Capítulo LV

Luego se inició la quincena del amor. Los primeros beneficiarios fueron Laura y «La Voz de Alerta». Desde el día en que el dentista le había preguntado a la hermana de los Costa: «¿Y usted, Laura, no se casa…?», la mujer no vivía. Le había notado al dentista un tono especial. Y puesto que varias piezas de su boca exigían atención, sus visitas a la clínica dental se repitieron. En la última de estas visitas las insinuaciones de «La Voz de Alerta» habían sido tan evidentes que Laura acababa de decirles a sus hermanos: «Sí, me parece que hice una tontería no aceptando el primer piso de vuestro inmueble».

Luego, Octavio y Rosario. Octavio y la hija del fondista vivían una suerte de luna de miel. En presencia de la chica el empleado de Hacienda olvidaba el concepto de Patria y se dedicaba a quemar, en la medida de lo posible, las distancias que separan los cuerpos. Por fortuna el patrón de la fonda vigilaba, cuchillas en alto. «Tavio, no me metas a mi hija en jaleos… de ninguna especie».

Luego, Mateo y Pilar. Y la compañera de Cosme Vila y su hijo, que era una preciosidad. ¡Y el de Impagados y su novia, que hablaban de casarse! Y el subdirector y sus archivos. Y el notario Noguer y su Mercado cubierto, cuyas obras avanzaban. Y David y Olga y la UGT.

Se hubiera dicho que Gerona, antes del asalto definitivo a las elecciones de que se hablaba, se concedía a sí misma otra tregua, parecida a la de Navidad.

El doctor Relken era también uno de los beneficiarios. Le estaba tomando afecto a Gerona, según decía. Le interesaban las excavaciones, y por ello fue a visitar a mosén Alberto. Le interesaban la Catedral, las imágenes antiguas. Encontraba a los españoles muy hospitalarios. En Barcelona había sido huésped de un diputado socialista que le colmó de atenciones. En Gerona no sabía cómo contentar a tanta gente: Julio, el Comisario, el doctor Rosselló, los arquitectos Massana y Ribas. ¡Válgame Dios, por suerte el doctor no bebía más que agua! Se bebía grandes cantidades de agua, por lo que doña Amparo Campo le tenía por un santo.

Quincena de amor. Ramón, en el Neutral, realiza increíbles viajes gracias al doctor Relken El doctor —pelo rubio erizado, cortado a cepillo, cuello alemán y gatas de doble cristal— le contaba toda suerte de aventuras. El Cairo, Praga… Había estado en todas partes. ¡Incluso en Vladivostok! Ramón, mojándose los labios y mirando al techo de vez en cuando, vivía la quincena más intensa de su existencia.

—¿Y en Tánger…? ¿Ha estado usted en Tánger, doctor…?

—¡Cómo! El invierno de 1928 lo pasé allí.

—¿Y qué…? Muchos contrabandistas, ¿no?

El doctor se bebía un vaso de agua y le decía bajando la voz:

—Más de lo que te figuras.

Los obreros de los Costa disfrutaron también de su quincena. Autobuses a su disposición, que los llevaron hasta Valencia. Los dulces naranjos les atraían. En cambio, a Paco, el hijo adoptivo del cajero, continuaban atrayéndole los temas trágicos. Hasta el extremo que se presentó en el Hospital a pedirle permiso al portero para sacar apuntes en el depósito de los muertos. Lo obtuvo, a condición de sacarle un retrato a él, con la gorra azul.

Por el contrario, Matías Alvear continuaba siendo más y más apacible, y arrastraba en sus costumbres a don Emilio Santos. El amor de Matías Alvear por la pesca obligó a don Emilio Santos a seguirle todas las tardes Ter arriba, donde los peces picaban o no picaban, pero donde no faltaban nunca un par de cigarrillos liados a gusto, aire sano respirado con fruición y felices alusiones a la «pareja de tortolitos», Mateo y Pilar, para cuya insospechada aventura el director de la Tabacalera buscaba inútilmente un refrán.

En todas partes se registraban manifestaciones entrañables, y mosén Alberto estaba seguro de que la mismísima tierra de Rosas se mostraría pródiga y que bajo las calaveras aparecería la colonia griega. El coronel Muñoz, alto y elegante, concedió permiso a un tercio de la guarnición, y los soldados bendijeron su memoria una vez más. Para la población en general organizó espectáculos al aire libre, en la Piscina: natación y concursos acuáticos, en uno de los cuales —la cucaña— Teo el gigante se llevó el primer premio. La víspera de San Juan se encendieron las tradicionales hogueras al atardecer, hogueras cuya inocencia llenó de nostalgia los ojos anarquistas.

También Raimundo el barbero captaba ondas benéficas. El barbero tenía una pasión: su clientela de bigote y masaje, a la que halagaba cuanto podía. En aquella quincena le dijo a Mateo:

—Mateo… tengo una noticia para usted.

—¿Cuál?

—Conozco el sistema para que se gane usted… un amigo.

—¿Un amigo…?

—Sí. Pedro.

Mateo se calló. El barbero añadió, tijereteando:

—Regálenle ustedes una radio.

Mateo disimuló. Y, sin embargo, la idea se le clavó en la mente. Fue algo que le ensanchó la camisa azul. Y en la reunión del sábado planteó el asunto a sus camaradas.

Todos se quedaron asombrados. Benito Civil se ajustó su americana a cuadros verdes y preguntó: «¿Una radio a un comunista?» Mateo contestó: «¿Por qué no?» Octavio repuso: «Sería un honor para la Falange captar a Pedro». Pero luego añadió que no había un céntimo en caja. «Todo se fue en octavillas».

Rosselló propuso abrir una suscripción entre las personas más o menos simpatizantes: Marta, el teniente Martín… Él personalmente aportaba… tanto. Dicho y hecho. Nadie se explicó cómo consiguieron, en unas horas de fiebre juvenil, reunir la cantidad necesaria. ¡El rubio del saxofón entregó veinticinco pesetas! Don Emilio Santos se mostró generoso; Matías Alvear, aunque no comprendía la situación, tuvo que abrir la cartera… A las siete de la tarde del lunes la radio relucía en la barbería de Raimundo, éste perplejo al comprobar que su idea había sido tomada en serio. Se organizó una comitiva —Mateo, Ignacio, que conocía a Pedro, Octavio y el Rubio, además de Pilar y Marta— y todos juntos, poseídos por un vértigo jubiloso, se dirigieron a marcha atlética hacia la casa de Pedro, que vivía en la calle de la Barca.

Cuando el muchacho, al abrir la puerta de su triste piso vio a Mateo con un aparato de radio, y a los demás en la escalera, se llevó una mano a la cabeza, luego abrió los ojos de par en par y, por fin, no sabiendo qué hacer, se agachó un poco para palpar el aparato.

Entonces todos irrumpieron en el oscuro comedor y le ayudaron a buscar un enchufe, encontrando uno a ras de suelo, en un rincón. Octavio se subió a una silla y colocó la antena.

Cuando las lámparas se encendieron y el aparato empezó a runrunear se oyó un ¡hurra! general. A Pedro, la emoción le tenía agarrotado. Pero de pronto se acercó a la radio y se apresuró a dar vueltas al botón. Pero… Moscú no salía, no era la hora de la emisión.

No se oían más que valses. Tan tentadores que Pilar asió de la mano a Mateo y se puso a bailar con él. Ignacio invitó a Marta.

Hasta que de repente, en la puerta de la cocina, apareció un rostro cadavérico, con dos moscas pegadas en la frente. Entonces todo el inundo se calló. La radio fue desconectada.

—¿Qué pasa, qué pasa? —preguntó, con voz asustada, aquel rostro.

En cincuenta años que el padre de Pedro llevaba en el piso era la primera vez que en él oía música.

* * *

También para Ignacio la quincena se manifestó propicia: vacaciones. Descartado San Feliu, pues David y Olga se habían dado enteramente a la UGT, y queriendo a toda costa salir de Gerona para cambiar de aire, el muchacho pensó en el campo. ¿Adónde ir? Jaime, el telegrafista, le tenía dicho a Matías: «Si alguno de ustedes quiere pasar unos días en casa de mis padres, en la Cerdaña, avíseme».

El viaje fue decidido en un santiamén. Ignacio pagaría lo que en la fonda, y le tratarían como de la familia.

Ignacio se marchó, dispuesto a asegurar a los padres de Jaime que su hijo era el mejor poeta de la región. El pueblo en que vivían estaba muy cerca de Puigcerdá, donde «La Voz de Alerta» pasaba los veranos fundando clubs de golf que en invierno morían irremediablemente. Nada más llegar, bendijo el ofrecimiento de Jaime como los soldados bendecían al coronel Muñoz. ¡Maravillosa comarca, rodeada de montañas, con bosques no quemados en las laderas, con rebaños tranquilos, con árboles frutales! La casa tenía un huerto y una era, y muchos conejos agazapados, que miraban estúpidamente. Ignacio no comprendió que Jaime hubiera abandonado todo aquello y hubiera preferido sentarse horas y horas ante una máquina que hacía: «Ta-ta-ta».

Los padres de Jaime le dijeron a Ignacio:

—¡Qué quieres, chico! A los jóvenes os tira la ciudad. Jaime quería abrirse camino en Gerona, con la poesía. Pero dice que le falta influencia.

Luego le informaron de que el cura era una bellísima persona y de que el relojero del pueblo estaba loco. Cuando llegaba un forastero le llamaba y enseñándole un reloj que tenía parado le decía: «Lo pondré en marcha el día que estalle la revolución».

Ignacio puso una expresión parecida a la de los conejos al oír hablar, incluso en la Cerdaña, de revolución. Pero no hizo caso. Inmediatamente la comarca le entró en el corazón, el valle y aquella casa. Caminos que el sol aplastaba durante el día, pero que hacia el atardecer se desperezaban, llevando y trayendo, a través de la llanura, carros, alfalfa y misterio. Entonces Ignacio veía la hierba quieta y, sin embargo, temblorosa de los campos, los montes de Nuria ensombrecerse y, no obstante, ganar en estatura, troncos y solitarias paredes que continuaban recibiendo en plena noche impactos de luz. Luego dormía totalmente, como nunca conseguía dormir en Gerona, y, a veces, de madrugada se asomaba a la ventana, comprobando que todo estaba en su lugar, que todos los relojes de la Cerdaña —excepto el del relojero loco— marchaban a la perfección. Eras, pajares, gatos y perros, olmos y chopos, la línea de Francia a dos kilómetros escasos, la carretera a Seo de Urgel, los atajos de los contrabandistas, el agua pirenaica que al doctor Relken le hubiera gustado beber, los viejos carlistas sentados en los bancos de piedra de la plaza del pueblo: todo tenía su norma y su ley.

De no ser por el relojero loco, Ignacio hubiera vuelto a Gerona diciéndole a César: «Comprendo que en el Collell se te antoje a veces que cada cosa de la naturaleza tiene de por sí un alma, que todas juntas o por separado te saludan, que algunas lloran, que muchas de ellas luchan para aprender tu nombre y el de tu profesor de latín»; pero el relojero —que en efecto le llamó en seguida, en cuanto le vio cruzar la calle— hundiéndose en la cuenca del ojo izquierdo el horrible monóculo de su oficio le contaba con estilo incoherente que todo aquello estaba muy bien —los rebaños, el agua—, pero que en el pueblo se disfrutaba de menos salud de la que él creería —matrimonios entre primos hermanos, había más miseria de la que suponían las autoridades, muchas familias que emigraban a Francia y que la vida en invierno era difícil allí, porque quedaban incomunicados y porque el túnel de Nuria que ya la Dictadura les había prometido, y luego la República— no era nunca una realidad.

—Comarca feliz. Sí, sí. ¿Ves este reloj? Le das cuerda y anda para atrás. ¡Je, empleado de Banca! Aquí en la Cerdaña, en invierno no se puede vivir. Mi padre decía que no se quiso bautizar porque la iglesia estaba helada. Tenía razón. Es muy bonito venir a Puigcerdá en el mes de julio y andar como tú andas, con alpargatas y una camisa de seda con iniciales: pero en invierno… ¿Por qué hablo de revolución? Porque el oficio me ha enseñado «que las ruedas pequeñas son tan importantes como las grandes…» ¿Quiénes son las grandes? Los que vienen a jugar al golf. ¿Quiénes son las pequeñas? Los que van al monte por leña. Pero… todo llegará. Observa los relojes: tic, tac, tic, tac. Hay un veneno que mata a todo el mundo. ¡Un reloj que ocupe toda la pared! —me piden—. Se figuran que porque tienen dinero les daré un reloj de trece horas, o de veinticuatro. Nada de eso: tic, tac, tic, tac. El último veneno, eso de Abisinia. ¿Has leído El Diluvio? Ahora, aquí, les queremos imitar. Me han dicho que en Gerona ya regaláis octavillas.

Ignacio regresó a Gerona algo obsesionado por aquel hombre. Y Gerona le devolvió a la realidad. Menos hierba quieta —murallas recibiendo también impactos de luz en plena noche— y más camisas de seda con iniciales.

Carmen Elgazu le encontró más gordo. César le dijo, inesperadamente: «Hoy he ido al valle de San Daniel. He visto la tapia del convento de clausura».

En cuanto a Gerona, se hallaba en plena fiesta. La quincena del amor había alcanzado su punto culminante. Cada barrio tenía su fiesta veraniega, como en la Cerdaña cada camino su carro. Papeles de color zigzagueando de balcón a balcón, típicos monigotes de madera colgados en el aire, tablados para los músicos, puestos de mantecados.

¿Cómo resistir? Era la fiesta de la Rambla y Matías Alvear había formado parte de la comisión organizadora. La familia era, pues, parte interesada. Y además, contaba con el espléndido emplazamiento del balcón.

En efecto, la familia Alvear desde su balcón lo dominaba todo, el ir y venir, las risas, las calvas de los músicos, el micrófono a través del cual el Rubio saludaba al respetable público, fumándose su saxofón. Teo apareció con una extraña mujer que le llegaba al ombligo, Gorki con otra que le llevaba dos palmos de ventaja, el teniente Martín con una vampiresa de tres al cuarto, que despedía oleadas de perfume. Bajo los arcos, apretados, bailaban Murillo y Canela, ésta con pendientes nuevos. Los niños pisaban adrede a los mayores —dos jugadores de ajedrez en el interior del Neutral—, los soldados echaban sus gorros al aire y un grupo de taxistas pasaba disimulando y pellizcando a las chicas, tirando petardos y derribando botellas de agua.

Sin embargo, los vecinos se opusieron a que el clima adquiriera un tono definitivamente bajo. Optaron por tomar personalmente posiciones. Honorables comerciantes, más o menos ventrudos, salían de las tiendas con la esposa y bailoteaban. El recuerdo de la juventud les encendía las mejillas. Nadie se abstuvo; las clases no contaban. Liga Catalana y CEDA, radicales e Izquierda Republicana se mezclaron fraternalmente. Media docena de viejos sacaron sus sillas afuera, al borde de la acera, para no perderse detalle. Las criadas eran absolutamente felices.

Pilar y Mateo, desde abajo y bailando sin alejarse demasiado, llamaban a voces a Matías y Carmen Elgazu —éstos en el balcón— para que bajaran también y los obsequiaran con un vals corrido.

Carmen Elgazu, aunque riéndose, rehusó siempre, a pesar de que el propio don Emilio Santos se empeñaba en convencerla. El último día Matías dijo: «¡Pues ahora vas a ver!» Se tomó una copa de Estomacal y se bajó del brazo de doña Amparo Campo.

Gracias a esta concesión, Julio, por su parte, consiguió bailar con Pilar. Pilar sentía en su mano la húmeda mano del policía. Mateo no les perdió de vista, inquieto. Entonces, por toda la Rambla, se encendió la traca final, la traca de los fuegos artificiales.