El despliegue de propaganda de unos y otros había convertido la ciudad en un campo de batalla. Los rencores políticos se unían a los rencores personales. Desde la mentira inocente hasta la calumnia todo era válido para conseguir unos cuantos votos. Una particular circunstancia acusaba el trágico relieve del momento que se vivía: el calendario señalaba Navidad.
Todos los detenidos cuando lo de Octubre recordaron que aquel era el primer aniversario de su liberación. ¡Cuánto se había avanzado en un año! De los locales clausurados se había pasado a la combativa alineación de todas las fuerzas disponibles. Todo el mundo recordó la gran nevada del año anterior, cuando Gerona se convirtió en una inmensa Hostia. Ahora sobre la nieve, todas las pisadas quedarían impresas en forma rotunda, como si cada persona llevara botas de soldado. La huella del doctor Relken destacaría entre todas, porque era el único que llevaba las suelas claveteadas. Don Santiago Estrada creyó llegada la ocasión de repartir las bufandas y demás prendas de abrigo recogidas por la CEDA. Una comisión de señoras fue nombrada, a la que se incorporó Laura, quien desde su regreso del viaje de bodas era el alma de todas las actividades benéficas de la ciudad; pero fue un fracaso rotundo.
La gente no quiso aceptar nada. «¿Qué quieren ustedes? ¿Comprar nuestros votos?» «Andando. Aquí no necesitamos nada».
«No necesitamos nada». Ésta fue la frase corriente. Ésta y las blasfemias. Laura quedó estupefacta. Las señoras no comprendían que los pobres no necesitaran nada, que siendo ellas ricas no les pudieran regalar nada. «Si pasaran tanto frío como dicen, tendrían menos amor propio y aceptarían». No obstante, decidieron continuar hasta fin de año, pues el Pirineo enviaba ráfagas cada vez más heladas. Decidieron pasarse incluso la noche de San Silvestre recorriendo pisos pobres, especialmente por el barrio de San Félix, que era el único que faltaba; y aquello fue el remate de la peregrinación. En una de las visitas pasaron tanta vergüenza, que renunciaron definitivamente a su apostolado.
El patrón del Cocodrilo les había dicho: «Yendo hacia los Baños Árabes, en el número 5, vive una mujer despeinada y horrible, que da pena. Todos los días entra aquí y le doy una copa de anís para calentarle el cuerpo».
A la luz del farol leyeron; Núm. 5, y llamaron. Y les abrió la puerta la valenciana, querida de Gorki, a la que había aludido Cosme Vila. La mujer, miembro del Comité Ejecutivo del Partido Comunista, recibió a las señoras con la sonrisa en los labios. «Pasen, pasen» —las invitó—. Pero en cuanto las tuvo en el interior le entró una rabia incontenible. «¿Fin de año, eh…?» —Se dirigió a la esposa de don Santiago Estrada y arrancándole un guante exclamó: «¡Con eso da gusto pasar frío!» Y acto seguido dejó caer la prenda al suelo, limpiándose luego los dedos.
Fue algo increíble, que hizo llorar a Laura, cuando luego lo recordó. La mujer, de edad indefinida y de piernas poderosas, se desabrochó la bata. «¡Cinco hijos, cinco hijos! —decía—. Cinco hombres». Luego les enseñó fotografías y recortes de periódicos en que se la veía en Valencia con el puño en alto. No habló de política. Sólo obscenidad. Era la noche de San Silvestre. Debía de haber bebido una copa de anís en cada taberna. Citó vagamente a Gorki y al hablar de Teo escupió.
El regreso de la Comisión de la CEDA fue penoso. Había por las calles borrachos que cantaban: «Jesús ha nacido en un pesebre». Don Santiago Estrada había preparado un refrigerio para las damas en el local del Partido, pero ninguna de ellas tenía apetito. «La Voz de Alerta» esperaba abajo a Laura, con el coche, y la condujo en silencio a casa.
* * *
Mosén Francisco no se arredró por el hecho de que todas las noticias que le llegaban contuvieran tanta violencia. Reunió a los niños del catecismo y empezó su campaña. Dibujó un inmenso cartel para el vestíbulo de la iglesia: «Rezad el Santo Rosario». Imprimió folletos y estampas con este consejo. «Rezad el Santo Rosario». Repartió los folletos por las calles. Los deslizó por debajo de las puertas. «Se acercan momentos difíciles. Hay que pedir amor y no odio. Que los cristianos recen el Santo Rosario». Al terminar la misa se volvía hacia los fieles, se ponía brazos en cruz y les decía: «Por Dios, basta de lucha fratricida. Recemos el Santo Rosario. Y que cada familia añada un padrenuestro especial por la paz de España». Mosén Francisco se entusiasmó de tal modo con su campaña de Navidad que propuso a todos los fieles que lo rezaran a la misma hora. Dijo: «A las nueve y media de la noche, cuando oigáis las campanas, reuníos en torno a la estufa y rezad el Santo Rosario».
La primera persona que obedeció fue una mujer que nunca había tenido confianza en los repartos oficiales de prendas de abrigo: Carmen Elgazu. Carmen Elgazu, que adoraba a mosén Francisco, de pronto hacía: «Chisssst…!» imponiendo el silencio. Sonaban las campanas. «Ale, empecemos». Y se persignaba e Ignacio iniciaba el «Ave María, gratia plena, Dominus tecum». Inmediatamente Matías se levantaba. Matías Alvear, ni antes ni después del consejo de mosén Francisco, había conseguido rezar el Rosario sentado. Tenía que rezarlo paseando. Iba desde el comedor hasta la puerta de entrada y regresaba. Casi siempre le imitaba Ignacio, en sentido inverso, y ambos se cruzaban en mitad del pasillo. Carmen Elgazu se quejaba de que desde el comedor no los oía. Si Pilar se quedaba dormida, con las tijeras o con el gancho de la estufa le daba un golpe en las rodillas.
Otro hogar en que se obedeció, fue el del comandante Martínez de Soria. «¡El Rosario! ¡Es la hora!» Lo llevaba Marta, y el comandante también se levantaba y echaba a andar arriba y abajo. A veces sus excursiones eran mucho más largas que las de Matías e Ignacio. A veces en ellas alcanzaba lugares extremos del piso, como por ejemplo el despacho, donde a lo mejor se detenía ante el mapa abisinio y no regresaba al comedor hasta que el Misterio de turno había terminado. Su esposa rezaba con los ojos bajos, las cuentas de plata cayéndole sobre la impecable falda negra. Marta, de vez en cuando, se apartaba el flequillo y suspiraba. Cuando iniciaba el padrenuestro por la paz de España, el comandante se detenía un momento, mirando al techo; luego levantaba el hombro izquierdo, sintiendo un gran combate en su corazón.
Docenas de familias siguieron el consejo de mosén Francisco, mientras las luces navideñas se caían lívidamente al río. La figura del joven sacerdote pareció flotar alrededor de las estufas, y era como una sombra benéfica apaciguando los ánimos, en espera del 16 de febrero. Se rezaba el Rosario en casa de don Pedro Oriol, silencioso hogar, en casa del notario Noguer, con las letanías traducidas al catalán; en casa de don Jorge, cuyas dos sirvientas eran llamadas al rezo colectivo, y se sentaban a ambos lados de la puerta, en dos taburetes.
El Rosario se rezaba en el piso del subdirector, en el del portero de la Inspección de Trabajo, en el de la mujer que hacía la limpieza en casa de los Alvear.
El vicario había recomendado particularmente esta oración porque juzgaba que en su estructura estaban contenidos, mejor que en cualquier otra, los elementos todos de la vida humana. Sobre todo en los Misterios. Primeros los Misterios de Gozo, símbolo del placer que produce en el hombre el nacimiento de otro hombre; el vicario había bautizado docenas de hijos y siempre leía idéntica sonrisa en el rostro paterno. Luego los Misterios de Dolor, símbolo de la lucha en la tierra coronada por la muerte; mosén Francisco había asistido a docenas de entierros, y siempre escuchó idénticos llantos. Finalmente, los Misterios de Gloria, símbolo de la resurrección y del cielo eterno.
Para el sacerdote, todo estaba contenido ahí. «El día en que en toda España se rece el Rosario, el padrenuestro por la paz resultará innecesario».
Sin embargo, ¿cuándo llegaría tal fecha? De los doscientos cincuenta obreros parados, sólo diez o doce habían seguido el consejo de mosén Francisco. Los demás andaban pegando carteles, algunos de los cuales eran dibujados por los arquitectos Massana y Ribas en la mesa contigua a la que utilizaba Benito Civil, su primer delineante.