Capítulo LVII

La dimensión de las catástrofes, apenas pasadas unas horas, quedaba reducida a comentarios. Enorme capacidad de absorción. El doctor Relken decía en el Neutral que los gerundenses eran gente estoica.

Sólo el estado de ánimo del comandante Martínez de Soria se comentó más de lo corriente. Las manchas rojas del rostro del militar habían intensificado su color hasta tal punto, que muchos de los detenidos de octubre exclamaban: «¡Si tuviera que juzgarnos hoy!» Julio comentó:

—No cantéis victoria. Hay muchos otros militares con manchas rojas y a lo mejor cualquier día nos juzgan en bloque.

Éste era el rumor que corría por la ciudad. Julio decía que las presiones para que Gil Robles diera un golpe de Estado no cejaban y que el hecho de que muchos generales en active y aun jubilados fueran republicanos no constituía ninguna garantía. Muchos de estos generales se habían pasado al enemigo cuando la ley de Azaña, y al parecer el propio Martínez Barrios, refiriéndose a Franco, había comentado: «Ezos generalitos no me gustan na…»

Entre las personas que negaban todo fundamento serio a estos Tumores se contaba el subdirector. El subdirector le decía a Ignacio: «¡La mitad del Ejército es masón, y hablar de golpe de Estado! ¿Quién va a darlo en Gerona? El general nombrado, masón; el coronel Muñoz, masón, el comandante Campos, el Comisario. Valdría más que se callaran».

Matías Alvear aseguraba que los militares eran más listos que los mineros de Asturias. «No van a cometer una locura porque han asesinado al hijo de un comandante o porque los de Estat Català vuelven a mover la cola».

Y, sin embargo el dolor del comandante Martínez de Soria pesaba sobre la ciudad. Y cuanto más se erguía éste al andar y más copas de ron pedía en el café de los militares, más latigazos pegaba Teo desde su carro gigantesco al regresar de la estación, con más ardor recordaba Casal en la UGT que el pueblo unido constituye una fuerza social inmensa, más retratos de Joaquín Santaló se repartían por las calles, más honda se calaba la gorra el Responsable al declarar ante el Comisario: «¡Se acerca el invierno y no hay trabajo! ¿Creéis que los parados no saben incendiar más que pinos?»

El más sereno de todos ellos parecía don Santiago Estrada. Había regresado de las vacaciones, soñaba en dar un gran impulso a la campaña de Navidad. «La CEDA en esta Navidad tiene que repartir abrigos y bufandas a todos los pobres de la provincia». Tal vez, en cuestión de serenidad, Cosme Vila no le anduviera en zaga. Sentado en el sillón presidencial del Partido Comunista, no paraba de estampar sellos en toda clase de papeles. Cada papel sellado era una banderita en el mapa, cada banderita un enlace en una fábrica o una célula en un pueblo. Don Santiago Estrada pensaba en llenar la provincia de bufandas; el Comité Ejecutivo del Partido Comunista pensaba llenarla de fanáticos.

El inmenso rumor que se levantó por doquier, cuando se supo que efectivamente iban a verificarse elecciones cinco meses más tarde, en febrero de 1936, cambió la faz de la ciudad. Las calles cobraron una extraña agitación, que no era la de las fiestas. Cada cerebro preparó sus baterías, las mujeres andaban más de prisa, tiendas, pescaderías, cafés, todo se llenó de alusiones. Muchas bombillas aparecieron rotas, no se sabía por qué. Cada partido político dio orden a su conserje de intensificar rigurosamente el control de entrada en el local.

Y entonces llegaron las lluvias, como para borrar todos los restos del pasado, del aplanamiento de cuerpos y espíritus. Tanto llovió que el Oñar se resarció de su esterilidad y se hinchó, se hinchó arrastrando basuras, hierbajos, hedores. Tanto se hinchó que se llevó con furia incontenible todos los cimientos del nuevo mercado. Una gran carcajada resonó entonces en el edificio municipal: eran los enemigos del notario Noguer, los concejales que habían votado en contra del proyecto, los miembros de oíros partidos. El notario Noguer quedó estupefacto. «No es lo mismo abrir testamentos que urbanizar una ciudad». Don Santiago Estrada le telefoneó diciéndole: «No se preocupe: se vuelve a empezar».

La Dehesa también cambió de aspecto. La lluvia despejó de la Piscina a todo el mundo, excepto a los anarquistas; y posó sobre los árboles una nota amarilla. Lluvia sobre el parque, sobre las avenidas, sobre los plátanos. Las letras «Viva Falange Española» se desdibujaron en los troncos. Y de pronto, una hoja se cayó. Le dijo adiós a su rama y quedó un momento en el aire, incierta en la elección de lo que habría de ser su nueva morada y su sepultura. Finalmente se posó sobre la huella de un zapato, junto a un charco, que a ella le pareció mar. Las demás hojas supusieron que era libre, que conocía otros mundos; y a su vez abandonaron sus ramas. Fue una rebelión silenciosa y multitudinaria. A ras de suelo se hubiera podido oír el secreto crujido de millones de nervios que se iban pudriendo. De vez en cuando llegaba de los Pirineos una ráfaga y entonces todas a una las hojas se recobraban, danzaban, y la Dehesa se convertía en un bosque orfeico, en un inmenso coro vegetal; finalmente, los nervios morían, en forma de cruz.

Por el contrario, los otros nervios, los humanos, los de Casal y David y Olga en la UGT, los del Responsable y Porvenir en el gimnasio, los de Gorki y Víctor en el Partido Comunista, los de todos los izquierdistas de la ciudad habían resucitado a la esperanza. ¡Elecciones! Los trescientos detenidos de octubre recordaron sus vueltas en el patio de la cárcel. Al gitano que pregonaba: «A perra gorda el amén, a perra gorda el amén». «¿Os acordáis de los cestos, con las etiquetas a nuestro nombre?» La gente se arrancaba El Demócrata de las manos —El Diluvio, Claridad, Mundo Obrero—. Santi despechugado y pelirrojo se contemplaba en la CNT los inmensos pies y decía: «Pronto tendré zapatos nuevos».

Y se veían las fuerzas perfectamente alineadas. Y se veía sobre todo cómo alrededor de cada jefe se pegaba una sombra, el alma forzosamente inferior, el ser baboso y esclavo: Teo, pegado a Cosme Vila, David pegado a Casal, el Cojo pegado al Responsable. Octavio pegado a Mateo, el Comisario pegado a Julio, éste pegado al doctor Relken, turista con acento alemán.

Santi era el esclavo de la CNT. Era el esclavo de la CNT en abstracto. Cualquiera de los militantes podía ordenarle robar bicicletas o matar peces de colores. La más consciente de las sombras, Teo. Teo era el esclavo de Cosme Vila por disciplina. «¡A mí si Cosme Vila me ordena que me eche bajo el carro lo hago!»; y lo hubiera hecho. Por el Partido acaso hubiera llegado a desenterrar a su hermano; por lo menos así se lo confesó un día a Gorki, al preguntarle el aragonés sobre el particular.

El menos justificable, Julio. Su sombrero ladeado se le caía ridículamente sobre la oreja en presencia del doctor Relken. Cuando éste hablaba de España —mendicidad, analfabetos, gesticulación excesiva y fanatismo—, Julio asentía humillado. Y cuando el doctor, después de mostrar fotografías de Praga, Viena, San Petersburgo, las mostraba de clanes primitivos —de bosquimanos, de cafres— y aseguraba que había más diferencia entre estos salvajes y el hombre centroeuropeo y nórdico, que entre éstos y un perro amaestrado, Julio, a pesar de conocer más psicología étnica que el doctor, sentía como si en la escala desde el perro hasta el hombre centroeuropeo o nórdico —doctor Relken—, él, madrileño, y con él todos los españoles, se encontrara a mitad de camino.

Matías Alvear no era esclavo de nadie. Por ello, al conocer al doctor en el Neutral, se impresionó mucho menos que Julio y dijo de él: «Al dominó y a muchas cosas le gano yo; y don Emilio Santos también le gana».

Y, no obstante, el hecho de que hubiera esclavos significaba que había jefes.

* * *

Ahora bien, los dos esclavos más esclavos eran los Costa. Lo eran de sus esposas. La Junta en pleno de Izquierda Republicana se estaba llevando las manos a la cabeza. Desde la boda, los Costa dedicaban su vida al hogar —a colocar las cosas que sus mujeres iban comprando— y a los negocios. Apenas si les quedaba tiempo para el Partido.

Por fortuna, la Junta en pleno se componía de gente casada y les comprendieron muy bien. «Estamos encinta, necesitamos teneros a nuestro lado», les decían sus esposas. ¿Cómo rehusar? Sin contar con que los suegros llegaban cada dos por tres de País —coche modelo 1900— y les buscaban donde fuera, en la fundición, en los hornos de cal, ¡en las canteras!, para preguntarles: «¿Qué, tratáis bien a las palomitas?»

Los Costa juraron a la Junta de Izquierda Republicana que vencerían aquellas dificultades. «Haremos lo que tengamos que hacer».

—Ya sabéis —les dijeron los de la Junta—. En época de elecciones es el ejemplo el que cuenta.

Faltaba una última pieza: «La Voz de Alerta». «La Voz de Alerta» se había declarado voluntariamente esclavo de Laura. La boda entre ambos había sido anunciada. Los Costa quedaron estupefactos. «¡Nosotros, cuñados de “La Voz de Alerta”, del hombre que jura que si los militares no preparan el golpe de Estado es porque están ciegos! ¡Nosotros…!»

Así era la vida, y Laura dichosa, diciendo aquí y allá: «¿Peligrosos los obreros? ¡Si son unos corderos! ¡Yo en el puesto de mis hermanos, y todos estarían abonados a El Tradicionalista

El signo, pues, de aquel verano y de aquel principio de otoño era la esclavitud. Esto afirmaba el profesor Civil, quien en las clases que éste había reanudado con Ignacio y Mateo daba a entender que estaba muy preocupado. Veía el porvenir negro y casi se alegraba de tener la edad que tenía. Los cambios de clima le habían fatigado enormemente, las colosales máquinas que los Costa habían importado de Inglaterra eran a su entender microbios que irían chupando lo poco sano que quedaba en Gerona. «La gente abandonará los campos y se vendrá a trabajar junto a esos monstruos. Llegará un momento en que todos seremos proletarios. Hasta a mi mujer le pondrán un número en la cabeza». «¡Dentro de unos años, si vas a Puigcerdá —le dijo a Ignacio—, sólo encontrarás al relojero loco! Porque ése no pasa la frontera nunca, te lo aseguro. No hay ningún poeta de verdad que huya nunca de su país».

El profesor Civil, en realidad, disimulaba un poco la causa de su preocupación. Porque el maquinismo era vieja historia, y ahora no tenía por qué desesperarse más que en otras ocasiones. Era otro el microbio que le preocupaba de una manera directa, otra importación: el doctor Relken. El profesor Civil estaba convencido de que el doctor Relken era judío, y esto le tenía fuera de sí. «¡Pobre Gerona! Ya lo veis. Lo primero que este hombre ha hecho es tratarnos de analfabetos; lo segundo comprar antigüedades a tres reales la pieza».