Capítulo LXIX

A «La Voz de Alerta» le hería el amor propio el que los extremistas se dedicaran a luchar entre sí. «Mirad si nos consideran inofensivos, que ya ni siquiera se preocupan de nosotros».

En todas partes se hablaba del entierro. Los Alvear decidieron que los representara Ignacio. El comandante Martínez de Soria decidió ir personalmente, lo mismo que el teniente Martín y que unos cuantos oficiales adictos a aquél. Don Jorge se vistió como convenía a la ceremonia y ordenó a todos sus hijos que hicieran lo propio. A Jorge, el hijo desheredado, le dijo: «Tú haz lo que te parezca».

El problema era arduo para Mateo. El muchacho quería asistir, pero temía que su presencia fuera interpretada como adhesión al espíritu que informaba a «La Voz de Alerta». Finalmente, decidió abstenerse y mandar a dos camaradas. Eligió a Octavio y a Conrado Haro.

—Poneos la camisa azul —les dijo.

La esquela aparecida en El Tradicionalista anunciaba la ceremonia para las tres en punto de la tarde. A las dos y media la Plaza estaba abarrotada. Cuando el coche fúnebre hizo su aparición y se detuvo ante el Hospital, hubo un momento de gran expectación. Inmediatamente, la presidencia se alineó —mosén Alberto en el centro, don Jorge a la derecha, el comandante Martínez de Soria a la izquierda—. Luego fue sacado el ataúd y el coche quedó inundado de coronas.

La comitiva se puso en marcha. En el aire sólo resonaba el Miserere de pasados entierros. Mosén Alberto lo recitaba en voz baja, como un murmullo, y don Jorge y el comandante le contestaban. Dies irae, Dies illa…

El coche, al llegar al río, en vez de dirigirse al cementerio bifurcó hacia el centro de la ciudad. Grupos de curiosos se formaron. Los guardias se acercaron al cochero.

—¿Qué itinerario siguen?

El cochero contestó:

—Pasar ante la casa mortuoria.

Los guardias se retiraron, manteniéndose a una distancia prudente, con las porras en la mano.

A medida que la comitiva se internaba en la ciudad, la curiosidad de la gente era mayor. Por fortuna la Plaza Municipal, donde se erguía el Museo, no estaba lejos y la comitiva desembocó pronto en ella.

El cochero dio lentamente la vuelta frente al edificio mortuorio y una extraña emoción recorrió el dorso de todos al ver el balcón con las maderas arrancadas de cuajo. Los transeúntes se quitaban la gorra. Sólo un par de taxistas daban la impresión de haber adoptado una actitud irónica.

Octavio y Conrado Haro seguían la comitiva en silencio, arrastrando los pies como los demás. Pero de pronto, al pasar frente al Ayuntamiento y ver la inmensa bandera catalana que cubría la fachada, Octavio sintió que algo le subía a la garganta. Miró al comandante Martínez de Soria y gritó: «¡Arriba España!» Y luego: «¡Viva España!»

Todo el mundo quedó perplejo. Sólo le respondieron Conrado Haro, con voz tímida, y el teniente Martín. Nadie más, ni siquiera el comandante Martínez de Soria.

Los guardias se acercaron inmediatamente.

—¡Al cementerio! —ordenaron. Entre los espectadores se oían protestas y los taxistas luchaban contra su deseo de responder a la provocación. «¡Fuera, fuera! ¡Muera, muera!»

La comitiva alcanzó penosamente la orilla del río y tomó por fin la dirección del cementerio. No hubo despedida de duelo. Todos los acompañantes sabían que la ruta sería larga, pero nadie se atrevía a desertar. Los vecinos de Octavio miraban de reojo al falangista, sin decir nada.

El sepulturero recibió la noticia de que llegaba la comitiva entera y abrió la verja de par en par. Don Jorge apenas conseguía sostener el paso que mosén Alberto y el comandante Martínez de Soria habían impuesto. Su pierna izquierda le flaqueaba.

El cochero frenó ante la verja y se apeó. Unas parihuelas esperaban en el suelo, y fue descargado el féretro. El sepulturero indicó:

—Por aquí, por aquí. —Y señaló la avenida central, entre los cipreses.

El nicho destinado a la sirvienta era propiedad de mosén Alberto. Estaba situado, en el ala este, próximo al depósito. Las parihuelas, conducidas por los mozos de la funeraria, abrieron la marcha, la presidencia siguió y luego la ingente multitud, haciendo crujir metálicamente la arena.

Todo el mundo quería presenciar la ceremonia, pero iba a ser imposible. Los cipreses y los panteones obturaban la visibilidad de los rezagados.

La llegada ante el nicho fue espectacular, pues coincidió con la aparición, en lo alto de la escalinata que daba acceso a la parte norte del cementerio, de la implacable patrulla de guardias.

Las parihuelas fueron depositadas en el suelo. El ataúd era el centro de todas las miradas. Mosén Alberto movió la mano, sintiendo físicamente la falta del hisopo. Hubiera querido rezar un responso, pero la presencia de los guardias lo impedía. Finalmente, indicó al sepulturero que esperara. E inició un padrenuestro.

Al instante los guardias pegaron un salto venciendo los tres peldaños que les separaban del lugar. Mosén Alberto se calló. E inmediatamente se oyó un concierto de silbidos escalofriantes, que brotaban del otro lado de la tapia.

Mosén Alberto comprendió y ordenó al sepulturero y a los mozos que procedieran a internar el ataúd en el nicho.

Éstos obedecieron. La caja se introdujo en el agujero con rara precisión. Luego el sepulturero cogió el capazo y la paleta y con seis ladrillos idénticos a los que utilizaron los anarquistas en sus barricadas, empezó a tapiar el hueco.

El último ladrillo, prodigiosamente justo, coincidió con un nuevo concierto de silbidos, que sonaron más distantes.

La ceremonia había terminado. Don Jorge se acercó a mosén Alberto, le asió la mano y se la besó. El comandante Martínez de Soria le imitó, luego don Pedro Oriol, luego don Santiago Estrada. Imposible atender a todos, de modo que mosén Alberto levantó la diestra y esbozó una bendición.

Los de la cola habían salido ya del cementerio. El profesor Civil le decía a Ignacio: «Vámonos, vámonos».

La mujer del sepulturero, apoyada en la verja con un crío en los brazos, parecía esperar que ocurriera algo. Y, sin embargo, reinaba una insólita calma. En realidad, la gente iba saliendo sin que ocurriera nada. Los silbidos habían cesado. Sólo se iba rezagando el teniente Martín. Octavio y Haro le preguntaron:

—¿Vienes…?

Él contestó:

—No, todavía no.

Nadie más advirtió que el oficial se quedaba en el cementerio; ni Siquiera los guardias.

Octavio y Haro se preguntaban qué pretendería el teniente Martín.

Le vieron esconderse tras un panteón que decía: «Familia Corbera» y encender un pitillo, esperando.

A cinco metros del panteón se levantaba una tumba de hermosa lápida en la que estaba escrito un nombre: «Joaquín Santaló», y veinte metros a la derecha, sobre un montón de tierra, sobre un bulto de tierra parecido al vientre de una mujer, una placa, entre otras de la fosa común, rezaba: «Jaime Arias, Taxista».

Jaime Arias, hermano de Teo el gigante y muerto en Comisaría el 7 de octubre, de un balazo en la sien. El teniente Martín contemplaba la lápida de Joaquín Santaló, la placa del hermano de Teo. La diferencia entre las dos tumbas se le antojó una ley inexorable: diputado, lápida hermosa; taxista humilde, fosa común. Más allá, a la izquierda, el nicho en que reposaba el comandante Jefe de Estado Mayor, que cayó de su caballo blanco fulminado por el disparo del diputado de Izquierda Republicana.

El teniente Martín —alto, moreno, con bigote recortado— tiró el pitillo, lo aplastó, y asiendo la cruz de Joaquín Santaló la atrajo hacia sí hasta derribarla. Luego cogió un puñado de tierra húmeda y ensució con ella la lápida, sepultando el nombre.

Terminada la operación se dirigió a la fosa sobre la cual se leía: «Jaime Arias, Taxista». Intentó borrar el nombre restregando contra él las suelas de las botas. La pintura resistía, por lo que sumergió la placa en el barro. Sólo quedó al descubierto la palabra «Taxista». Parecía como si Jaime Arias continuara ofreciendo sus servicios a los habitantes del lugar.

Luego el teniente Martín cruzó la avenida central y se dirigió, rodeado de cipreses, al nicho del comandante jefe de Estado Mayor. Llegado a él, se cuadró y saludó militarmente.

En aquel momento le vio la mujer del sepulturero. Su presencia le extrañó en grado sumo y avisó a su marido. Su marido conversaba con unos desconocidos junto a la verja. El teniente se dirigió hacia ellos, se abrió paso y sin saludar cruzó el umbral e inició el regreso a la ciudad.

Apenas había andado veinte metros, el sepulturero se internó en el cementerio dispuesto a recorrerlo, olfateando. Estaba seguro de que el oficial había cometido una fechoría.

* * *

Cuando los Costa recibieron el informe sobre el ultraje de que había sido objeto la tumba de Joaquín Santaló, se indignaron hasta un extremo indescriptible.

—¡Vamos a redactar inmediatamente una denuncia en regla!

Al enterarse Cosme Vila de lo acontecido en la fosa de Jaime Arias, le dijo a Víctor:

—Vete inmediatamente al cementerio y saca unas fotografías.

Todo el mundo evitaba comunicarle a Teo lo sucedido. En cuanto el gigante supiera que la tumba de su hermano había sido profanada, podía ocurrir cualquier cosa.