Ignacio y Mateo habían acordado con el profesor Civil que no reanudarían las clases hasta primeros de octubre. Sin embargo, para no perder contacto con los textos, un día a la semana irían a verle, y charlarían durante una hora. Fue Matías quien sugirió aquel reposo, entre otras causas porque el ahorro de tres mensualidades caería como una bendición. Mateo ya tenía ocupaciones fijas; Ignacio dedicó el tiempo sobrante a divagar por la Dehesa, a bañarse en el Ter o a ir a la UGT, en calidad de oyente de las clases de Economía que Casal continuaba dando a sus afiliados.
David y Olga se alegraron lo indecible de verle allí, y lo aprovecharon para revivir los tiempos en que estuvieron tan unidos a él. Le querían sinceramente. A veces decían que el afecto de Ignacio era el único que verdaderamente les era necesario. «Haces alguna escapada por otros dominios —le reprochaba David, sonriendo—. Claro, te hablan de cosas muy bonitas, como San Pablo y misiones históricas. San Pablo… no me quiero meter. Era tapicero y los tapiceros me han inspirado siempre mucho respeto; pero las misiones históricas, ya ves el ejemplo de Italia: Mussolini ya habla de misión histórica en Abisinia». Olga remataba: «Cuando Mussolini o alguno de ellos grita: Viva la misión histórica, es cuestión de preparar unos cuantos ataúdes».
El problema religioso era el único que impedía a Ignacio creer enteramente en el socialismo como remedio posible de los males de España, ya que su descubrimiento de que las circunstancias de soledad, clima, constitución fisiológica, etc… influían directamente en el individuo, ahora superponía, con más convicción aún que cuando lo discutió con Mateo bajo los arcos de la Rambla, el factor económico.
En efecto, los incendios, la colonia de S’Agaró, los cientos de obreros que desfilaban por la UGT con sus problemas urgentes de subsistencia, todo ello relegaba a quimérico el pensar en las rutas del mar y otras sandeces. Casal, en sus lecciones, demostraba claramente que razas enteras en el curso de la historia habían sucumbido por falta de medios de producción. «Claro que se puede ser pobre y cantar flamenco —decía Casal—; pero la voz se quiebra pronto. También se puede ser rico y no tener remordimientos de conciencia; basta con correr las cortinillas. España es un país miserable, y además torpe. ¡En Madrid quebró una fábrica de material fotográfico porque los obreros se negaron a trabajar con unos guantes especiales, que les molestaban! De ahí que resulte tragicómico hablar de autarquía. Tenemos mucho que aprender. Lo primero que hay que inculcar es un poco de civismo. En Francia hay montañas de manteca en las tiendas… y en las casas… A última hora en los mercados regalan la fruta y las patatas… Pero… es que la gente cumple las leyes, y además se fabrican muchos automóviles. Civismo e industrialización, ahí está. La Revolución francesa tiene algo que ver en todo eso, creo yo. En fin, en España la línea a seguir está clara».
Ignacio oía a Casal pensando que una gran verdad latía en sus palabras. Todo aquello le parecía más cerca del sentido práctico que cualquier otra doctrina. Pensaba que Matías Alvear hablaba un lenguaje análogo y ello para él constituía ahora la mejor de las garantías. Había acabado por admitir definitivamente que su padre era hombre de gran sentido común, y le erigía en arbitro de todos sus problemas, grandes o pequeños. Era poco espectacular creer en la experiencia paterna: Rosselló no le hacía ningún caso a su padre, Mateo no oía siquiera a don Emilio Santos; sin embargo, ello no alteraba el criterio de Ignacio. Matías Alvear podía fallar en las recetas pero en cuanto a diagnosticar era infalible. Los telegramas continuaban descubriéndole el cruce de los acontecimientos y enseñándole a sintetizar; y la vida que dejó atrás en Madrid, le respaldaba, y los años de matrimonio y los hijos. Sin contar con que no era hombre de un solo periódico.
En cambio, le preocupaba lo indecible que su madre, Carmen Elgazu, hablara pestes de la UGT. Porque también su madre era sensata y tenía sentido práctico. Ella no creía que la finalidad de la UGT fuera regalar la fruta y las patatas. «Donde estén David y Olga —decía—, no espero que regalen sino malos consejos».
Ignacio se reía y pensaba: «¿Cómo convencer a mi madre?» Por otra parte, tal vez ella acertara. El chico se guardaba de rechazar por infantiles los argumentos de Carmen Elgazu, incluso hablando de política. Desde que la besó en el cuello en el comedor, cuando la enfermedad, y luego la acompañó varias veces a la Iglesia, e incluso un día a comprarse un paraguas, la oía con mucha atención, porque admitía la existencia de un saber extralibresco, directo y eficaz.
Y por si esto fuera poco, ¿cómo resistir su entereza? Ignacio miraba ahora a su madre con admiración. Y ésta ¡cómo! le correspondía devolviéndole mil por uno. ¡Cariñoso hijo; que Dios se lo conservara! Entraba en la cocina a gatas y la asustaba haciéndole cosquillas en las piernas. En ocasiones, al verla sentada y cosiendo, se colocaba detrás, le deshacía el moño y asombrado ante la longitud de su cabellera —mezcla de blanco y negro— que le llegaba casi al suelo, la peinaba interminablemente como de niño hiciera en Málaga. En otras ocasiones organizaba pequeños complots familiares, con el fin de que Carmen Elgazu no tuviera que levantarse absolutamente para nada durante las comidas. Ignacio, Pilar y César y el propio Matías Alvear eran los encargados de ir a la cocina y de servir. Carmen Elgazu tenía prohibido moverse. Presidir la mesa y comer, nada más. Los cuatro confesaban que juntos no conseguían lo que ella sola, pero el detalle hacía feliz a la mujer. Ignacio oyendo a Casal se preguntaba a veces con inquietud si el programa de industrialización no traería consigo la pérdida de entidades humanas como su madre. David contestaba que al contrario. «Habrá muchas más. Ahora muchas mujeres querrían ser Cármenes Elgazu y no pueden, porque no tienen fuego en la cocina ni mesa que presidir».
Otras veces, Ignacio pensaba en Marta. A Marta la palabra socialista —a pesar de que en Valladolid los socialistas se pasaran a Falange— parecía causarle horror. Hablaba poco de ello, pero resultaba claro. De Casal decía: «Sólo verle me da miedo». Ignacio le preguntaba: «¿Por qué?» Marta contestaba: «Eso es lo horrible, que no lo sé. Pero me da miedo».
Ignacio había observado que este sistema de sentenciar sin dar luego la explicación era habitual en Marta. Acaso quisiera dárselas de mujer intuitiva; lo más probable era que lo fuese verdaderamente.
No obstante, su intromisión en el círculo familiar le estaba poniendo nervioso. Ignacio continuaba experimentando fuerte impresión al ver a la muchacha, porque en realidad algo magnético emanaba de ella. Pero era una impresión desasosegadora, como la que produciría una estrella que no estuviera en su lugar. En el fondo no comprendía que Marta congeniara con su hermana. Eran totalmente distintas y, sobre todo, había entre las dos diferencias vitales, de inteligencia y aun de educación. Por lo visto, la picardía de Pilar, sus intervenciones inesperadas y la salud que irradiaba su persona conquistaban a todo el mundo. Ahí estaba Mateo como ejemplo vivo.
Ahora Pilar le decía, dándole un codazo a Mateo:
—¿Qué pasaría, Ignacio, si yo fuera a la UGT, mientras Casal está hablando del transporte y le quitara el algodón que lleva en la oreja?
Ocurría eso, que la alegría de Pilar acababa contagiándose. En realidad era inútil intentar hablar seriamente en su presencia. Varias personas lo intentaban —César, Julio—, pero no lo conseguían. Tal vez, el único que a veces lo conseguía fuera mosén Alberto.
César fracasaba. Pilar le tiraba de la nariz o le ponía la mano en la cabeza, imprimiéndole un movimiento de rotación y le decía: «Anda, hombre, que vives en este mundo». A veces le tocaba en los costados preguntándole, con expresión de cómico asombro: «¡Oye!, ¿qué te pasa aquí? ¿No te das cuenta de que te están saliendo alas?»
A Julio le tomaba el pelo. Pilar, desde que tenía un retrato de Mateo en la mesilla de noche, ya no le temía a nadie, ni siquiera al policía.
Y a Julio esto le ofendía. En paro forzoso, expulsado del Cuerpo, a pesar de las gestiones del coronel Muñoz, ahora iba con frecuencia a casa de los Alvear, aun cuando Matías le recibiera con menos efusión que antes, y aun cuando notara que Ignacio se había distanciado de él. No se inmutaba por ello. Respecto de Ignacio pensaba: «Ya volverá. Por de pronto, ya ha vuelto a la UGT». Respecto de Matías, sabía que en cualquier caso podía contar con él. De modo que el único hueso de la familia era Pilar.
Y era que Pilar le había gustado siempre enormemente. Ya cuando era niña. Pilar había significado siempre para el policía lo femenino intacto, el más imperioso e imposible deseo de la madurez. Doña Amparo Campo le gustaba por vicio, Olga le hubiera gustado por fuerte; pero aquellas mejillas sonrosadas de Pilar valían lo que no valía el triángulo de la Logia.
De modo que el único que imponía seriedad a la chica y en la casa era mosén Alberto. Tal vez porque el sacerdote suscitaba siempre temas tremebundos, que a Pilar la desazonaban y la obligaban a comerse las uñas, como, por ejemplo, el de la lepra, o ahora el de los incendios.
Si Mateo estaba ausente, mosén Alberto hablaba de Falange, «inspirada en las doctrinas paganas de Centroeuropa», lo cual dejaba en suspenso a Carmen Elgazu. A veces hablaba incluso de la muerte.
Sí, éste era el tema habitual en el sacerdote desde que había iniciado aquellas excavaciones en Rosas, subvencionadas en parte por el notario Noguer. Porque, por lo visto, ocurría en ellas algo singular: la ciudad griega no aparecía, pero, en cambio, aparecían centenares de calaveras. Una necrópolis. Tantas calaveras, al parecer, que no sólo el comedor de los Alvear estaba lleno de ellas en abstracto, sino que amenazaba con serlo en concreto; pues a mosén Alberto se le había presentado el problema de colocarlas.
Era inútil que Pilar le interrumpiera: «Pero, mosén Alberto, ¿no podría hablar de alguna cosa más divertida? ¿Por qué no cuenta aquello de Jonás y la ballena?» Imposible. A mosén Alberto le sobraban calaveras.
Y por lo demás, le surgió inesperadamente un aliado: Mateo. A Mateo le interesó en seguida aquel asunto y de repente le pidió al sacerdote: «Mosén, le agradecería mucho que me trajera un ejemplar».
¡Santo Dios! Matías Alvear enarcó las cejas y de buena gana le hubiera roto a su futuro yerno la caña de pescar en la cabeza. Carmen Elgazu creyó que debía de ser cierto lo de las doctrinas de Centro-Europa; en cambio, mosén Alberto respiró: ¡Por fin empezaba a colocarlas!
—La tendrás, Mateo, la tendrás. —Pero de súbito, pasándose la mano por la mejilla, le preguntó—: De todos modos… ¿cómo la quieres? ¿De hombre o de mujer?
Todo el mundo perdió la respiración, especialmente el propio Mateo. Jamás se les había ocurrido establecer tal distinción; tan acostumbrados estaban todos a suponer que la muerte iguala de una manera total a los seres humanos.
Finalmente, Mateo la pidió de hombre, lo cual a Pilar le devolvió, en cierto sentido, la tranquilidad.
* * *
El asunto de las calaveras a disposición de quien las quisiera desbordó el comedor de aquella casa y llegó a ser de dominio público, gracias a las periódicas informaciones que El Tradicionalista publicaba sobre los trabajos en Rosas. Y entonces se produjo la primera sorpresa para el excelente observador que era el doctor Relken: quedó demostrado que semejante objeto no interesaba a nadie. ¡Qué horror!, exclamaba todo el mundo.
—No comprendo —dijo el doctor en casa de Julio—. Yo creía que los españoles estaban familiarizados con la muerte.
El doctor Rosselló aseguró que esto no era cierto, que era propaganda religiosa.
En realidad Mateo no tuvo sino dos imitadores: David y Porvenir. David pidió un ejemplar —de hombre— para colocarlo en un pedestal en la clase cerca del acuario; Porvenir pidió otro, de mujer.
Y como siempre, el joven anarquista convirtió aquello en un juego de manos. Llevó la calavera al Gimnasio, la colocó en el suelo, en el centro. Los anarquistas parecieron ser los únicos seres de la ciudad familiarizados con aquello, lo cual hubiera dado que pensar al doctor Rosselló. Se acercaron a la calavera como si tal cosa. Le formulaban preguntas e introducían los dedos en sus agujeros. Blasco sacó el cepillo y cepilló su calvicie absoluta. Todo el mundo se preguntaba qué era aquella línea de puntos que se veía en el cráneo. Ideal sugirió: «Le habrían hecho alguna operación a la gachí». El Cojo ratificó: «Son puntos de sutura». Luego discutieron si la mujer sería casada o soltera. Bromearon obscenamente y desde aquel día la calavera fue la mascota de la FAI, como Joaquín Santaló —el esqueleto entero de Joaquín Santaló— era la de Izquierda Republicana.