Capítulo LX

El comandante Martínez de Soria estaba nervioso. Su esposa, que siempre parecía andar sobre una alfombra, se acercaba a la ventana y al tiempo de correr los visillos le decía: «Vete a montar un poco. Te distraerás».

El comandante estaba nervioso porque consideraba que el Ejército era la columna vertebral de la Patria y ocurría que no le gustaban ni la organización actual del Ejército ni las manos que conducían la Patria. Cuando lo del Straperlo juró: «¡Es absolutamente grotesco tener que servir a un gobierno de ladrones!» Y en cuanto al Ejército, todo le inducía a creer que las irregularidades de Cuba y África se repetirían si llegaba la ocasión, pues muchos jefes parecían empeñados en convertir España en colonia de algún otro país.

Su esposa procuraba calmarle. «Ten calma. No precipites las cosas». Estas palabras tenían doble filo. Quería decir: «Haz lo que tienes que hacer… Pero asegura el golpe». El comandante miraba a su esposa y le daba un beso, con frecuencia en la mano. Le animaba verse comprendido por ella. Luego tiraba con fuerza del flequillo de Marta; se encerraba en su despacho o se iba a la Biblioteca del cuartel y allá seguía al dedillo el curso de las operaciones militares en Abisinia —decía que la infantería española, con la mitad del material, hubiera llevado el avance con ritmo mucho más acelerado—, y leía todo lo concerniente a la propaganda electoral que estaba en pleno apogeo.

Marta admiraba a su padre por su patriotismo. El comandante, cada tres palabras, pronunciaba el nombre de España. En el fondo, ante el mapa abisinio echaba de menos un Gobierno que organizara, en África o donde fuere, una empresa parecida. Marta le decía sonriendo: «De esto a la idea del amanecer hay un paso». El comandante rugía: «¡No uses esas palabras idiotas!» Aun cuando el mártir de la familia le doliera tan hondo, continuaba soltando pestes contra los falangistas.

Las elecciones… le daban miedo. Era de los convencidos de que las izquierdas se unirían, y de que si ganasen ocurrirían grandes catástrofes. Todos aquellos a quienes él había juzgado por lo de octubre se convertirían en héroes, y personalmente tropezaría a cada instante con el ataúd de Joaquín Santaló, y a no tardar probablemente con el suyo propio. Todo ello le había unido de nuevo a «La Voz de Alerta», en las conversaciones en el café. Siempre le ocurría lo mismo. Juzgaba que el dentista era un adulón, injusto con las clases inferiores; pero después de soslayarle tenía que acercarse a él.

La esposa del comandante era una mujer de tacto. Tenía sumo arte en aconsejar a su marido, sin que éste se diera cuenta. La esposa no pronunciaba el nombre de España cada tres palabras, pero de cada tres pensamientos le dedicaba uno. El segundo era para su marido. El tercero para sus hijos.

Nunca hablaba de Fernando. Murió, había alcanzado ya la meta. Era una lámpara encendida en el corazón. José Luis… continuaba en Valladolid estudiando y pegando carteles. —Al regresar del entierro de su hermano se dirigió a escribir un VIVA en el lugar exacto en que éste cayó—. En cuanto a Marta, era su consuelo próximo, inmediato. Y también su inmediato problema; más inmediato aún que el que planteaban los proyectos del comandante.

A la madre de Marta le preocupaban las relaciones de su hija con los Alvear. La familia, en general, le gustaba. Los Alvear tenían una virtud esencial: no eran catalanes. La esposa del comandante no comprendería jamás a los catalanes. Los juzgaba antipatriotas, materialistas… y blasfemos… En cambio, de Matías sabía que era un hombre cabal, con mucha gracia, muy español de contextura y un artista pescando; de Carmen Elgazu diciendo que era vasca creía haber hecho todos los elogios, y Pilar la encantaba. La encantaba por su espontaneidad, por su alegría espiritual. Siempre le decía a Marta: «No podías encontrar mejor amiga». De modo que quien le preocupaba de los Alvear era Ignacio.

La esposa del comandante creía poder renunciar sin gran esfuerzo al yerno conde o duque en el que al nacer Marta había soñado. Un abogado —un abogado que tal vez lo fuera excelente— le parecería muy bien, llegado el caso; pero… a condición de que no fuera de la UGT. Un abogado de la UGT en su casa sentaría como una estrella roja en el despacho de don Jorge. Sabía que Marta no se dejaba influir fácilmente y decía de ella que su flequillo era la cortina que interponía entre lo que pensaba y lo que pensaban los demás; sin embargo, si el amor danzaba por en medio, todo cambiaba. «En cuestiones religiosas, es el hombre el que se deja influir; en política e ideas sociales, cede la mujer». Y si Marta se mantenía en sus trece, entonces la boda sería un fracaso.

Los temores de la madre de la muchacha tenían origen vario. Primero, la opinión personal. Había visto a Ignacio por la calle y le pareció un muchacho correcto, de aspecto inteligente y pletórico de juventud; pero… no llevaba uniforme. Viéndole se dio cuenta de lo que aquello significaba para ella; a la edad de Ignacio, la frente del comandante Martínez de Soria rozaba ya la primera estrella… Luego le asaltaron temores al oír algunas de las cosas que Marta contaba de él. Por ejemplo, que le criticara a ésta su afición a montar. Le decía que al verla regresar de la Dehesa a caballo, erguida a la altura de los balcones, con un asistente siguiéndola, la sentía tan lejana como una princesa mora. «¿Cómo es posible que diga tal cosa, si en las naciones que él considera ejemplares es más que corriente que las mujeres monten a caballo?» Y por último, le asustó el informe que dio del muchacho mosén Alberto. Mosén Alberto, al ser consultado, dobló el manteo sobre su brazo y contestó:

—Pues… con franqueza. Ignacio es la nota falsa de la familia.

La opinión del sacerdote puso sobre aviso a la madre de Marta. La mujer concedía importancia vital a la unidad familiar. Sabía que el hombre que se casara con Marta formaría parte del corazón y de la vida del comandante Martínez de Soria, y que en cierto modo debería seguir la suerte de éste, so pena de provocar una catástrofe. Las circunstancias de la nación no permitían alojar bajo un mismo techo a dos varones de ideología opuesta. Además, a su entender lo que España necesitaba estaba muy claro: una mano de hierro que apagara el volcán, que indicara a cada español su sitio. De modo que los demócratas, los que invocaban el derecho a amenazar cónsules italianos, que Dios los conservara lejos.

Ignacio tenía, por fortuna, un abogado defensor en casa del comandante y no de valor escaso: Pilar. La muchacha continuaba adorando a su hermano; y contaba de él todo lo bueno que había y lo que no había. De modo que su opinión actuaba de contrapeso, sobre todo por lo que se refiere al comandante. El comandante quería enormemente a la chica. Cualquier cosa que ésta dijera le caía en gracia. La madre de Marta, oyéndola hablar de Ignacio, sonreía con cierta indulgencia; en cambio, el comandante levantaba el hombro y admitía, divertido: «De acuerdo, de acuerdo. Estoy convencido de que Ignacio vale mucho». A veces añadía: «Mucho más que el loco que tú has escogido».

En el fondo, el comandante tenía celos a este loco, a Mateo. El hombre consideraba que Pilar era una criatura deliciosa. Le gustaba verla, hacerla ruborizar y tocarle la barbilla. Generalmente la piropeaba; pero a veces le interesaba también conocer su opinión sobre asuntos serios que en aquellos momentos ocupaban su espíritu. Siempre decía que Pilar era más aguda de lo que aparentaba. «Ale, basta de tu hermanito y escucha lo que te digo. ¿Qué opinas del doctor Relken?» Un día en que el parte de guerra había sido particularmente movido, le preguntó qué opinaba del conflicto italoabisinio.

—¿Yo…?

—Sí, sí. Tú… tú misma.

Pilar puso cara seria.

—Pues… que si fueran los ingleses los que hubieran atacado todo el mundo lo encontraría muy bien.

El comandante soltó una carcajada. A la legua se veía que aquello no había salido de su cerebro. El comandante se confirmó en la idea de que Pilar valía mucho.

—Ahí está lo terrible del caso —comentó luego con su esposa—. Ignacio me parece muy bien para Marta, pero Pilar en manos de Mateo quedará hecha trizas. Ese loco no le hablará más que de Gibraltar y olvidará decirle que el abrigo que ha estrenado es bonito.

En cuanto a la chica, correspondía al comandante. En su casa hablaba con frecuencia de él. Decía que era mucho más sencillo de lo que la gente creía. Entre otras cosas le quería porque le preparaba, a escondidas, unos cocktails que ni las artistas de cine. Lo único que no le perdonaba era precisamente eso, que siempre la tomara con Mateo.

—Menos mal que tiene simpatía a Ignacio —decía siempre.

Un día, añadió, dirigiéndose a Matías Alvear:

—No hace como mosén Alberto, que les ha declarado la guerra a los dos chicos.

—¿A los dos…?

—Sí, sí. A los dos.

—A ver si te explicas.

—Pues… muy sencillo. Aquí, que si el paganismo alemán y qué se yo. En casa de Marta, les aconseja que tiren a Ignacio escaleras abajo.

—¡Válgame Dios! —Matías Alvear se sulfuró. Tenía su opinión sobre Mateo, pero no admitía que nadie se mezclara en aquel asunto.

En la primera ocasión propicia echó la silla para atrás y le dijo a mosén Alberto entre bromas y veras:

—Mosén… ¿Es que le disgustaría que Carmen Elgazu y yo llegáramos un día a ser abuelos…?

* * *

Bruscamente, se produjeron fisuras en la felicidad de los Alvear. Y fue precisamente por culpa de Mateo. Alguien les comunicó:

—Los falangistas se marchan voluntarios a Abisinia.

La familia quedó perpleja. No acertaban a dar crédito a aquellas palabras, pero la comida fue silenciosa, y todos esperaban la llegada de Mateo para interrogarle, de frente y sin ambages.

Cuando Mateo llegó, por la noche, notó algo especial. Y al oír la pregunta en boca de Matías contestó, sin inmutarse:

—En efecto, se habló de ello. En Madrid, León y Sevilla quería formarse una falange y acoplarla a una compañía de Camisas Negras; pero al final se ha convenido en que en estos momentos España nos necesita. De manera que se desistió.

Pilar preguntó:

—Pero… ¿tú te habrías alistado?

El muchacho contestó:

—Desde luego.

Pilar no pudo abrir la boca. Se levantó de la silla, entró en su cuarto y se echó sobre la cama con una suerte de desesperación; en cuanto a Matías Alvear, sintió que una ola de indignación le cubría el pecho. Se levantó a su vez y cruzó el comedor. Al llegar al umbral se volvió y dijo, liando un cigarrillo:

—Bien… se hablará de este asunto.

La segunda fisura en la felicidad provenía de Ignacio. Ignacio volvía a estar de mal humor…

Pilar opinaba que era a causa de la guerra de Abisinia. En casa de Marta había dicho: «En mi familia, papá está por los negritos. Se nota porque escucha la radio. A mamá, le dan mucha lástima, pero la bendición del Padre Santo la dejó turulata; pero desde luego el más fanático es Ignacio. Dice que los italianos son unos “agresores” y que después de esto querrán lo otro y luego lo otro, y que no sé qué de las Somalias. Y que todo proviene del exceso de natalidad. En fin, que vuelve a estar de mal humor y muy preocupado por la política».

Aquel día, cuando después de la declaración de Mateo, Carmen Elgazu entró en el cuarto de Pilar, Ignacio se recostó en el comedor, en la silla para atrás y preguntó al falangista:

—De modo que si no te marchas a Abisinia es porque España te necesita…

Mateo le sostuvo la mirada y contestó:

—Así es.

Ignacio movió la cabeza de arriba abajo.

—No te importaría nada disparar unos cuantos tiros… —prosiguió.

—Pues… me importaría. ¡Cómo no! —Mateo añadió—: Pero lo haría.

Ignacio tampoco insistió, y en ello siguió el ejemplo de Matías Alvear. Tomó los libros de Derecho que estaban encima de la mesa; Mateo se levantó a su vez, y le imitó. Éste no supo si llamar o no al cuarto de Pilar. Finalmente no lo hizo y ambos muchachos partieron hacia la clase del profesor Civil.

Mateo, una vez en la calle, echó a andar con seguridad. Sus pasos parecían seguir un ritmo militar; por el contrario, Ignacio caminaba pensativo y como dudando, con movimientos inciertos.

Pasaron dos postulantes: «Para la viuda de Joaquín Santaló…» En tos balcones, muchas banderas a media asta, como la de Cosme Vila. Corriendo, les rozó Santi, con sus pies inmensos. Llevaba un sobre en la mano.

Sí, desde hacía unas semanas la excitación de la ciudad infundía a Ignacio un extraño desasosiego; ahora los rítmicos pasos de Mateo le penetraban el cerebro.

Mateo a su lado monologaba:

—Sí, ya veo que esto ha caído mal. Lo siento. Somos, ni más ni menos, una pandilla de asesinos. ¡Voluntarios a la guerra, a matar negritos! ¡Qué horror! Como si hubiera algo grande en el mundo que se hubiera hecho sin el empleo de la fuerza.

«Para la viuda de Joaquín Santaló, para la viuda de Joaquín Santaló». Más banderas a media asta. Santi volvía a pasar corriendo, sin el sobre, los sin trabajo sentados en la acera del café Cataluña.

—Otros han ocupado medio mundo, pero a Italia hay que condenarla al hambre. Nación latina ¡no faltaba más! ¡Ah, los pacíficos y civilizados etíopes! ¿Sabías que muchos de ellos todavía comen carne humana? Sería divertido que León Blum y Azaña y algunos más de sus apologistas aterrizaran por allá, por el interior. Los tostarían con un cuidado especial, en agradecimiento a sus discursos. Claro, claro, hay que defender a los pueblos pacíficos. Radio Londres así lo dice y aquí nos lo creemos. ¡Lo que se está ventilando es la ruta vital del Imperio inglés!; y somos capaces de defenderla con oro del Banco de España.

Ignacio no decía nada. Se había levantado las solapas del abrigo y apretaba los libros de Derecho contra sus costillas.

Llegaron a casa del profesor Civil. Ignacio sentía una pena honda. ¿Adónde iría Santi con su sobre? Tal vez a otro acuario. Su crueldad, por fin descubierta, no era la única. Otros chicos de su edad crecían con instintos parecidos. Algo profundo se rompía en los espíritus. Sobre la mesa del profesor Civil, El Tradicionalista.

En realidad, Ignacio tenía más experiencia que antaño y no veía, como entonces, sólo una cara de la medalla. Procuraba ser justo. Su honda pena provenía de que el desequilibrio lo percibía no sólo en la persona de Mateo sino dondequiera que volviera los ojos. Tanto como el hecho de que Pilar no contara para nada en la decisión de Mateo de marcharse a Abisinia, le molestaba que la pedagogía racionalista de David y Olga hiciera posible la aparición de Santi. ¡Pero al mismo tiempo que la pedagogía de los maristas hiciera posible la aparición de Mateo! Y la de los jesuitas «La Voz de Alerta».

A Ignacio le parecía que él mismo participaba de esta dualidad, qué era a la vez un poco Santi y un poco «La Voz de Alerta». ¿Cómo explicar, si no, que el argumento de que los etíopes comieran aún carné humana ni le impresionara, y en cambio le sacara de quicio que el doctor Relken en el Neutral ridiculizara el fanatismo religioso de las mujeres españolas?

Era evidente que los campos se iban delimitando en él. La herencia Alvear y la herencia Elgazu. Tal vez, el Seminario… y la UGT.

«Kum, Kum», en cuestión de fe, se había levantado. Desde el primero de año. No dudaba de Dios, pero le desconcertaba que el Padre Santo bendijera los tanques. En cuestión social, tampoco dudaba: había que asegurar Casa de Maternidad, educación, trabajo y sepultura al mundo. Y sobre todo libertad; pero le indignaba que en nombre de estos valores Porvenir paseara una calavera y Teo blandiera a su antojo su látigo de carretero.

Acaso lo que menos definido sentía en sí era su actitud frente a la Patria. Le ocurría que buena parte de las cosas que el doctor Relken imputaba a España él las había pensado, y aun las había vertido al rostro de Mateo en muchas discusiones; pero oírlas en boca extranjera le sulfuraba… Hasta el punto que en ciertos momentos justificaba a Mateo. ¡Humillante que en el Neutral se formara un corro de españoles oyendo complacidos la vivisección del toreo, de la mantilla, del estado de las carreteras y de la oposición a la Reforma! El toreo era cruel, pero valiente y más artístico que la pelea de gallos; la mantilla parecía muy superior al salakot que, según Padrosa, llevaba el doctor Relken en Montjuich; si las carreteras eran malas tenían de bueno que conducían a alguna parte y la Contrarreforma cortó en seco el avance de la dispersión espiritual, Al diablo, pues, con aquellos discursos. Bien estaba que viniera alguien de Praga a explicar lo que debía ser la democracia; pero que este alguien dejara en paz lo que las madres españolas se ponían en la cabeza.

Y, sin embargo, era evidente que la herencia Alvear, David y Olga y el propio doctor Relken tenían razón en muchas cosas, y ahí estaba el drama y por ello era demasiado simple la frase que Carmen Elgazu escribió a Bilbao: «Ignacio vuelve a ser el que fue».

Porque, contentarse con guardar silencio, prestar atención y demás, buscando la paz del alma individual, cuando la ciudad en que uno vivía se preparaba para una lucha a muerte, resultaba de un egoísmo intolerable. España era pobre, la tierra se resistía a las manos, el nivel de vida era ínfimo. España no había aportado nada a la investigación pura, a los sistemas filosóficos, a la mecánica; y ni siquiera el profesor Civil negaba todo esto. Si en un tiempo dio genios en otras ramas, desde hacía lustros parecían haberse terminado. España no daba ni siquiera inventores. Cualquier cosa que asombrara al mundo —en medicina, en astronomía, en lo que fuera— desde hacía muchos años provenía de otros países. ¿Qué ocurría? La tesis de David y Olga, de Casal y de tantos otros, según la cual se había encerrado al genio español en el sepulcro del Cid, parecía imponerse, y por ello cuantas panaceas aportaran Gil Robles o José Antonio morirían en este sepulcro.

Pero… por otra parte, pensando en Marta por ejemplo, en su perfil castellano, en su nobleza y austeridad, ¡aparecía, en efecto, tan entrañable la tierra del Cid!

Y además, ¿no ocurriría que cada país tenía su misión que cumplir y España cumpliría con la suya, no arquitecturando en libros sistemas filosóficos, sino guardando en la conciencia colectiva, como en un sagrario, algo que tal vez tuviera más valor, y desde luego fuera más duradero: la fe y la unidad religiosa? Por lo demás, ¿es que podían brotar, y aun sería conveniente que brotaran, Goyas a cada lustro? ¿No valla con haberlos dado una vez? ¿Y la música, y el canto, y la danza, y la grandiosidad del paisaje, y aquellos cielos? A Carmen Elgazu no le interesaba nada que no fuera la salvación de su alma y de las almas que estaban a su cuidado. Tal vez en la indiferencia de la raza por las ciencias y los pensamientos que perecen latiera este rasgo fundamental. España tal vez no quisiera «especializarse», porque su sed era de cosas eternas, de algo que lo abarcara todo. ¿Cómo comprender, si no, que David y Olga, en vez de limitarse a instruir a sus treinta alumnos, quisieran ahondar en la mismísima entraña de éstos, influir de una manera total en su capacidad de ser hombres? Obsesión de lo trascendente. Ignacio recordaba que un simple portero de la Inspección de Trabajo estaba preocupado por saber si el Rey de Italia era o no masón… Por eso él había exigido en el Seminario estudiar no sólo Latín, Moral, Retórica y Teología, sino que quería que le hablaran de la miseria del hombre, y le dieran recetas eficaces para salvar al mundo. Por eso Miguel Rosselló se quejaba de que los libros de Bachillerato eran superficiales. De un país quería conocer desde su prehistoria hasta su futuro. Y luego saber lo mismo de todos los países. Tal vez por esa obsesión de totalidad, la Enciclopedia Espasa tenía más de ochenta volúmenes, el Quijote fuera un inventario de los sentimientos y de las aspiraciones humanas, y San Francisco Javier llegara, antes que nadie, al Japón, al otro confín de la tierra.

Y, sin embargo, en el vivir cotidiano ¡cuántas calamidades originadas por esta mentalidad! Las cosas se desorbitaban. Los hombres que, como Mateo, tenían fe en lo eterno de España, llegaban a soñar en cazar etíopes; y los que, por el contrario pedían que España diera la vuelta y se «europeizara» —desde los Costa hasta la élite intelectual de la nación— con sus maneras, no conseguían sino desmoralizar y crear un complejo de inferioridad.

Ignacio recordaba a este respecto la unanimidad de los intelectuales españoles de la época precedente —Giner de los Ríos, Ganivet, Joaquín Costa, etc…— y de los del momento —Ramón y Cajal, etc…— en su criterio sobre España. ¡Todos estaban de acuerdo con David y Olga… y casi con el doctor Relken! «Existía el atraso y ello se debía al cierre de los Pirineos. No ha circulado el aire entre España y Europa». Sólo Unamuno, el de los caracoles humanos, se erguía en contra, asegurando que al otro lado de los Pirineos la gente era aún menos feliz.

A Ignacio le dolía la labor aniquiladora de aquéllos, pero le parecía ridículo el grito de éste: «¡Que inventen ellos!» ¿Era verdaderamente imposible armonizar la conservación de la fe religiosa con la necesaria importación de tractores? «¡Que inventen ellos!» Pero en España había 700.000 obreros parados, malestar, lucha social, sorda y fratricida.

Ignacio habló en este tono aquel día, en casa del profesor Civil, y el profesor Civil iba pensando: «Las dos Españas frente a frente. La de Unamuno, Carmen Elgazu, comandante Martínez de Soria, la secreta emoción de este muchacho al contemplar el mapa ibérico y oír hablar en puro castellano, y la de Julio García, David y Olga, Giner de los Ríos, Ramón y Cajal y el Responsable, la secreta rebelión de Ignacio al escuchar a mosén Alberto o al ver a “La Voz de Alerta”. La familia de Bilbao y las de Madrid y Burgos. Era evidente que los contrastes eran, en el país, duros y múltiples como los que ofrecía su geología. Aquellos que colgaban en su despacho retratos de Felipe II y grabados de El Escorial —comandante Martínez de Soria— eran partidarios de Mussolini y daban lecciones de esgrima; los simpatizantes con el Negus —la Torre de Babel— tenían en su cuarto un retrato de Gandhi y un grabado de Versalles. ¡Pero si la Torre de Babel —pacífico— daba sangre en el Hospital, por otra parte se iba a la calle de la Barca a preguntar de qué pico exacto se arrojó contra el empedrado el padre de Pedro y escuchaba al doctor Relken como a un oráculo!; y si el comandante Martínez de Soria —belicoso— condenaba a muerte a Joaquín Santaló y tenía a Olga de pie durante un interrogatorio de cuatro horas, ofrecería la vida en cualquier momento por España, y elevaba el tono de una calle con sólo pasar por ella».

Por su parte, Ignacio pensaba que en los consejos de mosén Francisco debió de haber algo de oportunismo… Porque, nada de aquello era armónico; y, sin embargo, él lo descubrió precisamente al prestar atención. Complicada vida, complicada guerra de Abisinia, complicadas elecciones.