Capítulo IX

Al día siguiente José dijo que podría quedarse ocho días, si no les importaba. Estaba encantado con toda la familia y además tenía algo que hacer.

Por su parte, Ignacio, después de consultar con sus padres, se fue al Banco con la idea de pedir al director que aquellos ocho días se los diera de vacaciones, a deducir de los quince anuales que le correspondían. De este modo podría acompañar a José.

El director no tuvo inconveniente. Siempre se mostraba amable con él.

—En realidad —dijo—, menos competencia para los turnos de verano. ¡Anda! Divertíos mucho.

—¿Quién es ese primo tuyo? —le preguntaron los empleados—. ¿También seminarista?

—No por cierto —contestó Ignacio.

Matías, en Telégrafos, comentó: «Tengo uno de mis sobrinos aquí. Un chico estupendo».

De regreso a casa, Ignacio iba pensando en el programa que podía ofrecer a su primo. Desde luego, una cosa se imponía: presentarle a Julio García. ¡Canela fina una discusión entre ambos! Luego al campo de fútbol, la piscina que se había empezado a construir al norte de la Dehesa, la plaza de toros. Tal vez quisiera bañarse en el Ter, aunque el agua estaría aún muy fría. Los tres cines, el teatro. ¡El baile de las modistillas! José se haría el amo. Ni chóferes ni panaderos ni nadie. Tal vez jugara bien al billar.

Tocante a las instituciones de postín —Casino, etc…— era de suponer que no le interesarían. Y las bibliotecas tampoco. Y en cuanto al Museo Diocesano… José fue escuchándole mientras se desayunaba:

—¡No te preocupes! Habrá tiempo para todo. Sí, sí, desde luego al policía ese me lo traes. O vamos allá, lo mismo da. ¿Casino…? ¡Ni hablar! ¿Ves? Eso de los Museos me gusta, aunque no lo parezca.

¿Mosén qué…? ¿Roberto, Alberto…? ¿Es catalanista? ¡Vaya, no faltaba más! ¿Y dos para cuidarle? ¡Ejem, ejem! ¿Piscina…? ¡Si hay sirenas, cuenta conmigo! ¡Plaza de toros! ¿Qué…? ¡Bien, bien, lo que tú digas, lo que tú digas!

—De todos modos —añadió, en cuanto se hubo tomado el café, levantándose—, esta mañana, nada. Esta mañana he de entrevistarme con unos camaradas.

Ignacio se quedó perplejo.

—¿Cómo?

—Nada. Es un encargo del Partido. «Ya que vas para allá, pues aprovecha».

—Pero… ¿qué camaradas? ¿Conoces gente de la FAI aquí?

—Nadie. Pero los conoceré. Traigo una dirección. —Sacó un papel.

—A ver.

—Rutila, ochenta. ¿Qué es eso? ¿El local?

—¿Local…? ¿Rutila? No creo. Eso está pasados los cuarteles de Artillería, un barrio extremo.

—Me extraña. Porque aquí lo primero que se hace es esto, tener un local.

—Pues no. De todos modos —añadió Ignacio—, ¿irás ahora?

—¡Toma! Primero el deber. Hecho, hecho está.

—Bien, bien.

—Tú esperas aquí. Y ahora me indicas esa calle.

—Desde luego. Ven. Desde el río la verás.

De buena gana, Ignacio le hubiera acompañado. «¡Ya que vas para allá, pues aprovecha!» ¿Qué diablos se le habría perdido a su primito en Gerona?

En cuanto José hubo salido, Carmen Elgazu apareció en el marco de la puerta de la cocina.

—Esto no me gusta.

—¡Bah! ¿Por qué? Cada uno tiene sus ideas.

—Sí, ya. Tú no los conoces. ¡Si conocieras a tu tío! Simpático, no se puede negar. Como José. Pero por la política pierde la cabeza. Son capaces de cualquier cosa. Celebra que César no esté aquí; ya ves lo que te digo.

Ignacio se puso repentinamente serio, pues recordó que su madre le había hablado precisamente del hambre que habían pasado los Alvear. Pero no dijo nada.

Carmen Elgazu se quedó pensativa. ¡Le temía a la posible influencia de José sobre Ignacio! Había llegado en un mal momento. Además, le faltaban dos meses para los exámenes y lo que Ignacio tenía qué hacer era estudiar.

Éste se cansó de estar en su cuarto y salió al balcón. Lucía un sol espléndido. La Rambla estaba desierta a media mañana. Los limpias se paseaban aburridos. Algún viajante, con los brazos tocando el suelo bajo el peso de los muestrarios. En el club de los oficiales se veía a un capitán joven coqueteando con una caña de bambú.

Ignacio pensó:

«Si pasara el cuello de cisne…» Pero no. Mujeres que regresaban de la compra. ¡Doña Amparo Campo, su sirvienta cargada como los viajantes! Le tintineaban los brazaletes. Doña Amparo Campo saludó a Ignacio con una ancha sonrisa. Vista así, a distancia, parecía menos vulgar. Tenía algo, desde luego. Pero ¡qué fardo de vanidad! Debía de ser terrible andar con tanta vanidad a cuestas, día y noche.

José regresó a mediodía en punto. Ignacio iba a preguntarle: «¿Qué tal la entrevista?», pero no hubo necesidad. El muchacho regresaba hecho un basilisco.

—¿Qué ha pasado?

José había hablado con el jefe de la CNT en Gerona, que al parecer lo era a la vez de la FAI. Le llamaban El Responsable. ¿Responsable de qué…? «Nada. Una especie de burgués». De anarquismo sabía menos que el soldado del Cocodrilo.

—Cree que basta con echar pestes contra los santos. «¿Nos traes armas?», me ha preguntado en seguida. Y no creo que haya manejado una en su vida.

Ignacio se interesó mucho.

—Ven a mi cuarto —le dijo— y hablaremos. Siéntate. —Se sentaron cada uno en una cama—. Así que… ¿mala impresión?

—¡No tienen la menor técnica! Nada. Unos fanfarrones, nada más.

—Pero… a ti también te gustan las armas…

—¡Toma! ¿Crees que en Madrid dan caramelos?

—Claro… —Ignacio prosiguió—: Aquí, desde luego no sé si tendrán técnica, pero sé que el número de afiliados es bastante crecido. Se reúnen en un gimnasio. Me refiero a la CNT. ¿Quién es ese Responsable?

—No sé. Se llama Agustín. Trabaja en una fábrica de alpargatas.

—¿Agustín…? ¿Alpargatas…? —Reflexionó un momento—. ¡Espera! ¿Es un hombre que tiene dos hijas… muy deportistas, rubias?

—Pues… no sé. ¡Sí, eso creo! He visto a dos rubias por allí.

—¡Claro, ya sé quién es! Sí, vive en la Rutila. Pero no sabía que fuera… Uno del Banco le conoce mucho.

—¿Y qué dice?

—¡Nada! Una de las dos chicas le gusta, pero hay un sargento que está antes que él.

—¿Sargento…? ¡Exacto, lo de siempre! Supresión de las fuerzan armadas, y su hija dándole el pico a un sargento.

—¿Sabes lo que diría Julio García?

—¿El policía ese sabio?

—Sí. Diría que es el temperamento.

—¿Qué temperamento?

—El nuestro. El español.

—¡Al cuerno, pues, con el temperamento español!

—¿Ves? Tú haces lo mismo.

—Bueno, vas a ver la que se arma. Ahora hablemos de otra cosa —prosiguió, molesto por todo aquello—. ¿Tú tienes novia?

Ignacio se había puesto de buen humor.

—Yo no. ¿Y tú?

José se levantó.

—¿Yo…? Imposible. Me gustan todas. —Se hubiera dicho que había olvidado por completo al Responsable—. Figúrate —añadió— que me gusta hasta la mecanógrafa que vive con mi padre.

José era el primer chico experimentado en la materia con que Ignacio se encontraba, y con el que podría desahogarse sin vergüenza. Tenía el proyecto de preguntarle muchas cosas… Por de pronto, le explicó que a él también le gustaban todas, pero que echaba de menos una novia.

Le habló de las chicas de la Academia. «Son más feas que yo», dijo. Habló de otras que conocía, pero que no tenían nada en la cabeza. «Es, igual, es igual —le interrumpía José—. En la cabeza es igual». Ignacio se reía y le habló de la gitana, que vendía cortes de traje tarados y que posaba para los pintores de la ciudad. Una belleza.

—¿Es verdad que con las gitanas no hay nada que hacer? —le preguntó Ignacio.

—Chico, las de aquí no sé… Pero en Madrid, si abres la cartera…

Luego Ignacio se decidió a hablarle de lo que le había ocurrido con la chica de cabellos larguísimos, «hija de gran familia».

—Es una tontería; porque yo soy como tú, un don nadie, desde el punto de vista postín. Pero ¡qué quieres! Ahora mismo, en el balcón, mientras te estaba esperando pensaba: «Me gustaría verla pasar». ¿Tú qué opinas?

Entonces José le demostró que entendía algo de la vida. Pareció que volvía a pensar en el Responsable o, por lo menos, puso la misma cara. Ignacio había temido que le llamara snob y, por el contrario, a José le pareció todo aquello muy normal.

—A todos nos ocurre —dijo—. No hay ninguno de nosotros, ningún pobre, que en un momento dado no sueñe con la hija de un abogado o en una princesa. Si yo te contara… Y es que —añadió— todavía no las conocemos lo bastante. Si las conociéramos, ya no nos tomaríamos esa molestia. —Pareció que el tema le iba gustando—. Son víboras, que andan por el mundo restregando su vanidad por las narices de los pobres. En España las hay de dos clases: las que declaran francamente que lo son, descendientes de Isabel la Católica, que pasan delante de uno como si uno fuese una mosca, y las que lo disimulan bajo la capa de las Conferencias de San Vicente, o de los hospitales, o de la Cruz Roja. Éstas son las más peligrosas y las hay en todas partes: Barcelona, Madrid, Gerona, Andalucía. Sonríen con tanta naturalidad, que el proletario cree que son seres humanos; pero debajo del hábito llevan un látigo por si se les acerca demasiado.

—¡Contra esto luchamos!, ¿comprendes? —añadió José, exaltándose inesperadamente—. ¡Ni socialistas, ni radicales, ni jurados mixtos ni los cuernos de Lenin! ¡Arrasar esas víboras como pulgas! ¿Crees que con gente como tu padre esto se iba a terminar? ¿Y con gente como tu hermano? ¿Qué hará tu padre toda la vida? Cursar telegramas que digan: «Princesa del Campo de Velasco de la madre que la parió: el partido de golf será el sábado a las tres». ¿Qué hará tu hermano? Confesarlas. Seis Ora pro nobis y se acabó. Al cielo. Y los proletarios, ¿qué? Tocándonos lo que tú sabes. Más de doscientos años llevamos así. Y tú trabajando en un Banco por veinte duros al mes.

Ignacio estaba impresionado, a pesar de que José por un lado se quejaba de que el Responsable le pidiese armas y por otro decía que había que arrasarlo todo.

Quiso cambiar de conversación. Verdaderamente, José era un exaltado, era de una espontaneidad escalofriante. A veces los del Banco hablaban en forma parecida, quizá no tan rotundamente. La corbata ponía sordina a muchas cosas. Y por lo demás, había una diferencia: si ellos hubieran podido casarse con una princesa sin temor a hacer el ridículo, se habrían casado. En cambio José… ¿José no…? No, desde luego. Ignacio pensaba que allí estaba la diferencia. Los del Banco hablaban por hablar, se veía que nunca la acción seguiría a la palabra, que nunca arrasarían a nadie si ello implicaba jugarse el pellejo; en cambio, José se lo jugaría a cara o cruz. Ahora parecía un tigre enjaulado, con sus negros ojos relucientes y el espejo del armario repitiendo hasta el infinito sus gestos. Iba en mangas de camisa. Los tirantes le subían o bajaban según hablase de Isabel la Católica o de los jurados mixtos.

Ignacio le preguntó:

—Dime una cosa. Nunca te has preguntado… ¿por qué eres así?

José le miró, tosiendo con impaciencia.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir… cuándo empezaste a tener esa manera de ver las cosas.

—Ya te dije que desde que me parieron.

—Bueno, bueno. Eso es una frase. —Marcó una pausa—. Te lo preguntaré de otra forma. ¿Es que de pequeño viste algo que te quedó grabado?

José se tumbó en la cama y se puso a fumar en esta posición.

—Sí, ya sé por donde vas. Si hubiese nacido en Palacio, sería rey.

Ignacio asintió con la cabeza, aunque su primo no lo viese.

—Exacto.

José guardó silencio un momento.

—Pues verás… Eso del Palacio es verdad a medias, a mi modo de ver. A mí siempre me ha parecido que yo lo llevaba en la sangre.

—Pero si fueras rey…

—¡Entiéndeme! Desde luego no sería de la FAI. Pero sería revolucionario de otra manera… ¡Qué sé yo! A lo mejor me cargaría a los ministros uno tras otro.

Ignacio se rió. Pero luego se quedó pensativo de nuevo.

—Así… que tú crees que las ideas políticas se llevan en la sangre…

—Todo se lleva en la sangre.

Ignacio dijo:

—En ese caso… ¿qué responsabilidad hay? —Marcó una pausa—. ¿Qué culpa tienen las señoras de las Conferencias de San Vicente de Paúl?

José encogió las piernas y las cruzó una sobre otra, balanceando el zapato.

—¡Caray, primito, no tienes un pelo de tonto! Pero… —de repente se incorporó y se sentó frente por frente de Ignacio, con los pies plantados en el suelo—. Eso no es una razón, ¿comprendes? Hay que arrasar lo que sea, para el bien de la humanidad. Para que mañana la sangre sea otra. No vamos a andar con microscopios para ver si los glóbulos tal y si los glóbulos cual. El que la hace la paga, y se acabó. Si tiene la culpa él, ahí lo tiene; y si la tenía su padre, lo lamento.

Ignacio meditaba. Se le antojaba que su primo era un exaltado… en la forma, pero que en lo más hondo de lo que decía latía un punto luminoso de verdad. Un ansia de justicia que…

Ignacio oyó que la puerta del piso se abría y reconoció el ruido característico que hacía su padre con las llaves. ¿Cómo era posible que su padre fuera tan distinto de José? Pensó en doña Amparo Campo. ¿Por qué extraños caminos —de sangre, tal vez— había llegado a querer ser una señora, a querer figurar y humillar a su criada? Había nacido en un pueblo de Ciudad Real, en una especie de pesebre… sin aliento de asno y buey. Pensó en el Responsable. Ya lo creo que sabía quien era. Lo mismo que José… pero con más años a la espalda. Consideraba burgueses incluso a los obreros en paro del bar Cataluña. Varios muchachos jóvenes le escoltaban siempre, pegados a sus pantalones. Claro, claro, eran los de la FAI. ¡Así que el Responsable era a un mismo tiempo jefe de la CNT y de la FAI… y pedía armas! ¡Bah…! Y sus hijas, las dos rubias del Responsable… eran muy populares y llamativas. La del sargento era conocida por toda la ciudad. Las llamaban «las vegetarianas» y siempre andaban por el Ter.

Ignacio vio la huella que José había dejado en la cama. Era más profunda que la que acostumbraba a dejar César. ¿Por qué el recuerdo de César le asaltaba cada dos por tres? Claro, todo estaba lleno de él, especialmente aquella habitación.

José preguntó:

—¿Me da tiempo de escribir una carta antes de comer?

Una carta… Ignacio pensó en la última que se había recibido del Collell. César escribía que todos los jueves por la tarde era el encargado de recoger las pelotas en las pistas de tenis. Los internos jugaban y él recogía las pelotas. Decía que no conseguía entender una palabra de lo que hablaban; mejor dicho que no entendía su manera de contar por sets. Treinta iguales, treinta cuarenta. «¿Qué diablos querían decir?»

De todos modos, estaba contento. Hacía ejercicio al aire libre. ¡Vaya por Dios! Ignacio vio que José se agachaba para recoger un papel. Entonces recordó muchas otras cosas de César. Por ejemplo, que llevaba cilicio. Sus padres lo ignoraban, pero era así. Un día Ignacio le vio en la cama: llevaba cilicio. ¡Horrorizaba pensar que a lo mejor lo llevaba al agacharse, cuando recogía las pelotas de tenis! Todo aquello era un modo de expresión muy distinto del de José, y tal vez en el fondo uno y otro persiguieran lo mismo.

Matías llamó a la puerta de la habitación.

—¿Qué hacéis, tunantes? ¿Es que no oléis el arroz?

Ignacio y José se levantaron y abrieron la puerta. Matías estaba allí, con los auriculares de la galena. Les había puesto un cordón larguísimo para poder pasearse por todo el piso.

Después de comer, Nuri, María y Asunción, en vez de llamar a la puerta de abajo, llamaron a la del piso. Entraron en el comedor remoloneando, conducidas por Pilar y como dirigiéndose al cuarto de ésta. Matías comprendió y dijo:

—Mira, José. Estas amigas de Pilar quieren conocerte.

José miró a las tres chiquillas sonriendo.

—Son muy guapas —dijo—, aunque no tanto como Pilar —añadió.

—¡Oh, oh…! —Y todas entraron precipitadamente en la habitación.

Pilar se había pasado todo el almuerzo contemplando a su primo, un poco molesta porque él prefirió hablar de Inglaterra —de la miseria de algunos barrios de Londres— y de Norteamérica —los linchamientos de negros— a interesarse por ella, por lo que hacía en las monjas y por si la había imaginado tal como era o un poco más baja.

De tal modo, que a los postres la chica quiso dejar sentado que también entendía algo de aquellas discusiones.

—José… —dijo—, ¿en Madrid también persiguen a las monjas como aquí?

—¿A las monjas?

—Sí.

—¿Quién persigue a las monjas?

—El Gobierno.

—¿El Gobierno?

Pilar se ruborizó.

—Sí. La Madre nos ha dicho que ha salido una ley.

Matías intervino.

—Claro, claro —explicó, mirando a José—. Pilar se refiere a la Ley sobre las Congregaciones. —Movió la cabeza—. Un poco dura, en efecto.

—¿Esas cosas os cuenta la Madre?

Pilar prosiguió, evidentemente dispuesta a continuar ocupando el primer plano.

—También nos ha dicho que hoy hay un mitin para protestar contra eso.

—¿Un mitin…?

Esta vez fue Ignacio quien intervino.

—Hoy hay un mitin, desde luego. De la CEDA. Y hablarán de esa Ley. Pero —añadió— no creo que sea el tema principal.

José le preguntó:

—¿Ah, no…? ¿Hay otros… más importantes aún?

Ignacio alzó los hombros.

—Todo en conjunto. Quieren protestar… contra la Enseñanza laica, el Estatuto Catalán. Y las concesiones a Vascongadas. —Miró a su madre e inclinó la cabeza— y a Navarra. Contra… ¡Ah! Lo principal, es pedir la amnistía para los militares que se sublevaron en agosto.

Matías preguntó:

—¿Dónde dan eso?

Ignacio dijo:

—En el Teatro Albéniz. Los demás locales son pequeños.

José se olvidó de Pilar y de que el fin de aquel mitin era tranquilizar a las monjas. Se interesó por la CEDA.

—¿Qué tal marchan aquí? —preguntó—. En Madrid se gastan millones para propaganda.

Matías dijo:

—Aquí… para ellos es un hueso, por el asunto separatismo, ¿comprendes? Pero en fin, hay gente que los sigue, ¡qué duda cabe! Gil Robles tiene prestigio.

José meditó un momento.

—Ya sabréis que el Partido lo fundaron los jesuitas, supongo…

Carmen Elgazu abrió los ojos, pero ante su asombro Matías asintió con la mayor naturalidad.

—Sí, sí, ya lo sabemos.

—¿Por qué dices eso, Matías? —intervino la mujer.

Matías se volvió hacia Carmen Elgazu.

—Porque es lo cierto, mujer. Los jesuitas son los que aconsejan a Gil Robles.

Pilar intervino, inesperadamente.

—De eso, la Madre no ha dicho nada… —Todos se volvieron al oír su voz y ella sonrió con coquetería.

Poco después entraron Nuri, María y Asunción, y José se disponía a darles detalles sobre la familia de Burgos. Pero entonces el timbre de la puerta volvió a sonar. Ignacio fue a abrir. ¿Quién era? Matías y Carmen Elgazu reconocieron en seguida la voz de mosén Alberto.

—Es mosén Alberto… —informó Matías a su sobrino. Supuso que a José le divertiría tener un sacerdote tan cerca.

Pero no fue así. José, al oír la palabra mosén, arrugó el entrecejo.

—¿Va a entrar aquí? —preguntó.

—Claro.

Se le veía dudar.

—Bueno… —dijo, con brusquedad—. Si me permitís me iré a mi habitación a escribir unas cartas.

Y levantándose se dirigió al cuarto de Ignacio. En aquel momento mosén Alberto, que se había quitado el manteo y el sombrero en el vestíbulo, irrumpía en el pasillo, seguido de Ignacio, y se cruzó con José. Éste le miró e hizo una casi imperceptible inclinación de cabeza. Ignacio se disponía a presentarlos, pero en el acto comprendió que lo que buscaba José era evitarlo, pues ya abría la puerta del cuarto y se metía en él.

Todo el mundo presenció la escena. Carmen Elgazu no sabía qué hacer ni qué decir. Era la primera vez que en aquella casa se desairaba a un sacerdote.

Mosén Alberto quiso disimular. Entró en el comedor sonriendo. Matías dijo:

—Es… mi sobrino. —Hizo un gesto de impotencia—. Tiene su manera de pensar.

Mosén Alberto se miró la sotana.

—Ya lo veo. Parece que le damos miedo.

Carmen Elgazu intervino.

—¿Miedo él…? —Iba a añadir algo pero Matías le hizo un signo invitándola a tranquilizarse.

—Por lo demás —dijo—, es… un chico alegre. ¡Vamos! Quiero decir amable y tal.

—No lo dudo, no lo dudo —asintió mosén Alberto en gesto que daba por zanjado el asunto—. Exactamente, ¿qué ideas tiene? —preguntó, en tono de simple curiosidad.

—Pues… ya se lo puede figurar —contestó Matías.

Ignacio precisó:

—Es anarquista.

—Ya…

Después de un silencio, mosén Alberto preguntó, dirigiéndose a Carmen Elgazu:

—¿Es el que intervino en Madrid en la quema de las iglesias?

Carmen Elgazu asintió con la cabeza.

—Así es. —Y de repente añadió, como dispuesta a desahogarse—. ¡Por desgracia! ¡Me gustaría que le hablara usted delante de Ignacio! —prosiguió, decidida—. ¡Me asusta pensar que van a salir ocho días juntos!

—¡Ni una palabra! —exigió Matías repentinamente serio.

—¿Por qué se ha encerrado en su cuarto de esa manera? —insistió Carmen.

—Eso… mosén ya conoce su oficio…

—Cierto —admitió el sacerdote.

Ignacio añadió, por su parte:

—Y hablarle delante de mí, ¿por qué?

Mosén Alberto le miró.

—Tú… ya eres mayorcito, ¿no es eso?

—No tanto, pero en fin.

Nada podía mosén Alberto contra aquel sentimiento: Ignacio le sacaba de quicio. Nada del muchacho le caía en gracia. Sentía por él repugnancia física.

En realidad, éste era su gran drama: con aterradora frecuencia sentía repugnancia física por las personas. Era algo extraño que le recorría la piel. A veces lo notaba cuando le besaban la mano, otras cuando en el confesionario el penitente se le acercaba demasiado. Otras al dar la Comunión.

—Es algo físico, es algo físico —se repetía a sí mismo. Un médico lo atribuyó a disturbios gástricos. Otro le enseñó un libro en el que se decía que el ejercicio prolongado de la castidad puede en ciertos casos producir estas reacciones.

Carmen Elgazu creía que era Ignacio quien le pinchaba. Por ello aquel día sufrió horrores ante la actitud de Matías, quien le prohibía con la mirada empeorar las cosas.

Por suerte Nuri, María, Asunción y Pilar entraron en tromba y despejaron la atmósfera. Mosén Alberto se tomó la taza de café «sereno» y dijo: «Bueno, ahora ya los he visto a ustedes», y discretamente se retiró.