Cuando, a media mañana, el subdirector llamó a casa de don Santiago Estrada y le dijo a éste: «Parece que en la provincia todo está en orden, pero aquí hay una verdadera batalla», el jefe de la CEDA se levantó y preguntó:
—¿Cómo una verdadera batalla?
El subdirector le explicó que, tal como estaba previsto, los muchachos de la CEDA se habían echado a la calle a proteger a sus electores, montando guardia en los Colegios, pero que, de repente, habían hecho su aparición patrullas de comunistas y anarquistas, que se habían apostado en las aceras con cara de pocos amigos. Especialmente Teo iba al mando de una docena de tipos de su talla, y cuando diezmaban una cola se iban a otra.
Don Santiago Estrada parecía no comprender.
—Pero ¿están pegando a alguien?
—Pues… los dispensarios están llenos.
—¿De los nuestros…?
—Monjas, etcétera. Sería necesario que fuera usted a ver.
La esposa de don Santiago se horrorizó. «¡Por Dios, ve con cuidado!» —le dijo a su marido, al ver que éste se ponía el abrigo. El Jefe pidió el sombrero y salió. Y una vez en la calle, se dio cuenta en seguida de que nada iba a ser fácil, de que la calma de los últimos días había sido aparente, tal vez obedeciendo a una consigna. Y desde luego, las incursiones de Teo por un lado y de Porvenir por otro no eran lo peor. Lo peor era la súbita exaltación que al parecer se había apoderado de los militantes socialistas. David y Olga en persona, y docenas de los suyos, montaban guardia en las calles adyacentes a las urnas, y al menor incidente se consideraban provocados y llenaban de insultos a los electores.
—Cerca de la Catedral, Olga ha asido del moño a una mujer que llevaba la papeleta en una mano y la mantilla en la otra, y la ha obligado a retroceder.
Don Santiago suponía que se exageraba. Imposible. El Frente Popular se había unido en forma muy artificial, y nada había hecho prever una acción conjunta.
Llegó al Colegio electoral de la Rambla y recibió una dolorosa impresión. Sus muchachos, con el brazal de la CEDA, andaban bajo los arcos como pequeñas fieras enjauladas, sin atreverse a acercarse a la cola de votantes. Muchos ferroviarios estaban sentados en el suelo, con un periódico en la mano. Vio a Rosselló —cinco flechas en el pecho— acompañando a un herido con la ayuda de un guardia urbano. Julio García discutía con una persona desconocida, que llevaba sombrero y bastón. Por encima de la cabeza del policía, y sobre la fachada, un gran cartel con la efigie de Joaquín Santaló.
La Rambla había quedado inundada de retratos del muerto. Los llevaban en carteles. La firma de éstos decía: «Paco».
Más arriba, hacia los cuarteles, las banderas catalanas cubrían gran número de balcones, así como la barbería entera de Raimundo. Muchos militantes de Izquierda Republicana llevaban tirillas prendidas en la solapa: «¡Viva Cataluña Libre!» «Por la libertad de Cataluña». «El pueblo catalán quiere vengar a sus mártires de octubre».
En unos Colegios reinaba la calma, en otros se gritaba: «¡Viva Rusia!» Don Emilio Santos había conseguido llegar a la urna sin que le molestasen. Matías Alvear había votado de los primeros, a las ocho de la mañana, cuando la Rambla estaba aún desierta.
Don Santiago Estrada se dirigió al Colegio de su barrio, votó y luego subió al local. ¿Y en los pueblos? —preguntó—. Las noticias de los pueblos eran más tranquilizadoras. Alguien dijo:
—El que se está ganando la plaza es el chaval ese de la CNT, Santi.
El subdirector asintió con la cabeza. Le había visto actuar. El chico llevaba sus puntiagudas botas de costumbre, y en cuanto veía un cura —mosén Alberto sabía algo de ello— se le acercaba por detrás y le pegaba una patada en la espinilla.
La mañana fue creciendo. De vez en cuando pasaban camiones con gente desconocida que gritaba: «¡Viva el Frente Popular!» Los militantes de Izquierda Republicana habían salido en bloque, colocándose estratégicamente. No insultaban a nadie. Fumaban, se frotaban las suelas de los zapatos en el borde de las aceras, viendo a sus aliados poner en práctica la teoría de la acción directa. Muchas familias circulaban de prisa, cogidas de la mano. Las azoteas estaban llenas de mirones. Desde aquella altura, las escaramuzas callejeras tenían algo de riñas entre insectos. De vez en cuando aparecía un poco de sangre en el empedrado, originando un gran tumulto.
El ser más asombrado ante el espectáculo, era don Santiago Estrada. El más seguro de lo que acontecía, Cosme Vila. El más lleno de curiosidad, el doctor Relken.
Olga, sin saber cómo, había perdido el dominio de sí. Recorría la ciudad en todas direcciones, seguida por algunas de sus alumnos. Cerca de la estación vio detenerse un taxi del que se apearon varias personas enfermas, protegidas por muchachos de la CEDA. Reconoció en ellas a varias monjas escolapias, las más encarnizadas enemigas de la «Escuela». Habían hecho gran campaña contra Olga y David. Al ver que incluso habían alquilado un taxi para que votaran las paralíticas, Olga cometió un acto que a ella misma luego la sorprendió. Se les acercó y las llamó «¡cochinas!» Los dos muchachos de la CEDA se aproximaron retadoramente. Entonces apareció David, y a su lado media docena de militantes de la UGT. Entretanto, las monjas habían puesto pie en la acera y miraban atónitas a uno y otro lado. David ordenó a los chicos de la CEDA: «¡Ale, lleváoslas; será mejor!» Ellos se dispusieron a obedecer, pero una de las monjas, repentinamente decidida, se abrió paso y entregó la papeleta al arquitecto Massana, que presidía la mesa. Entonces el propio David cedió el paso a las demás.
Tal vez los más fieles a su verdadero temperamento fueran los Costa. Los Costa habían ordenado el reparto de retratos de Joaquín Santaló, y hacia el mediodía, al ver que la cosa tomaba un giro favorable, sacaron otra oleada de retratos del Negus, que fue recibida con un clamor general de entusiasmo. Por lo demás, se mostraron liberales. Sus esposas, que acababan de dar a luz con pocos días de intervalo, quisieron votar y ellos pusieron un coche a su disposición. Sabían que votarían por las derechas, pero no importaba. Dijeron: «Cada cual es cada cual».
El más chulo de los derechistas fue el teniente Martín. Con su flamante uniforme se acercó al Colegio de la plaza de los cines y se encontró cara a cara con el Responsable y su sobrino el Cojo, el cual se había puesto el pañuelo rojo y, para aquella mañana, le había pedido prestada la calavera a Porvenir. El teniente dijo, sin gritar: «¡Viva España!» Aquello no venía a cuento. El Responsable le miró y al cabo de un rato escupió. Entonces el teniente se llevó las manos al sexo. El Responsable volvió a escupir y luego, dando media vuelta, echó a andar. Era una cita en el tiempo. El Cojo, desde lejos, le mostraba al teniente la calavera, y le señalaba a él con el dedo.
El comandante Martínez de Soria votó sin dificultades, acompañado de su esposa. Mosén Francisco se negaba a votar. El párroco de San Félix se lo ordenó y él obedeció. Don Jorge quiso que le acompañara su hijo mayor, el falangista. Éste dijo:
—De acuerdo, pero yo no votaré.
—¿Cómo?
—Falange no cree en partidos —contestó el chico.
Don Jorge le pegó una tremenda bofetada y ordenó a su esposa:
—Que Jorge no salga de su cuarto.
La agitación aumentó al correr el rumor de que los militares iban a asaltar las urnas para impedir que se hiciera el escrutinio. Verdaderos cordones de hombres protegieron los alrededores de los Colegios. Algunos pedían armas, otras las llevaban ya. Llegaron las primeras noticias anunciando que el Frente Popular obtenía la victoria en los pueblos, y aquello originó nuevos clamores de entusiasmo. «Son bulos. No hay tiempo para saberlo todavía».
A última hora de la tarde Porvenir, que se había tomado media botella de coñac en el Cocodrilo, vio a Gorki y a la mujer del Comité Ejecutivo del Partido Comunista pegando carteles de Stalin. Se les acercó y gritó: «¡Rusos! ¡Malos españoles! ¡La madre que os p…!» La valenciana contestó: «Ya nos veremos las caras, chulín». Y de un brochazo imponente incrustó al Jefe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en el portal de Liga Catalana.
El profesor Civil contemplaba desde su balcón los movimientos de la masa. «Nuestra juventud fue menos agitada», le dijo a su mujer.
* * *
Cuando se supo que el triunfo en España había correspondido al Frente Popular, un alarido se elevó de la tierra. Los vencedores pidieron espacio vital; a codazos se iban abriendo paso hacia los puestos de honor y de mando. Mayoría en el Parlamento. El pueblo había manifestado su voluntad. Era la hora de pasar cuentas.
Un río de champaña, pagado por los Costa, recorrió las calles y remojó las gargantas de los electores. Se consideraba que el triunfo era aplastante, incluso espectacular. Los periódicos anunciaban con enormes titulares la victoria. Empezaba una nueva era para la nación.
Había gente menos exaltada, que no admitía tal aplastamiento. «El número de votos recogidos por las Derechas en la totalidad del país es sensiblemente igual al de las Izquierdas… Lo que ocurre es que el Frente Popular ha ganado en las grandes ciudades, lo cual, dada la ley electoral vigente, les proporciona la mayoría…» El cajero del Banco hacía números, y aseguró que considerando que los nacionalistas vascos se habían aliado a la izquierda por razones separatistas, el número global de votos de Centro y Derechas era virtualmente mayor que el de las Izquierdas: 5.051.954 contra 4.356.559.
Pero nadie le hacía caso. Mayoría en el Parlamento. El subdirector en el Banco alegó que lo ocurrido era un escándalo sin precedentes en ninguna otra nación. Aseguraba que algunos ferroviarios habían votado cuatro veces; y que el número de derechistas a los que se había impedido votar era incalculable. «En toda España ha ocurrido lo mismo. A la hora del escrutinio se ha falseado todo, se han añadido los votos necesarios. Es un auténtico robo, pero esto no quedará así». La Torre de Babel admitía que se habían cometido irregularidades en algún sitio, pero que, aparte de que el Frente Popular hubiera ganado lo mismo, también se habían cometido otras en Navarra y en algunas provincias castellanas en que ganaron las Derechas. Lo que más preocupaba a los observadores era la diferencia de opinión que acusaban las grandes ciudades en comparación con los pueblos. El doctor Relken había comentado: «Es una nueva prueba de que en cuanto los obreros se unen en gran número queda multiplicado su espíritu revolucionario». Cosme Vila se acercó a su pequeño y le dijo: «Ya lo ves, hombrecito. Hay que levantar grandes fábricas. Hay que fundar inmensas colonias de trabajadores».
Matías Alvear estaba atónito. Él había votado a las ocho de la mañana. Por el Frente Popular. No le gustaban las audiencias pedidas a Mussolini. Pero nunca se imaginó que pudiera ocurrir aquello. ¿Y la policía? Estuvo de vacaciones. Matías se alegraba del triunfo, pero lo hubiera deseado más limpio. Por fortuna, Azaña parecía dispuesto a poner las cosas en orden.
Carmen Elgazu se había persignado mil veces durante la jornada. Desde el balcón presenció todo lo ocurrido. Personalmente, unos días antes había recibido una carta de San Sebastián en la que su hermano le decía: «Acuérdate de que, antes que otra cosa, eres vasca». Al propio tiempo Matías, lo mismo que Ignacio, le había contado muchas historias de lo que pretendían los militares; sin embargo, la víspera había ido a consultar con mosén Alberto, y mosén Alberto le había advertido: «Querida doña Carmen, ya ve usted que yo soy catalán y podría decir lo mismo que los vascos; pero esta vez, vote por las Derechas». Carmen Elgazu obedeció. Y luego le decía a Matías:
—Ya lo ves, ya lo ves. Ésta es la libertad que predicáis. Ahora veremos lo que pasa.
Ignacio padecía enormemente. No se le había escapado detalle. Y la expresión de Marta era harto elocuente; sobre todo, al ver por las calles las efigies de Stalin y las banderas catalanas. Había ido a la UGT y encontrado a David y Olga en un estado de excitación increíble; por el contrario, Casal daba a entender que los procedimientos no le habían satisfecho del todo. Casal conocía a Ignacio y le había dicho:
—De todos modos, no te inquietes demasiado. Son cosas inevitables, y por lo demás ellos, durante siglos, han hecho lo propio. Lo importante es que ahora ser empleado de Banca o mozo de cuerda o matarife no implicará cobrar un jornal de hambre. Y además, nada nos pillará de improviso y sin experiencia, como ocurrió en 1931. Creo que sabemos adonde vamos. Anda, anda, no seas crío y mira un poco las cosas cara a cara.
Sin embargo, Ignacio veía despeinada a Olga, lo cual nunca le había ocurrido a la maestra, y sentía crecer su malestar. Al salir de la UGT se había encontrado con una especie de manifestación que bajaba en tromba las escaleras del Seminario. Le dijeron que eran los presos comunes, que habían obtenido amnistía general. Había muchos gitanos y varios tipos barbudos, de piernas largas o cortas y mejor o peor traje, pero todos con un brillo especial en los ojos. Por lo visto, la amnistía había ganado casi toda la nación, especialmente Asturias, donde todavía había detenidos de cuando la revolución de Octubre. Ignacio preguntó a la Torre de Babel: «Pero aquí, ¿quién ha dado la orden de abrir la cárcel?» La Torre de Babel le contestó: «No lo sé. Pero seguramente tu amigo, Julio García».
Ignacio se quedó perplejo. Claro. Julio se habría reincorporado a su puesto, ¡y con qué ímpetu! Matías Alvear opinó que era un tremendo error soltar a los presos comunes. La prueba estaba en que en Bilbao muchos de ellos, unidos a ex reclusos de cuando lo de 1934, lo primero que hicieron fue asaltar el penal, incendiándolo. ¡Ah, los incendios! No hay nada más peligroso. Se propagan con gran velocidad. Luego no hay quien los detenga.
De Burgos habían escrito más que contentos. En Madrid, Santiago, José y la mecanógrafa del Parlamento rebosaban de satisfacción a juzgar por una postal recibida. En ella José aconsejaba a César que dejase los latinajos y estudiase algo útil.
A Ignacio le parecía descubrir un punto maravilloso en aquella alegría popular. Imposible que todo fuera trampa e inconsciencia. Por lo visto, había algo profundo y radical oprimido dentro de la botella. Tuvo una especie de sueño fantástico, tendido en la cama muy próximo a la pequeña imagen de San Ignacio. Le pareció que una interminable hilera de personas humildes de Gerona se dirigían, pico al hombro, hacia las murallas que rodeaban la ciudad, y socavaban sus cimientos, golpeando al ritmo de la «Pizarro-Jazz», y que de pronto todas las piedras ciclópeas se desplomaban, sepultando a «La Voz de Alerta» y al pobre don Pedro Oriol, y que en lugar de las murallas se extendían inmediatamente campos ubérrimos, árboles frutales, como un paraíso. Santi brincaba entre los melones y las legumbres, seguido del Cojo y de Porvenir. Toda la ciudad se mostraba encantada. Y en el momento en que el doctor Relken se inclinaba en una de las acequias que regaban el paraíso, bebía un sorbo de agua y luego, irguiéndose, señalaba hacia el ángel decapitado de la Catedral y exclamaba: «¡Ahora allá!», despertó. Despertó y se encontró sudando. No sabía si él mismo formaba parte de la caravana con el pico al hombro o no. No sabía si era de los sepultados. En aquel momento su madre entró en el cuarto. Ignacio le preguntó:
—¿Qué opinas, madre, de todo esto?
Carmen Elgazu le contestó:
—Hijo mío, sólo te pido que tengas mucho cuidado.
«La Voz de Alerta» había desaparecido de la ciudad. Se había llevado a Laura en el coche diciéndole a Dolores: «Estaremos un par de semanas fuera. O un mes». Laura le siguió como un corderillo. Laura, desde su fracaso con las prendas de abrigo, había perdido su confianza en la improvisación. Ahora, cualquier cosa que dijera el dentista para ella era artículo de fe.
Había muchas personas que al cruzarse por la calle sentían que sus recíprocos sentimientos habían cambiado. Los pequeños decían cosas inauditas, pues repetían lo oído a los mayores. Por el barrio de la Barca había varias personas totalmente escandalizadas, entre ellas la Andaluza. La Andaluza, que tenía humos de señoritismo, en el fondo prefería que sus muchachas fueran con militares distinguidos a que fueran con proletarios. Incluso daba a entender que su hija también lo era de un personaje importante. Alguien citaba el nombre de don Santiago Estrada; ella replicaba siempre: «Mucho más, mucho más».
Entre las personas que al cruzarse se miraron a los ojos con insistencia, figuraban el comandante Martínez de Soria y el coronel Muñoz. De momento no se hablaron una palabra. Sonrieron. El comandante levantó su hombro izquierdo y saludó; el coronel, elegante, se llevó a su vez la mano a la gorra. «¿Hasta el sábado? Hasta el sábado». El sábado en la Sala de Armas se pusieron los cascos en la cabeza como si nada hubiera pasado. Cruzaron los floretes, como siempre. Era un combate singular. El teniente Martín saboreaba aquello. El comandante Campos, cuando el coronel Muñoz conseguía un tocado, sonreía a su vez. Las tres hijas del general habían pedido asistir a las sesiones de esgrima; pero su padre les contestó: «¡Ale, ale! Salid a la terraza y mirad cómo los seminaristas juegan al fútbol».
Uno de los que sufrió con más intensidad fue el delineante, Benito Civil. Su mujer le había dicho. «Ya lo ves. Ahora estás fichado y veremos lo que nos ocurrirá».
Menos mal que Mateo le dio ánimos. Mateo, en cuanto el resultado definitivo fue hecho público, reunió a sus seis camaradas y les dijo:
—Camaradas, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. Han ganado, porque tenían derecho a ello. Los dos años de experiencia derechista han constituido la más burda demostración de impotencia que recuerda la nación. No os dejéis impresionar por el argumento según el cual el Frente Popular ha robado las elecciones. Eso tiene poca importancia. Han empleado la fuerza; mejor para ellos. Ya sabéis que esto no cuenta… si se tiene razón. Si ahora el nuevo Gobierno se dispone a hacer una España grande, todo estará bien empleado. Sin embargo, me parece que, por desgracia, no ocurrirá así, y en tal caso los declararemos, en nuestro estilo, doblemente responsables. Sé que estáis impacientes y algo desanimados. Por lo menos lo noto en el rostro de algunos de vosotros. Pues bien, yo os daré mi opinión: ahora empieza nuestro triunfo. Esta opinión mía coincide con la expresada en una Circular que acabo de recibir de Madrid: «Ahora veréis cómo dentro de poco afluirá a Falange gente de todos los campos». Hoy somos aquí siete; antes de dos meses nos veremos obligados a no admitir más inscripciones. Los primeros que acudirán serán esos jovencitos que se han pasado dos años con brazaletes verdes. Se habrán dado cuenta de que gritar: «¡Éstos son mis poderes!», no conduce a nada cuando no hay detrás una doctrina de auténtico contenido espiritual. Luego acudirán muchos monárquicos, oficiales del Ejército tibios, gente neutra. Todos menos los de Liga Catalana, porque en el fondo ésos prefieren bailar sardanas al son del látigo de Teo que unirse con José Antonio y con los que creemos en España entera; y luego… acudirán a nosotros los que más nos interesan: los obreros, porque el Frente Popular los decepcionará. No traerá a España más que atentados sin sentido, huelgas y catástrofes. No mejorará la suerte de nadie; como no sea la de Julio García y de unos cuantos vividores. Entonces vendrán a nosotros, si sabemos fijar nuestra posición. Y cuando esto llegue, he de advertiros que se les abrirá la puerta de esta casa con todos los honores. Será un día de gracia para Falange. Interesa más un obrero que cien ingresos procedentes de la clase burguesa. Y si fue comunista o anarquista, mejor que mejor; nos entenderemos más fácilmente con él. Ahora bien, por el momento creo mi deber deciros que corremos peligro. Me consta que figuramos entre los primeros a quienes se pretende enmudecer. Nos consideran «la cuña más agresiva». Esto es también un honor. En otras palabras, tal vez a alguno de los que estamos aquí le ocurra algo desagradable. Si eso sucede… los que queden, continuarán montando guardia con espadas. No estamos ni a favor ni en contra del Frente Popular. Estamos frente a todo aquel que atente contra España, contra la integridad de España. Ahora bien, nos defenderemos. Hoy saldréis de aquí cada uno con su revólver. Octavio os lo dará. Por ahora nada más. ¡Arriba España!
Octavio rubricó las palabras de Mateo, y cumplió su orden. El muchacho, en Hacienda, había expuesto la misma teoría que el jefe: «Ahora empieza nuestro triunfo». Los viejos funcionarios se quedaron perplejos, y una vez más le tomaron por loco.
Haro y Roca, en aquella sesión, demostraron ser valientes. Roca dijo: «Ya veréis cómo aumentarán mis alumnos de inglés. Siempre que la cosa anda hacia la izquierda, aumenta el número de alumnos de inglés». Conrado Haro vela esfumarse su posible ingreso en la Marina. El hijo de don Jorge introdujo el índice de su mano derecha entre el cuello duro y su piel.
Por su parte don Emilio Santos llamó a Mateo, cuarenta y ocho horas después de las elecciones, y le dijo:
—Hijo mío, en Cartagena, tu hermano está en la cárcel. —Le enseñó una carta. Luego añadió—: Yo me siento viejo. Ya sé que mis canas te importan menos que otras cosas, pero es lo cierto: me siento viejo. Tengo la impresión de que ni tú ni yo volveremos a ver a tu hermano; tú aquí… deberías procurar que no me quede solo.
* * *
Todos aquellos acontecimientos colectivos agotaron a Ignacio, porque no conseguía penetrar en su secreto. Había algo que le decía que no valía la pena adscribir el destino individual a aquellas mutaciones. «Tal vez tengan razón los que contemplan la multitud desde los tejados». Le parecía que los hombres se iban transmitiendo la vara de mando unos a otros, relevándose en la venganza. Apenas unos conseguían llegar a la cima, abajo empezaba a oírse el rumor de los que aspiraban a derribarlos. Cabía tomar dos actitudes: dejarse llevar por el río o convertir el cerebro en una isla, el pecho en un frontón. Irse a la Dehesa y exclamar: «¡Mataos, yo viviré por mi cuenta, cerca de las hojas verdes!» Acaso existiera una tercera actitud: participar con los demás en la historia, pero sin entregarse a ella por entero, reservarse algo independiente e individual dentro de uno mismo: la facultad de juzgar… o los latidos del corazón.
En realidad, lo que le ocurría a Ignacio era esto: que sentía que el corazón le pedía paso a través de las urnas y las luchas ideológicas.
Era inútil combatir contra él oponiéndose prejuicios, obsesión de clases, política. Inmerso en la multitud, llegaba un momento en que se sentía solo; conseguida la soledad, necesitaba compañía. Y comprendía que todo esto no le ocurría por azar, sino que lo provocaba un agente exterior que montaba guardia frente a él como los socialistas frente a los colegios electorales. Ser que le guiñaba el ojo desde el otro extremo de cualquier calle a la que desembocara. Agente que se iba agigantando, y que de repente se perfilaba y tomaba la breve forma de Marta.
Sí, ya era hora de confesárselo. Estaba enamorado de Marta hasta los tuétanos. De Marta, discreta, de pies pequeñísimos; de Marta, un poco más crecida que Pilar y menos que él; de ojos graves. Con su cabellera partida en dos, con su flequillo. A pesar de montar a caballo y ser hija del comandante Martínez de Soria.
Agotado de discusiones en el Banco, en dura lucha contra las asignaturas de segundo curso que el arte del profesor Civil le hacía llevaderas, se dijo que para avanzar en el camino de la vida le faltaba el acicate de un alma que estuviera próxima a la suya por milagro, y que esta alma era, en efecto, la de Marta.
Todo ello era hermoso dado que tenía la convicción de que por su parte Marta esperaba el momento. Si no, ¿a qué su perseverancia en visitar el piso de la Rambla, los repentinos silencios de la muchacha cuando él se hacía el distraído, la melancolía que varias veces le sorprendió en la mirada, al volverse hacia ella? Y, sobre todo, ¿cómo explicar que el último día del año que murió, al cumplir él los veintiuno de su vida, Marta se le acercara y le dijera: «He tardado dieciocho años en conocerte; no estaré satisfecha hasta que lleve otros tantos conociéndote»?
Ignacio, pensando en todo aquello, se sugestionaba. Al despertarse decía: «La quiero». Al dirigirse al Banco repetía: «La quiero». Al oír las campanas pensaba: «Yo he tardado en conocerla veinte años. Tampoco estaré satisfecho hasta que hayan transcurrido otros veinte».
Una mañana la llamó por teléfono. Nunca había oído la voz de María al teléfono. La atención con que ésta le habló le descubrió que la muchacha debía de estar siempre como esperándole, pues sus primeras palabras revelaron sorpresa, pero no desconcierto. En efecto, Marta le habló como si lo realmente importante para ella radicara en hablar con él, aunque fuera a media mañana, aunque para ello tuviera que dejar su cuarto sin arreglar. Ignacio le pidió que salieran juntos, aprovechando que era sábado y que él no tenía clase. Salir solos, como la víspera de Reyes, en que fueron a ver los farolillos y la cabalgata, y descubrieron que su amigo el Rubio, ¡el Rubio!, hacía de Rey Negro, montado en un magnífico caballo pardo, desde el cual los saludó y aun los bendijo, prometiéndoles con ello mil juguetes —mecanos, muñecas, bicicletas— y quién sabe si el juguete de un porvenir vivido juntos, uno al lado de otro, en perfecta comunión.
Marta aceptó, y salieron, llenando el sábado de íntimo y mutuo entusiasmo. Y luego salieron toda la tarde del domingo, sin contar con que por la mañana se vieron en misa, en compañía de Mateo y Pilar. Y luego las salidas continuaron, dándose cuenta uno y otro de que en realidad les hacía falta poca cosa para ser dichosos: estar juntos, nada más. Estando juntos, el tiempo cobraba un sentido pleno, los muros daban la impresión de poder ser atravesados, los pies danzaban en el suelo con un tintineo gnómico, de seres libres; y, sobre todo, el buen humor, intercalado entre instantes de emoción y ternura. Cualquier incidente les hacía gracia y los obligaba a juntar sus respectivos meñiques: un coche que pasara llevando muchas maletas en el toldo, con una de ellas a punto de caerse; un perro sin rabo, los pájaros filosóficamente sentados en los hilos telegráficos. Esto les gustaba especialmente: los postes telegráficos. Ignacio se acercaba a ellos, aplicaba el oído, invitaba a Marta a hacer lo propio y al oír el zumbido trasmisor exclamaba: «¡Exacto! ¡Es mi padre, que está hablando desde Correos!» Un día Marta sacó de su bolso un espejo pequeño, redondo. Ignacio, al verlo, lanzó una exclamación de júbilo. Pegó su cabeza a la de Marta, y ambos se esforzaron por caber dentro del círculo. Se rieron lo indecible porque no lo conseguían. Marta preguntó: «¿Lo tiro al río?» Ignacio contestó: «Se lo merece». Marta lo hizo, y uno y otro contemplaron cómo el agua engullía el círculo en el que acaso vivieran todavía las dos mitades de sus rostros.
Marta creía a ciegas que Ignacio llegaría a ser todo un hombre, «Sólo le falta canalizar todas las energías en una sola dirección…» Lo que más le gustaba era subir con él a la Catedral y a las murallas. Mucho más que sentarse en el taburete de un bar. Le parecía que allá su amor cobraba solemnidad, que en realidad no era reciente. A veces llegaba a sentirse un personaje histórico.
Ignacio accedía a su deseo. Y en cuanto se encontraban rodeados de piedras y hiedra, agradecía al Señor que la aventura de las pique tas derribando murallas no hubiera sido más que un sueño. En el camino del Calvario, el muchacho se emocionaba más de la cuenta, pues recordaba a Carmen Elgazu avanzando por él con el rosario colgándole de los dedos. Y en cuanto llegaban a la ermita, eternamente esperando, Ignacio juntaba su mano a la de Marta, entrelazando los dedos, y ambos contemplaban el valle. Toda la historia de la ciudad, y su propia historia, el neto cielo mediterráneo y aquellos verdes que ni siquiera en invierno morían del todo, les unían en un solo ser, capaz de vencer todos los obstáculos.
Era un amor que situaba a Ignacio a infinita distancia espiritual de Canela y el pecado. Que le infundía un gran sentido de responsabilidad, precisamente porque no era fácil, porque en cierto sentido era superior a él, o situado en otra orilla. A Marta le gustaba mucho que Ignacio fuera bastante más alto que ella. Y a veces le repetía acariciándole la cara, frases que ya Ana María le había dicho: «También me gustan tus ojos, y esos pómulos angulosos que tienes».
Era un amor que a Matías Alvear le preocupaba mucho, pensando en el viaje del comandante Martínez de Soria a Roma.
Pilar se dio cuenta de que aquello iba definitivamente en serio, y alcanzó el límite de la felicidad. «¿Te das cuenta? —le decía a Mateo—. ¡Marta mi cuñada!»
¡Cuánto quería Pilar a Marta! Casi tanto como Ignacio… lo cual éste continuaba sin comprender, pues las diferencias entre las dos chicas eran evidentes.
El cuarto de Pilar era rosa y tenía el crucifijo muy bajo, en la cabecera de la cama; era un cuarto alegre El cuarto de Marta, por el contrario, era grave. El crucifijo resaltaba cerca del techo, blanco, de marfil.
Pilar tenía sobre la mesilla de noche novelas que terminaban en boda; Marta también. Pero en tanto que Pilar forraba luego las que más le gustaban y las guardaba cuidadosamente, Marta las entregaba a su padre para la biblioteca del cuartel. Su padre le decía: «Las llevaré, porque no hay peligro de que nadie las lea. Nunca un soldado lee un libro, ni por casualidad».
Pilar estaba muy orgullosa de su cabellera exuberante, ondulada sin necesidad de ir a la peluquería; y Marta presumía de su color pálido y de su inmóvil delgadez.
Carmen Elgazu les dijo a una y otra:
—Bueno, ya estáis hechas unas mujercitas. Pensad que el hombre es, en gran parte, lo que quiere la mujer. Sobre todo, no olvidéis que la religión lo es todo en un hogar. —Luego añadió mirando a Pilar—: Y… mucha pureza. —Carmen Elgazu, no sabía por qué, en este sentido le temía más a Pilar que a Marta.