurría. Algunos de ellos se habían levantado y entraban precipitadamente en el lugar del atentado. Entonces Murillo oyó decir a un taxista que una de las sirvientas de mosén Alberto había sido hallada detrás de una puerta, con la cabeza reventada a causa de la explosión.
Inmediatamente la Plaza Municipal se llenó de personas de rostro airado, corrió la voz y, mientras el Responsable y Porvenir recibían en el Gimnasio la visite de unos agentes que los invitaban a seguirlos, aquellas personas vieron detenerse una ambulancia frente al Museo, bajar de ésta unas parihuelas y que la ambulancia tomaba la dirección del Hospital.
Alguien dijo que el corazón de la mujer latía aún, que el doctor Rosselló intentaría salvarla.
Mosén Alberto se encontraba en Palacio cuando la noticia llegó a sus oídos. Palideció, apoyó su mano en la pared y, tomando su manteo y poniéndose el sombrero, bajó las escalinatas. Camino del Hospital sentía que algo le pedía paso a través del pecho. ¡Ni siquiera sabía de cuál de las dos sirvientas se trataba! Lo único que sabía seguro es que le habían dicho: «Ha muerto».
Llegó al Hospital y vio encogido al campanero, como pidiendo perdón por algo. Una monja le acompañó al quirófano. El doctor Rosselló salía de él, confirmando que no podía hacer nada. Mosén Alberto se acercó a la mesa de operaciones, en la que una sábana cubría un cuerpo. Levantó la sábana. La impresión que recibió fue imborrable. Esperaba ver un rostro dulce y apacible y se encontró con una cara monstruosa. Tampoco reconoció cuál de las dos sirvientas era. No se enteró de ello hasta que vio a la menor de las dos arrodillada junto al cadáver, con las manos en el rostro.
No sabía qué hacer; tenía ganas de tocar con su mano la cabeza de la superviviente, para consolarla, pues era notorio que esta sirvienta se sentía definitivamente sola, vacía, como si con la muerte de su hermana le hubieran extraído también a ella la substancia vital.
Mosén Alberto propuso rezar el Rosario. Las monjas le advirtieron que el director del Hospital lo tenía prohibido, y que, por otra parte, era preciso desalojar el quirófano.
Entonces el sacerdote salió lentamente. Vio de nuevo al compañero, erguido ahora como un juez. Y luego, al doblar uno de los pasillos, se encontró cara a cara con Carmen Elgazu, quien, vestida de negro y acompañada de Pilar, al reconocerle se dirigió a su encuentro con expresión emocionada.
Mosén Alberto les dijo: «Es mejor que no entren». Pilar miraba los blancos pasillos con temor pánico. Si alguien pasaba, se sentía aliviada; pero si el pasillo quedaba desierto, el vértigo la ganaba, y se apoyaba en el antebrazo de su madre.
Había enfermos que iban y venían, preguntándose cuándo terminaría aquel espectáculo. Carmen Elgazu insistió en ver a su amiga muerta. Se despidió del sacerdote. Una vez en el quirófano dio pruebas de una entereza admirable. Puso en el pecho de la sirvienta una estampa de la Virgen de Begoña. A Pilar le dijo: «Esto es la muerte, hija mía». Pilar había quedado como hipnotizada ante el cadáver. Era el primero que veía. Le pareció recordar que alguien, a veces, tenía expresiones parecidas a aquélla, horrorosa, de la sirvienta. Carmen Elgazu fue quien ayudó a la hermana menor a levantarse y quien la condujo afuera, en dirección al Museo, ofreciéndose para quedarse en la casa y cuidar de todo.
En la Plaza Municipal ya no encontraron a nadie. Sólo había dos guardias de Asalto, de centinela ante la puerta del Museo. Los barrenderos habían amontonado en un rincón del patio los miembros de las Vírgenes que habían caído a la calle. El doctor Relken estaba allí, tenía entre las manos un brazo romántico y había pedido permiso para examinarlo. Pilar le dijo a su madre: «Es el doctor Relken». En la ciudad no se hablaba más que de la bomba número cuatro.
Según le dijeron los dos guardias al doctor Relken, los anarquistas iban a pasarlo mal. «Esta pobre mujer no tenía nada que ver».
El doctor Relken les preguntó si había pruebas de que ellos habían sido los autores. Uno de los guardias le miró con sorpresa. «No importa si las hay o no. Se sabe que han sido ellos». El doctor movió la cabeza.