Luego llegó la quincena de las catástrofes.
El calor cayó de nuevo, como una maldición africana. El Oñar, prácticamente, se secó; el agua quedó estancada. Los obreros, luchando con los cimientos del Mercado, se quejaban de que aquellos efluvios los intoxicaban. Era un río muerto en el centro de la ciudad.
Las fiestas de los barrios extremos fueron raquíticas comparadas con las de la Rambla y la Plaza de la Independencia. Matías lo atribuía a las comisiones organizadoras, que no sabían despabilarse; en realidad, era el calor. Todo el mundo llegaba a la noche agotado, y apenas apuntaba el alba el sol ascendía de nuevo con majestad impecable, bebiéndose la sangre de los ciudadanos.
Acaso fuera por ese vaho rojo por lo que uno de los alumnos de David y Olga tuvo una idea loca: Santi, el mayor de ellos, que ahora todo el día andaba detrás de Porvenir y que en la CNT prácticamente actuaba de botones, o de conserje, fue a la Rutila a buscar dos amigos que se las daban de valientes y les dijo: «Vamos a la escuela, tengo un plan».
A los chicos les ganó la curiosidad. Eran más inteligentes que Santi, pero éste los dominaba por bruto. Llegaron a la escuela y el precoz anarquista se sacó del bolsillo algo —un diamante— y quebró uno de los cristales, como si fuera el escaparate de una tienda. Introdujo la mano por el boquete y abrió la ventana. Los tres saltaron al interior. ¿Qué vas a hacer? Santi se dirigió, flotando sobre sus inmensos pies, hacia el acuario y con el diamante quebró también, venciendo su espesor, el cristal. El agua empezó a perderse por el agujero. Los veinte peces de colores se cruzaron dentro del recinto como alocados. El agua les iba faltando y sus fauces, abriéndose, denotaban el miedo sideral. Los dos chicos reaccionaron inmediatamente. Ante la gratuita crueldad de Santi uno de ellos le asió las muñecas, sosteniéndolas entrecruzadas en la espalda tal como les había enseñado David y el otro le pegó en pleno rostro un terrible puñetazo. La sangre del bruto manó de su nariz cayendo dentro del acuario como para prolongar la vida de los peces unos segundos más. Los peces la hubieran bebido con fruición a no ser que de pronto se encontraron en el surtidor del jardín, donde en el acto se dedicaron a inspeccionar su nueva e insospechada morada, dando vueltas sin parar. David y Olga, a su regreso, no comprendieron el misterio, puesto que los salvadores de los peces no delataron a Santi; delatar les estaba prohibido.
De cómo en el cerebro de un botones —o conserje— de la CNT podía germinar repentinamente la idea de matar veinte peces de colores, nadie sabía una palabra. En todo caso los dos chicos, que adoraban a Olga y David, sentenciaron con su voz de barítono: «Santi acabará en la silla eléctrica».
Otra catástrofe ocurrió en la barbería que había sido comunista. Alarmante sequedad. Desde el traslado del Partido al nuevo local, los clientes desaparecieron. El barbero pensó en renovar la clientela, convertir tal vez su establecimiento en barbería de lujo. Adquirió dos flamantes sillones americanos, puso como marco a los espejos un hilo dorado. Se puso bata impecable. Todo inútil. Perdió la escasa clientela antigua sin atraerse otra. El hombre daba pena, mirando afuera con las manos en los bolsillos. Entonces pensó: «No tendré más remedio que echar el anzuelo a la CEDA». Pegó un pequeño retrato de Gil Robles en el cristal; pero de momento tampoco dio resultado. El subdirector comentó: «¿Qué le ha pasado a ese imbécil?»
Luego le tocó el turno a don Jorge. Don Jorge, al terminar una de las reuniones en Liga Catalana, se enteró, por el director del Banco Arús, de que su heredero acababa de alistarse en Falange…
El hombre sintió un golpe en el pecho. ¿Cómo era posible? Se puso el sombrero hongo y se dirigió hacia la puerta. Los años secaban el rostro de don Jorge. Ello, y la negrura de sus trajes, imponía respeto. Y en su casa la vida continuaba su ritmo, disciplinado y silencioso. Como decía el notario Noguer, «era una casa tan digna como pudiera serlo la de Teo, y tan necesaria como ésta para perpetuar la multiplicidad de los destinos humanos».
Por lo demás, la cosa había sido sencilla. El sábado en que se repartieron las octavillas, el hijo mayor de don Jorge salió de la estación y Benito Civil le entregó, como a todo el mundo, el papel en que se hablaba de los bosques, de los pájaros, de los que sufrían y odiaban y de la ilusión única. El heredero acababa de presenciar en una de sus propiedades en los Pirineos el incendio de un bosque de encinas; el guarda le había dicho: «Siento decírselo, señorito, pero todo esto tenía que llegar». El muchacho, que desde mucho tiempo desobedecía a su padre en el trato que daba a los colonos, no dijo nada. Contempló en casa del guarda el montón de sacos de patatas que ponían: «para don Jorge». Vio a dos de los chicos de aquel hombre asomados al pozo del huerto, para ver el círculo del sol abajo, sin que nadie los vigilara. El guarda le repitió: «¡Si usted supiera…!» Jorge, al llegar a Gerona, se fue al Banco Arús y pidió el estado de cuentas; no se lo podían dar sin autorización escrita de su padre. Fue a otros bancos y lo mismo. Se miró al espejo y no vio en su rostro huella alguna de lucha. Incluso su nombre le preocupó: Jorge, como su padre. Su madre los quería a todos, pero cuando estaba delante de don Jorge no osaba levantar la voz. Éste, todas las noches, después del Rosario, la besaba en la frente. El muchacho, al leer la octavilla que le entregó Benito Civil, se encerró también en su cuarto, lloró y rezó y luego llamó a la puerta de Mateo. Mateo le dijo: «Depende de tu capacidad de sacrificio».
Don Jorge, en el local de Liga Catalana, decidió exactamente lo que unas semanas antes el doctor Rosselló. Le diría a su heredero: «O borras tu nombre de Falange, o te buscarás otro techo».
Extraño mes de agosto, en que se hubiera dicho que los rayos del sol iban abriendo los corazones. Ana María, en San Feliu, se arreglaba los moños esperando a Ignacio: éste a veces soñaba: Tic, tac, tic, tac. Y el sonido se le confundía con el trap-trap de la jaca que montaba Marta.
El doctor Rosselló pagó también su tributo… Las hermanas del Hospital se dieron cuenta de que el doctor inyectaba algo mortífero a los enfermos incurables. Comprobaron un caso concreto en una mujer de pueblo, que había padecido un accidente. Con las alas almidonadas surgiéndoles de la cabeza, rodearon al médico y le interrogaron. Éste rechazó la acusación. Las Hermanas fueron a ver al señor obispo. El señor obispo les dijo: «Pero ¿qué pruebas tienen ustedes?» Las Hermanas contestaron que no tenían otra prueba que el cadáver de la mujer de pueblo.
Don Pedro Oriol sacó la cuenta de las pérdidas personales que le habían ocasionado los incendios. Era abrumador. La mitad de lo que poseía. «La Voz de Alerta» le dijo: «¡Y venga aguantar, y venga aguantar! ¿Hasta cuándo?»
Era una quincena maléfica. ¡El subdirector sufrió una humillación espantosa! El padre de Roca, portero en la Inspección de Trabajo, consiguió unos datos sobre la masonería en Italia que no poseía él. ¿Era o no era masón el rey Víctor Manuel? El padre de Roca fue al Banco Arús, y, asomando su pequeña cabeza por la ventanilla, hizo bailotear el preciado papel frente a los ojos del subdirector.
Las personas se proponían algo y les salía al revés. Por ejemplo, César…
Ello ocurrió el último día de la fiesta de la Rambla, mientras sus padres estaban en el balcón escuchando la música de la Pizarro-Jazz, César se había quedado en el comedor, contemplando el río seco… y rezando. Los bailables le llegaban como con sordina. De pronto, los rezos transformaron aquella música profana en música angélica. Oía violines. El muchacho casi se rio, pensando si en el cuarto vecino, en el de Pilar, San Francisco de Asís y Santa Clara le estarían dando un concierto al San Ignacio de la otra pieza. ¡Como un sonámbulo abrió la puerta para comprobarlo! El cuarto de su hermana estaba oscuro, pero le pareció ver una luz. Una luz a los pies de San Francisco, sobre el pequeño pedestal. Fue acercándose fascinado y entonces descubrió que era el reflejo de algo, del cristal de la ventana que daba al río, de las bombillas de las casas de enfrente. Pero en todo caso era una luz móvil que, partiendo de los pies del santo empezó a ascender por su hábito hasta quedar fija en su rostro. Entonces este rostro se tornó espectral. Cobró expresión sobrehumana. Sin duda San Francisco de Asís se disponía a hablarle. Miraba a César como si le viera pequeño, pequeño y que todavía iba disminuyendo de tamaño, debido a que el seminarista iba doblando las rodillas y las pegaba al suelo. Y sin duda alguna habría hablado, de no ser por la súbita catástrofe: Pilar, que acababa de bailar con Mateo, irrumpió feliz en su cuarto, riendo y dando vueltas aún, ajena a la presencia de César en la oscuridad, tropezó con él, dio un grito de espanto, la luz volvió a descender a los pies de San Francisco, toda la familia acudió a ver qué ocurría y Matías dijo a César: «Chico, no comprendo que no te baste con tu habitación para rezar».
Mosén Francisco había comentado un día con Ignacio que la convivencia con un santo era difícil. Ignacio había contestado:
—Querido mosén, es difícil la convivencia con cualquiera, con una persona normal, con quien sea.
* * *
Las dos últimas catástrofes que cayeron sobre la ciudad afectaron a un número reducido de personas, pero fueron irreparables. De común no tuvieron sino el desenlace: la muerte.
Uno de los protagonistas vivía lejos de la ciudad; el otro cerca. Uno de ellos tenía la familia en la ciudad; el otro lejos. Ninguno de los dos tenía nada que ver, directamente, con Ignacio; y, no obstante éste, en ambos casos, pensó con dolor: «Bueno, los gusanos no pierden nunca el apetito».
Alguien —Ignacio no recordaba quién— atribuía estas ráfagas, estas repentinas acumulaciones de dolor, a los astros. Según él, de repente los astros señalaban una ciudad de la tierra y decidían: «Allá»; sus invisibles ejércitos descendían en tromba sembrando la ruina. «No es siempre Marte —decía—. La gente que cree que es Marte o que es Júpiter, se equivoca. Colaboran todos, todos los astros. Todos los astros miran siempre a la Tierra esperando el momento. Y el peor de todos es la Luna. La Luna hunde los barcos, hace vomitar a las mujeres embarazadas, trae la sequía y, sobre todo, enciende los cerebros. Cuando veáis los cerebros encendidos, mirad la Luna: se está riendo. Se pone bigote y se ríe. Estos días, desde luego, se está riendo una barbaridad. Hasta que algún día construyan un cohete o un obús y la despedacen».
Ignacio pensó que, por esta vez, la ciudad elegida había sido Gerona. Y por lo visto la Luna precisó más aún: eligió el piso de Pedro. Mandó un ejército al piso de Pedro y en él encendió un cerebro: el del viejo de la cocina, el padre del joven comunista.
Según contó Pedro a Mateo y a todos cuantos fueron a verle, fue algo inaudito, inexplicable. Precisamente el viejo, desde que tenían radio, parecía haber rejuvenecido, se había pasado aquellos quince días pegado al aparato, excepto en las horas en que su hijo lo reclamaba para oír Moscú; y he aquí que aquella tarde, de repente, salió de la cocina, pero no solo: llevaba una maleta en la mano.
Pedro, asombrado, le preguntó adonde iba. El viejo le contestó con seriedad:
—Aquí no hago nada, me voy a América. Pedro creyó que su padre bromeaba, si bien le extrañó mucho, puesto que su padre no bromeaba jamás.
—Ande, deje la maleta y venga a oír música —le dijo. Pero el viejo continuó avanzando por el comedor y repitió: «¿Por qué? Aquí no hago nada, es mejor que vaya a América». Y continuó avanzando, avanzando hasta que cruzó el umbral del balcón, que estaba abierto, hasta que tropezó con la barandilla, hasta que doblándose de repente sobre ella, debido a su peso, desapareció por el otro lado, estrellándose contra las piedras de la calle de la Barca.
Pedro no pudo sino salir al balcón con el rostro aterrorizado, roto el cerebro por el ruido sordo que el cuerpo de su padre hizo al estrellarse.
Y luego nadie pudo consolarle. Porque era evidente que hubiera podido evitarlo, hubiera podido levantarse y cerrarle el paso a su padre, cuando vio que se acercaba al balcón; pero él, aunque le extrañó, creyó desde luego que bromeaba, con su maleta.
Fue un drama sencillo y que sumió a todo el mundo en una gran perplejidad. Todo el mundo hizo cuanto pudo para consolar a Pedro; pero era inútil; además de que éste sólo contó el hecho una vez, en voz baja y en muy pocas palabras. Una ambulancia se llevó el cuerpo del viejo, un policía sacó el inventario de lo que había en la maleta: unos calzoncillos largos y un lápiz. ¡Un lápiz! ¿Para qué? Julio decidió esperar ocho días antes de presentarse a Pedro para pedirle una fotografía de su padre; pero en la cartulina 371 de su fichero apuntó: «Jaime Bosch, 67 años, ojos desorbitados».
Ignacio y el Rubio, Mateo y sus camaradas, ¡y Teo en representación de Cosme Vila! acompañaron a Pedro en el entierro del suicida, hasta el cementerio. Benito Civil propuso: «Habría que encargar una lápida». Todo el mundo le miró; entonces él recordó que era el propio Pedro quien las labraba.
* * *
La segunda noticia mortal la captó Matías Alvear en Telégrafos. El telegrama provenía de Valladolid e iba dirigido al comandante Martínez de Soria: el hijo mayor de éste había caído acribillado a balazos delante del local de las Juventudes Libertarias, mientras pegaba en la pared un cartel de Falange.
El comandante, al leer el telegrama, se cuadró militarmente, su esposa prorrumpió en un gran sollozo; Marta se retiró a su cuarto y se arrodilló. Cuando los ojos le quedaron secos como el Oñar, su padre le dijo:
—Haz tu equipaje. Nos esperan para el entierro.
En Valladolid, la familia —incluido José Luis— y una guardia de camisas azules acompañaron a Fernando al cementerio. Y al regresar a Gerona, cuando Marta apareció en el umbral del comedor de los Alvear, éstos se levantaron. Pilar se le acercó y la asió de la muñeca.
Marta no hizo ningún comentario. Se sentó en un rincón, junto a la pequeña mesa que el encaje de bolillos de Pilar cubría. César preguntó si Fernando había tenido tiempo de confesarse.
—Fue instantáneo.
El dolor de Marta era silencioso; el comandante, en cambio, había reaccionado en forma desconcertante. Por de pronto había envejecido cinco años, según el criterio de Marta; y en el cementerio de Valladolid perdió los últimos cabellos negros; ahora, al encontrarse de nuevo en Gerona intentó recobrarse. Y si por un lado, cuando estaba en casa, se dejaba influir por el estado de ánimo de las mujeres, acompañándolas a la iglesia con mucha frecuencia, al encontrarse en el cuartel no dejaba traslucir su estado de ánimo y bromeaba con los demás jefes como si tal cosa.
Por debajo de la puerta se deslizaban continuamente cartas de pésame: comandante Campos, notario Noguer, «La Voz de Alerta», coronel Muñoz… La última que abrió fue la de Mateo: éste le decía que en la lucha por el amanecer de España era inevitable que cayeran los mejores.
El comandante, con la carta en la mano, tembló de ira.
—¿Qué quiere decir ese loco con eso del amanecer?
Su esposa intentó calmarle; luego Marta le explicó que aquella palabra formaba parte del léxico falangista.
—Es una imagen. Quiere decir que Falange traerá la luz o algo así.
El comandante rompió la carta y quedó pensativo, mirando cómo las sombras invadían los tejados de la ciudad.