En la ciudad, excepto Cosme Vila, Casal, Julio, el comandante Martínez de Soria y algunos más nadie había tomado en serio la Falange que podría llamarse local. Considerada en bloque —Castilla, Madrid y demás—, era otra cosa. Los extremistas de izquierda no cesaban de hablar de asesinatos y los extremistas de derecha la consideraban la FAI blanca. El hecho de que un movimiento de curiosidad se alzara aquí y allá para oír sus mítines, no ahogaba la íntima sensación de que los falangistas eran muy pocos y de que no constituirían un peligro nacional excepto en el caso de que desde el poder se les brindara la ocasión. En Gerona se había sabido en seguida que el hijo del Director de la Tabacalera —gran cabellera y camisa azul— llegó con intenciones de abrir brecha. El notario Noguer, don Santiago Estrada, mosén Alberto y demás prohombres consideraban a Mateo una cabeza juvenil, con cuatro ideas espectaculares, desconocedor de la psicología de la región. El Responsable y muchos obreros —trabajando o en paro— profetizaron que recibiría muchas palizas; en cambio, David y Olga creían que el virus sería más contagioso de lo que parecía. «La gente actúa por mimetismo, sobre todo en épocas de transición como ésta».
Algunas señoras se sentían atraídas, sin saber por qué. Falange tenía algo de clandestino, de misterioso y caballeresco. Mateo no se daba cuenta, pero a su paso despertaba algún suspiro de admiración.
Mateo se había propuesto llegar, lo más pronto posible, a la cifra de seis camaradas. Ello no lo consideraba imposible, pues a su entender en todas las poblaciones ocurría lo mismo: había unos cuantos muchachos que eran falangistas sin saberlo… Y otros manifiestamente simpatizantes, que leían los discursos de José Antonio con atención, pero que, faltos de un jefe inmediato, se mantenían pasivos. Se trataba, pues, de dar voces, fe de vida. «Por las barberías, por los cafés…» Al menor movimiento de simpatía que se notara, coger al catecúmeno por la solapa… y entonces ponerle a prueba. Decirle que Falange no le prometía ninguna ventaja, ni aumento de salario, ni aprobar los estudios sin esfuerzo; a lo más, algún disgusto serio. Darle a leer las Circulares, muy claras a este respecto. Si el muchacho, a pesar de todo ello, se cuadraba y exclamaba: «¡Arriba España!», se le entregaría el carnet.
El brazo derecho de Mateo era Octavio Sánchez, empleado de Hacienda, carnet número dos. Mateo, que dividía las inteligencias en elefantiásicas —Menéndez y Pelayo—, peso fuerte, peso mosca y peso pluma, clasificaba a Octavio en este último grupo. Entendiendo por peso pluma la facultad de escurrirse para pegar el primero.
Esto lo decía porque Octavio no se dejaba pillar nunca en falso. Cuando en Hacienda le hacían preguntas capciosas respecto de Falange, él contestaba con impecable rotundidad. Y lo mismo en la fonda en que se hospedaba.
En esta fonda, cerca de la Plaza Municipal, había ocurrido algo singular. Octavio, que siempre decía que era humanista, en el sentido de que prefería mil veces tomarse una copa en una tertulia que escalar un pico del Pirineo o penetrar en una gruta, había ido alargando considerablemente las sobremesas, en compañía del patrón del establecimiento y de su hija Rosario. Hasta que un día le dijo a la hija del fondista que la quería. La muchacha subió a su cuarto sofocada y volvió a bajar al cabo de un rato a confesarle que llevaba muchos días esperando la declaración. El patrón se mostró contento, pues consideraba que tener un pariente en Hacienda en ningún caso podía perjudicar.
La sencillez con que todo aquello había ocurrido, era abrumadora. Ahora Octavio llevaba camisa azul y su novia, Rosario, se la planchaba. Perfecto. Sentía gran simpatía por Ignacio y esperaba que una de las sillas del despacho de Mateo le perteneciera algún día. Mateo le decía: «No te hagas ilusiones. Ignacio lleva algo en la sangre que tira por otro lado».
Octavio no insistía. Octavio sentía un gran respeto por Mateo. Le consideraba Jefe y le hubiera obedecido a ciegas. Tenía perfecta conciencia de haber sido su primer camarada en la ciudad; de modo que cuanto más cargado de humo, de tensión y de circulares estuviera el despacho en que se reunían, más contento estaba de no ser simple funcionario de Hacienda, de contribuir, aunque fuera ceceando, «al amanecer de España». Con los Martínez de Soria se hubiera entendido muy bien, aun cuando le habían parecido un poco petulantes. Ahora le ocurría algo pintoresco. Conseguía hacer respetar Falange en Hacienda, en el Neutral, en todas partes… excepto en la fonda. En la fonda, el patrón, hombre de elevada estatura y enorme faja, le decía siempre, blandiendo la cuchilla del pan: «Escucha, Tavio. Como me metas a mi hija en jaleos, te devuelvo a Andalucía cortado en lonchas».
Mateo y Octavio habían puesto manos a la obra. La preparación de todas las demás fuerzas de la ciudad los estimulaba a ello. Mateo le dijo: «Hay que llegar a la cifra de seis. Seis hombres es poca cosa, pero en nuestro estilo bastan para abrir brecha. Seis falangistas en potencia existen seguramente en Gerona. Verás cómo en el plazo de un mes se presentan a nosotros».
El cálculo de probabilidades hecho por Mateo se reveló exacto. Veinticinco mil habitantes, no podían dar menos. La primera pieza cobrada resultó falsa; las demás, verdaderas.
La pieza falsa fue el teniente Martín. Se les ofreció, diciendo que ya en La Coruña había sido de Falange. Mateo se hizo el sordo. Quería eludir a los militares, sobre todo de la casta engomada del teniente Martín.
En cambio, aceptaron al hijo menor del profesor Civil. Lo cual era curioso habida cuenta que el profesor les había dicho a Mateo e Ignacio: «Ninguno de mis hijos será nunca falangista: les he dado formación clásica». Su hijo menor, Benito Civil, delineante en paro forzoso después de lo de octubre, ahora trabajando para los arquitectos Massana y Ribas, al enterarse de que Mateo iba a clase de Derecho con su padre se presentó en su casa y le dijo: «Camarada, me gustaría saber exactamente de qué se trata, pero en principio me parece que soy de los vuestros». Mateo le miró con fijeza. Por entonces el delineante estaba todavía parado. Mateo le dijo: «Falange no te promete encontrarte trabajo; al contrario, probablemente tendrás que ayudarnos a pagar algunas cosas».
Benito Civil parpadeó.
—¿Eres casado? —le preguntó Mateo.
—Sí.
—¿Tienes hijos?
—Sí. Dos.
—Pues piénsalo bien. Esto es peligroso.
—¿Por qué tan peligroso?
—Porque Falange ama a España sobre todas las cosas. Incluso sobre los hijos.
Benito Civil sintió un escalofrío. Su mujer le había dicho: «Déjalos. Esto no nos traerá más que disgustos». Pero algo le atraía, le mantenía de pie, en el despacho de Mateo, a la sombra del pájaro disecado.
Se llevó las Circulares a casa. Las leyó con apasionamiento. Benito Civil había intuido desde chico que no le bastaría vivir en Gerona, odiar la técnica y los judíos, que eran las ideas que su padre le había inculcado. Todo esto le parecía un poco desorbitado. Al leer en las circulares: «La idea de Patria es el término medio preciso entre el concepto local o regionalista —concepto raquítico— y el de supresión de fronteras o sociedad universal —concepto vago o quimérico—»; al leer: «Para nosotros, nuestra España es nuestra Patria, no porque nos sostenga y haya hecho nacer, sino porque ha cumplido los tres o cuatro destinos trascendentales que caracterizan la Historia del mundo: defensa de la Catolicidad, descubrimiento de América, etcétera…», Benito Civil se puso su americana a cuadros verdes —al delineante le gustaban las tintas de color— y andando algo encorvado, como su padre, el profesor, se presentó a Mateo y levantando el brazo, exclamó: «¡Arriba España!»
Ya eran tres. Se había avanzado la mitad del camino. El cuarto fue el hijo del doctor Rosselló. Miguel Rosselló empezó a sentirse falangista el día en que oyó a su padre hablar en contra de la Falange. «Cuando mi padre critica algo, es que es bueno…», se dijo.
El abismo humano abierto desde siempre entre el doctor Rosselló y su hijo era uno de los dramas telúricos de la ciudad. Miguel Rosselló seguía paso a paso las andanzas de su padre y le consideraba un ser indeseable, ganado por extrañas ambiciones personales. Cuando salía de su casa Miguel Rosselló miraba el cielo azul y ensanchaba sus pulmones. Rota la esperanza familiar, buscaba algo en que verter sus energías de estudiante. Un día leyó un discurso de José Antonio y se entusiasmó. Conoció a Octavio en el Neutral. Octavio le dijo: «Falange, a las personas como tu padre, que utilizan a los enfermos como medio, los condenaría a cadena perpetua o a algo peor aún». Miguel Rosselló quiso conocer a Mateo. Mateo miró el ojal de la solapa del catecúmeno, en el que brillaban una insignia de marca de coches.
—¿Eres aficionado a los coches?
—Sí.
—¿Por qué?
—Me gusta la velocidad.
Luego le preguntó Mateo por el resto de sus aspiraciones. Miguel Rosselló quería estudiar Medicina, «para salvar las personas que su padre destrozaba».
—No comprendo que hables así. Tu padre tiene fama de médico muy competente.
—Y lo es. Pero es un mal hombre.
—¿Te parece que un médico, antes que médico, tiene que ser hombre?
—Desde luego.
Mateo asintió con la cabeza. Le arrancó de la solapa la insignia Studebaker. Le dio a leer las Circulares: «Vuelve dentro de tres días». Miguel Rosselló, alto, casi imberbe, con cara de franqueza total, con mucha energía concentrada en las comisuras de los labios, volvió y gritó cuadrándose: «¡Arriba España!» Luego, al llegar a su casa, contó a su padre lo que había hecho. El doctor Rosselló le contestó: «Si no borras inmediatamente tu nombre, mejor dicho, tu apellido, de Falange, tendrás que buscarte otro techo». El chico le dijo: «Me buscaré otro techo».
El quinto camarada fue Juan Roca, estudiante de idiomas. Era hijo del portero de la Inspección de Trabajo —el competidor del subdirector en asuntos masónicos—. Se ganaba la vida dando lecciones de alemán y rellenando cédulas para la Diputación. Le gustaba todo lo alemán, empezando por el idioma y terminando por las máquinas fotográficas. Su padre le decía que el alemán era horrible, que sólo servía para recitar o cantar himnos. Pero Juan Roca continuaba estudiándolo, y enseñándolo, con la mejor voluntad.
Se presentó a Mateo porque estaba convencido de que Falange se inspiraba en las modernas teorías alemanas. Cuando Mateo le replicó que estaba en un error, que la mínima parte no española de la doctrina de Falange se había inspirado en Mussolini, el muchacho intentó hacer marcha atrás. Pero Mateo le detuvo. Le había gustado la mirada de Juan Roca. Le dio a leer las Circulares. Juan Roca las leyó y pensó: «Nada, nada, esto es alemán, por más que diga. O por lo menos podía haberlo concebido un alemán». Volvió al despacho de Mateo y extendió el brazo exclamando, sonriente: «¡Arriba España!» Mateo le dijo: «Antes de darte el carnet, asistirás a varias lecciones. En fin, tienes que liberarte de toda idea de extranjerismo».
El último fue Conrado Haro. Conrado Haro, el bonachón. Un chico de escalofriante buena fe, de familia muy modesta. Su padre era guardia urbano del Municipio. Conrado Haro quería ser marino. Todo lo que se relacionara con el mar le llegaba al corazón. Estaba desesperado porque la República no hacia nada en este sentido, porque tenía la marina abandonada. Cuando leyó en un retazo de periódico que Falange preconizaba que España volvería a ser grande por las rutas del mar, no vaciló un momento. Se presentó a Mateo. Mateo le dijo: «Es cierto. Ya lo ves, hasta el color de nuestra camisa es azul…» Conrado Haro gritó: «¡Arriba España!» En las Circulares entendió poca cosa. Los párrafos en que no se hablaba del «mar» se los saltaba. «Bien, bien, de acuerdo, de acuerdo», murmuraba. Mateo le admitió porque le vio un corazón puro, con un ideal concreto y dispuesto al sacrificio para realizarlo. Y se dijo que no cejaría hasta ver a Conrado Haro vestido de blanco en la cubierta de un barco.
* * *
Alcanzada la cifra de seis, Mateo pensó que era la hora de reunirlos. Apenas si se conocían entre sí. Octavio conocía a Rosselló, Roca y Haro se habían saludado alguna vez en la Rambla, Benito Civil era bastante mayor que todos ellos —veintinueve años, el viejo de la pandilla—. Era preciso presentarlos mutuamente y formar un bloque compacto. La idea de unidad era esencial.
A Mateo le encantaba la diversidad de procedencias y aun la diversidad de motivos que había impulsado a los seis camaradas. Y se dijo que entre todos formaban, en miniatura, un mundo completo. Octavio era la inteligencia instintiva y sutil, andaluza. Rosselló, el rebelde. Benito Civil, muy primitivo intelectualmente, pero de una conmovedora capacidad emotiva. Juan Roca de una gran tenacidad. Conrado Haro, el alma intacta. Cuando todas esas potencias espirituales se hubiesen identificado en un deseo común para la grandeza de España, Gerona empezaría a erguirse, y lo mismo se caerían de puro arcaicas las bravatas de El Tradicionalista que sonarían a hueco las panaceas de Casal, basadas en la producción y el transporte… Los Costa eran ingenuos, Estat Català estrecho de miras, el Responsable y Porvenir unos románticos peligrosos. El más peligroso… Cosme Vila, porque también su teoría era una concepción total de la vida. Por desgracia, basada en el materialismo, queriendo substituir los cuatro brazos de la cruz —los cuatro puntos cardinales, los cuatro elementos de la naturaleza— por la estrella de cinco puntas, que, según el profesor Civil, ya en la magia babilónica significaba ciencia perfecta, el poder perfecto, es decir, Dios.
Mateo se dijo que tenía que unir a los camaradas… y además a otras personas. Una idea romántica —y también peligrosa, probablemente— le hurgaba en el cerebro.
Y la llevó a la práctica. Organizó un baile en su casa, para su cumpleaños, día de San José. Le dijo a Orencia, la criada: «Seremos trece. Prepare trece tazas de chocolate».
Don Emilio Santos le concedió el permiso necesario. Don Emilio Santos fiscalizaba todos los actos de su hijo sin que éste se diera cuenta. A veces incluso cometía pecadillos indignos de sus plateadas sienes: escuchaba detrás de la puerta. Cuando Mateo y Octavio se quedaban solos en el despacho, don Emilio Santos se acercaba por el pasillo y escuchaba. Gracias a ello se enteró de lo que significaría aquella reunión, y de que las primeras manifestaciones públicas de la Falange gerundense… se efectuarían en junio.
¡Santo Dios! La cosa iba de prisa. Ahora que el rumor de los demás Partidos crecía como una ola… Ahora que el Partido Comunista tenía ya local, y propio, en la Plaza de la Independencia, un local magnífico en cuyo balcón un monumental rótulo rezaba en letras rojas: «Partido Comunista de Gerona».
Todo el mundo fue recibiendo las invitaciones para el baile. Los primeros, Ignacio y Pilar. Carmen Elgazu estuvo encantada. Le parecía muy natural que sus hijos se divirtieran. «Los bailes en una casa particular no me dan ningún miedo», dijo. Matías Alvear le replicó que si él había echado alguna cana al aire, había sido precisamente en bailes de casa particular.
Mateo les dijo a Ignacio y Pilar: «Habrá invitados sorpresa…» Ignacio le contestó: «¡Bah, no me digas! Octavio, Reselló, etcétera…» Mateo sonrió y añadió: «Y alguien más».
El personaje más emocionado ante la proximidad de la fiesta era Orencia, la criada. Orencia no hubiera podido justificar ante ningún juez por qué se había convertido en espía. Siempre fue una muchacha tranquila, y aun devota, de cerebro algo soñador, muy servicial. Por eso Carmen Elgazu la recomendó vivamente a don Emilio Santos. Pero… se puso en relaciones con Salvio, porque la muchacha se quería casar y Salvio era un hombre guapo y formal. Y ahí empezó la cosa. En cuanto supo que su novio era comunista, estimó su deber contarle de pe a pa las andanzas de Mateo. «Tendrías que advertir a Cosme Vila de que ya son seis afiliados, y que además…» «¡No me hables de Cosme Vila! —le interrumpía Salvio—. Yo soy trotskista». Orencia se quedaba perpleja y pensaba que el día en que pudiera entrar en el despacho de Mateo consultaría en el diccionario lo que significaba aquella palabra.
El día del baile se propuso no perder detalle de cuanto ocurriera. Mateo le había rogado que, a pesar de ser San José, se quedara para servir a «los invitados». En compensación, luego tendría dos tardes libres.
A medida que «los invitados» fueron llegando, los iba mirando uno por uno, haciéndose a sí misma comentarios de una violencia inexplicable.
Allí estaba el señorito de la casa, Mateo, con zapatos nuevos, para causar impresión. Allí el hijo del profesor Civil, con su mujer, ésta con una cara de boba que no podía con ella. Allí el de Hacienda, con su novia, mosca muerta que en la fonda debía de hacer propaganda de Falange. Allí Alvear hijo, éste sí que era un tipo fino, que sería abogado y se negaba a afiliarse. Allí Pilar, gordita y mocosa, comiéndose con los ojos a Mateo. Allí Rosselló, de la última hornada, con sus hermanas, señoritas que no sabían lo que era fregar un plato… ni pasarse una tarde de fiesta preparando trece tazas de chocolate. Allí un tal Juan Roca, más feo que un demonio. Allí un tal Conrado Haro, que parecía un niño de teta…
¡Ale, a merendar, junto al pájaro aquel, que también era un detalle! Y la fotografía de José Antonio, presidiendo.
Mientras se oyeron las cucharillas y los platos, la criada cultivó su mal humor. Pero… luego ya no pudo. En cuanto oyó que se apartaban las sillas y vio que se encendían todas las luces de la casa, se detuvo. ¡De repente la gramola se puso en marcha! Un tango. Los primeros compases se los tragó con un poco de rabia. Pero de pronto, al oír el frufrú de los que bailaban, se puso sentimental, entornó la puerta de la cocina, se quitó el delantal y se puso a dar lánguidas vueltas, sola, abrazaba a un Salvio imaginario.
Nadie pensaba en ella. ¡Perra vida, mientras una está soltera! Los invitados vivían cada uno su tango. ¡Qué piso, qué muebles! Se bailaba en el despacho, en el pasillo y en el comedor, habilitados al efecto. Un vértigo magnífico se había apoderado de la casa.
«Grand complet». Ignacio le había dicho a Pilar: «Ya ves quién tenía razón: ahí están los invitados sorpresa». Y le indicó a Rosselló y sus hermanas, a Octavio, a los demás con camisa azul. Pilar tuvo que aceptar el hecho. Sin embargo, ¿qué le importaba? Le bastaba con Mateo. ¡Magnífico vértigo, a fe! Sobre todo cuando, bailando los demás en el despacho y en el comedor, ella y Mateo se quedaban solos en el pasillo. En estos casos Mateo se detenía, estrechándola más contra sí. Pilar sentía la frente del muchacho rozar sus sienes, entremezclarse los cabellos, que los pies ocupaban una sola pieza de mosaico.
También Mateo se sentía eufórico. Por fin había podido acercarse a Pilar sin que Carmen Elgazu zurciera calcetines al lado. ¡Ni una sola llama en la casa, y tenía que secarse la frente sin cesar con su pañuelo azul! Pilar llegó enfundada en un espeso abrigo. Sin embargo, debajo de él apareció un vestido increíblemente escueto y fino. La mano de Mateo temblaba en él. Temblaba incluso cuando intentaba encender la pipa con el mechero de yesca, artefacto que arrancó gritos de entusiasmo de las hermanas de Rosselló.
La nuera del profesor Civil revivía veladas de soltera. Octavio canturreó flamenco con un estilo que, al superar el de la gramola, levantó hasta el máximo el clima de la reunión. Ignacio, completamente entregado a la alegría natural de la casa, recordaba como pertenecientes a otra vida aquellas otras tardes de domingo en que dejaba lo mejor de sí mismo en una habitación rosa, con Canela. ¡Qué sabor acre le quedaba a uno en el paladar, y, luego, qué sensación de muerte en el alma! Tener amigos como los de ahora era tener alma, vivir.
Le pareció muy raro bailar con su hermana. La encontró mucho más alada de lo que se figuraba. «¿Te diviertes?», le preguntó. Pilar le contestó: «No lo digas a nadie, pero soy completamente feliz». Ignacio le dio un beso en la frente.
De repente, cuando nadie lo esperaba, sonó el timbre de la puerta. Mateo fue a abrir: era Marta. La criada pensó: «Ya sabía yo que faltaba una taza».
Marta vestía de negro, como siempre, y calzaba tacón alto. Los cabellos desmayados, como nunca, a ambos lados de la cara. Pálida, flequillo hasta las cejas, ojos serenos y lentos, mano emotiva que fue estrechando una por una las diestras de los demás. Sonreía con timidez y al mismo tiempo con algo de íntima seguridad.
Ignacio recibió una de las más fuertes impresiones de su juventud. Procuró aislar a Marta de todo cuando aludiera al Tribunal Militar de Represión, al asistente que tenía orden de acompañarla a galopar por la Dehesa, a la distancia que ella y su madre establecían entre sus vidas y las de sus semejantes. La admitió como una aparición, como algo hermoso y serio que surgía del fondo de una antigua ciudad y que venía a su encuentro en aquella tarde de San José, cruzando aquel umbral y estrechándole la mano también a él. A Benito le preguntó: «Tú eres el hijo del profesor, ¿verdad?» Al llegar a Ignacio le dijo: «Y tú eres Ignacio…» Pilar esperó en vano que dijera: «Y tú eres Pilar…» Pensó que tal vez la desconcertara la flor que llevaba en el pelo.
Y no era así. Cuando Mateo las presentó, diciendo en tono algo solemne: «Marta, ahí tienes la amiga que te mereces», Marta sonrió a Pilar con evidente deseo de resultarle agradable. Y cuando, enterada Marta de que Octavio había nacido en Sevilla e Ignacio en Málaga, levantó el brazo y acercando sucesivamente su taza de chocolate a los labios de los dos muchachos les dijo: «Brindemos por Sevilla y Málaga», Pilar quedó pasmada ante aquella osadía, pero reconoció que la chica lo hizo con perfecta naturalidad. En cambio, Octavio protestó contra que se brindara por Andalucía con chocolate. «La próxima fiesta la daré yo y se harán las cosas como es debido».
Perfecta reunión. En otros lugares —cines abarrotados, Ateneo Popular— la tarde festiva avanzaba con más torpeza. Muchas personas —en la UGT, en Estat Català, en el Partido Comunista— hablaban de Unión; trece personas, en casa de Mateo, la habían conseguido.
Sin cortar con los Costa, que también la habían conseguido entre el paisaje nupcial de Mallorca.
En cuanto Ignacio asió a Marta por la cintura observó que la chica bailaba guardando las distancias, pero estrechando fuerte la mano. Hija del comandante Martínez de Soria, pensó. Sin embargo, nada en su espíritu se rebeló ante esta idea. Por lo visto, los prejuicios de antaño habían muerto en él.
Únicamente recordaba con absurda insistencia a sus dos hermanos, de Valladolid. Tan parecidos uno al otro, con la camisa azul, con el pequeño revólver invisible en la cadera. Pero Marta era menos irónica. Al escuchar prestaba gran atención. Si comprendía, asentía con viveza; si no, levantaba la mano para apartarse el flequillo a uno y otro lado de la frente. Mateo, que no cesaba de observarla, supuso que Ignacio debía de desconcertarla un poco, pues hablando con él la chica se apartaba el flequillo con inquietante regularidad.
Se bailó hasta las ocho, hasta que la mismísima gramola quedó afónica. Entonces se pasó al despacho, volvieron a colocarse las sillas, el coñac substituyó al chocolate. La intención era criticar un poco, y quedó cumplida. ¡Pilar opinó que aquello era peor que el taller! Octavio contó fabulosas historias de su tierra, de mujeres que para ir a los toros vendían el colchón.
Mateo quería evitar a toda costa que se hablara de política. Pero no pudo evitar que la mujer de Benito Civil, aludiera a San José —«su santo preferido»—, lo cual originó que Octavio, medio ateo, soltara un par de bromas sobre el florecimiento de ciertas varas que escandalizaron a la concurrencia. La nuera del profesor Civil se prometió a sí misma no asistir nunca más a una de aquellas reuniones; junto con la criada, fue el personaje trotskista de la fiesta Pilar estuvo muy brillante explicando el error en que incurren los hombres al suponer que a las mujeres les gusta vestir bien para que ellos las vean. «Nos gusta principalmente hacer rabiar a las otras mujeres». Las hermanas de los estudiantes asintieron calurosamente. Ignacio repuso: «¡Así, pues, Marta se puso un collarete blanco sobré jersey negro para haceros rabiar a vosotras!» Todo el mundo se rio. Marta, abiertamente, y al final, ante el regocijo de todos, confesó que era cierto.
La novia de Octavio, Rosario, se rio, pero con timidez. En la fonda, la mayoría de los clientes eran como su padre: hubieran pedido vino tinto en vez de chocolate y hubieran hablado de pesca o de platos de estofado en vez de hablar de San José. Por eso le estaba agradecida a Octavio, porque elevaba su nivel en sociedad. Y por ello, al mirar de vez en cuando el retrato de José Antonio, que había quedado a su izquierda, pensaba que desde luego era más distinguido que el Responsable.
Rosario daba por descontado que allá todo el mundo era falangista, y suponía que no sólo Marta, sino incluso la mujer del delineante, y desde luego Pilar, se sabían de memoria lo que significaba «Régimen gremial o corporativo» en vez de «sindicatos políticos» como repetía siempre Octavio. Le daba mucho miedo ponerse a estudiar todo aquello, pero temía aún más no hacerlo. «Porque yo debo ser distinta de las demás, pero la verdad es que me arreglo para Octavio y no por las demás mujeres».
Rosselló y Juan Roca, Haro y Civil se inspeccionaban unos a otros con gran curiosidad. Ardían en deseos de poder hablarse, comunicarse sus respectivos entusiasmos. Preguntarse: «Qué, ¿has leído el último discurso?» «¿Sabes lo que significa hacer guardia en los luceros?» Pero tuvieron que limitarse a cambiar miradas de solidaridad.
Dos de ellos —Rosselló y Roca— sabían que en la reunión había un disidente: Ignacio. Se mostraban agresivos con él. Ignacio fingía no darse cuenta. Mateo pensaba: «Como el tema suba de tono, se va a armar la de San Quintín». Menos mal que Marta abrió y cerró el asunto en un santiamén. Al enterarse de que Ignacio era más bien socialista, exclamó: «¡Oh, así no hay pega! En Valladolid todos los socialistas se pasan a Falange». Ignacio se mordió los labios. Y como arma de venganza, eligió tomar la palabra, olvidando el consejo de mosén Francisco, y deslumbrar a Marta, a Octavio, a los catecúmenos y al propio don Emilio Santos, el cual acababa de entrar, de regreso del Neutral. Habló durante bastante rato, solo, ante el entusiasmo de Pilar, que pensaba: «Vaya hermano de categoría que tengo». Habló de temas diversos, que no tenían nada que ver ni con el socialismo ni con Valladolid. Habló del Banco, de donde dijo que empleados que habían trabajado juntos ocho horas diarias durante años no tenían nada común, y verían la desaparición de unos y otros sin hacer un solo comentario. Habló de la carrera de Derecho, que estudiaba con el máximo interés porque enseñaba a no levantar los brazos a mayor altura que la cabeza. Habló de Teresa Neumann, diciendo: «Es aún más importante que aquel soldado francés de la guerra del catorce que recibió simultáneamente cinco heridas: dos en las manos, dos en los pies y una en el costado izquierdo. O sea exactamente las cinco heridas de Cristo». Finalmente habló del baile moderno, diciendo que su ritmo era desde luego obsesionante, pero que a su entender al final ganaría la batalla el jazz puramente melódico, y el ritmo sudamericano.
Ignacio se consideró satisfecho y Rosselló y Roca, nada rencorosos, sonrieron cordialmente. La claudicación de éstos alegró más aún a todos los componentes de la reunión, los cuales olvidaban por completo que era hora de ir a cenar.
Éxito total. Mateo, el más contento de todos. Ya eran «seis» perfectamente unidos, Pilar estaba encantadora. La idea de invitar a Marta había sido afortunada —Marta quedaba incorporada al grupo, sobre todo a Pilar—. Ignacio había conocido de cerca a sus hombres y algo recordaría de todo aquello. ¿Qué más podía desear por trece tazas de chocolate?
También Marta estaba contenta. Y en todo el discurso de Ignacio sólo se apartó el flequillo una vez: cuando oyó que varios hombres podían trabajar juntos ocho horas diarias durante años, y continuar siendo absolutamente extraños entre sí, sin cederse uno al otro un milímetro de corazón.
En cuanto a lo de Teresa Neumann, le interesó en grado sumo, a pesar de las sonrisitas de Octavio. «El primer estigmatizado visible fue San Pedro». ¿Qué significaba todo aquello? Sería preciso pedir detalles. Era hermoso, e Ignacio parecía estar muy documentado. Don Emilio Santos, llegado después del paso de los socialistas vallisoletanos a Falange, dio por bien empleado el gasto de la fiesta y se congratuló del buen sentido de todos. «Por ahora Mateo me da pocos disgustos, a pesar de las flechas». Por otra parte, Pilar le gustaba mucho. Si en vez del corte hubiese estudiado mecanografía, la hubiera empleado en la Tabacalera. La mujer del delineante era la única que sentía mal sabor. Creía que su marido se había metido con gente «demasiado lista», de lo que no tenía ninguna necesidad, sobre todo ahora que ya trabajaba. A don Emilio Santos le hubiera dicho: «No se haga ilusiones. Los disgustos van a llegar».