Carmen Elgazu, teniendo a César al lado, era la mujer más feliz del mundo. Los nueve meses de ausencia le habían parecido tan largos que una vez más se había dado perfecta cuenta de que entregar un hijo a Dios era perderle desde el punto de vista humano. Tres meses al año en casa; y una vez terminada la carrera, quién sabe adonde le destinarían.
Ahora le miraba, pareciéndole imposible que hubiera crecido aún más, que supiera tantas cosas… Siempre estimaba que César sabía muchas más cosas que Ignacio. En su escala de valores todo el Derecho no valía lo que un nuevo detalle litúrgico, o un poco de Teología.
César tomó, como siempre, posesión de su cama, de su silla en el comedor, de la ventana que daba al río, del balcón. Tomó posesión de su Biblia mutilada, comprobó que la imagen de San Ignacio cobraba una pátina de buena ley. Viendo los ojos de Pilar, y la felicidad que respiraba su hermana por todos lados, comprendió que la cosa entre ella y Mateo estaba más avanzada de lo que le habían contado por caria. Oyendo a Ignacio en la mesa, tranquilo y dueño de sí, comentando sin pasión los acontecimientos, comprendió que era cierto que su hermano había mejorado mucho desde que le dejó, en octubre último, exaltado por la revolución. César ignoraba que Ignacio hubiera estado enfermo. Atribuyó su cambio a los rezos, y tal vez a la influencia del profesor Civil, de quien tenía las mejores referencias.
Lo que más le impresionó del hogar fueron las imágenes de San Francisco de Asís y Santa Clara que Murillo les había mandado cumpliendo su promesa.
Carmen Elgazu las había puesto en el cuarto de Pilar, en el que el seminarista entraba muy raras veces. No le habían dicho nada a César, de modo que para el muchacho constituyeron una jubilosa novedad. Se quedó boquiabierto, contemplándolas a ambos lados de la coquetona cama de su hermana, sobre dos minúsculos pedestales. «¡Es lo mejor que ha salido del taller Bernat!», exclamó. Luego dijo que tendría que ir a darle las gracias a Murillo. Matías Alvear se rascó la nariz, pero de momento no le desanimó.
De la ciudad en general, lo que más impresión le produjo fueron, por un lado, los incendios, por otro la entrada de Falange —y por lo tanto de Mateo— en la vida pública.
Ante ambas cosas su reacción fue de asombro. Respecto de Falange, experimentó inmediatamente una sensación de malestar, tal vez porque mosén Alberto le había dicho, señalando las montañas: «Si tu madre supiera con quién se las ha Pilar, no le permitiría salir con quien sale». Pero esto no era todo. César había identificado, desde el primer día, la palabra Falange con la palabra Fascismo, y ello le inspiró siempre un temor especial. Temor que aumentó cuando su profesor de latín en el Collell le contó las persecuciones que sufrían los católicos en Alemania, añadiendo que por su parte Mussolini, en sus comienzos de lucha sindical, había publicado un folleto titulado: «Dios no existe», así como terribles blasfemias contra Jesús.
Sin embargo, se resistía a condenar. En primer lugar, uno de los internos del Collell, que tenía un retrato de José Antonio escondido en la mesilla de noche, siempre decía que éste era católico antes que otra cosa; y tocante a Mateo, parecía no sólo eso, sino incluso devoto, para no hablar de su conocimiento de la Biblia, que según Ignacio era sorprendente.
Por lo demás, mosén Francisco, a quien visitó en seguida, le dijo: «¿Mateo peligroso…? ¡Psé! Ya sabes que yo casi nunca estoy de acuerdo con mosén Alberto».
Tocante a las montañas, César no comprendía. A César no le cabía en la cabeza que pudiera quemar montañas ningún hombre. En el Collell se extasiaba viéndolas y nunca olvidaría cuando por Navidad quedaron vestidas de blanco. Y en cuanto a los árboles, ¡a veces creía incluso que tenían alma! En las noches que se había pasado rezando, a intervalos se asomaba a la ventana, y si había luna o si la bombilla del patio había quedado encendida, veía a los chopos agitar sus hojas, saludándole, o a veces parecía que descendían de ellos lentas lágrimas. ¡Nadie era capaz de quemarlos deliberadamente! Y desde luego, no había hablado aún de los cipreses, que a su entender eran los árboles que más motivos tenían para creer en Dios.
Y, sin embargo, el hecho estaba patente, los rescoldos por los montes. Y ahí estaban también los VIVAS de Falange en la Dehesa. Y además, los folletos. Incendios falangistas. ¿Qué pensar?
A César le costaba más que antes integrarse en la vida de los demás. Se sentía ausente. Sin embargo, observaba a Mateo y cuantas veces habló con él sacó buena impresión. Nada veía, serio, que oponer a cuanto decía. Sólo una de las frases de las octavillas le desagradó: aquella que decía: «La gente que sufre, odia». César admitió que por desgracia era así en muchos casos, pero que expresado en aquella forma podía dar a entender que tal odio era justo.
Mateo le contestó:
—Querido César, no pierdas de vista una cosa. Nosotros no nos dirigimos a personas como tú, que llevan cilicio, sino a obreros que son echados de todas partes por los bañistas y que, como dice tu hermano —tu hermano siempre habla muy bien—, «ven que su mujer envejece rápidamente, el agua les queda lejos y no saben dónde colgar la gorra».
César asintió meditativamente. ¡Qué complicado era aquello!
Desde el punto de vista práctico, sus proyectos eran menos definidos que el año anterior. ¿Calle de la Barca? ¿El otro taller de imágenes? Evidentemente, todo aquello le era ajeno, sin saber por qué. ¿Dormiría durante el día las horas de sueño que le robaba a la noche? Quién sabe. Vivía en otra orilla. De momento lo atribuyó al brusco cambio de decoración. Gerona, viniendo del Collell, desconcertaba un poco como cuando se llega a una gran ciudad. ¡Pero es que le parecía que vivían en otra orilla sus propios padres! Incluso Carmen Elgazu… Llegó a pensar que le dolía más profundamente el hecho de que ardieran los árboles que el de que Murillo —por fin se enteró de ello— formara parte del Comité del Partido Comunista. César experimentó gran angustia y por otra parte notaba que Ignacio se daba cuenta de ello. No sabía qué hacer. Al comulgar pedía serenidad. Por la calle se detenía al oír las campanas. Hubiera querido entrar con frecuencia en el cuarto de Pilar a pedir a San Francisco de Asís que le iluminara con los rayos que salían de sus estigmas; pero si Pilar no estaba presente… no se atrevía; y si estaba presente no quería distraerla de sus líricos ejercicios literarios.